A finales de los años setenta del siglo pasado, cuando dejaba atrás la niñez, me convertí en un friqui de la Segunda Guerra Mundial. Fue debido a una colección en fascículos de la extinta editorial SARPE, la llamada Crónica Militar y Política de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de una adaptación libre de una publicación de origen italiano, que a su vez era un amasijo de extractos de muchas otras obras, pegadas de cualquier manera y, me temo, en su mayoría usados sin el permiso de sus autores, que nunca se citaban. Desde entonces, en varias ocasiones, para mi sorpresa y vergüenza, me he topado con secciones enteras de esa obra, sólo que en los libros originales de los que se habían obtenido.
Entre los muchos temas que esa obra tocaba se hallaban, obviamente, los crímenes perpetrados por el nazismo, a los que incluso se les reservaba un tomo en exclusiva, dedicado a los procesos de posguerra. Conocer la enormidad de esos crímenes me dejó una huella indeleble, siendo como era apenas un adolescente. No llegaba a comprender por qué y cómo se llegó a ese extremo, aun cuando la obra intentaba, por todos los medios, trazar el camino que había llevado a ese horror, además de enumerar las muchas leyes, alemanas e internacionales, que los nazis habían pisoteado para conseguir sus objetivos criminales.
No es de extrañar, por tanto, que cuando la segunda cadena de la televisión pública anunció, para una noche de 1987, un documental monográfico sobre los campos de exterminio, hiciera todo lo posible para no perdérmelo. Esa película, de nombre Memoria de los Campos, (1) había sido aparentemente rodada in situ, cuando estos fueron liberados. En ella, se decía, había colaborado ni más ni menos que Alfred Hitchcock, pero por alguna razón que no se explicaba, había quedado inacabada, oculta e invisible al público hasta cuarenta años más tarde.
El carácter de incompleta de la película era evidente desde el primer instante. No tenía banda sonora, excepto en algunas breves secciones, donde se escuchaba sonido grabado en directo en los propios campos. Las imágenes se presentaban en el más absoluto silencio, sin explicación alguna, fuera de unos gráficos que indicaban el nombre del campo y su situación en Alemania. El espectador se veía así enfrentado, sin preparación alguna, a imágenes enloquecedoras de esqueletos vivientes, fosas repletas de cadáveres, prisioneros ejecutados de las formas más horribles posibles, quemados vivos, reventados por las balas. La película era, de principio a fin, una orgía de muerte y destrucción, sin sentido ni explicación, de la que la única escapatoria consistía en apartar la mirada o apagar el televisor.
Además, el documental no terminaba, se interrumpía de manera abrupta, sin ofrecer ninguna respuesta, dejando en el espectador la cicatriz indeleble de lo que se acababa de ver. Un recuerdo que, aun así, poco a poco se me fue difuminando, entre otras cosas porque la película desapareció de nuevo en la obscuridad de la que había surgido… hasta hace unos pocos años, en 2014, que el Imperial War Museum británico, o IWM, anunció la restauración de cierto documental perdido y recuperado sobre los campos de concentración nazis, rodado in situ en 1945. Se trataba del Memoria de los Campos de 1987, pero esta vez con su nombre correcto, German Concentration Camps Factual Survey (Informe basado en hechos de los campos de concentración alemanes) y atribuido correctamente a Sidney Bernstein, el futuro fundador de la cadena televisiva británica Granada.
Una restauración que además era una reconstrucción. El IWM no sólo había recuperado las bobinas originales, sino que contaba además con el guion original, archivado junto con la película. Se pudo así grabar la explicación que debía acompañar a las imágenes, además de completar el montaje de la parte final, la que debía concluir y proponer. La que tenía como misión señalar qué debían hacer los espectadores una vez visto ese catálogo de horrores, una vez salidos del cine y vueltos a sus casas, aún estremecidos por su vista al infierno.
Guerra y arte
Philippe Dagen, en su ensayo Le silence des peintres (El silencio de los pintores) (2), describe en profundidad un fenómeno desconcertante: el silencio de los pintores frente a la Primera Guerra Mundial. Si bien la pintura de historia, hasta ese instante, había sido uno de los géneros privilegiados en la historia de la pintura, para bien o para mal dejó de serlo con ocasión de ese conflicto. No porque no hubiese interés por parte del público en ver lo que ocurría en la línea del frente o porque se sintiera repugnancia ante sus horrores. Muy al contrario, las revistas ilustradas rebosaban de fotografías de las trincheras y de los muchos muertos en la tierra de nadie, realizadas tanto por los propios soldados como por periodistas profesionales. A ello se unía el primer uso masivo del cine como elemento de propaganda bélica, como medio para el espectador de estar ahí, en medio de los hechos, en vez de asistir, como hasta entonces, a representaciones teatrales colmadas de oropel, falsedades y aspavientos.
Lo que ocurrió para motivar ese silencio en el caso de las artes plásticas, es difícil de identificar y definir -el libro de Dagen es un intento entre otros por resolver el enigma de este vacío estético-, pero puede resumirse de manera muy simple. Los pintores coetáneos al conflicto fueron incapaces de traducir este tipo de guerra nueva, con sus matanzas industrializadas y su matemática del exterminio, al espacio del lienzo. Los pocos intentos, salvo muy contadas excepciones (3), son en general fallidos, torpes y sin continuidad, como si el artista hubiera terminado por reconocer su fracaso, su impotencia en representar lo inconcebible. Poco importaba que el artista fuera conservador o vanguardista, joven o viejo, novel o experimentado, protagonista o turista, el resultado era el mismo: la incapacidad y el silencio. Los artistas relamidos de salón, los consagrados cargados de medallas, no pudieron –o quisieron– salir de sus temas habituales de ninfas y flores. Los modernos, aquellos que habían creado nuevas herramientas estéticas para representar el mundo del progreso, la máquina y el automóvil, encontraron que esas mismas vías no les servían para representar la guerra científica e industrial.
Si nos movemos a la Segunda Guerra Mundial y cambiamos de arte, de la pintura al cine, se puede observar el efecto contrario. Si algo no escasea son precisamente las películas de tema bélico. Incluso en tiempo de guerra, las diferentes industrias nacionales, especialmente Hollywood, crearon incontables películas sobre el conflicto que, además, de una manera u otra, vienen a replicar el modelo de la antigua pintura de historia. Se tienen así, por un lado, las detalladas reconstrucciones, supuestamente fidedignas, de hechos de armas decisivos, cuyo modelo podría ser El día más largo (The Longest Day, 1962, Kenn Annakin, Andrew Marton, Berhand Wicki); mientras que por otro lado estarían las fantasías históricas sin pretensiones realistas, simples marcos decorativos para los sueños bélicos del espectador masculino, como Los cañones de Navarone (The Guns of Navarone, 1961, J. Lee Thompson, Alexander Mackendric). Incluso, en tiempos recientes, se ha llegado a combinar ambas modalidades, como ocurría en la serie televisiva Hermanos de Sangre (Band of Brothers, 2001, varios).
El ausente no es tanto la guerra como el antimilitarismo y el pacifismo. No es de extrañar, puesto que cualquier película bélica exige precisamente la aportación de material real de combate. Su plasmación depende así de la contribución de los ejércitos nacionales, viéndose, por tanto, mediatizada por esta colaboración. Solo en ocasiones contadas, de rechazo social ante las aventuras militares contemporáneas del gobierno o de ajuste de cuentas con un pasado incómodo y despreciable, se ha expresado la denuncia de la guerra de forma contundente en imágenes. En la mayoría de los casos, por el contrario, el aparente rechazo del horror de la guerra se mutaba en relato de hazañas bélicas, loa disfrazada a la resistencia de una generación pasada, convertida ahora en modelo -y motivo de vergüenza- para los jóvenes actuales. Tal y como ocurría en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998, Steven Spielberg).
Sin embargo, frente a este estrépito bélico se alza un silencio aún mayor, incluso ensordecedor: El referente al Holocausto.
¿Es acaso posible?
Si hubiera que enumerar los hechos históricos del siglo XX que siguen influyendo en nuestro presente, la lista se compondría de dos en exclusiva: el Holocausto y la Bomba atómica. Fascismo y Comunismo, las dos grandes ideologías del siglo, no le sobrevivieron (4), quedando como hechos políticos marginales, cuya presencia en la actualidad queda limitada a su afán por volver a ocupar un primer plano en el escenario. El Islamismo radical totalitario, aunque con raíces en el siglo pasado, es más un fenómeno del XXI, al igual que la resurrección global de las religiones y sus aspiraciones a reinstaurarse como credos de estado.
Holocausto y Bomba atómica siguen, no obstante, ahí. Ésta, en forma de arsenales masivos que, en un rapto de locura de nuestros gobiernos, podrían llevar al exterminio masivo de la humanidad y al derrumbe de la civilización. Aquel, como plasmación de lo inconcebible, como realización del horror. Como fenómeno cuyas pautas han sido ya marcadas, su camino trazado, de manera que en cualquier instante podríamos volver a seguirlo, consciente y alegremente, como ya ha ocurrido en varias ocasiones.
Llama la atención, por tanto, que apenas haya habido representaciones sobre el holocausto, mientras que las ha habido incontables del exterminio nuclear, hasta casi convertirse en un icono pop, que usar a conveniencia como deus ex machina. De nuevo, un silencio como el de las artes plásticas en la Primera Guerra Mundial y que precisa una explicación. Sería muy sencillo –y equivocado– atribuirlo a respeto o pudor. O a una supuesta muerte de la poesía, asesinada también en Auschwitz. Hay que revisar, por tanto, las pocas obras que se han atrevido a enfrentarse con esta omertá, tanto desde el punto de vista de la ficción como desde el documental.
El primer intento en la ficción, curiosamente, se hizo desde la televisión. Se trata de la serie Holocausto (Holocaust, 1973, Gerald Green) que intento dar una visión enciclopédica del exterminio judío, desde las primeras leyes discriminatorias del estado nazi hasta la industria del genocidio simbolizada por Auschwitz. No obstante, la serie no pudo librarse de las servidumbres de la producción televisiva, de manera que tuvo que adoptar el punto de vista familiar como gancho para atraer a la audiencia. Esta restricción a un pequeño grupo de personajes, que se conocían entre sí y que se reencontraban a cada instante, chocaba con las pretensiones universales de la serie, llevándola al ridículo, puesto que era harto inverosímil que esas personas hubieran sufrido todas y cada una de las maneras del exterminio.
Otro ejemplo famoso, éxito de taquilla aún recordado por el público, fue La lista de Schindler (Schindler’s list, 1993) del ya citado Steven Spielberg. En este caso, se reducía considerablemente el ámbito narrativo, centrado en la liquidación del Gueto de Cracovia y los intentos de Schindler por salvar a una parte de los judíos que allí vivían, lo que redunda en una mayor coherencia narrativa y en una mejor utilización de los recursos dramáticos. Sin embargo, la película de Spielberg sigue siendo prisionera de los “tics” habituales de Hollywood, al mismo tiempo que deja traslucir el pasado de este director como gran pirotécnico cinematográfico. La película se construye así alrededor de un héroe mítico, dotado del carisma que se le supone a los héroes al estilo de Indiana Jones, y que al final obtiene una cumplida recompensa, como era de esperar. Sin contar que se atreve a jugar con el suspense en las cámaras de gas de Auschwitz, lo que explica la indignación vehemente de supervivientes del holocausto como Imre Kertész (5).
Hay que pasar al documental, por tanto. El primero –excepto un par de excepciones, como la que es objeto de este artículo– fue Noche y Niebla (Nuit et Bruillard, 1955) de Alain Resnais, más una meditación sobre el Holocausto que una reconstrucción de su historia. Para Resnais y Jean Cayrol, escritor del texto que narra e interpreta las imágenes (6), el Holocausto es un hecho que empieza ya a difuminarse, a convertirse en una parte más de la historia, susceptible sólo de aburrir a los alumnos en el colegio, a pesar de que sus supervivientes aún estén vivos. No es de extrañar que buena parte de su metraje se limite a largos travellings por las ruinas de los campos de concentración. Unos restos que han sido ocupados ya por la vegetación y que poco a poco comienzan a ser irreconocibles, pero que aun así tienen que servir de advertencia para que no volvamos a caer en el error. Para que no consintamos en ser cómplices de nuevos exterminios, como parecía iba a ser el caso, en esos mismos años, con la guerra de descolonización en Argelia.
La otra parte del cortometraje eran imágenes documentales tomadas in situ, mientras se desarrollaban los hechos narrados, pero de su misma presencia surgía otro dilema moral. Algunas habían sido tomadas por los ejércitos aliados, al liberar los campos, pero otras habían sido encargadas por los nazis, con clara intencionalidad propagandística. Ese era el caso, por ejemplo, de las escenas rodadas en el campo de tránsito de Westerbock, en Holanda, última parada hacia Auschwitz. En ellas, las autoridades de ocupación intentaban mostrar que el embarque se realizaba con normalidad, sin violencia, con la cooperación voluntaria de los mismos deportados, como convenía a quienes iban a encontrar un nuevo hogar en tierras del este. Esa era la mentira que los nazis se esforzaban en propagar, aunque todos los presentes sabían la verdad de lo que les esperaba. Esa es la falsedad que las imágenes aún mantienen, a pesar de su importancia como documento histórico. A menos que explícitamente se nos señale.
Esta resurrección fantasmagórica de la propaganda nazi en medio de la denuncia de sus asesinatos llevó a Claude Lanzmann a renunciar a toda imagen documental de época (7), en su monumental Shoah (1985). Lanzmann construyó su película –y las muchas codas (8) con las que la ha ido completando desde entonces– como un juego de asociaciones libres entre diferentes entrevistas con víctimas, testigos y verdugos, sin que haya una secuencia cronológica clara que las unifique, fuera de un horror creciente, cada vez más opresivo. Entre medias, como en Noche y Niebla, largos travellings por los antiguos escenarios de la ignominia, algunos completamente irreconocibles, otros cuidadosamente conservados para que nadie finja o alegue olvido.
En esas largas diez horas de Shoah parecería que todo estuviese ya dicho, pero no es así, como bien demuestra el fenómeno de las múltiples codas, al que seguramente sólo la muerte de Lanzmann va a dar término. Como bien señala el director, el gran problema del Holocausto es que, por mucho que se intente, no se puede llegar a describirlo por entero, siempre quedará algo por decir. De hecho, el propio Lanzmann cae un poco en lo que el historiador Timothy Snyder llama la paradoja de Auschwitz (9), consistente en que, a pesar de su carácter emblemático, en ese campo de concentración sólo se exterminó a una fracción de las víctimas del Holocausto y que, paradoja sobre paradoja, si los nazis habían decidido que tu destino final era ese campo era más probable que sobrevivieses que si estabas consignado a Treblinka. Auschwitz estaba reservado a judíos del occidente europeo, sociedades donde era más fácil que encontrases una triquiñuela legal que te eximiese o alguien que te protegiese y te ayudase a escapar. Aunque sólo fuera temporalmente.
En Shoah no se llega al extremo de la paradoja Auschwitz, ya que se intentan examinar los diferentes campos de exterminio, pero sí se olvida que buena parte del exterminio no se realizó en ellos, sino en Rusia, de forma casi artesanal y a cargo de los Einsatzgruppen, unidades especiales de las SS, que seguían a las tropas de la Wehrmacht, las fuerzas armadas alemanas, en su avance por la URSS.
Se hace necesario, antes de continuar, realizar una breve historia del holocausto, aunque sea en sus líneas generales.
Brevísima descripción del holocausto
Por supuesto, si quieren tener una idea clara de lo que fue el holocausto, lo mejor es que se lean la obra magna de Raoul Hilberg, uno de los entrevistados en Shoah, titulada The Destruction of the European Jews (La destrucción de los judíos europeos) (10). Su principal conclusión es que no hubo un plan maestro que entró en vigor con la llegada de los nazis al poder. El modo en que el sistema nazi se constituyó, con una estructura de gestión darwinista en el que las diferentes organizaciones “trabajaban hacia el líder” (11), llevaba a que las directrices fueran lo más vagas posibles y a que siempre acabase por ejecutarse la opción más radical. Así, según el modelo propuesto por Hilberg, el exterminio de los judíos fue un proceso en varias etapas. Primero, la retirada de los derechos civiles a la población judía, de manera que dejasen de estar protegidos por las leyes del estado. Segundo, la concentración en zonas específicamente designadas, como los guetos, de manera que “desapareciesen” de la vida cotidiana. Tercero, su eliminación real, primero pensada como deportación a un lugar lejano, como Madagascar o Siberia, luego como exterminio físico.
No hay que olvidar tampoco que el Holocausto no fue sino una parte de los planes criminales nazis. Si el Holocausto se saldó con el asesinato de seis millones de judíos, otros seis millones de europeos fueron víctimas de sus maquinaciones asesinas. De hecho, tras la destrucción de la URSS, el sistema nazi se proponía convertir su parte europea, el espacio ahora ocupado por las Bielorrusia, Ucrania, los Países Bálticos y Rusia hasta los Urales, en una colonia alemana, donde ellos gobernarían como amos y señores sobre una población de siervos eslavos. Así, el triunfo de la Wehrmacht en la operación Barbarroja, previsto para el otoño de 1941, debía verse seguido por la aplicación del Hungerplan (12) por el cuál 30 millones de habitantes de la URSS debían morir de hambre. Un objetivo que se llevó parcialmente a cabo, tanto por el exterminio deliberado de los prisioneros del ejército rojo, casi tres millones de un total de seis, como por las hambrunas provocadas por la invasión en las zonas urbanas de la URSS, como el millón de muertos en Leningrado.
Volviendo al Holocausto en sí, el primer paso temprano fueron las leyes racistas de Nüremberg, en 1935, por las que se convertía a los judíos alemanes en súbditos del estado. A su merced y a expensas de su clemencia. Desde ese instante, los judíos no podían participar en la vida económica alemana -sus empresas se vieron sometidas a un proceso de arianización-, ni seguir profesiones como la magistratura, la medicina o la enseñanza, que sólo podían ser desempeñadas por la raza superior, la alemana. La situación quedó más o menos estabilizada hasta el comienzo de la guerra mundial, excepto por dos hechos. La anexión de Austria en 1938, el Anschluss, que demostró a los jerarcas de las SS, Eichman y Heidrich, la impunidad con que podían actuar contra los judíos una vez que las restricciones del estado habían desaparecido; seguido por el Pogrom de la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos, de ese mismo año en toda Alemania. Ese ataque contra los judíos y sus posesiones, instigado por Göbbels, dejó claro que sin un mínimo de organización en las acciones racistas se podría incurrir en unas pérdidas económicas que la economía nazi, a punto de embarcarse en una Guerra Mundial, no podía permitirse.
Sin embargo, el auténtico punto de inflexión fue la invasión de Polonia en 1939. En el año y medio de ocupación que media hasta la operación Barbarroja, de septiembre de 1939 a junio de 1941, los nazis lanzaron dos acciones simultáneas: la eliminación de las clases dirigentes polacas y la deportación de casi tres millones de judíos polacos a guetos urbanos, donde poco a poco iban muriendo de hambre y enfermedad (13). De nuevo, la destrucción de un estado soberano mostraba demasiado bien a las claras las muchas posibilidades de acción que se abrían frente a un ocupante sin escrúpulos ni ataduras legales, mucho menos morales. Únase a esto, que por esas mismas fechas las autoridades alemanas habían puesto en marcha el Plan Eutanasia, a cargo de la unidad T4 de las SS, en la que se gasearon al menos a 100.000 enfermos mentales alemanes (14). Precisamente, en tierras polacas anexionadas al Reich
Todas estas enseñanzas cobraron nuevo significado con la invasión de la URSS en 1941. Hasta entonces, los nazis habían coqueteado con la posibilidad de deportar a los judíos a Madagascar (15), pero ahora se encontraban con que habían heredado un millón y medio de judíos soviéticos, a sumar a los tres millones de judíos polacos con los que ya contaban, mientras que la vía marítima estaba cerrada por la Royal Navy. Es difícil saber quién dio la orden –o si hubo una orden clara– pero las unidades especiales de las SS, los Einsatzgruppen, (16) que seguían a las tropas de la Wehrmacht en la invasión, sí tenían la misión de eliminar cualquier resto del poder soviético. Objetivo que, en la cosmovisión nazi, era inseparable de la erradicación del judaísmo.
Los Einsatzgruppen comenzaron, por tanto, a exterminar a las poblaciones judías de la Rusia Europea, a las que consideraban reductos y soportes del bolchevismo. Primero, instigando pogromos por parte de la población no judía, luego mediante fusilamientos masivos a cargo de los propios Einsatzgruppen y unidades de la Wehrmacht requeridas para ese propósito. El éxito, si se puede decir así, fue completo. Para el verano de 1942, los Países Bálticos, Bielorrusia y Ucrania habían sido limpiados de judíos, un millón y medio en total, de manera que podían utilizarse como destino de los judíos alemanes. Sin embargo, el hecho de que el exterminio había sido realizado con medios “artesanales”, requiriendo la implicación directa de los miembros de las SS, estaba pasando factura psicológica a estas unidades. Se hacía necesario el uso de otros medios.
Es en la bisagra entre 1941 y 1942, por tanto, cuando se toma la decisión de aniquilar a la población judía europea, comenzando por la polaca. De una manera, además, impersonal, industrial y coordinada. Las actas de la conferencia de Wansee (17), en enero de 1942, constituyen así lo más cercano a una orden de puesta en marcha del exterminio con la que contamos. En esa reunión, una serie de mandos subalternos del estado nazi, convocados por Heinrich Heydrich, la mano derecha del jefe supremo de las SS, Heinrich Himmler, calcularon el número de judíos que había que exterminar en Europa –unos once millones– y pusieron las bases para la cooperación de los diferentes organismos nazis en la captura, concentración y traslado hasta los campos de exterminio. O “reasentamiento en el Este”, como preferían llamarlo eufemísticamente.
El segundo elemento fue la creación del campo de exterminio, como Sobibor, Chelmno, Belzec, Majdanek, Treblinka o Auschwitz, construido alrededor de la cámara de gas, bien de CO2 o de Zyklon B, y el crematorio, unidad de trabajo capaz de procesar cientos, incluso miles de deportados al día. En esa tarea de diseño, y en su proceso de optimización, resultó esencial la experiencia de los componentes del antiguo grupo T4 de las SS, quienes sólo tuvieron que cambiar el objetivo de su trabajo, de enfermos mentales a judíos. Por otra parte, estas instalaciones se plantearon como una empresa que debía reportar beneficio, llegándose a la cruel ironía de que los propios exterminados pagaban sus billetes de tren hasta el campo, o de que lo que dejaban tras de sí, ropa, equipajes, objetos personales, incluso pelo y puentes dentales, eran procesados para su utilización en la maquinaría bélica alemana. Incluso centros como Auschwitz se integraron de manera plena y directa en ese mismo esfuerzo industrial, creciendo hasta convertirse en auténticas ciudades factoría, donde un pequeño porcentaje de los prisioneros no era gaseado a la llegada, sino obligado a trabajar como esclavo hasta su muerte. Lo que se estimaba en unos tres meses.
Dejémoslo aquí. Digamos sólo que el exterminio llegó a ser parte esencial del sistema nazi. Hasta tal grado que, por ejemplo, se siguieron enviando judíos a Auschwitz incluso en el otoño de 1944, con los aliados ya en el Rin y el Vístula. Locura continuada cuando las tropas liberadoras se acercaban, puesto que los prisioneros supervivientes eran evacuados a otros campos en el interior del Reich, auténticas marchas de la muerte donde perecieron decenas de miles de personas. No es que la cosa mejorase al llegar a destino, ya que campos de concentración hasta entonces secundarios, como Bergen-Belsen y Buchenwald, vieron crecer su población reclusa hasta diez veces más, cuando ya estaban abarrotados. Como resultado, en los meses y semanas previos a la liberación definitiva, otras decenas de miles de prisioneros más perecieron de hambre, tifus y disentería, ante la indiferencia de los comandantes de los campos.
Y eso si tenían suerte, porque en otros campos sus ocupantes fueron ejecutados justo antes de la llegada de los aliados.
La película maldita
En medio del derrumbe del estado nazi, el 12 de abril de 1945, las tropas británicas llegaron a un lugar del Norte de Alemania sin importancia militar, Bergen-Belsen (18). Allí, las tropas alemanas pidieron una tregua en los combates e incluso ofrecieron retirarse sin lucha de un campo de concentración situado en las proximidades. Según alegaban, en ese campo se había declarado una epidemia de tifus, de manera que los mandos alemanes temían que, en caso de lucha, los prisioneros se dispersasen por los pueblos y ciudades vecinas, llevando consigo la enfermedad.
Alcanzado el acuerdo, las tropas alemanas se retiraron, permitiendo que las primeras unidades británicas llegaran al campo. Lo que encontraron allí fue indescriptible. Tanto que los primeros informes que se filtraron fueron rechazados como invenciones, e incluso la propia BBC se negó a emitir el testimonio de sus corresponsales hasta que la evidencia fue irrefutable. Dentro del campo, que en realidad era un amplio complejo de instalaciones disjuntas, había miles de cadáveres, esparcidos entre los barracones, amontonados en fosas comunes aún abiertas. De las decenas de miles de prisioneros supervivientes, muchos estaban en las últimas fases de desnutrición y no sobrevivirían a la semana siguiente, mientras que otros agonizaban en los barracones, enfermos de tifus y disentería.
Nadie, entre las tropas británicas, había visto jamás nada igual. De manera urgente, había que organizar el suministro de agua y alimentos, procurar atenciones médicas a aquellos espectros humanos, para intentar salvar el mayor número posible de personas, objetivo que sólo se logró en parte. A medida que la situación se normalizaba, que los prisioneros volvían a ser seres humanos, otro factor se tornaba también acuciante. Había que dar testimonio, hacer que el mundo cobrara consciencia del horror nazi, de la absoluta frialdad y crueldad con que unos seres humanos habían humillado, torturado y exterminado a otros. Tarea que para ser efectiva sólo podía hacerse con imágenes.
En esta tesitura, los aliados se vieron ayudados por una serie de unidades especiales que se habían puesto en funcionamiento durante la guerra. Dispersos entre las tropas de combate, había soldados cuya arma era una cámara, cuya misión era grabar lo que estaba ocurriendo para que pudiera ser utilizado en la preparación y planificación de acciones militares posteriores. Tras cinco años de conflicto, estos operadores tenían la experiencia suficiente como para saber qué debía rodarse, por su importancia, en medio del caos de la guerra, así como para tomar decisiones cruciales en fracciones de segundo, de manera que no se malgastase material de rodaje. Además, eran conscientes de que sus imágenes debían ser lo suficientemente claras y precisas como para que su autenticidad no se pusiese en duda, de forma que, por ejemplo, solían rodarse los unos a los otros y preferían el uso de tomas largas.
Durante casi un mes, estos operadores permanecieron en Bergen-Belsen, registrando todo lo que ocurría en el campo, desde los primeros terribles momentos a la recuperación física y moral de los prisioneros, del entierro de los muertos en inmensas fosas comunes –para lo que se obligó a los miembros de las SS encontrados en el recinto-, a la alegría indescriptible de los liberados. En paralelo, el campo se convirtió en visita obligada de mandos y funcionarios de las fuerzas aliadas, que no podían dar crédito a sus ojos. Entre ellos, Sidney Bernstein, adjunto al ministerio de propaganda británico, que tomó la decisión, allí, in situ, de crear un film de denuncia de los crímenes nazis, para lo que empezó a dar instrucciones concretas a los equipos allí presentes.
En la concepción inicial de Bernstein, la película, la futura German Concentration Camps Factual Survey, debía tener como público al pueblo alemán. El objetivo era utilizar la descripción visual de los horrores nazis como antídoto frente a cualquier veleidad de supervivencia de esa ideología en la posguerra. El carácter criminal del nazismo debía mostrarse como inherente a él, casi desde su toma del poder, con los campos de concentración como su expresión perfecta, en todo su horror. Sin embargo, Bernstein tenía también muy claro que el documental no debía limitarse a ser un catálogo de atrocidades. Debía montarse con sumo cuidado, de manera que la acumulación de horrores no llevase a una insensibilización de los espectadores, sino que adoptase la forma de una progresión que culminase en el objetivo deseado: tanto el rechazo del nazismo como una advertencia frente al futuro.
Este carácter de lección moral apuntaba a una obra de gran ambición. Así, si bien el material rodado en Bergen-Belsen podía servir como columna vertebral del filme, no bastaba a la hora de mostrar ese carácter criminal universal del nazismo y cómo se había infiltrado en todos los rincones de Alemania. Había que reunir testimonios documentales de otros campos, para lo que había que recurrir tanto al material rodado por el Signal Corps americano en Buchenwald, Dachau y otros campos menores, como al que había sido distribuido por la propaganda soviética tras la liberación de Majdanek y Auschwitz. En ese contexto puede insertarse la colaboración de Hitchcock, como cineasta respetado tanto en EE.UU. como el Reino Unido, que se limitó, por lo que parece, a indicar que las escenas debían ser lo más largas posibles, para evitar sospechas de manipulación.
Esta labor de organización y filtrado, junto con la escritura de un guion que pusiese en contexto lo que se estaba viendo, confirió al proyecto unas dimensiones tales que al final acabaron por dar con él al traste. El tiempo pasaba sin que se diera término al montaje, así que los mandos militares americanos decidieron retirarse del proyecto y crear su propio documental de propaganda, encargado a Billy Wilder. Este sería Death Mills (Los molinos de la muerte, 1945) (19), montado en un tiempo récord por el director austriaco sobre el mismo material de German Concentration Camps Factual Survey. La película resultó ser un horror estético, ya que terminó siendo lo que Bernstein pretendía evitar: una acumulación de imágenes atroces sin ligazón interna ni coherencia geográfica. Una obra, en definitiva, que podía ser atacada con facilidad por los nostálgicos nazis (20).
Mientras tanto, la producción de la obra de Bernstein se iba dilatando en el tiempo. A principios de 1946, su mismo impulsor empezaba a estar interesado en otros proyectos, aunque por esas fechas estaba ya casi terminada. Seis de las bobinas se hallaban en su montaje final, quedando sólo una -la de Auschwitz y Majdanek- por completar. Asimismo, el guion estaba completado, junto con las instrucciones detalladas para su sincronización con las imágenes del documental. Sin embargo, en esas fechas el gobierno británico decidió dar el carpetazo definitivo al proyecto. En el clima de guerra fría y de confrontación con la URSS en que estaba derivando la posguerra interesaba que la población alemana, al menos la de las zonas de ocupación occidentales, se pusiese del lado de los aliados. Un documental en el que se acusase al pueblo alemán de complicidad con el nazismo era incluso molesto.
En los primeros años 50, el dossier completo fue transferido al Imperial War Museum, incluyendo material filmado, original y ya montado, guion completo e instrucciones de montaje. Allí quedaría olvidado, fuera de su utilización parcial en documentales como El mundo en guerra (The World at War, 1973, Jeremy Isaacs), hasta su recuperación en los ochenta bajo la forma de Memoria de los Campos y la restauración definitiva en esta década.
Lo que se ve
Pero ¿qué hace diferente a German Concentration Camps Factual Survey? En primer lugar, su innegable interés histórico, de documento rodado y concebido justo en el momento de los hechos. La rabia y la indignación ante el descubrimiento de los campos son perceptibles en todo su metraje, sentimientos que han desaparecido de las reelaboraciones posteriores, que deben comprometerse a mantener un mínimo de objetividad, incluso de desapego, independientemente de su postura política, de su posicionamiento moral.
Sin embargo, este aspecto de obra de combate, de documento de denuncia urgente, no la distinguiría del citado Death Mills, un fracaso completo tanto en los aspectos ideológicos como estéticos. La clave reside en que la ira está templada por la reflexión, por una narración que adopta un tono elegíaco, de funeral por la humanidad y por la civilización. Tono contenido y mesurado, a pesar de la gravedad y del horror de lo visto, que se ve apoyado por el ritmo del montaje, también lento y pausado. No sólo siguiendo el consejo de Hitchcock de alargar los planos para evitar acusaciones de manipulación, sino porque esa mesura en desvelar el horror permite que este pese sobre el espectador, llegando incluso a abrumarlo. Que se vaya depositando sobre él, capa a capa, testimonio a testimonio, hasta dejar esa cicatriz indeleble, como me ocurrió a mí, en mi juventud.
Por otra parte, la película sigue una estructura ternaria, en donde la primera parte se centra en el caso de Bergen, como ejemplo paradigmático del horror de los campos de concentración, para luego ampliar su mirada, en su segunda sección, al resto de campos liberados en los últimos meses de la guerra. La idea que se busca transmitir, como ya les adelantaba, es que el sistema nazi se infiltró y envenenó toda la sociedad alemana, llenando ese país de campos del horror. No en lugares remotos e inaccesibles, sino al lado de grandes ciudades, incluso de localidades turísticas. Conocidos obviamente por todos los alemanes, ya fuera antes o después, de oídas o por pasar ante ellos diariamente. Finalmente, la última parte se dedica a los auténticos campos de exterminio en Polonia, Majdanek y Auschwitz, utilizando las imágenes de los documentales producidos por la propaganda soviética.
Es la primera parte, la de Bergen Belsen, la que da el tono a la obra. Tras un breve preludio dedicado a los desfiles y concentraciones nazis, poco a poco nos vamos acercando al horror insospechado e indescriptible. Transitando de campos cultivados y en paz, habitados por gentes satisfechas, a lo que parece ser un centro de detención de prisioneros, sin otra diferencia apreciable que sus ocupantes parecen estar más que contentos de ser liberados que en otras ocasiones. Sólo que, tras esas escenas de alegría y agradecimiento, a medida que se avanza hacia el interior del campo, se comienza a descubrir el horror: las miradas alucinadas de los supervivientes, aún temerosos de que no vayan a darles una paliza o dispararles un tiro en la nuca, los esqueletos andantes que han dejado de ser humanos, las explanadas cubiertas de cadáveres, las fosas rebosantes de cuerpos.
Esto hubiera bastado para constituir un alegato poderoso, pero el equipo de filmación quiso ir más allá. Los perpetradores, tanto hombres como mujeres, fueron fotografiados entre los cadáveres, para que no pudiesen negar que habían estado allí, e incluso se les obligó a realizar el trabajo que poco antes habían forzado a hacer a los prisioneros, el de enterrar a los asesinados. Largas tomas consisten simplemente en mostrar a los antes orgullosos nazis, la raza superior desprovista de todo tipo de humanidad, que se sentía autorizada y justificada en la comisión de las peores atrocidades, arrastrando los cadáveres de los prisioneros hasta sus sepulturas. En medio de las imprecaciones de los prisioneros supervivientes, ante la mirada incrédula de los alcaldes y autoridades de los pueblos vecinos, llevados allí para ser también testigos. Para que nunca pudiesen negar que ese horror tuvo lugar a corta distancia de sus casas.
Algunas voces, sensibleras y timoratas, ahora podrían acusar a este documental de sensacionalismo, casi de pornografía macabra. Sin embargo, si algo tuvieron en cuenta los creadores de estas imágenes fue precisamente la humanidad de los prisioneros. Entreveradas con las imágenes terribles de los muertos y de su entierro, se muestra cómo los supervivientes fueron recuperando su rango de seres humanos: con la comida que repartían los soldados británicos, con la primera oportunidad de lavarse, en años y meses, cuando pudieron vestir ropas de civil en vez de los uniformes de prisioneros. Cuando, en definitiva, volvieron a ser tratados como personas y tuvieron las fuerzas para agradecerlo a sus libertadores.
Porque una y otra vez, en esas imágenes, no vemos masas confusas, los rebaños de subhumanos que imaginaran los nazis. Incluso entre los muertos, entre los esqueletos andantes, distinguimos rostros, personas individuales, los restos mezclados de toda esa Europa que los nazis destruyeron y que ahora podía volver a ser. Humana y humanidad.
Tras la larga secuencia de Belsen, la segunda parte es de transición. En ella se nos demuestra cómo ese campo no fue un caso aislado, ni un accidente debido al caos de los últimos meses de la guerra (21). Se mirara por donde se mirara en Alemania, se encontraba un nuevo campo de concentración, como Dachau, como Mathausen, como Buchenwald, con la misma situación de hacinamiento, de hambre y de epidemias. Con algún añadido como la colección de tatuajes del comandante de Buchenwald o las cámaras de gas de Dachau. Pero, sobre todo, en esta parte, abruma, aterra y repele la frecuencia rutinaria con la que, en esos últimos días, las SS decidían deshacerse de los prisioneros antes de que llegasen los aliados, quienes a su llegada sólo podían fotografiar las hileras de cadáveres reventados por las balas o las pilas de cuerpos calcinados, aún humeantes. Como en Gardelegen, donde fueron quemados vivos cerca de mil trabajadores forzosos polacos.
Tras este clímax del horror, la sección final, dedicada a Auschwitz y Majdanek, puede parecer relajada y tranquila, incluso desprovista de impacto humano, fuera de las imágenes de los antiguos prisioneros en los campos. Sin embargo, al cabo de un rato se comienza a sentir otro tipo de horror, más profundo y nauseabundo. Las cámaras de los operadores soviéticos nos muestran el interior de los almacenes de los campos, las inmensas pilas de maletas, de abrigos, de zapatos, de peines, de juguetes, de artículos de uso común. Ahora sin dueño, puesto que han sido asesinados, convertidos en ceniza
Y las sacas rellenas de pelo humano. Listas para ser transportadas a los telares, algunas incluso ya trenzadas para transformarlas en ropa de uso diario. Para disfrute de los amos y señores pertenecientes a la raza superior.
Lo que se calla
Tras un documento de este calibre, es necesario tomarse unos instantes para recuperar el aliento. Hay que seguir viviendo, aunque sea en un mundo donde tales horrores tuvieron lugar… y donde nada nos asegura que no vayan a ocurrir de nuevo. Sin embargo, también es necesario señalar donde se equivocó esta crónica, qué errores se cometieron en su composición. Porque no hay que olvidar que esta es una obra de guerra, casi de propaganda, realizada en caliente, sin contar con todos los datos, y con una clara intencionalidad política.
El primer factor sorprendente es que no se hace casi ninguna referencia a los judíos (22). En nuestros días las atrocidades nazis suelen reducirse precisamente al Holocausto, de manera que algunos sectores neonazis y de la llamada alt-right, han utilizado esa exclusividad en la narración del exterminio para hacer ver que el nazismo no era un peligro para el resto de europeos, que por tanto podría ser una ideología respetable, si no fuera por su antisemitismo. Ya les he indicado, al principio del artículo, que las atrocidades nazis tenían otros objetivos, como los eslavos, pero eso no quita que sea turbador que un documental dedicado a los campos de exterminio calle quiénes fueron sus víctimas principales.
De hecho, en él sí se realiza una clasificación de las víctimas, pero es en función de su nacionalidad, señalando que la violencia nazi se había realizado contra toda Europa y no específicamente contra una etnia. Parte de este error de identificación se debe a que los campos de exterminio estaban en el Este de Europa y fueron liberados por el Ejército Rojo. La URSS, en su propaganda antinazi, sostenía que las atrocidades nazis habían sido realizadas contra toda la población soviética, una forma de remachar el carácter de guerra anticomunista de la invasión alemana. Así, a pesar de las pruebas a favor de un genocidio contra los judíos, esto no se hizo público hasta los juicios de Nuremberg e incluso no fue de conocimiento general hasta el proceso a Eichmann, el llamado contable del exterminio, en Jerusalén en 1961.
Sin embargo, en el mismo Bergen-Belsen los prisioneros eran mayoritariamente judíos, circunstancia que no debió pasar inadvertida al equipo de filmación ni al propio Bernstein, también judío. De hecho, a los pocos meses los antiguos prisioneros se negaron a ser repatriados a sus países de origen, se organizaron en un comité de prisioneros judíos y pidieron ser enviados a Palestina. Esta clara reivindicación de un origen étnico hace más difícil aún comprender el porqué del silencio del documental… a menos que se repare en un factor esencial: la prevalencia del antisemitismo en la Europa de la época. No sólo en una Alemania que había sido adoctrinada en ese sentido, sino incluso en países como Francia, que habían colaborado voluntariamente en el exterminio, o en la misma Inglaterra y los EE.UU., donde ese factor de odio racial tenía aún un peso político.
Amplios sectores de la población, por tanto, podrían no verse afectados, involucrados, por muchos horrores que se les mostrasen, si éstos habían sido realizados contra los judíos. Era necesario, por tanto, retomar la idea que ha sido citada una y otra vez a lo largo de este artículo: que el nazismo era una ideología antieuropea, que se proponía sojuzgar, esclavizar y, llegado el caso, exterminar a sus habitantes. Independientemente de su origen étnico.
Un segundo problema es el de las cifras. Tanto desde el neonazismo y la alt-right, o en el contexto de la propaganda anticomunista tras el fin de la Guerra Fría, se ha intentado rebajar las cifras de muertos en el holocausto por debajo de la cifra estándar de los seis millones. Por un lado, para los neonazis, se trata de demostrar que las atrocidades alemanes son de un orden de magnitud similar al de las aliadas, principalmente las ocasionadas por los bombardeos terroristas; mientras que por el otro, como si de una competición se tratase, se busca demostrar que el comunismo mató más, como si ambos totalitarismos no fueran igual de despreciables.
¿Y cuántos fueron en realidad? Estimaciones hay para todos los gustos, pero suelen centrarse en una horquilla entre cinco y seis millones. Por ejemplo, Raoul Hilberg calcula el coste humano del Holocausto en unos 5,1 millones de personas, de las cuales 800.000 morirían en el proceso de Getthoización, 1,4 millones en las acciones de los Einsatzgruppen y otras matanzas, mientras que los campos de exterminio supondrían 2,9 millones, con Auschwitz alrededor de un millón por sí sólo.
Es una estimación muy conservadora, basada en fuentes incompletas, de manera que cualquier pequeña variación puede hacerla ascender. Así ocurre que la cifra de muertos en Auschwitz se suele considerar más cercana al millón cien mil que al millón, un incremento de un 10% que si aplicase al resto de las cifras nos situaría en 5,6 millones de muertos. Snyder (23), por ejemplo, sube el total de 5,7 millones, de los cuales 5,4 habrían sido exterminados por los nazis, el resto por serbios y rumanos. Cerca de los famosos seis millones, a los que hay que añadir, no se olvide nunca, el resto de europeos asesinados por los nazis, que podría poner el total en más de 10 millones. Incluso en 20, si consideramos las colaterales (24).
En el caso de German Concentration Camps Factual Survey, sin embargo, las cifras que se dan suelen estar hinchadas. Demasiado hinchadas. Por ejemplo, en el caso de Auschwitz se habla de cuatro millones de muertos, cifra curiosamente parecida a la de tres millones que dio el primer comandante del campo, Rudolf Höss, en su interrogatorio y juicio (25). No sólo en el caso de este campo, también en el resto se dan cifras de ocupantes y de fallecidos muy superiores a las reales, salvo en el caso de Belsen, donde sí se calculó con precisión la capacidad de las diferentes fosas comunas abiertas en el proceso de limpieza.
Esta discrepancia es un arma obvia en manos de los revisionistas históricos y de los neonazis. El hecho de que no concuerden con las de la investigación histórica sirve, en primer lugar, para acusar al documental de mera propaganda, mientras que en segundo lugar se utilizan estas inexactitudes -y otras semejantes- para atacar la versión del Holocausto reconstruida por los historiadores. Si las cifras de asesinados son volátiles y no se pueden establecer con precisión, siempre es posible irlas royendo hasta que se queden en nada… o hasta que sean comparables con los muertos en los bombardeos terroristas de las ciudades alemanes y japonesas por parte de los aliados.
Estos errores no eran conocidos por Bernstein y su equipo, ya que sólo en la década de 1950, pasados los muchos juicios contra el nazismo, comenzó la investigación seria sobre el Holocausto. Sin embargo, sí supusieron un dilema moral para el equipo encargado de la reconstrucción. Ante ellos se abría la posibilidad de corregir el guion del documental, antes de grabarlo y montarlo con las imágenes, para que sus errores no pudieran ser utilizados por los grupos neonazis y los revisionistas. Seguir ese camino planteaba un segundo problema, no menos grave. Dado que esas manipulaciones tenían que ser hechas públicas, podían ser acusados a su vez de haber modificado las imágenes de partida, de haber recreado, mediante las tecnologías digitales, matanzas y atrocidades que nunca existieron.
En ese sentido, más valía dejar el documental en su estado original, con sus errores e inexactitudes, antes de incurrir en modificaciones que podían ser utilizadas en su contra. Es más, esos mismos errores tenían que ser puestos de manifiesto en el material que acompañase a la película, tanto en su presentación pública como en sus ediciones en formato digital, de manera que nadie pudiese hallar zonas de sombra que comprometiesen el mensaje del documental: permanecer vigilantes para que este no se repitiera jamás.
Penumbras como las que afectan a la sección rusa del documental, donde parte de las escenas fueron recreadas ante la cámara. No por ánimo de engaño, aunque esto era común para la propaganda soviética, sino porque cuando las cámaras llegaron finalmente a Auschwitz, en la primavera de 1945, hacía tres meses que el campo había sido liberado y muchos prisioneros habían emprendido ya el camino a casa. Así, escenas símbolo como la procesión de los niños entre las alambradas, los prisioneros expectantes tras estas o las mujeres ancianas apelotonadas en estrechos barracones no fueron rodadas, por tanto, el día de la liberación, sino tiempo después. Hubo que ir a buscar a estos antiguos prisioneros a sus lugares de refugio, vestirlos con los antiguos uniformes y pedirles que actuasen como si aún estuviesen encerrados allí.
Conclusión
¿A qué conclusión puede llegarse tras este documental? Como les indicaba, la visión interminable de las atrocidades nazis basta para dejar al espectador exhausto, incapaz de reacción, con necesidad perentoria de recuperarse y olvidar, aunque lo que haya visto sea sólo una mínima e ínfima parte del horror nazi. Aunque nadie, excepto los escasos supervivientes, sepa y pueda imaginar qué sucedía en un centro de exterminio a pleno rendimiento.
De hecho, la mejor conclusión la ofrece el propio documental, en las palabras que lo cierran y que sirven de título al documental de Andre Singer sobre su rodaje. “Unless the world learns the lesson these pictures teach, night will fall. But by God’s grace, we who live will learn”. “A menos que el mundo aprenda la lección que estas imágenes enseñan, se hará de noche. Pero por la gracia de Dios, los que vivimos la aprenderemos”. Caerá la noche. Durante largos decenios, podíamos pensar, imaginar, acunarnos en la aparente certidumbre de haber aprendido. A pesar de los reveses, de los desengaños y de las derrotas, el nazismo y el racismo, los muchos fascismos, militarismos y nacionalismos ya no volverían. Que al fin la humanidad se hallaba en el camino correcto.
No ha sido así. Han vuelto. Se han tornado honorables y respetables. Adversarios con los que hay que rebajarse a discutir, puesto que sus ideas racistas y discriminatorias son tan válidas como las nuestras. Su fuerza también aumenta, y en muchos países aspiran al poder, cuando no lo han conseguido ya (26). Tanto en esta Europa que se ufanaba de ser igualitaria, tolerante e integradora, como en unos EE.UU. que un tiempo pasado, el del este documental, defendieron la democracia y sentaron las bases del derecho internacional, en lo que respecta a los crímenes contra la humanidad.
Por eso, la última conclusión es estremecedora. Este documental es ahora casi tan necesario como en 1945. No es una antigualla, de interés solo para los estudiosos del pasado y cuatro frikis como yo. Es la visión de lo que puede volver a ser nuestro futuro.
Porque se está haciendo de noche. Cada vez más deprisa. Y nadie sabe cuánto durará esta vez.
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Dagen, Philippe, 2012, Le silences des peintres: Les artistas face à la Grande Guerre, Éditions Hazan.
Otto Dix, por ejemplo, pero varios años tras el conflicto.
La realidad, tan cruel ella, ha venido a desmentir mis palabras en el caso del fascismo.
(5) Kertesz, Imre, 1998, “Wem gehört Auschwitz? (¿A quién pertenece Auschwitz?)” Die Zeit 55.
(6) Aunque con la intervención de Chris Maker.
(7) Y no es que no las haya, sino que muchas inevitablemente están manchadas, como ocurre con el documental inacabado sobre el Ghetto de Varsovia, rodado in situ unos pocos meses antes de su “liquidación” en el verano-otoño de 1942.
(8) Entre las que hay que destacar Sobibor (2001) y El último de los injustos (Le dernier des injustes, 2013).
(9) Snyder, Timothy, 2015, Black Earth, The Holocaust as History and Warning, Tim Duggan books (hay edición castellana por parte Galaxia Gutemberg).
(10) Hilberg, Raoul, 2003, The Destruction of European Jews, Yale University Press (hay edición española de Akal).
(11) Kershaw, Ian, 2000, Hitler, W.W. Norton Company (hay traducción castellana por parte de Península).
(12) Tooze, Adam, 2007, The Wages of Destruction, Penguin Books.
(13) Evans, Richard J. 2009, The Third Reich at War, Penguin Books. (Hay edición española de Península).
(14) Subráyese lo de alemanes.
(15) No se piensen que esto hubiera sido más humano. La deportación de millones de personas a un clima hostil, sin medios de supervivencia, se hubiera saldado con una mortandad masiva.
(16) Rhodes, Richard, 2003, Masters of Death: The SS-Einsatzgruppen and the Invention of the Holocaust, Vintage Books (hay edición española de Seix Barral).
(17) Roseman, Mark, 2001, La Villa, El lago, la reunión, RBA Libros S.A.
(18) Esta sección está basada en lo que se puede ver en el documental Night Will Fall (Se hará de noche, 2014) de André Singer, que reconstruye la historia del rodaje de German Concentration Camps Factual Survey.
(19) Death Mills American Government Film
(20) Esos que ahora tanto abundan.
(21) Así han querido justificar algunos historiadores revisionistas la situación en Belsen, olvidando que fue producto de la política alemana de evacuación de prisioneros al final de la guerra.
(22) Lo mismo pasa en Noche y Niebla.
(23) Snyder, Timothy, 2010, Bloodlands, Vintage Books (hay traducción española de Galaxia Gutenberg)
(24) Snyder habla de 10 millones de muertos sólo en Polonia, Bielorrusia, Ucrania ya los países bálticos.
(25) Es evidente que Höss confundió la cifra de muertos en Auschwitz con la del sistema de campos.
(26) Trump, Le Pen, el UKIP, tantos y tantos otros.