Tres Mizoguchis: de la fragilidad del arte frente a la política | por David Flórez

Kenji Mizoguchi

Crónica de un desconocimiento


La recepción del cine japonés en Occidente puede resumirse como la crónica de un involuntario desconocimiento, en el que incluso hoy siguen actuando sobre nosotros los mitos y las imágenes creadas en los años cincuenta, cuando el mundo descubrió que la antigua potencia del eje también era un poder mundial en el ámbito cinematográfico.


Aquel cine parecía provenir de la nada, surgido como por ensalmo de la catástrofe nacional simbolizada por las bombas atómicas, un producto tan exótico y tan impenetrable como aquellos samuráis que habían hecho temblar al mundo la década anterior. No es de extrañar, teniendo en cuenta además la dificultad de la lengua japonesa, que los críticos y estudiosos occidentales proyectasen sobre ese cine y sus autores sus propias filias/fobias, sus propios prejuicios y preconcepciones. Kurosawa se convertía así en el director más dinámico y occidental, el más próximo al cine de Hollywood por temática y estilo; Mizoguchi se veía como la encarnación del espíritu japonés, centrado  en la representación del pasado de su nación -sin que pareciera una contradicción que se le ensalzase luego por su feminismo (1) y crítica al sistema feudal, aún presente en la actualidad; mientras que Ozu, cuando fue (re)descubierto, acabó clasificado como director de un solo tema y un solo registro, presentado en infinidad de variaciones, perfeccionadas incesante e infinitesimalmente.


No es el propósito de este artículo intentar desmenuzar estos mitos y revelar su falsedad. Otras plumas hay más sabias, capaces y carismáticas que la mía. Lo que quería recordar es que el aficionado de hasta ayer mismo, para quien la descarga instantánea de películas ni siquiera entraba en el campo de lo imaginable, apenas tenía acceso a un pequeño número de filmes de estos directores, normalmente aquellos que solían confirmar la etiqueta puesta decenios antes. Como puede suponerse, la revolución tecnológica de las dos últimas décadas ha puesto patas arriba todas y cada una de las seguridades académicas con las que generaciones de aficionados se han educado (2). Ahora mismo, cualquiera puede verse de una sentada en su casa la obra completa de un director o acceder a documentos que iluminan su figura, hasta un punto que lo aprendido, lo transmitido, deja de tener validez, siendo necesario olvidarlo y volver a aprender. Uno de estos aspectos en los que las reglas del juego han devenido inútiles es precisamente el histórico/político. El cine japonés no surgió de la nada, puro y perfecto, en la década de los 50, sino que había alcanzado una primera edad de oro en los años 30, justo cuando Ozu y Mizoguchi (y el malogrado Yamanaka) alcanzaron la madurez creativa. Entre ambas décadas, tuvo lugar la Segunda Guerra Mundial, cuya influencia fue determinante en la evolución de los artistas japoneses, principalmente por constituir una suerte de impasse que puso un freno a sus trayectorias y les hizo perder una década crucial en su evolución y maduración, de la que se recuperaron a duras penas.


Este es el otro aspecto importante de la cuestión. Para la mayoría del público occidental, la guerra mundial en el Pacífico se reduce a dos acontecimientos catastróficos y espectaculares: el ataque por sorpresa contra Pearl Harbour contrapuesto al lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Dos sucesos, apertura y cierre del conflicto, que sacados de su contexto han acabado por perder todo sentido y significado, siendo utilizados como espantapájaros para promover los fines de ideologías contradictorias y opuestas (3), mientras se oculta la realidad -en la medida en que podemos reconstruirla-  de lo que ocurrió en ese tiempo de dolor, destrucción y muerte.


¿Y qué ocurrió en ese tiempo? Algo muy simple. El Japón de la década de los 30 y principios de los 40, una democracia de tintes liberales, fue remplazada por un imperialismo militarista expansivo de tintes fascistas, impulsor de un totalitarismo que aspiró a transformar ese país y sus gentes a la imagen rediviva de un pasado glorioso e ideal, solo existente en las mentes de sus promotores e ideólogos. Para alcanzar los objetivos de esta misión nacional, el cine japonés debía convertirse en una herramienta fundamental de adoctrinamiento y propaganda, con los efectos deletéreos para la obra de todo artista verdadero, como Mizoguchi u Ozu.



Hacia el abismo


La dificultad occidental en ser conscientes de esa metamorfosis política -auténtica marcha hacia el abismo- se debe a tres factores principales. En primer lugar, no existe un punto concreto en el que se pueda fijar el inicio del Japón totalitario. Se puede marcar enero de 1933 como el comienzo de la Alemania Nazi u octubre de 1917 como el inicio del régimen soviético -o retrasarlo, si queremos, a 1930 para hablar del Estalinismo pleno-, pero en el caso del Japón imperial nos enfrentamos con un largo proceso de involución que cubre la mayor parte del periodo de entreguerras y va acelerándose a medida que transcurre la década de los 30. Para enturbiar más el panorama, ciertas instituciones parlamentarias como la Dieta continuaron activas durante todo el periodo, aunque vacías de contenido, ya que las decisiones se tomaban en los estados mayores del ejército y en las conferencias imperiales.


Por otra parte, la guerra del Pacífico fue un conflicto entre potencias imperialistas por el control de sus posesiones coloniales en Asia, el Japón contra Francia, Reino Unido, Holanda y los EE.UU., en el que el país oriental pudo alegar estar combatiendo por la libertad de Asia y de los asiáticos, oprimidos por el yugo de los imperios racistas occidentales. Hoy se sabe que esto no era enteramente así -recuérdese la agresión japonesa contra China, uno de los pocos países asiáticos que habían conservado su independencia, junto con el Japón-, sino que los japoneses se comportaron en su recién conquistado imperio como si fueran una raza superior. Sus hermanos asiáticos liberados fueron considerados como súbditos al servicio del Japón en el mejor de los casos, como esclavos en el peor, mientras se saqueaban los recursos de estos países y se recurría a las peores represalias en caso de resistencia.


Por último, a pesar de los múltiples crímenes de guerra cometidos por el ejército y el gobierno japonés, los bombardeos terroristas sobre el territorio metropolitano del Japón -cuya culminación fueron las dos bombas atómicas-, compensaban y disculpaban a los ojos de muchos japoneses y occidentales cualquier atrocidad responsabilidad del ejército imperial. A romper el perverso vínculo entre estos dos hechos reprobables, no ha ayudado la casualidad/necesidad histórica de que la figura del emperador fuera respetada en el acuerdo de rendición, que permitió la continuidad de gran parte de las élites gobernantes en la posguerra -junto con muchos de sus usos anteriores-, además de facilitar el ocultamiento y destrucción de las pruebas de las responsabilidades japonesas. La derrota del Japón ha quedado así en la consciencia japonesa como una derrota normal en una guerra normal, en la que ellos fueron los buenos con mala suerte, sin conllevar la repulsa y rechazo de esa historia reciente que es central en el caso Alemán. La gran reforma aún por emprender, tanto en la historiografía como en el sistema educativo japonés, es precisamente la aceptación de los crímenes y atrocidades cometidas por el sistema imperial durante el conflicto.


Por hacer un poco de historia y reconstruir este proceso de involución, un hito crucial fue el “incidente” (4) de Manchuria en 1931, en el que los oficiales del ejército destacados en Corea invadieron esa región china en contra de las órdenes de su gobierno, que luego se vio obligado a dar el visto bueno a esas acciones, para no incurrir en el desagrado del resto del ejército. Esa década vio surgir también la política del asesinato, en la que los políticos civiles que actuaban en contra de los deseos de la cúpula militar -o de los grandes conglomerados industriales- eran asesinados por oficiales de baja graduación o por civiles integrados en asociaciones patrióticas, para luego ser puestos en libertad tras breves juicios, como convenía a buenos ciudadanos ofuscados por su gran amor a la patria (5).


Como consecuencia de estos hechos, cualquier político civil que quisiera continuar participando  en el gobierno del Japón -y continuar con vida, claro está- aprendió paulatinamente que no convenía oponerse a los deseos de los militares. Paradigma de esta evolución sin retorno fue el confuso golpe de febrero de 1936, preparado y lanzado por un grupo de oficiales jóvenes. Más allá de sus objetivos políticos (6), lo cierto es que el golpe consistió en una serie de ataques quirúrgicos contra ministerios, edificios oficiales y residencias de políticos que descabezaron a la administración y a la clase política japonesa. A partir de ese momento no quedó ningún movimiento político organizado -excepto los partidos marxistas en la clandestinidad- que pudieran oponerse al ultranacionalismo propugnado por el ejército.


 La nueva situación quedaría ratificada con el incidente del puente Marco Polo en julio de 1937, a las afueras de Pekín (la actual Beijín), cuando un confuso tiroteo fronterizo suministró la excusa perfecta para desencadenar la invasión de China. El Japón se lanzaría así a la conquista de un país libre y a la subyugación de sus hermanos orientales, objetivos que el ejército japonés se esforzó en cumplir con absoluta crueldad y completa falta de respeto por los derechos humanos básicos de la población civil. La lista de atrocidades cometidas en los ocho años siguientes de guerra sería interminable, pero basta recordar el saqueo de Nankin (7) en diciembre de ese mismo año, con una cifra de muertos del orden de cientos de miles; las represalias indiscriminadas contra la población rural para aplastar cualquier resistencia, incluyendo las hambrunas provocadas;  o la creación de la infame unidad 731 del ejército japonés, dedicada a la experimentación de la guerra bacteriológica en seres humanos… y que luego los americanos utilizarían, resultados y personal, para sus propios fines bélicos durante la guerra fría, sin que ninguno de los criminales que la componían tuviera que enfrentarse jamás a un tribunal.



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Hay que volver, no obstante, la mirada al Japón. Este proceso de expansión imperial no implicó solamente la opresión de los pueblos de Asia, sino que se extendió asimismo a todos los rincones de la sociedad japonesa. Para la cúpula militar, el japonés perfecto tenía que amoldarse a una imagen ideal, resumida en la oposición Samurái/Geisha: el guerrero dispuesto a morir por sus jefes, la mujer sumisa y obediente a los deseos de los hombres. La decadencia del país, sus sucesivas humillaciones frente a los demonios extranjeros, se debían únicamente a haberse apartado de ese modelo, grabado en los genes de la raza japonesa. Por tanto, en ese Japón renovado que debía restaurar el pasado más glorioso de la nación, todo fenómeno social que negase el ideal, que simplemente lo pusiera en duda, cualquier asomo de influencia occidental, cualquier amago de crítica, debía ser extirpado mediante la coacción y la represión, en una espiral involucionista que emponzoñó sin remedio la sociedad y la cultura japonesa.


El cine, como puede suponerse, no se libró del afán totalitario del militarismo japonés. Su expresión más clara fue la ley del cine aprobada por el parlamento en 1939, por la que todo el proceso de producción quedaba bajo el control de la censura militar. Desde ese instante, la espada del poder militar podía caer legalmente sobre una película en proyecto, producción o rodaje, dando al traste con los esfuerzos de su equipo y poniendo en peligro la continuidad de la productora, tanto por razones económicas, las lógicas pérdidas monetarias, como políticas, la desconfianza subsiguiente de las autoridades. Únase a esto el racionamiento del celuloide, administrado también por el ejército, que podía parar en seco la filmación de cualquier película sin necesidad de censura explícita, y se comprenderá como en unos pocos años el cine japonés prácticamente se redujo a filmes de propaganda, que voceaban sin descanso los ideales raciales de los amos militares.


La fecha tardía de esta ley del cine solo marca el momento en que el cambio de política cultural se integró en el sistema legal japonés. Para entonces, la marea militarista, agresiva y racista llevaba ya varios años subiendo, desde el día de 1937 en que el Japón se embarcó en la conquista militar de China. No fueron pocos los cineastas japoneses, todos obviamente contaminados en mayor o menor medida por influencias americanas y europeas, que descubrieron los riesgos que acarreaba perder el favor de los militares. En casos extremos bastaba una orden de alistamiento para mandar a un director díscolo -o simplemente poco afecto- a primera línea, donde bien perecería, como fue el caso de Yamanaka, o volvería lo suficientemente disciplinado -o escarmentado, avezado en contemporizar y sobrevivir-, caso probable de Ozu.


¿Y Mizoguchi? Él tampoco se libró de esta reeducación, como veremos en los siguientes párrafos. Su rebeldía de los años 30 se cerró con una claudicación completa, que le libró de ser reclutado en el ejército, pero que aún proyecta una larga sombra sobre su figura y su ideario. Para reconstruir ese proceso e intentar apreciar lo que ocurrió esos años, voy a realizar una comparación de dos películas separadas por casi veinte años, Las hermanas de Gion (Gyon Shimai, 1936) y su remake Los Músicos de Gion (Gyon bayashi, 1953), rodadas en condiciones de cierta libertad, contraponiéndolas a una famosísima película del periodo bélico, Los 47 Ronin (Genroku Chûshingura, 1941), rodada bajo la batuta de la censura militar.



Kenji Mizoguchi

Las hermanas de Gion: Radicalidad


Desde el momento de su descubrimiento, con el resto del cine japonés, en los años 50 del siglo pasado, Mizoguchi fue calificado como director feminista, o al menos protofeminista. La evolución de esa teoría política en los últimos sesenta años ha erosionado substancialmente esa concepción de su cine, al considerar las contradicciones entre su supuesto posicionamiento político y su vida privada, pero especialmente al poner de manifiesto que el papel central que la mujer ocupa en bastantes de sus películas se reduce a sacrificarse por el bienestar de un hombre (8), idea que en otros contextos sería indicativa del peor machismo.


Como en todas las generalizaciones, algo hay de verdad en esta nueva apreciación crítica, pero también mucho de simplificación. Gran parte de las pruebas que soportan esta tesis se basan en las obras del periodo de guerra, como Historia del último Crisantemo (Zangiku Monogatari, 1939), mediatizadas en menor o mayor medida por la ideología del militarismo japonés entonces reinante, y de una forma más atenuada en las producciones del periodo de posguerra, como las famosas Cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari, 1953) o El intendente Shansho (Shanso Dayu, 1954), rodadas por un Mizoguchi ya de edad, más preocupado quizás por consolidar y depurar su estilo.


La gran sorpresa viene cuando el aficionado se enfrenta a las dos películas hermanas que Mizoguchi rodara en 1936: Las hermanas de Gion y Naniwa Hika (La elegía de Naniwa). En ambas, se descubre a un Mizoguchi de una radicalidad política insospechada, cercana a las propuestas más radicales del feminismo de nuestros días, que en la década de los años 30, en el Japón y en la situación política que he descrito, debieron constituir literalmente un artefacto explosivo arrojado contra la platea. No menos excepcionales son las circunstancias en las que fueron rodadas, ya que son películas creadas en la frontera del sistema de producción japonés, por un estudio, el Daiichi Eiga, fundado por el propio Mizoguchi para poder filmar con completa libertad, sin las cortapisas temáticas y estéticas de una productora con un mercado ya consolidado.


¿En qué consiste esa radicalidad? En primer lugar, Las hermanas de Gion se concibe como un ataque directo a uno de los pilares de la cultura japonesa: el sistema de cortesanas cuyo ejemplo principal en la institución de las Geishas. La leyenda perpetuada en occidente, en romantizaciones como la muy mentirosa Memorias de una Geisha (Memoirs of a Geisha, Rob Marshall, 2005), pone el acento en cómo la prostitución de lujo para la que son educadas estas mujeres supone al mismo tiempo un proceso de educación en las artes y la elegancia social, que acaba tornándose una vía a la independencia, expresada en la supuesta libertad de elección -y de rechazo- de amantes de la que esas cortesanas presumen, en oposición a las putas de esquina y burdel.


El ataque de Mizoguchi contra la institución es directo y efectivo, demoliendo sin miramientos el pilar en el que se sustenta su mito: la supuesta libertad, que se revela como inexistente. Tanto en el Japón de los años 30 como en nuestras sociedades posmodernas, el dueño absoluto de nuestras acciones sigue siendo el dinero, de manera que alrededor del mito cultural de la Geisha se han construido auténticas empresas que se ocupan de reclutar a las candidatas, eligiendo aquellas mujeres que por su situación económica o familiar hallarán muy difícil negarse, para luego suministrarles a crédito el carísimo equipo y utillaje que se supone consustancial a toda Geisha que se precie. De esa manera, las mujeres que se ven seducidas por los cantos de sirena del mito o que simplemente ven en esa profesión la única vía de salida a un futuro sórdido, se ven atrapadas en un proceso de endeudamiento creciente, a merced de sus supuestos apoyos financieros. Incapaces, por tanto, de negarse cuando se les propone el poderoso a quien deberán entregar sus favores, ante quién deberán humillarse, sin que en esa decisión importe la repugnancia o la atracción que por él sientan.


La tan aclamada libertad de las Geishas no es por tanto otra cosa que una inmensa mentira social, una de tantas hipocresías sobre las que se sustenta cualquier injusticia y que tan difícil hace detectarla cuando se vive sumido en la estructura de esa sociedad. Dicho así, temáticamente Las hermanas de Gion no pasaría de ser otra obra más de denuncia social, de tantas y tantas como se han rodado, pero que nunca han conseguido hacer temblar los cimientos de la sociedad en que han sido concebidas. Lo original, lo radical más bien, de la visión de Mizoguchi está en la opción que toma uno de los personajes, una de las hermanas Geisha a las que se refiere el título. Enfrentada a este cúmulo de mentiras, a esta opresión institucionalizada que amenaza con aplastarla, no hay otra vía posible que la rebelión personal y solitaria. Una revuelta que se expresa en actos casi terroristas, en el ataque directo contra aquellas personas en las que se expresa su sometimiento, sin considerar que quizás los auténticos responsables estén fuera de su alcance o la aparente inocencia de aquellos que serán destruidos por su rebeldía.


¿Hay acaso auténticos inocentes? Desgraciadamente, uno de los mayores triunfos de estas construcciones sociales basadas en la humillación, en la degradación, es convertirnos a todos en víctimas o verdugos -o espectadores  cobardes. De esta manera la responsabilidad queda diluida, la opresión se vuelve impersonal y lejana, hurtando al humillado cualquier posibilidad de defensa o de respuesta, librando al opresor, consciente o inconsciente, de cualquier sentimiento de culpabilidad, puesto que sus actos son tan pequeños, tan ínfimos y cotidianos, que seguramente no tendrán gravedad alguna, no podrán ser considerados de la misma categoría que los verdaderos crímenes, esos que sólo los monstruos pueden cometer.



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Esta responsabilidad colectiva, esta ponzoña compartida que corroe y corrompe almas y  corazones de los miembros de una sociedad injusta y desigual, se expresa con aguda y amarga certeza en la conclusión de la película. La hermana rebelde no verá castigada su insolencia por los organismos de gobierno de la sociedad, sino que será brutalmente raptada, golpeada -adivinamos que violada-, abandonada finalmente por muerta por aquellos que ha ofendido, sus supuestas víctimas. Un ejemplo perfecto de cómo todos nosotros nos convertimos en garantes y defensores de la injusticia, asumiendo cualquier reto a sus fundamentos como un ataque personal, de manera que asumimos la defensa de nuestros opresores, los nuestros y los de nuestras víctimas, sin que nuestros superiores necesiten darnos órdenes, sin que tengan que desembolsar pago alguno, sin que necesiten verse molestados en su vida normal, ordenada, perfecta y honorable.


La derrota más amarga, sin embargo, no es física, sino moral y espiritual. Tras el fracaso de su rebeldía, la protagonista descubre que solo hay un modo de ser libre: aquel que concede la muerte. Pero para su desgracia -para nuestra desgracia- ni esa vía de escape le será concedida.



Los 47 Ronin: Claudicación


En cierta medida, el destino de Mizoguchi imitaría el de su heroína en Las hermanas de Gion. Esta película fue un completo fracaso (9) acarreando la quiebra de la Daichii Eiga… en un momento que no podía ser más peligroso. Al año siguiente, 1937, Japón se embarcaría en la aventura china, mientras que Ozu y Yamanaka serían enviados al frente. Mizoguchi, dados sus antecedentes de seducido y contaminado por influencias occidentales, pero especialmente por su crítica a las esencias japonesas promovidas por los militares, era un candidato perfecto a sufrir el mismo proceso de reeducación… o de depuración.


Las razones por las que se libró de ese destino han permanecido durante mucho tiempo fuera de la visión del aficionado, en gran parte continúan envueltas en el misterio -Mizoguchi nunca fue muy explícito acerca de ese tiempo (10)- y proyectan una sombra ominosa sobre su figura. En pocas palabras, Mizoguchi se rindió en todos los frentes. No solo rodó una película propagandista en la que se justificaba la intervención en China (Roei no Uta, La canción del cuartel, 1938) sino que hizo acto público de contrición, abjurando de sus ideas políticas de antaño en un panfleto a mayor gloria del poder militar titulado El Carácter Japonés en el Cine. En él proclamaba que el único género cinematográfico válido era el cine bélico, cuyo objetivo último era educar el espíritu de los jóvenes japoneses para que no tuvieran reparos de sacrificar su vida por la patria (ergo, los objetivos imperialistas de la jerarquía militar imperial).


Conocida la obra de Mizoguchi anterior y posterior al conflicto mundial, resulta casi imposible conciliar estas declaraciones públicas con lo que su cine se esfuerza en mostrar una y otra vez: desconfianza completa ante toda autoridad, especialmente la militar; liberación en términos personales, fuera de todas las componendas y claudicaciones que nos impone la estructura social. Sin embargo, el Mizoguchi que admiramos y el Mizoguchi que escribió las líneas de El Carácter Japonés en el Cine son la misma y única persona, embarazosa realidad de la que no podemos escapar y de la que, si queremos ser rigurosos y justos, no debemos apartar la mirada.


Los efectos de la autocrítica de Mizoguchi, de su lucha por la supervivencia, estuvieron a punto de destruir su cine. Poco a poco a lo largo de la década de los cuarenta y hasta la rendición del Japón, se va apartando de todos los temas comprometidos y comprometedores, refugiándose en un cine de época (11) en el que la censura no pudiera encontrar atisbos de oposición a las doctrinas oficiales, pero perdiendo asimismo la brillantez, la osadía y la personalidad que su estilo había alcanzado con sus dos películas hermanas del 36.


Es cierto que aún se las arreglaría para rodar varias obras casi maestras -el casi es mío. Una de ellas, Historia de Crisantemos Tardíos (Zangiku Monogatari, 1939) se suele considerar como uno de los dos ejemplos más puros del cine de Mizoguchi, una cima que no volverá a repetirse durante su obra de posguerra, más manierista y conformista en opinión de los defensores del Mizoguchi central. No obstante, independientemente de la maestría visual que Mizoguchi derrocha en esta cinta, cualquier conocedor de su obra -cualquiera que no esté ciego, quiero decir- puede darse cuenta fácilmente de cómo el guion ha sido escrito bajo la atenta supervisión de la censura militar.


Kenji Mizoguchi

Si comparamos el personaje femenino principal de esta película con el de las obras del 36, se aprecia un proceso de simplificación, de despersonalización de los personajes femeninos, que llega a ser aterrador. La protagonista de Historia de Crisantemos Tardíos se caracteriza por un único rasgo, el sacrificio por su hombre sin esperar nada a cambio, sin exhalar una sola queja, en completa oposición con la inteligencia, decisión y libertad de criterio de las heroínas mizoguchianas anteriores y posteriores. Hay que señalar, en defensa del director, que el contraste entre la pureza de la protagonista y el sórdido ambiente de alianzas e intereses que la rodea puede entenderse como una subversión de la situación política y personal de Mizoguchi, pero no puede evitarse pensar que los censores se debieron sentir muy satisfechos con un retrato tan ajustado de lo que debía ser una verdadera mujer japonesa.


La siguiente obra de Mizoguchi, Los 47 Ronins (Genroku Chusingura, 1941-1942) es la otra obra que algunos consideran como la más pura y libre de Mizoguchi (12). Suele elogiarse en ella los larguísimos planos secuencia, en los que el montaje ha sido poco menos que abolido, así como su sujeción rigurosa al plano medio, evitando cualquier asomo de enfatización. Estas audacias estéticas, nos dicen, se liman y atenúan en su cine de posguerra, más comercial, menos libre y arriesgado que el de esta década casi prodigiosa.


Los proponentes de esta interpretación olvidan las difíciles circunstancias en las que trabajaban los directores japoneses de esa época, bajo la supervisión estrecha y amenazadora de los censores militares. De hecho, se podría decir que la supuesta depuración estética que Mizoguchi alcanza en esta película es un producto de las sujeciones y limitaciones a las que se veía sometido desde un punto de vista temático, convirtiéndole casi en un obrero de la cámara cuya maestría le permite seguir trabajando, dando lo mejor de sí mismo, aunque el objeto que fabrique no le importe en lo más mínimo e incluso le pueda producir asco y repugnancia.


Dígase bien claro, que nadie se lleve a dudas. Los 47 Ronins es la obra menos mizoguchiana de toda su carrera (13), al menos desde el año 36, cuando él mismo consideraba que realmente había empezado a ser un auténtico director de cine. Es cierto que su estilo inimitable continúa ahí, inconfundible, pero no es menos cierto que ilustra un territorio y unos temas completamente ajenos tanto para sus admiradores como para el director.


Si en toda la obra de Mizoguchi la mujer es el centro de atención, junto a la especial opresión y discriminación a la que ha sido sometida en todas las épocas, esta película se caracteriza por la casi completa ausencia de personajes femeninos, más allá de floreros y sumisas perpetuas a las decisiones de sus amos y señores. Los 47 Ronin es una película que huele a gimnasio, en la que todos los ideales de los samuráis se han materializado, remplazando cualquier otro modo de vida como falso e inválido, indigno y humillante.


Aquí se nos muestra, con todo lujo de detalles y de forma contundente, el honor que solo se puede lavar con la muerte del ofensor, la fidelidad al señor llevada al absurdo, hasta más allá de la muerte, única acción que da sentido a la vida y al cual debe supeditarse cualquier otro placer terreno, el emperador como divinidad más allá del entendimiento humano, cuya sanción o aprobación bastan para empujar al suicidio. La guerra, el combate, la opresión y la violencia convertidos en las fuerzas que garantizan la permanencia en sociedad, las únicas que pueden devolverle su orden y armonía cuando la corrupción y la subversión la amenazan. En fin, todo aquello que demasiados occidentales consideran la esencia del ser japonés y que en realidad es la más perversa de sus manifestaciones.


Insisto, no puedo imaginarse una obra menos mizoguchiana. Y, sin embargo, no podía ser de otra manera. Nada distinto podía surgir de un régimen obsesionado en educar a su juventud para que muriera alegremente a mayor gloria del emperador, de un estamento militar para quien sus soldados no eran más que carne de cañón que podía arrojarse sin consideración a la trituradora de la guerra. Un estado totalitario que, con el Japón famélico por el bloqueo aliado y sus ciudades convertidas en cenizas por los bombarderos americanos y las bombas atómicas a punto de ser arrojadas, aún seguía proclamando que “Cien Millones Morirán Juntos”, lema que solo abandono cuando sus dirigentes se dieron cuenta que entre esos cien millones podían estar también ellos.



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Por ello, puede uno imaginarse a los censores militares asintiendo satisfechos en la oscuridad durante el pase de la película. Mizoguchi había obrado como se esperaba de él.



Los Músicos de Gion: Revisión


Cayeron las bombas atómicas y los samuráis depusieron sus katanas. En ese nuevo aire de libertad, en el laboratorio de democratización acelerada promovido por las tropas ocupantes, no fueron pocas las carreras que volvieron a cobrar fuerza, entre ellas las del propio Mizoguchi. No todo fueron rosas en aquel tiempo. Disfrazada, atenuada, la censura seguía allí, en forma del gobierno de ocupación, primero dirigida contra todo lo que recordase el militarismo pasado, contra todos los que se habían ensuciado las manos colaborando con los opresores; para luego repentinamente, una vez declarada la guerra fría, eliminar de un plumazo todo lo que oliese a izquierdas o izquierdismo. Añádase a esto cómo gran parte de las élites del pasado, incluso auténticos criminales de guerra, se las arreglaron para continuar viviendo e incluso prosperar a la sombra, cuando no con la connivencia, de los nuevos amos de la otra orilla del Pacífico.


Este breve resumen puede darnos una idea de cómo la hipocresía, la mentira, seguía instalada en la sociedad japonesa de posguerra. Un estado de cosas del que ningún director sensible pudo evitar levantar acta de manera más o menos directa, como ocurrió con el Mizoguchi de finales de los 40, en una vuelta a las temáticas contemporáneas que el paréntesis forzado por el militarismo japonés le había hecho abandonar casi una década antes. Hay una importante diferencia, sin embargo: a partir de 1950, la mirada de Mizoguchi pareció hacerse más serena, más clásica, más lejana del presente, más desapegada de aquello que rodaba, lejos del ruido y la furia con que cerró su carrera en los años 30 y del mismo ruido y furia de los primeros años de posguerra.


Fue en ese nuevo modo cuando Occidente le descubrió y le elevó al Olimpo de los directores únicos. Sería ocioso relatar aquí las montañas de elogios que revistas como Cahiers y directores luego míticos le dedicaron, así como describir el modo en que pasó a ser una presencia incómoda, una vieja gloria a la que se contempla con condescendencia, puesto que es indiscutible que otros directores fueron, y son, mejores que él (14). No, lo que aquí nos interesa es constatar cómo el periodo de guerra modificó y determinó los derroteros que Mizoguchi seguiría en tiempo de paz. Para ello, nada mejor que centrarse en Los Músicos de Gion, su reelaboración en 1953 de Las hermanas de Gion de 1936.


Ambas películas comparten la pareja protagonista de hermanas de profesión Geisha, la una más tradicional y sumisa, la otra más moderna y rebelde. Ambas comparten también una refutación sin atenuantes del mito de la Geisha, demostrando que se trata de una prostitución de lujo en cuya práctica nada queda de la tan cacareada y prometida libertad de elección. La gran diferencia es de tono, puesto que lo que en 1936 era rebelión completa, que no temía llegar a la venganza personal contra los opresores, queda reducida aquí a una oposición sorda y latente, en la que se evita por todos los medios el conflicto directo.


¿Quiere decir esto que Mizoguchi haya renunciado a la transformación de la sociedad? Más bien todo lo contrario. Bajo el barniz de la modernización y la democracia, los viejos y malos usos del pasado han pervivido. Incluso podría decirse que se han hecho más fuertes, puesto que utilizan esas mismas libertades democráticas para blindarse. Al fin y al cabo, en una sociedad moderna e igualitaria no puede existir la opresión ni la humillación, así que si esas reminiscencias del pasado aún sobreviven es porque necesariamente deben ser buenas y honorables, mientras que los que las denuncian no pueden ser otra cosa que subversivos, enemigos del orden y la concordia que deben regir toda sociedad.


Enfrentadas a este mundo nuevo, las dos hermanas protagonistas no tienen defensa ni escapatoria alguna. Bastará que se desvíen un milímetro del guion fijado para que se desencadene contra ellas todo el rigor, todo la potencia de las fuerzas que salvaguardan este mundo nuevo y mejor contra sus enemigos. Asimismo, para doblegar su voluntad no será necesaria la violencia física, abolida por siempre en todo régimen democrático y patrimonio único de las dictaduras, como ese imperialismo militar tan próximo aún en el tiempo. Basta con utilizar medios más sutiles, más empresariales y eficientes, como recordar a ambas de dónde procedieron los medios para su educación y su tren de vida, las deudas que han contraído en el ejercicio de su profesión y cómo pueden perder todo lo que tienen, todo lo que aspiran a tener, simplemente con que unos pocos no las nombren en la asignación de los “trabajos”.


Al final habrán de claudicar, ya sea una u otra manera, humillar la cabeza, acceder a lo que les fue ordenado, aceptar quiénes son los que mandan -ellas no-, quiénes son sus mejores -ellas no pasan de sirvientes. El final de la película es, por tanto, igual de pesimista y desolador que el de su primera versión del 36, faltando solo el castigo y humillación física -y pública- de las rebeldes, completamente innecesarios en una sociedad injusta que ha aprendido medios mucho mejores y eficaces para conseguir sus finas.


¿Final oscuro, sin perspectivas de amanecer? Sí y no, porque Mizoguchi -ese protofeminista en realidad no tan feminista- se descuelga con una conclusión inesperada, de un feminismo avanzado inspirado en las ideas tradicionales de la izquierda (15). Si los humillados y ofendidos quieren en realidad alcanzar la libertad y la justicia que merecen, tienen necesariamente que unirse y organizarse, confiando únicamente en aquellos que sufren bajo la misma opresión. Solo quienes comparten las mismas condiciones de vida, quienes aspiran a los mismos objetivos, no se traicionarán en cuanto tengan la menor oportunidad. Por esa razón, las mujeres solo pueden confiar en otras mujeres en la lucha contra la discriminación y opresión machista. Solo de esa alianza entre personas del mismo sexo puede alcanzarse la victoria, o al menos preparar las condiciones que permitan alcanzarla.


Aunque el camino sea arduo, las dificultades incontables y muchos deban sacrificar su felicidad por que otros puedan gozarla en ese futuro.


Ese futuro que anhelamos y que nunca acaba de llegar.



Kenji Mizoguchi

Conclusión


Las líneas anteriores pueden haber resultado harto radicales, propias de quien no estima en demasiado a Mizoguchi o de quien -paradoja, paradoja- le estima más de lo que es conveniente. Que quede constancia que para mí Mizoguchi es uno de los grandes -aunque quedará en secreto si le considero mejor o peor que Ozu-, pero la admiración que tengamos por un artista no debe cerrarnos los ojos a su persona y a sus acciones.


Demasiadas veces, cuando elevamos a un cineasta a los altares tendemos a disociarlo de todos los aspectos que nos harían retirarle la palabra si nos lo encontrásemos por la calle y, sobre todo, olvidamos que vivieron en un ambiente histórico y político muy concreto, en el que, se quiera o no, bajezas y mezquindades, claudicaciones y cobardías, forman parte de la experiencia de todos los seres humanos, se quieran o no manchar los manos.


En ese sentido, un gran vacío en el estudio del cine japonés es la actitud de sus cineastas ante el régimen militarista totalitario de finales de los años 30 y principio de los 40 (16). Quizás por miedo a descubrir lo que no queremos, nadie se ha atrevido a intentar dilucidar si directores como Mizoguchi u Ozu fueron opositores encubiertos, que intentaban subvertir los productos que les encargaban los organismos de la propaganda, o asumieron con entusiasmo los ideales imperialistas de su gobierno, aunque solo fuera por un breve periodo.


No pretendo que las líneas que anteceden sean la respuesta. Estoy seguro que descubriré en breve que muchas de mis conclusiones son equivocadas y tendenciosas. Pero si sirven para animarles a buscar, a formarse su propia opinión sobre este problema, me sentiré más que satisfecho.



David Flórez



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(1) La cuestión del (proto)feminismo en Mizoguchi daría para muchas páginas, ya que la evolución posterior del feminismo ha llevado a superar muchas de sus propuestas o a que sean vistas, paradójicamente, como ejemplos de machismo o incluso sexismo.


(2) Piénsese solamente la sorpresa de tantos al descubrir el famoso travelling de Kapo (1959, Gillo Pontecorvo) que tanto habían denostado Daney/Rivette.


(3) Piénsese en los esfuerzos de la ultraderecha americana por demostrar que Roosevelt sabía del ataque a Pearl Harbour, para así minar la política del New Deal, o los de cierta izquierda que defiende el imperialismo militarista japonés, solo porque así puede atacar a la superpotencia estadounidense.


(4) La propaganda japonesa llamaba “incidentes” a lo que eran claros actos de agresión, en clara perversión del lenguaje. La historiografía posterior ha continuado usando esos términos.


(5) Ironía.


(6) Se ha llegado incluso a convertir a los participantes de este golpe en héroes que hubieran impedido la guerra contra los EE.UU. de cinco años más tarde. En realidad, se trató de un conflicto interno entre facciones del ejército, que hubiera conducido también a un régimen militar nacionalista, solo que con otros objetivos.


(7) The Rape of Nankin en la historiografía anglosajona.


(8) Curiosamente, tanto la fijación de Mizoguchi por los burdeles como por el sacrificio femenino podría tener raíces biográficas, inspirado en la figura de su hermana, Susomo, que le sacó adelante de niño ante la indiferencia y pobreza de sus progenitores.


(9) La distribución de la película por Sochiku fue un desastre. Puede uno preguntarse si fue intencionado o no.


(10) Sus explicaciones se reducían a señalar el periodo de la guerra como un tiempo horrible. Para todo aquel que sepa un poco de historia del nazismo, esas palabras suelen reflejar un fuerte sentimiento de culpabilidad y de vergüenza por la colaboración con un régimen criminal, del cual el entrevistado intenta disociarse una vez pasado el tiempo.


(11) Curiosamente, este cine ambientado en el pasado es el que muchos suponen esencialmente mizoguchiano por su “japonesidad”.


(12) Los proponentes de esta opinión en su versión más radical suelen ser los que consideran a Mizoguchi como un director casi de segunda fila y juzgan su obra con condescendencia.


(13) Hay otra obra casi tan poco mizoguchiana como esta, se trata de la muy tardía Cuentos del Clan Taira (Shin Heike Monogatari , 1955)… y casi por las mismas razones.


(14) Ironía


(15) En justicia la misma idea inspira las escenas finales de Llama de mi amor (Waga koi wa moenu, 1949) y La Mujer Crucificada (Uwasa no onna, 1954)


(16) En otro ambiente cultural queda aún por hacer un análisis equilibrado sobre la ideología de un director como Ford. Y por equilibrado quiero decir alejado del adjetivo fascista tan común en los 60 y 70, o del intento de muchos por defenderle elaborando excusas que a Ford se le atragantarían.


Kenji Mizoguchi
Kenji Mizoguchi