El sol y la muerte viajan juntos. Un recorrido por la nouvelle vague | Emilio Toibero



Para Beatriz Arce y Juan Jiménez García, en reconocimiento



“Mientras estas ideas me asaltan, vuelvo al adolescente porteño, en un cine de barrio a mitad de los años 50. Quisiera interrogarlo sobre tantas cosas que en su momento no me interesaban y hoy son las únicas que deseo poder recuperar. Pero permanece obstinadamente mudo. (...) Si algo me dice con su silencio es que le parece cómico y patético también, verme inclinado, revolviendo el tacho de basura de la Historia.”

De Mitteleuropa-AM-Plata (1995), Edgardo Cozarinsky.


“Si hubiera un solo día en que no estuviera confundido, en que no me avergonzara de todo, en que sintiera realmente que pertenezco a algún lugar...”

Jim Stark, personaje interpretado por James Dean, en Rebel without a cause (Nicholas Ray, 1955).



I


Las fechas no pueden ser precisas. Sí, las sensaciones. O, mejor escrito, la manera en que la memoria las ha trabajado. Hay, en el comienzo de este viaje, la imagen de un ombú en el patio de la casa, cercana al Río Salado, de los padres de un amigo cinco años mayor, que eligió acabar con su vida una Navidad en los primeros años de los ‘70; el adolescente que fui en el que ya no me reconozco, que imaginaba tener una cierta sabiduría sobre el cine y, en realidad, lo ignoraba todo; una ciudad de la República Argentina, sita a los 31 grados de latitud sur y 60 grados de longitud oeste, que tiene por indicial nombre Santa Fe de la Veracruz, en la que, con intermitencias, viví algo más de veinte años y a la que quizá nunca vuelva; un cineclub al que en ese entonces yo imaginaba, desde mi avidez, como el centro del mundo; una soledad que sólo parecía atenuarse en la oscuridad de las salas de cine, sin que percibiera que era precisamente allí donde se ahondaba al aumentar en mí la confusión entre la realidad, palabra que en ese momento designaba algo concreto para mí, y el cine.


Emilio Toibero | Nouvelle vague

Y en ese entorno apareció -¿a mis trece años, a mis catorce?- Les quatre cents coups. Sin duda, en el momento en que la vi por vez primera me debió gustar, y mucho. Buena prueba de ello es que, desde entonces y hasta hoy, puedo tararear algunas frases de la música original de Jean Constantin, y que, después de verla, me abalancé sobre cualquier libro de Honoré de Balzac que estuviera al alcance de mis manos. Pero esa impresión favorable ¿se debió a una emoción mía o a un acatamiento inconsciente a las excelentes críticas recibidas en el momento de su estreno? Por aquel entonces, cabe aclararlo, creía en la institución crítica. De cualquier manera allí me encontré, y ni siquiera podía sospecharlo, con el actor, que con los años, se convertiría en mi favorito: Jean-Pierre Léaud, no tanto por sus trabajos para Truffaut -aunque me sigue emocionando su actuación en Les deux anglaises et le continent-sino por algunos de los que concretó para Jean-Luc Godard: Masculin-Féminin, La chinoise, Détective; para Philippe Garrel: La naissance de l’amour; para Pier Paolo Pasolini: Porcile; y, sobre todo, para la formidable La maman et la putain, de Jean Eustache. También allí tropecé, sin saberlo, con Jacques Demy, que hacía una breve aparición como un policía, y que, hasta ahora, es uno de los cineastas que más respeto.


¿Y Truffaut? Todavía recuerdo las lágrimas que derramé en un desayuno, en 1984, sobre mi tazón de café con leche al enterarme de su temprana muerte. En algún lugar debo tener el mal poema que escribí para la ocasión. Pero esa emoción se ha atenuado con el correr de los años. Organizando, en el 2002, una revisión de parte de la filmografía de Truffaut para una institución de cuyo nombre, afortunadamente, ya no puedo acordarme, me encontré con que Les quatre cents coups me dejaba indiferente y que La nuit americaine, en copia doblada al inglés que es la única que puede hallarse por estas latitudes, también, y que hasta me provocaba cierta indignación por su desembozado elogio a un cine inolvidable que ha desaparecido, es cierto, pero que también sembró las semillas para que, años más tarde, la gente aceptara sin mayores rubores que las películas son una rama, menor, de la industria del entretenimiento. Hay filmes de Truffaut que me siguen entusiasmando mucho: La peau douce, sin duda, al menos para mí, el mejor; Baisers volés, donde aprendí cómo untar la manteca sobre las galletitas sin que estas se quiebren, de lejos la más bella del ciclo Doinel; La Sirene du Mississippi; Les deux anglaises..., por supuesto; Une belle fille comme moi, merecido tributo a una actriz extraordinaria: Bernardette Lafont y La femme d’a coté. Pero lo que ya no alcanzo a ver es la obra toda detrás de las evidentes superficies, el dibujo que forman sus películas. Probablemente por deficiencias mías, aunque no descarto la posibilidad de que el “universo Truffaut”, comparado, por ejemplo, con el “universo Godard”, hoy me resulte estrecho, enturbiado por alguna de las formas de la mezquindad, intelectual o emotiva, vaya uno a saber. Lo que estarían evidenciando tanto la manera en que, en sus películas, se mantuvo obstinadamente lejano de lo que ocurría en derredor suyo, salvo sus amores transcriptos de manera cifrada, como la absolutización del amor -sí, que por supuesto hace mal, como lo reitera en su obra- como móvil de conducta para sus personajes.



II


Los historiadores, esos grandes narradores de ficciones, tienden a tomar el Festival de Cannes de 1959 como fecha del nacimiento de la nouvelle vague cinematográfica: la Palma de Oro es para Orfeu negro, de Marcel Camus; el premio al mejor director queda en manos de François Truffaut por Les quatre cents coups y, fuera de concurso, se presenta Hiroshima mon amour, de Alain Resnais. Pero en realidad, la etiqueta nouvelle vague ya se había utilizado dos años antes en las páginas del semanario L’Express aplicada a designar los nuevos hábitos de vida de los jóvenes franceses. Como bien ha señalado Jean Michel Frodon: “Nouvelle vague designa, pues, una realidad sociológica y es así como la expresión, aplicada al cine, será inicialmente entendida: los filmes que se desprenden de ella, para sus contemporáneos, son aquellos que testimonian nuevas costumbres, mostradas con una franqueza inédita y refrescante.” Claro está que los nombres de los galardonados franceses en el festival nacional ya indican las diferencias que albergará el rótulo: Camus nunca fue más allá del cultivo de un exotismo esteticista con cierto tufillo colonialista, y Truffaut y Resnais demostraron ampliamente, en su producción, carecer de puntos comunes, salvo el de rodar sus primeros filmes con un presupuesto escaso para las costumbres de unos pocos años atrás. Pierre Kast, que, en sus comienzos, perteneció al grupo nucleado en torno a Cahiers du Cinéma y hoy es un cineasta injustamente olvidado cuyos filmes son prácticamente imposibles de ver, planteó, con fino espíritu, estas diferencias, tal como lo recoge un artículo de 1984 “La nueva ola: observaciones, notas y recuerdos”. Escribió: “No era una escuela como el manierismo o el impresionismo. Tampoco el siniestro ‘realismo socialista’, producto contra natura de Aragon y de Jdanov, con la Lubianka como decorado de fondo y un icono para san Lyssenko. Tampoco era un grupo estructurado, como el grupo surrealista, con sus exclusiones y sus cismas, o algunas ejecuciones que, por suerte, permanecieron en el nivel de los simulacros. Ni siquiera el expresionismo alemán, tal como lo describió Lotte Eisner o el neorrealismo italiano, que Sadoul, Aristarco o Zavattini quisieron encerrar dentro de los límites de una definición. Si miramos a los viajeros de este ‘tren de recreo’ apenas remolcado por la célebre locomotora de la historia, veremos que entre ellos no había en común ni ideología, ni estética, ni metafísica, ni religión, ni posición política, ni siquiera, la más de las veces, gustos comunes. Eran, fueron y siguen siendo, aunque de otro modo, extremadamente distintos en su estilo de vida, en sus costumbres, en sus hábitos, en sus relaciones con las mujeres o las bebidas, en su relación, crítica o no, reservada o no, con la sociedad, con las estructuras sociales y económicas. Entonces...¿qué ocurre? Elemental, mi querido Watson. Eran de un lugar y de un tiempo, sometidos a las mismas condiciones cinematográficas de temperatura y presión. A las mismas variaciones climatológicas de la producción, de la distribución y de la explotación de los filmes.”


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Como señalara Truffaut a Louis Marcorelles en 1961: “No es un movimiento, ni una escuela, ni un grupo, es una cantidad, es una denominación colectiva inventada por la prensa para agrupar una cincuentena de nuevos directores que han surgido en dos años.”


Nuevos realizadores cuyas obras, aquellas que llegaron a las salas de cine de Argentina, fueron atropelladamente presentadas, casi todas varios años después de su estreno francés, aprovechando la aceptación pública de la etiqueta que sirvió, acá, para cobijar películas tan pomposamente pretenciosas como Les dimanches de ville d’Avray, que le reportó a su director, Serge Bourguignon, un “Oscar” al Mejor Film Extranjero o La fille aux yeux d’or, de Jean-Gabriel Albicocco, cineastas ambos que, afortunadamente, tuvieron una carrera corta que finalizó junto con la década del ’60. O filmes presuntamente eróticos como Douce violence -del que, sin embargo, recuerdo gratamente una melodía de George Garvarentz- del prolífico Max Pécas que, con el correr de los años, se especializó en la pornografía ‘soft’.



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III


Pero si hay una fecha de comienzo, que se obstina en ignorar el estreno, un año antes, de Le beau Serge, la opera prima de Claude Chabrol, lo que sin duda no hay es una fecha de finalización consensuada. Algunos arriesgan que esa atmósfera común que parecía agruparlos se disuelve con la aparición, en diciembre de 1962, del número 138 de Cahiers du Cinéma dedicado a realizar un balance de la nouvelle vague, donde sus redactores eligen como mejor película, de un movimiento que no era tal, a Adieu philippine, de Jacques Rozier. Otros lo extienden hasta noviembre de 1964 cuando, tras graves conflictos con la censura francesa al fin se estrena en París La femme mariée, de Jean-Luc Godard, con el título de Une femme mariée.


Sin embargo, muy cerca del final de Bande à part, también de Godard, parece que tan bellamente homenajeada por Bertolucci en The dreamers, y rodada durante el invierno boreal 1963-1964, Franz dice a Odile: “¿No es extraño cómo la gente nunca forma un grupo unido? Sí, nunca se amalgaman. Permanecen separados. Cada uno sigue su propio camino. Desconfiado, trágico. Aun cuando están juntos en las casas, en las calles.” ¿Es demasiado arriesgado pensarlo como una reflexión melancólica, en torno a los caminos tomados por el grupo de cineastas-críticos nucleado alrededor de Cahiers du Cinéma y, por extensión, a los otros realizadores etiquetados como pertenecientes a la nouvelle vague?


Al dar cuenta de esta periodización, tan poco confiable como todas, acabo de caer en la cuenta de que la mayoría de las películas de ese momento las he visto después de que la nouvelle vague, sea esta lo que haya sido, ya había sido sepultada en su país de origen. Claro está que no lo sabía. No me atrevía, tampoco, a dudar de la vigencia de los rótulos por aquellos días en los que todavía no me había dado cuenta de que el amor a los muertos, si persiste, tiene la felicidad de permanecer ajeno a los desgastes de la opacidad cotidiana.



IV


En los días en que vivía en la ciudad cercada por ríos, uno de ellos hoy la ha arrasado, fue el cine, como si fuera un amigo o un padre, el que me descubrió la existencia de las playas (de la misma manera en que Jules et Jim me hizo reparar en las bicicletas). Cierto cine italiano del que ya no se habla, quizá con justa razón, como algunas películas de Valerio Zurlini o Florestano Vancini, niños mimados de cierta crítica cinematográfica contenidista que crecía vigorosamente en mi país, o Il sorpasso, de Dino Risi, que gallardamente resiste el paso del tiempo, se desarrollaban, algunas totalmente y otras en parte, en la arena al lado del agua, o en sus cercanías. Pero, ya avanzada la década del 60, fue el encuentro con dos películas de cineastas franceses de reciente promoción -La collectionneuse, de Eric Rohmer y, sobre todo, Adieu philippine (que pude ver más de una vez gracias al indeclinable buen gusto cinematográfico, no habitual entre los sonrientes burócratas que solían ocupar el cargo, del que era, en ese entonces, director de la Alianza Francesa de Santa Fe, Monsieur Gerard Leloup)- las que transformaron el descubrimiento en una pasión, perdurable en mi memoria.


Cuarto título de la serie Contes moraux, rodado sin embargo dos, ¿o tres?, años antes que el tercero: Ma nuit chez Maud, La collectionneuse probablemente me haya seducido por razones que hoy estimaría equivocadas. Debo admitir que fui atrapado por la discreta elegancia del ambiente en que transcurría. Pero, más allá de esa seducción tan propia de una joven modistilla decimonónica, estaban -afortunadamente están: no sólo a la muerte venció el cine, sino también al deterioro físico- los bellos cuerpos de Haydée Politoff, Patrick Bauchau y Daniel Pommeurelle registrados por Rohmer de una manera que esplende e iluminados, utilizando tan sólo luz natural, por Néstor Almendros. Creo que este fue su primer largometraje como director de fotografía en Francia, de seguro es el primero que vi. Las reflexiones sobre el juego de los sentimientos que escondía, no las advertí. Tuve que esperar hasta el cierre de la serie -L’amour l’apres-midi- para poder ser sensible a la particular alianza entre sensualidad, inteligencia y humor que prodiga todo el cine de Rohmer. Hace unos minutos, hoy: 20 de agosto de 2003, acabo de enterarme que, a los ochenta y tres años, está trabajando en la post-producción de su nuevo trabajo: Triple agent. El IMDB da el título así, en inglés. Me ha alegrado. En un arrebato cinéfilo de los que hoy no están bien vistos, me digo: vale la pena vivir para esperarla.


El deslumbramiento con Adieu philippine, de Jacques Rozier, fue inmediato y estalló a la media hora de metraje, cuando vi la articulación de algunos travellings laterales que siguen a sus dos protagonistas femeninas, Juliette y Liliane, por las calles de París, mientras desde la banda sonora se oye un tango afrancesado. La inesperada, celebrada llegada, este año, de una copia a mis manos, no hizo más que confirmar mi apreciación de hace más de treinta años. Por una vez, y no son muchas las que ocurre, un filme, o un libro, o una canción, o una pintura, me sigue despertando las mismas sensaciones que la primera vez que lo vi, o lo leí o lo oí. Si en el número de Cahiers du Cinéma dedicado a hacer un balance de la nouvelle vague, eligieron colocar en la tapa una imagen de Adieu..., me parece que puedo entrever alguna de las razones de sus redactores: hay en ella algo que se me impone como irrepetible, que no aparece en otros filmes del mismo año, y esto no es un juicio de valor, como Vivre sa vie o Landru, que asoma, sin constituir su núcleo, en Cléo de 5 a 7 y en Bande a part, levemente posterior: una cierta manera de filmar, de montar y de sonorizar que permiten que el aire del tiempo de su rodaje sea para nosotros, al mismo tiempo, irrecuperable parte del pasado que, misteriosamente, se instala rabiosamente en nuestro presente. Esos travellings de acompañamiento no podrían rodarse hoy: París no es la misma -no pertenece a los cineastas salvo a los ya viejos Rohmer y Rivette en Les rendez vous de Paris y Haut, bas, fragile, respectivamente- no son iguales sus transeúntes y, por supuesto que Cahiers..., para la que Rozier también escribió, tampoco. Pero sin embargo, y me obstino en esto, cuando se las ve a Juliette y Liliane avanzar por la calle, se siente que el cinematógrafo realiza una de sus proezas: que ciertas imágenes capturadas en un pasado ya no puedan abandonar el presente de quien se asoma a ellas. Como ocurre en otro filme de los por entonces llamados ‘nuevos cines’, como es Ljubani slucaj ili tragediza sluzbenice P.T.T., de Dusan Makavejev (¿quién puede remitir al pasado el tendido de ropa o el amasado, acompañados por un himno a mayor gloria del “padrecito” Stalin?). Como también sucede, hoy que el cine es otro, en toda la primera parte, antes que el relato deliberadamente comience a desarticularse, de un relativamente reciente filme argentino: Silvia Prieto, de Martín Rejtman o en Hatuna Meuheret, de Dover Kosashvili.


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Filme en el que la lucha de Argelia por su liberación -como ocurre en Le petit soldat, Les parapluies de Cherbourg, Muriel ou le temps d’un retour o, a partir de la aparición del soldado, en el último tramo de Cléo de 5 a 7- es una amenaza que pende sobre sus personajes, me parece que es, entre todos sus contemporáneos y que me perdone Godard que seguramente jamás leerá estas líneas, el que mejor aprendió la lección, imborrable, de Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini. No tengo datos sobre el rodaje pero apostaría que cada secuencia se armó sobre la marcha a partir de algunas, pocas, líneas escritas. Vaya, por último, mi recuerdo emocionado por Jean-Claude Aimini -con un rostro y un cuerpo que evocan a James Dean-, Stefania Sabatini e Yveline Céry, sus tres protagonistas, no profesionales me parece, que jamás volvieron a filmar, quedando así fijados de una única manera, lo que facilita su recuerdo. Rozier, por su parte, tras el estruendoso fracaso de taquilla que le reportó Adieu Philippine se convirtió en un cineasta-enigma, al menos si se lo mira desde este lugar del mundo. Tiene en su haber otros tres largometrajes que, con seguridad, concluyó: Du côte d’Oruet (1973), Les Naufragues de l’ile de la Tortue (1974) y Maine-Océan (1986), producido por el infatigable Paulo Branco. Y otros dos -Comment devenir cinéaste sans se prendre la tête (1995) y Fifi Martingale (2001)- que, a lo mejor, ni siquiera terminó. Ninguno fue más allá de las fronteras de su país de origen. De la misma manera que en el cine no parlante italiano Francesca Bertini, en los finales desdichados de los filmes que interpretaba, casi siempre se perdía en la oscuridad, Rozier, que de vivir tiene setenta y siete años, fue ocultado a nuestra vista por los bancos de niebla química del capitalismo tardío.



V


No, no eran girasoles los que crecían en el ordenado jardín de la mansión en Aix-en-Provence. Eran rosas, pero tan gigantescas que tenían el tamaño de estos. En medio de ellas, la cámara contrapicada descubría, asomada a una ventana de la planta alta a la mucama Julie, ataviada con su uniforme blanco que, sin embargo, dejaba adivinar sus senos turgentes.


Esta imagen, del tercer largometraje de Claude Chabrol, A double tour, se confunde, o más bien funde encadenada en alguna esquina de mi memoria, con la del patio, desordenado, de mi amigo que por entonces vivía, cuyo ombú era atravesado por los rayos de sol de una mañana en un domingo de primavera. Ahí creí ver por primera vez unas ramas nudosas atravesadas por la luz, que tantas veces volví a recobrar en el cine aunque los árboles fueran otros, sobre todo si se trataba de representar el deep South estadounidense.


Algo semejante, la de una primera sensación que después se reitera muchas veces: en la vida y en el cine, me ocurre cuando pienso en esa aparición de Julie, mi primer encuentro con Bernardette Lafont, bellísima mujer que logró aunar la ternura más rotunda con un erotismo para nada subterráneo que afloraba en cada paso que daba. Y que encontró su mayor punto de ebullición en el siguiente largometraje de Chabrol, ese filme que me sigue pareciendo digno de admiración que tiene por nombre Les bonnes femmes. Estruendoso fracaso comercial, obligó a Chabrol, desde 1960, a una carrera errática e imprevisible, pese a que cierta crítica, que recién hoy se asoma a su obra, lo acuse de hacer siempre la misma película. El tono elegido -un humor negrísimo- para describir las peripecias vitales de cuatro empleadas de una tienda, junto a una utilización nada disimulada de la improvisación -que hace, por un lado, que el espectador, permanentemente, se pregunte hacia dónde se disparará la trama y, por el otro, que advierta cómo se desvanecen las, por entonces, infranqueables barreras industriales que separaban al “cine de ficción” del “cine documental”- lo convierten en un ejemplo emblemático de la ruptura introducida por el joven cine francés de aquel entonces. El asesinato de Jacqueline por el motorista en el bosque, que por la manera en que está puesto en escena sugiere que el amor y el crimen son dos caras de la misma moneda, está entre las secuencias más bellas que recuerdo de mi vida de espectador. Y no sólo en el cine francés.


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Chabrol ha hecho varias películas irrelevantes, y, alguna que otra francamente indefendible. Sin embargo, su filmografía, a diferencia de la de Truffaut, se me impone hoy, hasta en sus notorios desniveles, como una obra en la que diversos motivos se entrelazan de maneras múltiples hasta construir, por perseverancia, una figura evidente en el tapiz: la que conforman personajes límites, en la vida los llamaríamos desequilibrados, observados con una infrecuente, extraña alianza de piedad y subterránea admiración, ya se llamen Popaul, un carnicero de Périgord asesino a su pesar o Mika, una empresaria suiza, asimismo homicida, que puede decir te amo pero no amar. Por otra parte, y vaya uno a saber si esto es para festejar, parece ser el único, entre sus camaradas que siguen filmando, que ha llegado, a los setenta y tres años, a conseguir un cierto equilibrio entre sus necesidades expresivas y las apetencias, cada vez más banales, de ese fantasma impreciso llamado público. Sus últimos filmes -Au coeur du mensonge, Merci pour le chocolat, La fleur du mal- lo descubren en un progresivo camino de despojamiento, tendiendo hacia una suerte de muy personal abstracción, alcanzando, en su elegido tono menor, las dimensiones de un clásico.



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VI


Por esos incomprensibles azares de la distribución cinematográfica, que no son sólo patrimonio argentino, vi Cléo de 5 a 7 a poco menos de un año de su estreno parisino, información a la que accedí mucho más tarde. Fue en un cine de barrio pero también de estreno llamado Apolo y hoy convertido en taller mecánico, donde el por entonces nuevo cine francés se manifestaba, como si esa sala que ya agonizaba fuera una repetición profana de aquel santuario de Delfos visitado por Edipo. Recuerdo haber reparado en dos cuestiones que hoy me parecen accesorias: el pase del color al blanco y negro después de la primera secuencia en la casa de la tiradora de cartas y el hecho de que la acción concluyera, pese al título, más de veinte minutos antes de las 7. (¿Tuve allí, de forma balbuceante, la primera intuición de cómo el cine transforma el tiempo de la realidad, aunque en apariencia afirme respetarlo?). Mucho más tarde, un día que debía esperar si no un diagnóstico médico sí una respuesta esencial para mí, estuve errando, imprevisibilidades de la memoria, un par de horas con el recuerdo de Cléo, como si hubiera retrocedido a aquel 21 de junio de 1961. Ese promisorio acercamiento inicial a la obra de Agnès Varda fue quebrado, abruptamente, por las tarjetas postales con música de Mozart que prodigaba Le bonheur, que, sospechosamente, me negué a volver a ver. Allí comenzó nuestro desencuentro que continuó con una visión olvidada -¿porqué?- de Daguerreotypes en los ’80 y una fuga de la sala que en los ’90 ofrecía, a más de treinta años de su estreno francés, Les créatures -estaba enamorado y había comenzado a descubrir que las imágenes no acarician, salvo en la particular escritura de algunos críticos cinematográficos-. Tuve que ver, en vídeo, y varios años después de su rodaje, Sans toit ni loi -una de las películas más duras y depresivas con las que he tropezado- para recuperar mi estima por ella y así, redescubrir Cléo... y extasiarme con su descripción de París. Pero ni ese renovado entusiasmo pudo contrarrestar el malestar causado por la voz -¿gangosa por un resfriado?- de una catedrática catalana de la universidad Pompeu Fabra que, como parte de su elaborada estrategia para vendernos espejitos como si fuéramos aquellos indígenas de quinientos años atrás, intentó frente a la sonrisa deslavazada de la directora de la institución que la había importado a esta ciudad casi en el fin del mundo en la que nací y vivo, una extravagante traducción, simultánea a la proyección en su idioma original, de Les glaneurs et la glaneuse, que logró ahuyentar de la sala a casi todos los espectadores, incluyéndome. La feliz llegada a mi desordenada videoteca de L’univers de Jacques Demy hace apenas un par de meses, ha vuelto, con toda fortuna, a reanimar mi atracción por la cineasta. Pero...¿qué puedo escribir sobre ella habiendo visto tan ínfima parte de su obra? Puedo decir que me interesa sobremanera esa oscilación, esa mezcla, entre “ficción” y “documento” que ya circulaba dentro de Cléo... y que, según he leído, también está en su legendaria, e invisible, opera prima -La Pointe courte- una de las películas que me he propuesto ver antes de morir- inspirada por la construcción literaria que William Faulkner utilizara en Wild palms. Puedo, asimismo, escribir que me atrapa esa labilidad tan suya que le permite engendrar proyectos inesperados de formas arriesgadísimas.


Para ir de la Rive gauche a la Rive droite, sólo hay que cruzar el Sena. Algunos glosadores de la nouvelle vague, sin embargo, prolongan la distancia entre ambas riberas, al señalar, atendiendo mucho más a las anécdotas de vida que a las obras, que algunos cineastas -los del grupo nucleado en torno a Cahiers- pertenecían a la segunda, porque allí desarrollaban la mayor parte de sus actividades, mientras que otros -la Varda, pero también Alain Resnais, Chris Marker, Alain Robbe-Grillet, Marguerite Duras, entre ellos- a la primera. Estos tenían, o habían tenido, tratos con la Academia, políticamente estaban cercanos a la izquierda, cargaban sobre sus hombros una experiencia en el llamado cine “documental” y eran tildados de intelectuales por su estrecha relación con la literatura, que algunos de ellos escribían, que, en ese entonces, se consideraba de vanguardia, entre otras cosas. Los primeros, por su parte, tenían una pésima relación con los ámbitos universitarios: exhibían orgullosamente su carácter de autodidactas, una infancia marcada por el catolicismo -salvo Godard-, la marca a fuego de André Bazin, una devoción por el cine estadounidense de clase “B”, una aparente despreocupación por la política y una afición a aparecer como iconoclastas. Estudiante egresado de la Escuela de Vaugirard, con contactos en los dos grupos pero sin formar en ninguna de las dos pandillas, Jacques Demy era el solitario que siguió siendo en su producción.


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Pasemos, entonces, a la Rive droite de fines de los ’50 y a uno de los cineastas que fue, y es, uno de sus emblemas: Jacques Rivette, un pensador casi secreto que prefirió siempre, en su cine pero también en su vida, mantener un discreto segundo plano, aun hasta en el momento en que le pidió a Rohmer que abandonara Cahiers du Cinéma por sus simpatías hacia la derecha. Poco he visto de Rivette: mi primer contacto fueron las dos veces consecutivas que vi La religieuse -es la única de sus películas que tuvo estreno comercial en Argentina y seguramente se debió al escándalo que desató en Francia- en una sala cinematográfica dedicada al cine ingenuamente erótico de aquellos años donde, para ahorrar dinero, los filmes se proyectaban sin que casi pudieran verse, aunque tampoco se oían: la delgada pared sobre la que se desplegaba la pantalla separaba a la sala de una confitería bailable. Pese a todo, en esas condiciones descubrí Plaisirs d’amour, cantada por Anna Karina, mientras deslizaba sus manos por un armonio, vestida con hábito monacal. Ya en la segunda mitad de la década del 90, en los enrarecidos tiempos del menemato en que un dólar valía un peso, mi amigo Mauricio Alonso consiguió una copia en vídeo comprada en París. La no equivalencia de los sistemas de grabación hizo que la pudiera ver, más en blanco y negro. ¿Accederé alguna vez a una copia en buenas condiciones de La religieuse? (Recuerdo una frase de Les deux anglaises et le continent, novela de Henri-Pierre Roche, que asimismo se oye en la transposición de Truffaut: “La vida es un montón de piezas que jamás se juntan”.)


Gerard Leloup, a quién ya me referí, nos regaló en sesiones colmadas de gente: los espectadores también eran otros, a fines de los ’60 -¿o a principios de los ’70?-, Paris nous appartient y las dos versiones, la corta y la larga, de L’amour fou. Cuando nombro estos filmes una avalancha de imágenes que no puedo articular, entre ellas el rostro de Bulle Ogier, se desploma desde mi memoria: siento que no puedo escribir sobre ellos -no sabría qué-, sólo puedo entregarme, como cuando veo una estrella errante en el cielo, a gozar el instante en que su recuerdo me atraviesa, intraducible a palabras. Algo de lo inasible -¿de lo “real”?-, y que por tanto no puedo precisar, se debe jugar en mi experiencia como espectador de las películas narrativas de Rivette: cerca del fin de siglo vi Haut, bas, fragile y no podría decir, nuevamente, qué historia, o qué historias, cuenta. Sí puedo dar cuenta de que había un mueble con cajones ocultos, un París entrañable y una Anna Karina que sigue seduciendo.


Pero Rivette es también el realizador de la serie televisiva Jean Renoir, le patron, una de mis películas de cabecera en la que encuentro, cada vez que vuelvo a ella y eso ocurre bastante a menudo, nuevas inspiraciones para pensar la vida y el cine al tiempo que me conmuevo por entero. Sin duda, estaría entre las que llevaría conmigo a una isla desierta, pero también, si pudiera, en un acto desembozadamente dictatorial, haría que todos los estudiantes de cine tuvieran la obligación de conocerla. Y Rivette está en el centro de ese formidable trabajo de Claire Denis, y Serge Daney, llamado Jacques Rivette, le veilleur, verdadero compendio de su sabiduría desplegada con humildad extrema, que incita a confrontarla con sus filmes, siempre inaccesibles por acá. Hay un sueño que tiende a repetirse en mis noches: estoy viajando en un metro y sé que en la próxima estación voy a bajar, subir a la calle y dirigirme a un cine donde ponen Hurlevent, la versión de Rivette de Wutering heights, de Emily Brönte. Cuando estoy aproximándome a la parada o cuando subo las escaleras hacia la calle, siempre me despierto.


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(Releo en mi ordenador y me asalta una oscura sospecha. ¿Hasta qué punto la politique des auteurs está incorporada a mi pensamiento que cuando me enfrento, como en el caso de Varda o Rivette, a cineastas de los cuales desconozco una parte considerable de su producción, me cuesta tanto hacer una afirmación? ¿Es que olvido, sin darme cuenta de que lo hago, que la importante es la palabra politique y no la palabra auteurs, como aclaró muchas veces Jean-Luc Godard? Y eso que bien sé que esta herramienta, que dio resultados maravillosos, se ejerció, fundamentalmente, sobre un corpus: el cine estadounidense de los ’40 y los ’50, que se exhibía en el mundo entero. Hoy, donde el mejor cine que se filma, tiene, en el mejor de los casos, un circuito de circulación fragmentario y accidentado que hace que rara vez pueda verse en una pantalla, tal como fue concebido, ¿tiene algún sentido continuar instrumentado la politique des auteurs?).



VII


Hay lugares comunes del pensamiento a los que es necesario revisitar a menudo. Todos sabemos que, con mayores o menores diferencias, cada espectador construye el filme que ve. Pero, y esto también hay que señalarlo, un mismo espectador construye una película diferente de acuerdo a la edad que tiene en el momento de su visión. No nos sucede lo mismo, por ejemplo, al ver Tokyo monogatari a los veinte años, que a los cincuenta. Claro está que la industria cinematográfica casi nunca pretende que veamos un filme, en una sala de cine, varias veces a lo largo de nuestra vida; a lo sumo admite que, por los días de su estreno, alguien, entusiasmado, concurra a presenciar dos veces la proyección de una película. Pero no más: de acuerdo a su concepción del cine siempre se deba estar atento al próximo lanzamiento, generosamente anticipado, presentado como un producto único y superador que otorga a los que lo vieron, además del placer, hoy en día tan dudoso, que pueda deparar su conocimiento, la posibilidad de tener de qué hablar en sus sobremesas, siempre que no se haya perdido ya, también, ese placentero hábito.


He visto, vaya a saber en qué orden, los primeros quince largometrajes de Jean-Luc Godard -desde A bout de souffle (1959-1960) a Week end (1967), todos estrenados en salas comerciales de Argentina- a lo largo de doce años, los que van entre 1961 y 1973. Muchos de ellos -salvo Une femme mariée- los he vuelto a ver, algunos varias veces, hasta hoy, donde tengo cincuenta y seis años. En el pasado mayo vi, por última vez hasta ahora, Pierrot le fou; al mes siguiente me reencontré con Bande à part. Ahora bien, mi Pierrot... de este año ¿es el mismo del año en que la vi por vez primera: 1968? Diría que no. Pero, además, ¿cómo era mi primer Pierrot...? Encuentro una entrada en el diario que, sin mayor empeño, suelo intentar los años pares. Dice: “Vi Pierrot le fou. Leer a Stevenson y a Conrad, un novelista polaco que también escribía en inglés. Conseguir un libro que tenga reproducciones de Pierre Auguste Renoir.” Hoy me habla más de mi voracidad intelectual de aquellos años, que disimulaba otras voracidades no menos esenciales e inadmitidas, que de mi relación, en ese entonces, con la película.


(Nunca entendí esa costumbre de cierta crítica cinematográfica, y de ciertos espectadores que, una vez que le han declarado su amor a un filme no se lo retiran más, sin siquiera tomarse el trabajo, según pasan los años, de revisarlo. Así vemos escrito, hasta el hartazgo, que Citizen Kane, a la que siempre recuerdo con placer, es la mejor película de la historia del cine: ¿cuántos años hace que la vieron, por primera o última vez, aquellos que lo afirman? ¿Se dan cuenta que al seguir afirmando, mecánicamente, un juicio de años atrás están negando el transcurrir del tiempo y las modificaciones que este introduce en cada uno de nosotros?)


Supongamos, lo cual es probable pero lejos estoy de poder asegurarlo, que A bout de souffle es el primer Godard con el que me encontré en mi vida. Conjeturemos que lo vi a los catorce o a los quince años con una módica experiencia como espectador, centrada, casi exclusivamente, en la producción mainstream de Hollywood en los años 50 y alguna que otra película del “neorrealismo” más blando, observadas desde una perspectiva pobremente sentimental. ¿Qué elementos tenía en mi haber, entonces, para acceder a la ruptura de la escritura clásica como resultado de la imposibilidad de poder filmar como los admirados cineastas, a los que desconocía, del film noir y la “serie B” de las décadas de los 40 y los 50? Ninguno. ¿Es entonces extraño que, probablemente, oscilara entre los entusiastas juicios críticos y un desconcierto que, por pudor, no podía confesar? Mejor suerte corrieron Une femme est une femme: conocía bastante del ‘musical’ estadounidense y podía advertir cómo se distanciaba de ellos; Vivre sa vie: allí estaban los ojos inolvidables de la Karina, el formidable baile alrededor de la mesa de billar, El espejo ovalado y aquel memorable monólogo que comenzaba así: “Muevo la mano. Soy responsable”; Le mépris: la Bardot, Capri, los envolventes colores, la música de Delerue y las referencias a La Odisea (que había leído tras ver el Ulises, de Mario Camerini) estaban cercanas a mi sensibilidad de ese momento y, sobre todo Bande à part: su energía juvenil me era afín, extrañamente sigue operando sobre mí también ahora.


El admirable, y tan fúnebre, Godard de estos últimos años, desde Nouvelle vague arriesgo, se ha convertido en un acicate indispensable para combatir cierta propensión, natural en mí, a la pereza intelectual: me obliga a pensar, y a pensarme, a través de la manera en que reflexiona sobre el mundo y él mismo articulando imágenes, palabras y sonidos. Se ha transformado en uno de los pocos cineastas occidentales en actividad, sino el único junto con Víctor Erice, a quien admiro sin reservas, pero aquella vitalidad de la mayor parte de sus primeros trabajos, hoy mutada en dolorida gravedad, me sigue, asimismo, resultando indispensable. Aunque tan solo sea para recordar, como la protagonista de Hiroshima, mon amour: “¡Qué joven que fui una vez!”.



Emilio Toibero | Nouvelle vague

VIII


¿El sol y la muerte viajan juntos? Están presentes en el viaje inicial hacia París de Michel Poiccard, alias Laszlo Kovacks. Acompañan los desplazamientos de la expectante Cléo por la misma ciudad. O el vagabundeo de Pierre Wesselin, que puede tener un final trágico. Se unen, cuando Catherine hace caer al agua el auto que maneja, para morir junto a Jim. Pero, textualmente, la frase, que no puedo dejar de asociar a la poesía de Jean-Nicolas-Arthur Rimbaud, está dicha en una carta que Guy envía desde Argelia, donde está cumpliendo su servicio militar, a Genevieve, en Les parapluies de Cherbourg. (También se juntan en mi memoria cuando pienso en mi amigo muerto una Navidad. Los rayos de sol que atravesaban las ramas del ombú gigantesco, bajo el cual leíamos en un verano interminable, ya entonces, seguramente, daban calor a la idea del suicidio que recién concretó mucho más tarde.)


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Agosto de 1964: desde las carteleras de los cines competían Tom Jones, que venía de obtener un Oscar y Les parapluies..., que se había alzado con la Palma de Oro en Cannes. La crítica prefería la película de Tony Richardson, yo no. En ese entonces ya me indignaba, me indigna porque sigue ocurriendo hoy, la liviandad de pensamiento que implica decir que un filme, porque es cantado en su totalidad, puede ser atractivo, pero nunca importante. Será porque el día anterior de verla me había procurado una borrachera de órdago que a los diecisiete años siempre aumenta la lucidez -llegando a vomitar un primoroso mantel de hilo que cubría una de las largas mesas donde se desplegaban los manjares de una fiesta nupcial-, que nunca digerí, ni en mi primera visión, algunos de los lugares comunes que se decían, y se escribían, sobre él. Jamás pensé que, en el final que significativamente ocurre el día en que se espera la Navidad, era el azar el que aproximaba a Genevieve Emery, vestida de negro, a la resplandeciente, y blanca, estación de servicio de Guy Foucher, justo después de que en el último otoño hubiera muerto su madre.


Porque sí, Les parapluies... narra una historia de amor o, mejor dicho, dos: la de un amor adolescente traicionado, el de Guy por Genevieve, y la de un amor adulto que es el que permanece: el de Madeleine por Guy. Como ocurre con Chang en relación a Lai Yiu-fai en Cheung gwong tsa sit, la importancia de Madeleine, el personaje que sutura la herida causada por Genevieve, generalmente no es advertida. Así como tampoco la similar clase social a la que pertenecen Guy, un mecánico, y Madelaine, una huérfana que cuida enfermos, que no es, claro está, la de Genevieve y su madre. No es casual que el momento en que Genevieve comience a pensar en aceptar su casamiento con Roland Cassard -personaje que misteriosamente desaparece de la trama: ¿es que también, como Madame Emery, ha muerto? es aquel en que este le coloca una corona de bisutería, síntesis de las afiebradas aspiraciones de muchas jóvenes educadas dentro de la burguesía.


¿Cómo funciona esta historia melodramática atrevidamente narrada con sus diálogos totalmente cantados? En el nivel más evidente, como un homenaje al “musical” estadounidense. Pero, y esto me parece más importante, considero que la estrategia elegida permite desrealizar el contexto, distanciar del espectador la cotidianeidad deliberada de sus acciones lo que, por supuesto, permite verlas mejor, como una crónica, en sordina, de seis años de la vida de Francia: el escenario del cierre, la gasolinera, tiene inscripto, por doquier, el nombre de una multinacional. ¿Recurso de financiación como las marcas de autos y de cerveza en Lost Highway? ¿O índice de un estado de cosas en la sociedad francesa -como la ciudad construida con cajas de productos para la vida doméstica en el final de Deux o trois choses que je sais d’elle? Me inclino por esta última posibilidad.


Demy fue, es, un cineasta osado que se cita de obra en obra, como tanto le gusta hacer a Godard. Cuando Roland confiesa un amor no feliz a Madame Emery, la cámara recorre el pasaje Pommeraye, en Nantes la ciudad natal de Demy, escenario de muchas situaciones de su ‘opera prima’ Lola, pensada en colores y con números musicales. Por contar con un presupuesto escaso no pudo filmarla así, pero sí se atrevió a mantener una idea tan arriesgada como poderosa: la de contar el pasado y el futuro de su personaje central -Lola, una alternadora de cabaret cuyo verdadero nombre es Cécile- sin utilizar ninguna dislocación temporal. Simplemente creó dos personajes: la adolescente Cécile y su madre, Madame Desnoyers, que los representan. El resultado es féerico, me sigue hechizando pese al paso del tiempo. Así como la Jeanne Moreau platinada, para mí en su mejor interpretación, de La baie des anges, clave de toda la obra de Demy, al menos de la que conozco, con su reivindicación del azar y ese final donde Jackie corre con su estola colgando, quizás en vano, por un pasillo del casino de Niza y su imagen se repite en infinitos espejos como indicando que su indecisión entre el juego y el amor, es cosa de todos. Y también están aquellos autos cruzados en una calle que desciende, apuntando cada uno en una dirección diferente, a cuyos volantes estaban, en los Estados Unidos, aquella Lola que conocimos en Nantes y un joven estadounidense, George Matthews, que vivían una tristísima historia de amor, interrumpida por la guerra de Vietnam, en Model shop, el mejor registro fílmico de la ciudad de Los Angeles en los ’60, junto a Zabriskie Point.


Como Truffaut, Demy hace de los sentimientos el centro de su filmografía. Pero a diferencia de aquel despliega sus reflexiones en ámbitos reconocibles y datados, aun cuando construya un universo de cuento de hadas, como en Peau d’ane: ¿pero en qué otro espacio podía situar la irrefrenable pasión de un padre por su hija, tan ancestral como la especie?



Emilio Toibero | Nouvelle vague

IX


Muchos de entre los cineastas franceses que hicieron su primer largometraje entre 1958 y 1963 han quedado afuera, seguramente de manera injusta. Pienso, sobre todo, en Alain Resnais; en Chris Marker: para mí un insoslayable descubrimiento muy tardío; en Jacques Doniol Valcroze, del que no sabría qué escribir... Todos ellos, más algún otro que se me olvida o desconozco, protagonizaron, como parte integrante de los “nuevos cines”, tomando prestado el término al gran Serge Daney, la última revolución dentro de las estructuras de la industria cinematográfica, el último momento en que parecía que Hollywood se tambaleaba. Y ya van cuarenta años de ella y la dictadura cada vez oprime más.


Mucho menos que un balance, lo que este texto intenta, vaya a saber con qué fortuna, es esbozar y compartir algunas sensaciones provocadas por ciertos cineastas hace ya tantos años, cuando era un adolescente y no sabía, como afirma esa frase de Paul Nizan respecto a los veinte años de edad que cita Godard en Masculin-Féminin, que no estaba viviendo la mejor etapa de la vida.


En el trabajo de escribirlo volvieron a mi presente las primeras palabras que se oyen en The go-between, repitiendo las de la novela homónima de L.P. Hartley: “El pasado es un país extranjero, allí la gente se comporta de otra manera.” Y entonces, poco a poco, la escritura fue convirtiéndose en un proceso de exorcismo, al rasgar la bruma pegajosa que esparce el tiempo ido para reencontrarme con los fantasmas, entre ellos el de mi amigo muerto e intentar, aunque dudo que sea posible, saludarlos para siempre. Porque no necesito ya recordarlos, sé que están en mí: soy, entre muchas otras cosas, un hijo de la nouvelle vague.


Ya pasó la medianoche, es hora de descorchar un vino y brindar por todos ellos. Es también el momento de salir, juntos, a la noche estrellada donde ya se adivina el aroma de los jazmines de una incipiente primavera austral, esperando correr mejor suerte que Francesca Bertini. Es hora, asimismo, de desbrozar un espacio para que aparezca lo nuevo, si es que ha de aparecer. La vida es gorda, oleosa, subrepticia...creo recordar que escribió Drummond de Andrade.


18 de agosto-10 de septiembre de 2003



Publicado originalmente en Tijeretazos.



Emilio Toibero



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