Historia del maestro pervertido de los peces y las niñas | por Juan Alcudia

— «So what is kind of half porn and half art?».
— «I think this is porno, but people think this is art».
— «It´s a different kind of porno».


— «Así que, ¿qué es porno y qué es arte?».
— «Creo que esto es porno, pero la  gente cree que es arte».
— «Es otro tipo de porno».


The vice guide to sex: Genki, the art of eel porn [Genki, El arte del porno con anguilas, Shane Smith, 2008]



Prólogo


Este oscuro relato pulp de tintes zoófilos me trae el recuerdo de dos escenas no demasiado remotas.


Primera: en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the temple of doom, Steven Spielberg, 1984), Kate Capshaw debe activar un resorte que se encuentra en la pared de una gruta para salvar al intrépido Indiana. No le queda otra que introducir su mano en un pequeño orificio desbordado de insectos salvajes que hierven de agitación. Nada más hacerlo, una masa insectívora abigarrada de tamaños y de colores se dispara por su mano, brazo arriba...


Segunda: en algún lugar de Corea del Sur, un hombre recién salido de una pequeña habitación en la que ha estado confinado durante varios años entra en un bar y pide un pulpo vivo. Acto seguido, lo devora con avidez caníbal, de un solo bocado, mientras los tentáculos del cefalópodo que agoniza se retuercen en su boca.



La “Presentación”


Alrededor de 1820, Katsushika Hokusai, el gran maestro japonés del ukyo-e, realiza una de sus obras más célebres, El sueño de la esposa del pescador (Tako to tama), en la que una mujer es violada por dos pulpos. A pesar de lo insólito de la imagen, cabe destacar que estas escenas no eran en absoluto ajenas al shunga, término referente al arte erótico, especialmente al de las estampas xilográficas del periodo Edo (1603-1867). Fuese o no Hokusai el primero en visualizar y materializar esta estampa de bestialismo, lo cierto es que se le atribuyó de común y tácito acuerdo la paternidad. Sin saberlo, había parido un subgénero, el tentacle-rape o tentacle-porn, dentro de otro subgénero, el ero-guro; ambos plena e inconfundiblemente nipones.


Entre Hokusai y Daikichi Amano, el protagonista de este relato, median un par de siglos y varios nombres, algunos de los cuales merecen ser examinados a través de nuestro cristal de aumentos. 


El primero es Hirao Taro, más conocido como Edogawa Rampo (suerte de trascripción fonética japonesa de Edgar Allan Poe); tal vez el único escritor de género japonés verdaderamente célebre fuera de las fronteras de su propio país. Enamorado del misterio y de Arthur Conan Doyle, cultiva una obra cimentada en el relato detectivesco y de terror. La fusión de ambos, tamizada por la peculiar sensibilidad nipona, produce un extraño resultado: historias hipnóticas, grotescas y con frecuencia delirantes. Creo que “La oruga” o “La silla humana” son dos buenos ejemplos de su hacer. No sólo está considerado como uno de los padres del mencionado ero-guro, sino que además su influencia se extiende a otros campos paralelos y a menudo tangentes y perpendiculares como son el cine y el manga. En su obra encuentran la inspiración autores tan singulares y reconocibles como Suehiro Maruo o Teruo Ishii.


El segundo es Nobuyoshi Araki; Araki a secas. Uno de los fotógrafos más célebres de Japón, inconfundible tanto por su siniestra traza de viejo verde recién salido de un manga de Suehiro Maruo como por su afición a retratar el bondage. No cabe la menor duda de que Araki es un personaje vital y arrollador, una prolífica arma de producción masiva que aprieta el gatillo con la misma naturalidad con la que respira o se atusa los cuernos. Fue uno de los primeros artistas en violar la separación entre la pornografía y el arte expositivo en el Japón contemporáneo (de ello tuvo que dar cuenta a las autoridades). Aborda el sexo sin tapujos, como un niño travieso que sospechara que, bajo los estudiados pliegues de cada kimono, se oculta un jardín zen.


Y entre el primero y el segundo, otros nombres que citaremos de pasada: Suehiro Maruo, la gran estrella del manga ero-guro (contracciónde erotic-grotesque) por antonomasia (con permiso de Shintaro Kago); Toshio Maeda, el creador de tentacle-rape, que llena las páginas de sus mangas con seres demoníacos sembrados de tentáculos extensibles y hambrientos de sexo; Urotsukidôji (Chôjin densetsu Urotsukidôji, Hideki Takayama, 1987), adaptación al anime de una de las obras de Maeda, una orgía apocalíptica que combina como sólo el terror puede hacerlo el porno, S&M, ci-fi, gore, la fantasía y la épica; un título que no ha recibido aún el trato que merece. Estos son algunos nombres a los que otros se irán sumando.


Volvamos a Daikichi Amano. Daikichi Amano es japonés. Además de ser japonés, Daikichi Amano es fotógrafo. Daikichi Amano afirma reconocerse parcialmente en Hokusai. Por último, Daikichi Amano se autodenomina “el maestro pervertido de los peces y las niñas”. Bien, a falta de un pequeño dato que me reservo para más adelante, no es demasiado difícil esbozar un retrato robot de nuestro invitado partiendo de estos retazos de información.



El “Nudo”


En Arakimentari (Travis Klose, 2004), Araki explica su concepto de la fotografía: consiste en detener el tiempo en un punto y crear una realidad, un espacio que antes no existía. La suma de todos esos puntos ordenados cronológicamente equivale a la biografía del propio fotógrafo. Es una bonita reflexión, aunque para nada nueva.


Desconozco la biografía de Daikichi Amano más allá de lo que él mismo desvela en un par de entrevistas (tendencias fetichistas, pulsiones anales, atracción por lo diferente...). Sin embargo, podemos llegar a trazar esa biografía de la que habla Araki a través de su obra fotográfica; a saber: que posee una peculiar sensibilidad, que tiene debilidad por las muñecas tradicionales japonesas, y que a menudo busca los contrastes cromáticos; que le seducen las estampas de naturalezas muertas, las formas submarinas, ciertas perversiones sexuales… Elementos todos ellos que permiten intuir su otra obra. ¿Qué otra obra? Simple, el bueno de Daikichi no sólo hace cine, sino que además ha inventado un subgénero pornográfico; aunque, en honor a la verdad, hay que admitir que todo este hilo de pensamiento es un tanto tramposo. El que se acerque a su cine esperando encontrar aquello mismo que le haya cautivado/seducido en sus fotografías puede sufrir una profunda decepción.


 

 

Sin ser nada extraordinariamente novedoso para ser fruto de una mente nipona, las fotos de Daikichi Amano son potentes. Algunas de ellas son como un estallido de luz que nos obliga a detenernos en sus filigranas una vez superada la ceguera inicial; algo así como dar una buena torta con la mano abierta y, acto seguido, levantarse el flequillo para revelar un elaborado tatuaje en la frente. Sus fotos están llenas de pequeñas texturas que se mezclan y se confunden, y que nacen de los flujos y de la carne de las bestias submarinas y de las mujeres. Son fetichistas, tribales, terroríficas; nutren fantasías sádicas (las del propio autor) y revisten el cuerpo femenino de tentáculos a modo de manto tumefacto y también de segunda epidermis. Todas estas cosas y muchas más, cuya sinergia y combinación componen con frecuencia una estampa formidable y cautivadora para los amantes de ficciones oscuras, tienen una peligrosa contrapartida: la de la expectativa frustrada.


Explica Will Eisner acerca de la primera página de las historias de Spirit, todo un audaz ejercicio de composición y de manipulación del lenguaje de la viñeta, que no pocas veces comenzaba dibujándola sin tener la más remota idea de lo que iba a contar a continuación. Simplemente se limitaba a plasmar una imagen especialmente potente que por algún motivo le cautivaba y, partiendo de ella, elaboraba el resto de la historia. Creo firmemente que en eso consiste el poder de la imagen estática, la posibilidad de sugerir toda una historia, todo un universo detrás de ella, partiendo de un instante congelado en el tiempo; de insinuar, en lugar de mostrar; de estimular, en lugar de condicionar; de susurrar o de gritar, en lugar de aleccionar. En ese sentido, las imágenes de Daikichi funcionan a la perfección, bien podrían ser viñetas de un manga de Suehiro Maruo o de Kazuichi Hanawa o fotogramas de alguna película de Teruo Ishii o de Takashi Miike. Constituyen un estímulo permanente para aquellas imaginaciones que, cual medusa hambrienta, no teman abrazarse apasionadamente a ellas y succionar todo lo que de onírico, mélico y feérico contienen, que no es poco. Sin embargo, sus películas…


Vayamos por partes: Daikichi Amano explica que la censura japonesa le condujo a la invención de este nuevo subgénero del que pronto hablaremos. Efectivamente, el artículo 175 del Código Penal japonés persigue la venta y distribución de material obsceno (para empezar, topamos con el escollo de encontrar una definición satisfactoria de lo “obsceno”; en el caso que nos ocupa, se refiere principalmente a la exhibición de órganos genitales). Esto obliga a los creadores gráficos a recurrir a una serie de eufemismos para evitar las partes pudendas. El recurso más frecuente es la pixelación, pero hay otros más sofisticados, que van desde la superposición de objetos, hasta el uso de hortalizas, animales, o tentáculos... El manga resolvió este problema hace tiempo, empezando, entre otros, por el citado Toshio Maeda y sus pulpos (el propio autor reconoce que inventó el subterfugio de los tentáculos para burlar la censura). El anime tampoco le va a la zaga, y encuentra soluciones que forman ya parte de la historia del medio por su originalidad y exquisitez artística. Así tenemos Kanashimi no beradonna [Belladonna de la tristeza, Eichii Yamamoto, 1973], largometraje erótico que adapta la novela La Sorcière de Jules Michelet; y Koushoku Ichidai Otoko [Amores de un vividor, Yukio Abe, 1991], que adapta la novela homónima de Saikaku Ihara, y que toma prestada su estética del ya citado shunga. Ambas, películas de culto un tanto desconocidas, especialmente la segunda, se valen de una serie de símbolos (crisantemos, tortugas, montañas, el mar embravecido...), no sólo para suplantar los genitales, sino también para sugerir el coito con elegancia.


Pues bien, Daikichi pensó que sería buena idea sustituir los genitales masculinos con otras “cosas” y creó el Genki genki, que significa algo así como “good feeling”, “sentirse bien” o, en términos mundanos, “buen rollito”. Bien, ¿y en qué consiste este género? Genki, the art of eel porn, formula una sencilla definición: «So, basiclly, it´s fucking food…»; esto es: «Básicamente, es follar comida…». A mi entender, lo más acertado sería acertado definirlo como una fuerte y aguda mezcla de parafilias. En concreto dos: el bestialismo y la entomofilia, que consiste en el placer obtenido de la interacción sexual con hormigas, ranas, caracoles, moscas y demás, ya sea al contacto con los genitales o la penetración por los orificios de dichos órganos. ¿De qué animales hablamos en el caso del Genki genki? En primer lugar, y al hilo de lo que llevamos relatado hasta ahora, pulpos; después… (dejemos el menú para más adelante). El catálogo de perversiones no se agota aquí, pues esta suerte de “bestiantomofilia” viene trufada con una serie de parafilias que son más de andar por casa: spanking, bondage, fisting, hipoxifilia (asfixia), kubishimi (lo mismo pero en japonés; las primeras películas de Daikichi pertenecen a este género), clismafilia (lavativas), urofagia (lluvia dorada), sadismo... Y, por supuesto, el coito entre humanos, aunque en pequeñas dosis.


Resulta razonable suponer que para los menos familiarizados, e incluso para los familiarizados, con el lado más bizarro del celuloide, la labor de este peculiar pornógrafo puede resultar chocante. El aspecto positivo, concediendo que lo haya, estriba en el hecho de que Daikichi Amano ha llevado hasta un nuevo extremo, impensable hasta hace poco, una de las múltiples posibilidades que duermen la plácida siesta de la latencia en el prado sin horizontes de las parafilias y, con ello, ha ensanchado un poquito más los márgenes un género tan tendente a la iteración y a la aliteración, tan denostado y aparentemente limitado como es el pornográfico. No obstante, queda lejos de esta última afirmación ignorar algunos esfuerzos y estrafalarias aventuras más o menos loables: Hardgore (Michael Hugo, 1974), Café Flesh (Stephen Sayadian, 1982), Night Dreams (Francis Delia, 1981), y un etcétera de extensión variable. Por otro lado, las excentricidades sexuales y el bestialismo en el arte del siglo pasado y del que ahora echa a andar no son patrimonio del archipiélago nipón, ni siquiera de Oriente. Puedo rescatar sin mucho esfuerzo algunas imágenes que difícilmente van a abandonarme ya. Desde las perfomances de Herman Nitsch y del Wiener Aktionismus, una temprana muestra de bestialismo de Bigas Luna en Caniche (1979) o el uso sexuado del pescado en Bilbao (1978) y Bámbola (1996), hasta la violación insecticida en La galaxia del terror (Galaxy of terror, Bruce D. Clark, 1981), pasando por aquellas viñetas de Valentina en la que Guido Crepax somete a su heroína al férreo abrazo lascivo de un pulpo.


Dicho todo esto, creo que nunca esta de más contextualizar un poco: el porno japonés es un laberinto intrincado y lleno de recovecos. Las primeras películas se remontan a la década de los cuarenta y viven un efímero apogeo durante los cincuenta. En los sesenta, se ven desplazadas por el pinku-eiga (literalmente “cine rosa”, cine erótico), un subgénero genuinamente japonés que salpica la gran pantalla con dosis de sexo, surrealismo y violencia. Las pinku eran producciones de bajo presupuesto rodadas como un tiro y que, debido a la carencia de medios, obligaban (o permitían) a sus directores a buscar soluciones nuevas e imaginativas. Un factor a destacar era que debían incluir varias escenas de sexo; otro, que los genitales no debían aparecer en pantalla y que, de hacerlo, eran disimulados mediante diversas técnicas. El género no tardó en popularizarse y algunas de las grandes productoras como Nikkatsu o Toei se lanzaron a los producción de sus propias pinku-eiga, rebautizadas como roman-porno y pinky-violence, respectivamente. Los noventa vivieron la explosión del AV (Adult Video) y el declive del pinku. Los AV son grabaciones pornográficas destinadas a los soportes domésticos (VHS en sus inicios ochenteros), de textura casera y rodadas con escaso presupuesto. A tenor de lo visto, se intuye desde la superficie y sin necesidad de zambullirse que la producción pornográfica en el país del sol naciente es rica y variada, y que goza de una salud inquebrantable como atestigua la nada desdeñable variedad de subgéneros que ofrece: Bukakke, Burusera (todo lo relacionado con las colegialas), Chikan Purei (ahora con las colegialas en sí), Enjo Kosai, Goukan Purei (violación simulada), Lolicon (de Lolita), Ningyou (en japonés, “muñeca”), Takemari (maltrato físico aplicado a los testículos)… Un catálogo lo suficientemente amplio y retorcido como para sacarle los colores al mismísimo Pinhead. Situado en este contexto, el Genki genki no deja de ser un minúsculo satélite que orbita en torno al Gran Planeta del Porno Japonés.


 

 

Y ahora, recuperando un poco aquello de la expectativa frustrada en relación a la obra cinematográfica-fotográfica de Daikichi Amano, entraremos un poco más en materia. Basten algunas líneas para describir su cine. De nuevo, Genki, the art of eel porn, ofrece una descripción bastante grafica: «Fish drinking milk out of a girl ass»: «Un pez bebiendo leche del culo de una chica». Ni que decir tiene que, en el contexto en el que nos movemos, a la mujer se le adjudica el papel de heroína/víctima, algo habitual en el imaginario erótico japonés, en el que a menudo queda reducida a la categoría de objeto a merced de los más infames abusos y castigos. Por ejemplo, la saga Tokugawa onna keibatsushi [Mujeres de la era Tokugawa castigadas a muerte, Teruo Ishii, 1968-1973]; por ejemplo, la serie Guinea pig [Cobaya, V.V.A.A., 1985-1991]; por ejemplo, buena parte de la obra de Araki; por ejemplo, Niku daruma [Muñeca de carne, Tamakichi Anaru, 1998].


El contenido de las Genki genki suele limitarse a un escaso número de escenas que oscila entre dos y cinco, y que es más bien reducido teniendo en cuenta que algunas cintas superan las dos horas de metraje. En contadas ocasiones Daikichi Amano saca partido de su condición de fotógrafo: un velo rojizo que cubre la pantalla, algún contraste de luz... No mucho más. Casi siempre escenas rodadas cámara en mano con raquíticas preocupaciones estéticas, muy al contrario que su obra fotográfica. En este grado de desaliño se hermana con el porno “moderno”, ese porno casero de magro montaje y sequía lúbrica que va directo al orificio. Predomina la crudeza, la de las escenas y la de los alimentos, y se hace hincapié en la singularidad y la autenticidad del material que se maneja: sexo con invertebrados.


Las historias: sencillas. Al grano. A veces se esbozan argumentos, se simulan escenas que relatan una mínima anécdota protagonizada por el ya clásico binomio del torture-porn torturador(es)/a(s)-torturada(s).


Actores: en las primeras películas, perros, pero en vista de que aquello era “so sad”, en palabras del propio Daikichi, decidieron cambiar a otros animales que pudieran consumir para hacerlo un poco más “comfortable”, a saber: pulpos, lochas, anguilas, serpientes, lombrices, carpas, peces dorados, sapos, lagartos, orugas, cucarachas y otros insectos de tamaño nada desdeñable, babosas marinas, y lo que parecen los fetos diminutos de un mamífero que he sido incapaz de identificar; y, por supuesto, humanos dispuestos a todo.


Materiales: plástico, bañeras, cubos, sogas, cadenas, consoladores, jeringas, velas exangües, piscinas de plástico, embudos... Y el “anoscopio” (anal scope), muy útil para dilatar orificios con fines entomofílicos.


Atrezo: uniformes de colegiala, monos de obrero, medias, caretas, un poco de betún…


Perversiones: ya han sido enumeradas más arriba; con una vez basta.


Títulos: de lo mejor. El lema del Genki genki es el siguiente: “The strange label which flees in a phantom”; no está mal, bastante sugerente. A continuación el título de la cinta, que viene encabezado por el número que ocupa en la serie: “01”, “07”, “012”… Ascendiendo a día de hoy a un total de dieciocho. Son de lo más variopinto: “The loach moves in a vagina and feeler violates an anus”; o “The enthusiasm of the garrotte enthusiast”; o también “The catalyst covered to an earthworm and a vagina and scream”.


Anecdotario: después de cada rodaje se comen a los animales (se entienden que tras cocinarlos); los pulpos muerden (y provocan heridas que sangran);  antes de rodar una escena, el director experimenta en su propio cuerpo las posibilidades sexuales del animal en cuestión con el fin de anticipar los problemas que puedan surgirle a las actrices durante el rodaje.  



El “Desenlace” (la conclusión y el clímax)


Especular acerca de la necesidad y demanda de esta nueva parafilia cinematográfica resulta ocioso desde el mismo momento en que el autor confiesa que rueda películas a la medida de sus propias perversiones. Se trata de un producto puramente narcisista, una forma de materializar sus fantasías más atrevidas y de desafiarse a sí mismo (para conocerse mejor). En una entrevista, Daikichi recuerda con horror el momento en que una de sus actrices hizo crujir una cucaracha entre sus dientes y sacó a continuación la lengua para mostrarle el resultado.


Creo que, una vez superado el asombro y la petrificación, el material termina por convertirse en previsible y repetitivo, aunque el grado de náusea es del todo variable y depende de las filias, de las fobias y de los escrúpulos del propio espectador. ¿Hasta donde se puede llegar con él? Supongo que la imaginación es el límite. He de reconocer que la mayoría de las veces resulta vulgar, además de indignante para el zoófilo (entendido el término aquí en su estricto sentido etimológico). Pese a todo, Daikichi consigue en contadas ocasiones, probablemente sin proponérselo, una serie de escenas de una cualidad poética oscura y retorcida, realmente valiosas y estimulantes, a las que un Koji Wakamatsu no les haría asco en absoluto. Rescato dos:


1º. En la penumbra de una habitación partida en dos por un violento foco de luz, encontramos dos figuras envueltas en plástico transparente de la cabeza a los pies. Sentada una de ellas en un sillón, la segunda yace en el suelo. Al acercarnos, descubrimos que, bajo el abrazo del plástico, se agitan y enloquecen un puñado de anguilas apresadas contra la piel de las víctimas que, como bestias ciegas, pugnan por liberarse.


2º. Dos medusas desnudas del cuello a los pies retozan en una piscina de plástico. Sendas medias translúcidas se aprietan alrededor de sus cabezas. Hipertrofiado, repujado, a punto de ceder, el nailon contiene una jauría de anguilas que tiemblan como cerebros en ebullición. Tocadas con media y tentáculos, las medusas se acarician y entrecruzan sus lenguas húmedas.


Ignoro si el hallazgo es recompensa valiosa para tan prolijo metraje. En cualquier caso, machete en mano, Daikichi ha abierto un sendero que no es mejor ni peor que otros, pero que sin duda ensancha y enriquece el catálogo de perversiones y de parafilias de esa oscura e inabarcable enciclopedia de arena que es el cine porno (fin).

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