Toda una vida
Se podría acusar de mucho a las Qatsi de Godfrey Reggio, menos de falta de coherencia. Desde principios de los 80 -desde los años 70, si tenemos en cuenta sus inicios como activista político- este cineasta americano viene actuando como conciencia política de su país y en general, de la sociedad occidental, esa misma que se halla sumida ahora en la peor crisis desde la Gran Depresión de los años 30.
Decir de un artista que es la conciencia política de su país puede llevar a engaño; hacernos pensar en una figura como Michael Moore (1), que utiliza el género documental, con un grado mayor o menor de “decoración”, para adelantar un ideario que en muchos casos no pasa de ser producto de circunstancias históricas muy específicas para al poco tornarse caduco y prescindible. En el caso de Reggio, por el contrario, sería mejor utilizar la etiqueta de profeta/profético si quisiéramos hacer un poco de justicia a su figura y obra, aunque esta última calificación tampoco sea completamente precisa.
Para entender este apelativo de profético es importante saber que en su juventud, Reggio se había preparado para ingresar como monje en una orden de la iglesia católica, la Congregación de los Hermanos de Cristo. Como puede imaginarse, la educación recibida en ese periodo le marcó para siempre, tanto en su modo de contemplar -nunca mejor dicho- el mundo, como en la manera de expresar sus ideas, aunque estas ya no fueran las autorizadas y promovidas desde una iglesia con aspiraciones universales.
La Congregación de los Hermanos de Cristo se proponía/propone como objetivo principal la educación, orientándola principalmente a las clases pobres, una misión educadora que impregna toda la obra de Reggio. No obstante, si esta fuera la única habilidad que Reggio hubiese desarrollado con los Hermanos, su obra no se diferenciaría en mucho de los sermones de Moore. Lo que hace realmente distinto a Reggio es su preparación como novicio, en el sentido de dedicar la mayor parte de su tiempo a la meditación y a la contemplación, para así descubrir en lo visible de este mundo las huellas de una realidad superior.
Sería discutible si Reggio sigue aún creyendo en una realidad superior al modo cristiano -o en cualquier otra realidad ultraterrena- pero lo importante aquí es que esa visión espiritual y trascendente, combinada con las ideas de la contracultura de los sesenta, la ecología posterior y la izquierda intelectual americana, se han conjugado en una mirada que busca despojar al mundo de todo lo transitorio y accesorio, dejando a la luz los procesos que realmente animan nuestra realidad, junto con los resultados que necesariamente habrán de producir. Una mirada que no se puede calificar de otra manera que visionaria (2), propia, por tanto, de un profeta.
Esta radicalidad ideológica no se expresa en palabras, sino en imágenes, lo cual le distingue radicalmente de los documentalistas al uso, salvo poquísimas excepciones (3). Entiéndase bien, Reggio renuncia voluntariamente a la palabra en sus obras, porque no quiere que sus creencias (4) influyan o distorsionen nuestro pensamiento, conformen nuestras convicciones, convirtiéndose así en una nueva forma de adoctrinamiento; confía, quizás equivocadamente, en que nosotros, nuestra inteligencia, seremos capaces de descifrar lo que sus imágenes proponen y, aún más importante, actuar en consecuencia.
Esta confianza en las capacidades del espectador -o en el poder de la imagen pura- ha confundido a muchos espectadores/críticos/analistas, a quienes la ausencia de consignas que seguir, les ha llevado a infravalorar la obra de Reggio. De hecho, incluso cuando se conocen las afinidades ideológicas de este director, toda su obra se percibe revestida de una ambigüedad contradictoria, casi impenetrable, en la que la denuncia del mundo moderno y de la aculturación que su expansión conlleva se conjuga con loas apenas disimuladas a la ciencia y la tecnología. No es la menor de sus paradojas -en confesión suya- el hecho de que su mensaje utiliza para propagarse un juguete como es el cine, exponente de la grandeza y la gloria de esa civilización que Reggio critica sin tregua.
No obstante, a pesar de estas virtudes como ideólogo, Reggio tiene un grave defecto como cineasta. Si bien es capaz de alcanzar revelaciones agudísimas sobre los factores y procesos que determinan el presente y futuro de nuestra sociedad, no es capaz de traducirlas por sí solo en productos artísticos. Su labor se limita a trazar las líneas maestras, a inspirar a otros que serán capaces de plasmarlas en imágenes… y música. Es por esta razón que las obras que consideramos de Reggio no lo son en realidad, sino que tienen una autoría compartida, entre el compositor Philip Glass, presencia constante desde Koyaanisqatsi (1983) en todas las películas posteriores de Reggio, y los sucesivos directores de fotografía (5), Ron Fricke en esa primera, Berry/Zoudarmis en Powaqqatsi (1988) y John Kane en Naqoyqatsi (2002). Hablar por tanto de cualquiera de las Qatsis (6) es hablar tanto del ideario de Reggio como del comentario musical de Glass -que a veces niega lo que Reggio propone-, cimientos sobre los que se edifica el edificio de imágenes construido por Fricke, Berry, Zoudarmis o Kane. Visiones distintas de los mismos conceptos, a veces discordantes y contradictoras, a veces en conflicto abierto, pero que Reggio tolera en el producto final, como muestra de la variedad inagotable de ese mundo nuestro que él se afana en retratar y conservar.
Un último apunte antes de entrar en el análisis concreto de Naqoy. Normalmente se suele hablar de trilogía de las Qatsi, pero en mi opinión son más un triángulo isósceles que uno equilátero, principalmente por la amplia distancia temporal que separa las dos primeras de la última. De hecho, la auténtica oposición temática/conceptual es entre Koyaanis y Powaq, en la que se enfrentan el primer mundo y el tercer mundo, mientras que Naqoy es una especie de comentario/epílogo global a ambas, que si se hubiera rodado en los primeros 90 habría sido muy distinta, casi irreconocible.
¿La razón? Simplemente porque en esa década vacía, la de los 90, que media entre Powaq y Naqoy, tuvo lugar un cambio trascendental en la sociedad occidental: la Internet, el ordenador personal, la telefonía privada invadieron nuestras vidas públicas y privadas, hasta tal punto que ya no concebimos una vida plena, mejor dicho, simplemente la vida, sin ellas presentes.
La catástrofe como prueba del éxito
Naqoyqatsi, como sus hermanas, utiliza como título un compuesto de palabras del idioma hopi que viene a significar algo así como “la guerra (Naqoy) como forma de vida (Qatsi)”. El significado es que en nuestro mundo capitalista, la guerra, ya sea virtual o real, el conflicto, la lucha, la necesidad de que existan vencedores y vencidos, ganadores y perdedores, es consustancial al propio sistema, sin que este pueda concebirse sin aquellas. Desgarro social sin posibilidad de arreglo que creíamos haber dejado atrás, olvidado como tantas otras cosas del pasado, o que al menos evitábamos mirar, como si no existiera, y que la crisis económica reciente ha venido a recordar en toda su crudeza.
Esa idea turbadora, la de que nuestra prosperidad requiere la destrucción, ya sea propia o ajena, queda de manifiesto desde las primeras imágenes. En ellas la cámara recorre los amplios espacios de un inmenso edificio abandonado, del cual no se indica su utilidad o localización (7). La secuencia recuerda una similar de Koyaanis, en la que la cámara recogía el fracaso del barrio de viviendas sociales Pruit Igoe, en Nueva Orleans -fin para algunos de toda una época, la de los ideales de la ilustración y la modernidad-, pero la atmósfera de esta escena no puede ser más distinta, como bien nos recuerda la música de Glass, extrañamente expresiva y rica, en un modo claramente elegiaco.
La grandiosidad de ese edificio no puede estar más en contraste con la funcionalidad de las viviendas de Pruit Igoe. Ese palacio abandonado es un símbolo, una muestra del poder, de la altura, de la fortaleza a la que había llegado la civilización que lo construyó. Contemplar el estado de abandono en que se encuentra, los cristales rotos, la ornamentación empezando a quebrarse, toda su estructura en abierto tránsito hacia la ruina, es la muestra, la prueba definitiva de que esa sociedad, sea cual sea, se halla en estado de descomposición inevitable, quedando sólo por saber el plazo de su agonía. El impacto de estas imágenes se ve acentuado por el hecho de que nos reconocemos en esa arquitectura, que la nobleza de su lenguaje, el de Roma, el del Renacimiento y el del Barroco, es la que asociamos con la belleza con nuestros mejores logros. Somos nosotros, por tanto, los que estamos al borde del abismo, los que vamos a seguir el camino de todos aquellos imperios y civilizaciones cuyas ciudades no son ya más que montones de escombros irreconocibles.
Naqoy se definiría así como la continuación lógica de lo apuntado en las dos Qatsis previas, pero ya he señalado que el mundo había cambiado, hasta hacerse irreconocible, irreversible, durante la década larga que media entre Naqoy y Powaq. Esa metamorfosis del ámbito humano se ilustra de manera especialmente efectiva cuando de repente, sin previo aviso, las paredes del edifico se pliegan sobre sí mismas como si de un recortable se tratara, para disolverse en las tramas geométricas de un programa de diseño gráfico, que, con un sencillo movimiento de ratón, permite crear montañas donde antes solo existía una llanura o borrarlas de nuevo como si nunca hubieran existido.
Veremos más adelante que esta irrealidad de lo real, el hecho de que ya no formamos nuestros juicios y decisiones basándonos en datos y experiencias reales, sino con constructos sin existencia física, es uno de los temas centrales de la película. Pero antes de analizarlo, hay que dejar bien claro que la visión integradora, antidogmática, de Reggio, le permite darse cuenta de de la importancia y la fascinación asociada a estas nuevas tecnologías -con la Internet como emblema de todas ellas- sin las cuales nuestro mundo, lo que hemos sido educados/condicionados a considerar como normal, no puede ya existir.
La primera parte del metraje, por tanto, parece consumirse en una loa de ese New Brave World (8) que el ordenador ha creado. La ilustración concebida por Reggio y Kane se centra, por ejemplo, en las imágenes médicas, que nos han permitido conocer el cuerpo humano con un detalle y una precisión impensables, acercándonos cada vez más a ese sueño de un paraíso en el que el dolor y la enfermedad habrían sido finalmente desterrados. Promesas de salvación, de milenio, de fin de la historia, que se extienden a todos y cada uno de los ámbitos de la existencia, tornadas realidad por una técnica y una ciencia creada por los hombres, no por divinidades ultraterrenas, pero que por sus ambiciones y resultados parece casi sobrenatural. Un milagro tangible desprovisto de los defectos de la humanidad y, por tanto, a punto de prescindir de ella en su camino hacia la perfección.
¿Es así realmente? ¿O es quizá que deseamos con tanta fuerza ese espejismo de paraíso que no podemos concebir que tal vez solo sea eso, un sueño pasajero, volátil, del que irremediablemente habremos de despertar, sin que quede huella alguna? Entremezcladas con estas promesas, con estas visiones de un mundo nuevo y mejor, finalizándolas, contradiciéndolas y negándolas, aparecen otras imágenes muy distintas, las del mundo viejo y pasado que creíamos haber superado. En él, aún bien vivo y presente, contemporáneo y compañero nuestro, el poder sigue dependiendo del la superioridad. El auténtico motor de las acciones humanas es la codicia y la avaricia, mientras que la irracionalidad y la ceguera mental, encarnada en las religiones, siguen gobernando nuestras decisiones.
Un mundo viejo y caduco, ilustrado mediante imágenes distorsionadas y manipuladas, desposeído de parte del dominio absoluto que ejercía sobre la humanidad, pero que permanece entre nosotros, escondido y alerta, bajo el tenue barniz civilizador de esa ciencia y esa tecnología de la que tanto nos enorgullecemos.
Solo lo irreal es real
Hay un rasgo visual característico de esta obra que la distingue de sus hermanas mayores y que ya se ha apuntado en los párrafos anteriores. En Naqoy no hay imágenes puras, todas y cada una de ellas han sido sometidas a un procesamiento digital para distorsionarlas y deformarlas, utilizando de forma paradójica la propia tecnología para hacer una denuncia de su uso (9). Un procesado que abarca desde las propias imágenes sintéticas, infografías, radiografías, TACs, a la reutilización de secuencias de las Qatsis anteriores, sacadas de contexto y convertidas en un pálido reflejo, fantasmas que no encuentran reposo, de lo que allí fueran.
En Koyaanis y Powaq, por el contrario, predominaba la imagen real como conviene a todo documental que se precie. Reggio quería hacernos ver el mundo tal y como es, o como era, y si se incluían largas secuencias rodadas en cámara lenta o rápida era porque pretendía hacernos conscientes de ritmos y sucesos que escapaban a nuestra percepción del tiempo. De esa manera, las ciudades occidentales retratadas en Koyaanis se transformaban en organismos vivientes, inmensos políperos, en cuyo interior el ser humano perdía su identidad personal; mientras que la dureza de las condiciones de vida en el tercer mundo, causadas por el parasitismo económico de Occidente, eran amplificadas, hasta ser imposible no verlas, por la omnipresente cámara lenta utilizada en Powaq.
En Naqoy, por el contrario, el mundo actual ha evolucionado hasta un punto en que la realidad que experimentamos con nuestros sentidos, lo que vemos, lo que tocamos, lo que oímos, se ha disociado, deslocalizado, del mundo que causa y motiva nuestras acciones. La información que recibimos es por conducto, por mediación de otros, intermediarios normalmente interesados, que utilizan como medios de transmisión los de la técnica más avanzada. Antes de llegar a nosotros la información ha sido manipulada, filtrada, adaptada, sin que queden a nuestro alcance los medios para contrastar su veracidad. Construimos nuestro mundo, nuestro presente, nuestro futuro, partiendo de fuentes que sabemos incompletas e interesadas -o que simplemente deja de importarnos que lo sean o no-, pero que debemos aceptar y utilizar si queremos seguir viviendo en este New Brave World que es el nuestro.
De manera inesperada, la tecnología ha hecho realidad la concepción del mundo propuesta por el posmodernismo. En ella, el conocimiento, especialmente el conocimiento histórico, es poco menos que imposible, puesto que lo único de que disponemos es de textos, todos falsos, todos interesados, todos equivocados, sin auténtico correlato con una realidad externa que de hecho no existe, puesto que no es representable en su totalidad dadas las limitaciones de nuestras estructuras/esquemas de pensamiento. Es por ello que la técnica deformante utilizada por Reggio y Kane es cualquier cosa menos gratuita. En realidad es el perfecto reflejo de nuestro mundo contemporáneo, por mucho que su uso en la pantalla parezca ir en contra de todos los ideales del documental: presentar el mundo tal y como es, eliminando al director, la cámara, todo atisbo de ensayo y reconstrucción, para que el espectador pueda acceder a otras realidades lejanas sin intermediarios, como si estuviera presente allí mismo, como si él perteneciera a esas otras gentes, a esas otras sociedades.
Por supuesto, esto es el ideal. Cualquier aficionado del género documental sabe que estas reglas no han sido seguidas por ninguno de los directores que realmente importan, de Flaherty a Chris Marker, de Vertov a Malle, de Jennings a Ivens, quienes si se recuerdan es por haber sabido mirar, observar de una forma personal y única, por habernos servido de guías y anfitriones a otros mundos desconocidos, en los que resuena su voz, la del director/observador, ya de forma directa, ya mediante el silencio.
De hecho, lo que Reggio y Kane hacen podría considerarse como una confirmación a ultranza de esos objetivos del documental. Si todo lo que vemos es irreal, falso y precocinado, eso es precisamente lo que debe mostrarse, no otra cosa.
Para que nos desengañemos. Para que volvamos a aprender a mirar.
Nada que no sea símbolo, nadie que no sea una máscara
Una de las mejores secuencias de la película tiene lugar más o menos hacia su mitad. En ella, cruzan la pantalla, de derecha a izquierda, en una especie de rollo de papiro sin fin, una serie de imágenes de personas famosas, separadas por barras verticales en las que se mezclan todo tipo de filmaciones, unas veces relacionadas, aunque sea lejanamente, con la idea popular que tenemos de estos personajes, las más completamente disociadas, casi elegidas de forma arbitraria. No lleva mucho tiempo el darse cuenta de que no estamos viendo a los personajes reales, su realismo, su presencia es superior al que la propia realidad y los medios de reproducción fílmica toleran.
Se trata, ni más ni menos, que de figuras de cera. Reproducciones de personas famosas congeladas en un gesto típico, esa expresión con que acostumbramos a relacionarlos, aunque nunca la adoptasen, aunque solo fuera una máscara frente a la galería. Lo que vemos no son sino cáscaras vacías, armazones huecos, que podemos rellenar con lo que queramos, símbolos convenientes que han dejado de representar a la persona original que identificaban en vía, para referirse en su lugar a abstracciones, bien próximas, bien lejanas, pero no de su realidad, sino de la nuestra.
Es un auténtico desfile de espectros. En él se yuxtaponen, se superponen, tanto las presencias positivas como las negativas, la virtud y la maldad, lo importante y lo intrascendente, sucediéndose sin orden aparente, sin justificación concreta, a no ser la surgida de las ideas previas que el espectador pudiera tener sobre esas personas… si es que tiene alguna, si es que por su edad pudo llegar a conocerlos, o al menos oír hablar de ellos. Al cabo de unos instantes, faltos de referencias donde apoyarnos, lo único que queda de manifiesto es la igualdad del material base, esa cera donde se han modelado esos fantasmas, soporte que acaba por asimilar a todos esos líderes políticos, a todos esos modelos vitales, deglutiéndolos, digiriéndolos, hasta que su figura, su ejemplo, cesa de tener importancia, influencia o repercusión alguna.
Esta secuencia es un diagnóstico certero de la maldición que pesa sobre nuestro mundo posmoderno (10). El mundo, como decían los clásicos, no es otra cosa que un escenario, sobre el que los mismos actores representan papeles opuestos, las tramas más alambicadas, para luego, terminada la representación, recoger los trastos y perderse entre la misma multitud que les aplaudía, como si nada les hubiera distanciado alguna vez de los hombres comunes y vulgares, como si lo que fueron por un instante hubiera sido abolido sin dejar huella. No hay ya personalidades excepcionales, individuos que se distingan por auténticas virtudes, auténticos logros, solo perviven marcas, anuncios, lemas, todos intercambiables, todos intrascendentes, como esas figuras de cera que prometen el éxito, el triunfo, la gloria y la fama a aquellos que les sigan, proceso en el que el único beneficio será el de los comerciantes que promueven estas imágenes.
Nuestro mundo, nuestra realidad es la realización perfecta de las profecías posmodernistas. No es la persona lo que importa, sino su imagen; no el objeto real, sino su símbolo. Asimismo, no es la realidad sensible, sino su sueño y recreación, lo que realmente constituye/construye nuestro universo cognoscible, aquel en el que vivimos, obramos y planeamos. Un mundo/Matrix (11) perfecto, construido por nuestras mentes y aceptado con el mayor entusiasmo por nosotros, sus prisioneros; pero al mismo tiempo la antiMatrix absoluta, puesto que su corteza no oculta un supramundo ideal al cual pudiéramos escapar, ascender, para retirarnos y salvarnos. No, nuestra realidad, nuestra única realidad, al menos hasta la nada que es la muerte, se reduce a la caverna platónica, de cuya existencia somos cómplices conscientes y complacientes, instrumentos necesarios de su construcción, conservación y mantenimiento.
No hay realidades, por tanto, sino espejismos; no hay ideas, sino símbolos; no hay personas, sino marcas. La esencia de nuestro mundo es componerse de una catarata de imágenes, siempre cambiantes, siempre en contradicción, donde el único baremo de su verdad y justicia es la coincidencia del instante temporal en el que se producen con el que cada uno de nosotros habitamos. Un mundo del cual nos sentimos orgullosos, a pesar de su falsedad y su mentira, como auténticos padres suyos que somos, y que intentamos extender, reproducir hasta sus más mínimos detalles en cualquiera de los rincones de nuestro planeta, de manera que en un futuro no demasiado lejano llegue a extinguirse el recuerdo de que existió alguna vez algún atisbo de variedad.
Así es, así será, pero hasta que llegue ese momento, las viejas ideas, los viejos conflictos, las viejas pasiones continúan atormentando ese mundo virtual que consideramos nuestro hogar, como fantasmas que hubieran olvidado su identidad primera y siguieran vagando sin destino ni razón por aquellos espacios que un día habitaron. Una combinación entre lo viejo y lo nuevo que no deja de ser tan mortífera ahora como en tiempos pasados. Da igual lo falsos, lo virtuales, lo irreales que sean nuestros nuevos ideales, nuestros novísimos edificios sociales y económicos, por ellos seguimos matando, destruyendo y esclavizando, como si el único medio válido y eficaz de propagar las ideas, de realmente cambiar el mundo, fuera el exterminio físico de aquellos que se nos oponen, de aquellos que contradicen nuestras mentiras.
En caída libre
Naqoy es por tanto un recorrido por un mundo contemporáneo de carácter cada vez más virtual, pero determinado en su comportamiento por los mismos reflejos animales que nuestros antecesores neolíticos. Una ruta circular y recurrente, donde sea cual sea el camino, la distancia, el recorrido, se acaba volviendo al punto de partida, al mismo dilema de partida, el mismo problema irresoluble que se encuentra detrás de todas las Qatsi. Por un lado, la gloria que la tecnología ha traído a la humanidad, por el otro, la maldición que su llegada ha acarreado al género humano, aspectos indisociables de la técnica y la ciencia, de forma que extirpar uno de ellos supondría la muerte inmediata del todo único al que pertenecen.
¿Existe camino de salida? ¿Queda alguna esperanza, algún modo para que el alma de la humanidad no acabe corrompida por sus propias creaciones, convertida en esclava de esa misma tecnología de la que tanto alardea? De boca de Reggio conocemos su opinión, su convencimiento y seguridad de que los cambios que el mundo experimenta hoy en día, propiciados por la ciencia y la técnica moderna, suponen un salto cualitativo de dimensiones que pocos alcanzan a concebir, pero de la misma categoría que cuando en el neolítico decidimos empezar a cultivar los campos y hacinarnos en ciudades. Por otra parte, sabemos también como espectadores que las imágenes de Reggio nunca ofrecen una respuesta clara, que las admoniciones y los sermones hace muchos años que dejaron de formar parte de su lenguaje. Así, la película concluye con una secuencia ambigua e irreal, contagiada de la misma indeterminación e imposibilidad del New Brave World (12) que describe.
En esa secuencia se superponen imágenes de paracaidistas que saltan desde un avión con otras imágenes del cielo estrellado. Sabemos, nos lo sugiere el tono elegiaco de la música de Glass, que no se trata de una experiencia exultante o celebratoria, como en otros contextos tan de moda hoy en día se nos querría hacer creer, esos de la superación personal mediante la aceptación de nuevos retos, paradigma de la creación de esclavos voluntarios. Esos paracaidistas saltan al más absoluto vacío, en una caída que no tendrá término ni fin, hasta que pierdan todo recuerdo de su vida anterior y su existencia se reduzca a precipitarse en la nada, borrachos de vértigo y velocidad, como si la caída se hubiera convertido en vuelo, en ascensión y transfiguración.
No es así. Nuestra experiencia nos dice que ninguna caída es vuelo, que al final habremos de estrellarnos contra el suelo, que la culminación y la recompensa de todas nuestras glorias no será otra que la muerte y la desaparición, que nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestra ciencia, precisamente por haber ascendido a las cumbres más altas habrá de despeñarse inexorablemente.
Solo nos queda, por tanto, intentar adivinar cuál será la fecha del apocalipsis.
Conclusiones
Quiero advertirles algo. El análisis anterior son mis conclusiones, no las de Reggio, aunque es seguro que habrá más de un punto de contacto -tantos como discrepancias-, así que no tomen mi palabra como verdad revelada, como testimonio seguro y fiable del pensamiento de Reggio, porque no es así, sino que lo que acabo contado no es más que reflejo de mis errores, mis equivocaciones.
De hecho si estas palabras que han leído se confundieran con las ideas de Reggio, eso sería el mayor disfavor que podrían hacerle. Reggio es voluntariamente opaco en su expresión artística. Él no pretende darnos respuestas, hacernos comulgar con ideas incontestables, como haría cualquier propagandista. De hecho, ni siquiera sabemos cuáles son las preguntas que nos quiere plantear. Reggio quiere que dejemos de confiar ciegamente en lo que nos cuentan, especialmente aquellos que son de nuestra misma cuerda, por eso sus imágenes están concebidas para obligarnos a devanarnos los sesos, para que pasemos de ser receptores pasivos a auténticos actores en esta representación que es nuestra vida.
Lo importante es que seamos capaces de abrir los ojos, de mirar al mundo de forma renovada, fuera de las versiones que se estiman regladas y oficiales. Solo así, descubriendo que hay otras formas, otras maneras, otras posibilidades, subvirtiendo la pirámide de valores y valoraciones que nos encadena, será posible cambiar este mundo de forma radical y permanente.
Tarea hoy más urgente que nunca, cuando la mentira anda por las calles y todos se inclinan con respeto ante ella.
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(1) ¿Qué ha sido de él, por cierto, y de sus documentales de denuncia definitivos?
(2) Al contrario de otros muchos directores llamados visionarios por la publicidad, pero que no hacen otra cosa que aplicar nuevas técnicas a ideas viejunas.
(3) Me viene a la cabeza James Benning, como otro ejemplo de documentalista en y por el silencio.
(4) Escuchar a Reggio explicar las Qatsis es una experiencia reveladora. Nunca se vuelve a verlas de la misma manera.
(5) Una cuestión abierta es por qué casi ninguno de los directores de fotografía ha vuelto a repetir con Reggio. Él habla maravillas de todos ellos, lo cual no ayuda mucho a adivinar la razón.
(6) De aquí en adelante hablaré de las Qatsis para referirme a la trilogía, y de Koyaanis, Powaq y Naqoy para cada una de ellas.
(7) Se trata de la estación central de Detroit, ciudad fantasma en el antiguo corazón industrial de los EE.UU. Una de las peores invectivas contra el capitalismo que pueda imaginarse.
(8) La referencia no es gratuita. Claramente, entre las dos distopías contrapuestas de nuestro futuro, la que se ha hecho realidad es la de Huxley, no la de Orwell… o al menos así parecía antes de esta crisis.
(9) Un sofisma muy habitual es acusar de incoherencia a los que usan la tecnología para denunciar sus efectos. Como es sabido, eso es simplemente un modo retorcido e intencionado de intentar silenciar a las voces incómodas.
(10) Aún queda historiar cómo el posmodernismo, teoría surgida de la izquierda radical, acabó siendo la mejor arma de la nueva derecha.
(11) Extrañamente, en su momento nadie se percató de las raíces gnósticas de Matrix o de su sutil y completa traición al mito de la caverna platónica.
(12) De nuevo, al final, era Huxley quien tenía razón y no Orwell… o quizás no.