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Una opera prima genera siempre un campo de tensiones suplementarias, tanto para el que la firma como para el que la ve. Las hay que introducen un giro copernicano en el discurso cinematográfico: Citizen Kane (Orson Welles, 1941) o A bout de souffle (Jean–Luc Godard, 1959), otras que valen por sí mismas: Shadows, (John Cassavetes, 1960) o Cronaca di un amore (Michelangelo Antonioni, 1950) permitiendo, asimismo, conjeturar una importante trayectoria futura; también están las que hacen alentar esperanzas que con el correr de los años se van desvaneciendo como Running Scared (David Hemmings, 1972) o Blood Simple (Joel Coen, 1984) y, finalmente, aquellas que adquieren importancia debido al posterior devenir de su autor como The Boy With Green Hair (Joseph Losey, 1948) o Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (Pedro Almodóvar, 1980). En este último apartado debe incluirse el primer largometraje de Wong Kar-wai (Shangai, 1958, emigrado con sus padres a Hong Kong a los cinco años): As Tears Go by (1988, desde acá se utilizarán los títulos ingleses de las películas y no los originales en mandarín o cantonés), concretado después de un título universitario de diseñador gráfico, unos pocos meses dedicados a la fotografía, dos años como asistente de producción en series para la cadena de televisión TVB de donde pasa al departamento de guiones de la productora Cinema City, donde comienza contribuyendo con ideas y gags para terminar escribiéndolos, entre ellos una trilogía sobre el mundo de los gangsters para un cineasta amigo: Patrick Tam. Éste filma sólo la última parte: Final Victory (1987) y la primera será el punto de partida de la película cuyo título cita explícitamente una canción cantada por los Rolling Stones pero, al mismo tiempo, evoca –la diferencia es de una palabra, aunque ambas comienzan con la letra t– el muy conocido tema central de la banda sonora de una película sobrevalorada dirigida por el húngaro Michael Curtiz: ¿esta última referencia se sustentará en el tema de los amores imposibles, que ambas comparten?
El que propone As Tears Go By es entre dos primos, Wah y Ngor (la primera y luminosa aparición de Maggie Cheung en la filmografía de Kar-wai), él un poco afortunado gangster barrial inmerso en una compleja red de lealtades y rivalidades fuera de la ley, ella una joven de apariencia ingenua pero muy diestra en el universo de las transacciones sentimentales, asediados ambos por las situaciones que provoca Fly, un joven protegido de Wah cuya máxima ambición es la de ser alguien de quien se ocupen las noticias, aunque tan sólo sea por un día que se olvidará pasados tres. El espacio diegético de él es Kowloon y el de ella la Isla Lantau. La acción va entre una (el lugar de la violencia) y la otra (el del amor) así como, genéricamente, oscila entre el policial a la manera del cine industrial de Hong Kong mezclado, para la ocasión, con muchos tópicos tomados de Mean Streets (Martin Scorsese, 1973), donde el barrio aparece como un microcosmos cerrado en el que brota la tragedia, y el melodrama que se apresta a disparar cuando boy meets girl pero ambos descubren que la relación difícilmente tenga futuro por razones que escapan a su control. Esta es la única película que Kar-wai filmó con un guión que no modificó durante el rodaje. Y esto se revela en la alternancia, demasiado premeditada, de acción y romance que sólo se desequilibra en la mostración exagerada, tan de acuerdo con el contexto cinematográfico de su momento, de la violencia, resuelta ésta a través del procedimiento stop–motion que le impone una cierta distancia estética.
Vista catorce años después de su rodaje, y conociendo la obra posterior de su autor, convoca la atención todo aquello que la anticipa: ese breve plano, quizás narrativamente innecesario pero de un gran efecto por lo inesperado, del doctor amigo-amante de Ngor, hundiéndose en la noche con su bicicleta por un laberinto de calles estrechas; la lluvia –elemento habitual en algunos meses de la meteorología de Hong Kong pero no necesariamente de su representación cinematográfica– potenciando los momentos de alta melancolía: el imprevisible reencuentro de Mabel y Wah; el raccord entre el plano en el que, anticipando a Faye en Chungking Express, Ngor, en la isla, arroja un avión de papel de izquierda a derecha del encuadre y en el plano que sigue, Wah, en la terraza de su departamento urbano, alza su vista para ver un avión que va de derecha a izquierda; la comida, frente a frente, de los primos que se convertirán en amantes, en un plano que los muestra de cuerpo entero permitiendo ver el indicial movimiento, o no, de sus piernas, o el súbito fundido al blanco que clausura la carnal escena amorosa dentro de la cabina telefónica. Pero, sobre todo, hay un momento que permite, ya, señalar que Kar-wai es un creador: la despedida última de la pareja en la estación de ómnibus, mientras desde la banda sonora se oye un cover en cantonés de Take my Breath Away, el tema popularizado por Top Gun (Tony Scott, 1986). El sutil juego de travellings para adelante y para atrás que llevan a dislocar el espacio expresando así los sentimientos de los personajes, la presencia del fuera de campo creado por la dirección de las miradas y la marcación de actores obligados a trabajar con todo el cuerpo –el inolvidable golpe de Ngor a la ventanilla del autobús– confieren a una situación que puede anotarse en dos líneas de guión, ese plus que hace decir que ahí aparece la expresión cinematográfica, aquello que no puede traducirse en palabras.
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El nombre mandarín para el segundo largometraje de Kar-wai –Days of Being Wild (1991)– es A Fei zheng zuang, “La verdad acerca de A Fei”, nombre con el que se estrenó Rebel Without a Cause (Nicholas Ray, 1955) en Hong Kong y Taiwán. A–Fei es un apodo genérico que se utiliza para designar a los jóvenes que la sociedad marca como descarriados, y el título califica así a Yuddi, el complejo y narcisista protagonista masculino con mucho del Juan Carlos Etchepare de las Boquitas pintadas de Manuel Puig, obsesionado por la identidad de su madre, que lo abandonó en los brazos de una madama siendo muy pequeño. Pero, apartándome de lo que se escribe sobre este ya maduro trabajo, advierto que Su Lizhen, la protagonista femenina, tiene tanta relevancia en el mundo diegético como Yuddi. Ella y él conforman una de esas parejas imposibles que tanto obsesionan al cineasta chino a lo largo de su filmografía. No es casual que la película comience con su encuentro: un travelling desde atrás de la espalda de Yuddi caminando, marca estilística del director, avanza con él hasta la barra de un bar tras la cual está ella. Ese primer acercamiento culmina con una línea de diálogo memorable, cuando, sin dudar, él dice: “Me verás esta noche en tus sueños.” Son tres los encuentros entre ellos que culminarán con la voz over de ella, después de que él la presione para que mire su reloj de pulsera consiguiendo así una aproximación que dura un minuto, diciendo: “No sé si él me recordará a causa de ese minuto. No lo sé. Pero yo siempre lo recordaré. Después él vino cada día. Fuimos amigos por un minuto, luego por dos. Pronto, nos encontramos como mínimo una hora al día”, Un corte directo nos lleva a los dos en la cama, después de hacer el amor. Fuimos conducidos hasta ahí sin estridencias por la voz over, de acá en adelante una marca de Kar-wai, utilizada ante todo como estrategia narrativa, como manera de suturar, a veces módicamente, las elipsis que deja la articulación entre un plano y otro antes que como expresión del fluir de la conciencia de sus criaturas. Su uso permite una mayor libertad al enfrentarse a los posibles raccords en el momento del montaje y vela, aunque no esconde, el encanto que depara una narración que parece, como efectivamente se suele decir, organizarse sobre la marcha expandiendo o borrando las pocas líneas, a la manera del mítico guión de Godard escrito en un boleto, a partir de las cuales se comienza a rodar, desobedeciendo las precisas indicaciones del cine mainstream.
Por una vez, la ruptura de esta pareja, que ocurre a poco de comenzar la película, tiene razones expuestas claramente: Su Lizhen quiere casarse y Yuddi se complace en abandonar a las mujeres repitiendo así, desde otro lugar, el abandono que sufrió por parte de su madre. Desde la separación el film se abre siguiendo a cada uno de ellos en sus respectivos recorridos. El de él es más largo: primero liga con una particular cantante de cabaret, Leung Fung–ying, y después parte a ver a su madre que se niega a recibirlo. Ella, por su parte, luchando contra el dolor de haber sido abandonada, enamora a un policía, pero encadenada al recuerdo desaparece de su vida. Los que sí se reencontrarán, sin que demuestren conocerse, son Yuddi y el policia, inaugurando así esa larga lista de personajes posteriores que se cruzan, se pierden y vuelven a encontrarse, juguetes en manos de un torbellino desatado por el azar. La larga, inverosímil agonía de Yuddi, el inadaptado que quería volar, en el tren permite descubrir que la mujer que más amó es Su Lizhen. Pero en Kar-wai, lo seguiremos viendo, los sentimientos amorosos no conducen a la pareja sino a la reafirmación de una soledad que asoma como esencial: en el cierre del film está ella, que quizá liberada de la sombra de Yuddi, quiere comunicarse con el policía. Pero él, si es que vive, está muy lejos.
Hay en Days of Being Wild elementos que llegan a la obra de Kar-wai para quedarse. En primer término la proliferación de relojes, de pulsera, despertador, de pared, y sus sonidos en la banda sonora, marcado lo irrecuperable de cada minuto que transcurre así como la distancia entre el tiempo cronológico y el interior de cada personaje. La tímida, pero cierta, aparición de anacronías: el travelling lateral, probablemente aéreo, que muestra un bosque sobre el que están escritos los títulos iniciales, recién adquiere sentido en los minutos finales de los que fue extrapolado. El plano de la parte baja de la falda de Su Lizhen ondeando al viento, anticipa otros de películas posteriores como aquel del pie de Faye comenzando el epílogo de Chungking Express, donde se establecen relaciones metonímicas, innecesarias desde el punto de vista de la información, que sin embargo instalan ese sentido obtuso, difícil de identificar y definir y sin embargo “evidente, errático, obstinado”, que Roland Barthes planteara en el número 222 de Cahiers du cinéma.
En éste, uno de los tres films de Kar-wai donde las acciones no se desenvuelven en un tiempo más o menos contemporáneo al del rodaje, Hong Kong, y Manila, en los ’60, concretamente en 1966, años de la infancia del autor, aparecen como pequeñas ciudades provincianas clausuradas en sí mismas donde el transcurrir del tiempo es vivido con una lentitud mortecina vecina a la melancolía y los interiores se llenan de objetos precisos que saben dar cuenta del carácter de los personajes que los transitan: la casa de Rebecca, la mujer que crió a Yuddi, dice más sobre ella que todas sus líneas de diálogo. La música latinoamericana que acompaña a muchas imágenes no es caprichosa, era parte de la que se escuchaba en las ciudades asiáticas por aquel entonces y, además, era la preferida por la madre de Kar-wai, tal como él lo confesó en su visita a Madrid cuando el estreno de In the Mood for Love.
El enigmático final, donde un jugador, la primera e inesperada aparición de Tony Leung Chiu Wai en un film de Kar-wai, que hasta ese momento no había sido visto, se prepara para una jornada de trabajo ha dado lugar a un río de tinta. Mucha crítica lo explica como un anticipo y un enlace con lo que debería haber sido el proyecto siguiente a Days of Being Wild que nunca se realizó: otra galería de personajes arquetípicos de los ’60 en Hong Kong, que completaría a ésta. Si se ignora este dato, y esto también es válido, puede pensarse como una deliberada transgresión a la preceptiva que indica que los finales deben clausurar la trama. Toda la película está atravesada por ese tono melodramático que tanto gusta al cineasta, a veces con atmósferas que evocan al film-noir, pero nunca termina de encasillarse dentro del género porque su construcción, felizmente, es demasiado deshilachada –afirmación que no implica un juicio de valor– para lo que éste requiere.
(Elipsis)
La única vez que, hasta ahora, pude ver Ashes of Time (1994), el tercer largometraje de Kar-wai, lo vi en una copia en video hablada en cantonés, sin subtítulos. Esta situación me exime de cualquier análisis. Puedo, tan sólo, decir que transcurre en un tiempo legendario, un pasado lejano que al parecer remite a la Edad Media, y que la crítica europea y estadounidense ha encontrado en ella –una precuela de la novela The Eagle - Shooting Heroes, de Jin Yong, que desconozco– sombras de cineastas tan disímiles como los italianos Michelangelo Antonioni y Sergio Leone. Aparenta ser un film colocado en los márgenes de un género (el que conforman las películas de artes marciales) muy frecuentado por la industria cinematográfica de Hong Kong.
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Chungking Express (1994), título inglés del cuarto largometraje de Kar-wai, pensado, rodado, montado y estrenado en tres meses mientras se resolvían los complicados problemas de post–producción de Ashes of Time, designa en su título un espacio inexistente en la diégesis, compuesto por la primera y la segunda palabra, respectivamente, de los nombres de dos locaciones esenciales en el film: por un lado las Chunking Mansions, una extraña mixtura de shopping, galerías, pensión pero también hotel que se confunden en el mismo lugar atravesados por algo que semeja un laberinto y, por el otro, el Midnight Express, un local de comida ligera y café al paso. Esta localización fantasma puede leerse como un eco de las parejas que no pueden concretarse y que son como fantasmas que rondan las historias de los dos episodios sucesivos que constituyen el film: el primero con atmósferas que remiten, de nuevo, al film–noir, el segundo próximo a la comedia romántica, en los que dos policías solitarios que son el revés de los que proponen las ficciones del cine industrial de Hong Kong, hombres simples que acaban de ser abandonados por sus parejas, aguantan como pueden su soledad. Antes y después del arquetípico boy meets girl aparecen más preocupados por sus cuestiones sentimentales que por el ejercicio de su profesión.
La primera historia aparece enmarcada por dos voces over de su protagonista masculino. La primera vez dice, comenzando a oírselo mientras se ven imágenes, nocturnas y urbanas, de Kowloon: “Nos frotamos los hombros cada día. Tal vez no nos conocemos, pero algún día seremos buenos amigos, Me llamo He Zhiwu, soy policía. Mi placa es N° 233”. Después, al cruzarse con una mujer con piloto, peluca rubia y anteojos ahumados, que a su vez también carga con un fracaso amoroso, seguirá: “En el momento más cercano de nuestra intimidad estábamos a 0.01cm de distancia. Cincuenta y siete horas después, me enamoré de esa mujer”. El episodio se cierra con He Zhiwu, tan solo como al principio, acercándose al Midnight Express y a Faye, la camarera, mientras dice “En el punto más cercano de nuestra intimidad estuvimos separados por 0,01 cm. No sabía nada de ella. Seis horas después se enamoró de otro hombre”. Como si para He Zhiwu hubiera un límite, representado por ese 0,01cm, que no puede traspasar y que, fatalmente, lo vuelve a conducir sólo a sí mismo. Pero su fracaso todavía admite explicaciones, la innominada contrabandista de drogas que viste con una peluca rubia, impermeable y lentes ahumados es imposible para él, ambos pertenecen a diferentes lugares sociales, como Wah y Ngor o Yuddi y Su Lizhen, desde los que no pueden pegar un salto para intentar una unión.
Pero en la otra historia, la segunda, no aparece razón alguna para que Faye y el policía 633, que también carece de nombre, ausencias que están indicando algo sobre identidades y relaciones en la década pasada y en una gran urbe, no consoliden pareja. Ella está enganchada con él desde que lo conoce: consigue una llave de su departamento y se lo renueva, mientras él no lo advierte ocupado en la elaboración de su interminable duelo por la azafata que lo dejó. Cuando, al fin, se da cuenta del sentimiento de ella, el 633 arma una cita con Faye. Pero ella en vez de ir al bar California, sitio acordado, toma un avión para el estado homónimo en EEUU. Cuando al año regresa, encuentra que 633 ya no es tal, sino un civil que ha comprado el Midnight Express y ha dejado mojar la tarjeta de embarque que ella le había dejado, junto a su mensaje de despedida, para ese día. Bastante tiempo atrás en la historia, cuando, como Wah y Ngor en la Isla Lantau de As Tears Go By, caminaban juntos llevando él la carga que debía llevar ella, el 633 le había preguntado:”¿Qué te gusta?” a lo que Faye había respondido : “Nunca lo pensé. Te diré cuando lo averigüe.” Esa respuesta parece no haberla todavía encontrado Faye a su regreso, en el que ha cambiado su aspecto andrógino que hizo que He Qiwu la confundiera con un hombre por un aire más femenino apto para su nuevo trabajo de azafata: una profesión que, literalmente, provoca mujeres inasibles. El final dista mucho de ser feliz tal como la comedia romántica lo exige. No se prodigan un beso ni tan siquiera un abrazo. Ella promete hacerle una tarjeta de embarque nueva y le pregunta: “¿Adónde quieres ir?. Él responde: “Adonde quieras llevarme.” Pero esa tarjeta de embarque no es la que sirve para acceder a un avión sino tan sólo un papel escrito que carece de toda validez: nuevamente se enredan en un juego que carece de toda posibilidad de concreción. Se aman, ¿quién lo duda?, pero no pueden estar juntos. ¿Por qué? ¿Es que acaso la soledad es el estado natural e inmodificable de las criaturas de Kar-wai: hombres y mujeres alejados de cualquier pretensión intelectual atravesados por dos preocupaciones: procurarse el dinero para sobrevivir y encontrar el amor que siempre les resulta esquivo?
Rodada enteramente con cámara en mano, lo que le otorga una movilidad que da lugar a un engañoso aire de aparente liviandad, Chungking Express permite constatar cómo funciona la cita en el universo fílmico de Kar-wai, nunca a través de la palabra o de afiches o de marquesinas, siempre a través de la puesta en escena. La mujer con la peluca rubia del primer episodio es un doble de la protagonista de Gloria (John Cassavetes, 1980); el maquillaje y el corte de pelo de la primera Faye son los de la Naná godardiana; el encuentro final en el Midnight Express remozado recuerda al que se producía en la blanca estación de servicio cerrando así Les Parapluies de Cherbourg (Jacques Demy, 1964), a la que también evoca en el tratamiento del color en el segundo episodio. Por su parte, el azar como elemento que conduce a los personajes por senderos que ellos no preveían remite a la obra entera del gran cineasta de Nantes.
Suerte de meditación sobre las relaciones amorosas, o mejor: sobre su imposibilidad, en el marco de los usos y costumbres de una gran ciudad en tiempos cercanos al fin de siglo, Chungking Express también vuelve evidente la intención de su autor de que la película sea explícitamente tomada como una construcción y no como un universo ficcional semejante a la vida. Por ejemplo, aunque el aspecto con el que suele presentarse en sus recitales la cantante Faye Wong nada tiene que ver con el de su personaje, que sí lleva su nombre, en la banda sonora se incluye dos veces uno de sus hits más celebrados: cuando limpia y redecora la casa del 633 y en los títulos finales marcando así, al menos para el espectador de aquellas latitudes, que está viendo a la estrella pop haciendo de moza de un bar al paso.
Siendo este film, de una sorprendente libertad en su armado, el más vital y el menos melancólico de la filmografía de Kar-wai, no por eso propone una visión esperanzada. Porque nos recuerda, insistentemente, el carácter efímero de todo aquello que nos sucede. Como dice la voz over de He Zhiwu, el policía que no nació en Hong Kong como Kar-wai: “En algún lugar todo viene con fecha de vencimiento. El pez espada se vence. La salsa de carne vence. Hasta el papel vence. Me pregunto si hay algo que no se venza”. Es 1994, el relato está abundantemente fechado, y faltan tres años para que Hong Kong deje de ser colonia del Reino Unido para pasar a ser Región Administrativa Especial de la República Popular China.
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“Hace ciento cincuenta y cinco semanas que somos socios comerciales. Hoy es la primera vez que nos sentamos juntos. Rara vez nos vemos. Apenas puedo controlar mi pasión. Los socios no deben involucrarse emocionalmente”. Tal el texto que dice una voz over masculina en el plano, virado al blanco y negro, que precede al título inicial y abre Fallen Angels (1995), el quinto largometraje de Wong Kar-wai. Está rodado con un gran angular, lente que se utilizará permanentemente durante casi todo el metraje deformando el espacio y los rostros hasta volverlos irreconocibles: el de la agente del asesino a sueldo, tan innominada como la falsa rubia contrabandista de Chungking Express, a la derecha del encuadre en primer plano y el de éste, Wong Chi-ming, a la izquierda y al fondo, tan lejano que puede llegar a pensarse que no es él, sobre todo porque el espectador lo ve por primera vez. Puede atribuirse a él la voz over, pero la imagen suscita una pregunta que no se resolverá ni en el final y que puede dar lugar a opuestas lecturas: ¿en qué momento de la historia sucede esa secuencia que sintetiza una de las líneas narrativas de la película?, ¿es anterior a todas las otras que le seguirán? Hay un solo, brillante, momento en que, más adelante, el realizador confunde pasado y presente: la visita de ella, que siempre ocurre antes, al lugar donde él deberá matar, y la de él para efectivizar los asesinatos, unidas a través de un montaje alternado. Pero acá el procedimiento es claro y, por otra parte, sirve para explicar la particular relación que los une: comparten muchos espacios pero nunca están juntos en ellos. Más aún como Faye en el largometraje anterior de Kar-wai, la agente limpia y ordena el apartamento de Wong al que a veces va, cuando está vacío, para masturbarse pensando en él.
Pero esta es una de las historias que va desplegando, alternativamente, Fallen Angels, para unirlas en el final. La otra, más larga y bañada de un humor que vela la desolación que alberga, tiene como protagonista a un joven inadaptado –¿qué no puede hablar o que no quiere?– en busca de trabajo y amor. Vive en la Mansión Chungking, el hotel donde asimismo vive la agente, y donde trabaja su padre como conserje, frecuenta el Midnight Express, se llama He Zhiwu como el policía 233 y está interpretado por el mismo actor: el cantante taiwanés-japonés Takeshi Kaneshiro cuyo personaje no parlante hace la mímica de uno de sus éxitos musicales, mientras se registra a sí mismo con una cámara de video. Estos datos permiten señalar sin lugar a dudas que si éste film nació de un episodio no rodado para Chungking Express, es éste, el que tiene a He Zhiwu como protagonista, el que está en la génesis de Fallen Angels, el otro, el del asesino a sueldo, su agente y una falsa rubia (otra) a quién llaman Blondie, es el contrapunto con aires de nuevo, de film–noir que hace que el cuarto y el quinto largometraje de Wong Kar-wai puedan verse como discursos gemelos, tal como lo escribí más arriba, sobre las relaciones amorosas, o más bien su imposibilidad, en el marco de los usos y costumbres de una gran ciudad en los años anteriores al fin de siglo donde puede llegar a pensarse, como lo hace He Zhiwu, que “el mundo es chico, la gente se cruza todo el tiempo”, pero también, como lo hace Charlie Yeung, el primer amor de He interpretado por una actriz que tiene el mismo nombre que el personaje: “En este mundo no hay milagros. ¡Ni en sueños!” Pero esta semejanza, perturbadora por momentos si se ve un film tras el otro, no disimula las diferencias entre ellos.
Salvo en el plano final donde puede adivinarse un crepúsculo matutino, todos los otros exteriores de la película son nocturnos y a las situaciones desarrolladas en interiores, cuya ubicación en el transcurrir del día es imprecisa, no llega nunca la luz natural. Es un universo de neones y lámparas de múltiples colores, que ya anticipaba, pero sólo eso, el primer episodio de Chungking..., atravesado por el humo de infinitos cigarrillos: todos los personajes fuman sin cesar aún en las situaciones menos aptas: la agente se masturba sin dejar su cigarrillo, el padre de He come una cucharada de helado y aspira una pitada, Wong se extrae una bala del brazo sin que el pitillo caiga de su boca. En este universo artificial que parece desarrollarse fuera del mundo de acuerdo a como lo representan otras películas, que se desplegaría de acuerdo a las cifras que fechan la diégesis desde fines de mayo a fines de agosto de 1995, el tiempo se comprime o se dilata desatendiendo las pautas de la narrativa habitual y de cualquiera de las múltiples formas de la verosimilitud y remarcando así que el relato es una construcción. Las escenas de violencia, las más duras que haya rodado Kar-wai pese a su evidente estilización, se suceden como ráfagas que salpican a la lente de la cámara de sangre, como pocas pero certeras cachetadas mientras que las autosatisfacciones sexuales de la agente, alguna al compás de la voz de Laurie Anderson, o la comunicación sin palabras de Charlie y He en un bar o el juego erótico de Wong y Blondie en el cuarto de ella o el ballet chaplinesco que He monta, infructuosamente, para que Charlie lo mire se prolongan mucho más allá de lo que la transmisión de información al espectador requiere, intentando provocar sensaciones, como los actores que, seguramente por marcación del director, trabajan sin inhibiciones sus cuerpos proteicos, mucho más que sus rostros generalmente despojados de expresividad, salvo el de Kaneshiro, atravesados de a ratos por la pena y de a ratos por el deseo.
Alterando el espacio y el tiempo de manera sistemática, haciendo saltar a la imagen del color al virado en blanco y negro sin que esto responda a ninguna exigencia de sentido, utilizando soportes diversos para sus planos, Kar-wai consigue su film más visceralmente pesimista donde el comienzo de amanecer, que cierra el discurso, deja en pie como únicas relaciones todavía posible para sus personajes dentro del universo diegético desarrollado, a un hombre y una mujer, He y la agente, que se han cruzado pero nunca dirigido la palabra, unidos tan sólo por el tiempo de un corto viaje en moto, o la de He y su padre muerto que se enciende en la memoria con el estímulo de las imágenes. El resto es seguir interrogando e interrogándose, probablemente con resultado vano: cuando Wong abandona a Blondie piensa: “Para ella yo sólo era una parada en el viaje de su vida. Ojalá que llegara pronto a su destino y hallara a un hombre que le gustara. Todos necesitamos un compañero. ¿Cuándo encontraría el mío?”.
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A diferencia de los largometrajes anteriores de Kar-wai con su notoria predilección por historias con numerosos personajes que interactúan entre sí, el sexto: Happy Together (1997), uno de los dos que se ha estrenado en salas de cine argentinas hasta ahora, propone claramente un personaje central, Lai Yiu–fai, con quien el espectador accede a las distintas situaciones diegéticas, salvo en cuatro momentos: la primera toma aérea de las Cataratas del Iguazú, que puede leerse como una imagen mental que le pertenece si se considera el inusual aspecto que éstas exhiben; el regreso, cerca del final, de Ho Pi-wing a la pensión de La Boca y su desgarrador llanto y la exaltación de Chang en la cima del faro del fin del mundo seguida por su última visita a Buenos Aires. Lai Yiu-fai es el centro desde el que se articulan dos historias, que nunca confluyen, igualmente importantes para la economía del film: la probable conclusión de su desesperada historia amorosa con Ho Pi-wing y la construcción de una amistad comprensiva con Chang. Aunque las voces over le pertenecen a él y a Chang, es evidente que aquella que hace avanzar la narración, a la manera de otros films de Kar-wai, es la del primero. Ho Pi-wing, una suerte de exacerbación del Yuddi de Days of Being Wild interpretado por el mismo actor, por su parte, carece de voz over y esa falta lo convierte en el personaje más lejano, un ángel caído e histérico rodeado por generosas zonas de misterio que el discurso no hace nada por develar.
Como nunca antes, la narración fecha el primer plano: los pasaportes de la pareja de amantes que abandona Hong Kong para volver a empezar en Buenos Aires son sellados un 12 de mayo de 1995 en Ezeiza. La secuencia final, el día que Lai pasa en Taipei, está doblemente marcada. Por un lado, él se dice “Vuelvo a esta punta del mundo el 20 de febrero de 1997”; por el otro, una periodista informa por la televisión que el líder chino Deng Xiao-ping ha muerto, anoche, en Beijing. (En efecto, quien había sido presidente de la Comisión Militar Central del partido (1981-1989) y del Comité Permanente del Politburó del partido (1982-1987) falleció en la China continental el 19 de febrero). Es la primera vez, no será la última, en la producción de Kar-wai que una historia intimista se cierra con un dato que remite a lo social y a lo histórico: faltan tan sólo poco más de cuatro meses para que Hong-Kong deje de ser colonia británica, lo que de por sí es ya inquietante, pero, además, el hombre fuerte de China ha desaparecido y pueden producirse nuevos rumbos políticos. Esa incertidumbre social es paralela a la que sufre individualmente Lai acerca de cómo lo recibirá su padre y cómo volverá a integrarse.
Ninguna palabra aclara el porqué de la imposibilidad de la pareja que conforman Lai y Ho, anticipada, de alguna manera, por las relaciones masculinas de As Tears Go By (entre Wah y Fly) y Days of Being Wild (entre Yuddi y Zeh). Puede pensarse que hay diferencias de clase social que dan lugar a distintas concepciones del mundo, incompatibilidades sicológicas, sensación de culpa en Lai, etc., pero estas posibilidades, apenas sugeridas, nunca se desarrollan, al contrario de la afirmación, apenas iniciado el film, de que existe un placentero entendimiento sexual entre los dos. Como ocurre con la pareja que no pueden armar Faye y el agente 633, interpretado por el mismo actor que encarna a Lai, en Chungking Express, la pasión de estos dos homosexuales autodestructivos parece estar condenada desde su inicio: cualquier roce entre ellos puede dar lugar tanto a la agresión injustificada como al estallido del deseo. Es como si en la concepción del mundo de Kar-wai, muy personal y muy enigmática, la pareja amorosa no pudiera consolidarse, quedando a cargo del imaginario de cada espectador el encontrar, si es que le interesa, las elididas causas, para nada necesarias en el momento de gozar del film.
Muy distinta es la manera en que se construye la amistad entre Lai y Chang, otro oriental desterritorializado que ingresa a la diégesis recién a los cuarenta minutos de metraje. Crecida a partir de las horas comunes del trabajo compartido, aparece como la otra cara de la relación pasional. No es casual que ya en Taipei, después de la desgarradora visita a las cataratas, Lai deje de nombrar a Ho, visite la tienda de comidas de la familia de Chang y diga: “Por fin entiendo cómo puede andar con tanta libertad. Hay un lugar donde siempre puede volver” y, al alejarse: “Al irme me llevo una foto de Chang. No sé cuando lo veré. Lo que sí sé, es que si quiero, sé donde encontrarlo”. Nada autoriza a pensar, en ese momento, que tenga consigo una foto de Ho.
Filmando en Buenos Aires, Kar-wai ha transformado a esta ciudad en una suerte de continuación del Hong Kong umbrío, por la pena y la desesperanza, de Fallen Angels, lo que emerge claramente si se ven los dos films uno tras otro y se advierte que las calles que atraviesa He Zhiwu en sus correrías nocturnas es como si se continuaran en las que transita Lai queriendo paliar su soledad, al tiempo que toma conciencia de que “Al final la gente solitaria es muy parecida”. Los otros dos escenarios argentinos elegidos: las Cataratas del Iguazú y Ushuaia, amén de algunas rutas desoladas, demuestran que en el momento de elegir locaciones se ha optado por las turísticamente más prestigiosas. Pero, claro está, acá hay una mirada que las muta con resultados sorprendentes. En sus dos apariciones, el gigantesco salto de agua, visto mayormente desde el aire, semeja una boca monstruosa capaz de hacer desaparecer al género humano, mientras que el faro, también visto desde el aire, rodeado por el vacío, puede verse como un antiguo monumento funerario que sólo es visitado por un joven chino que sostiene que se ve mejor con los oídos, para lo cual hay que cerrar los ojos como ya aconsejara Godard. Es, únicamente, en Buenos Aires donde los planos están, en su mayoría, a la altura de los ojos humanos, descubriendo así cómo los personajes están atrapados por sí mismos pero también por los laberintos que recorren en una ciudad descripta como agrietada, al borde del hundimiento.
Happy Together elige concentrarse en tan sólo tres personajes y en ese reducido territorio por el que opta se arriesga a todas las transgresiones narrativas posibles, volviendo a expandir y a sintetizar el tiempo para transmitir sensaciones y, sobre todo, lo que no es para nada usual, convierte a su infinita multiplicidad de recursos visuales y sonoros (pocas veces se ha oído un sonido tan sucio y, al mismo tiempo tan cargado de tensión dramática, pocas veces se ha visto aumentar, sin justificación diegética alguna, la iluminación de un plano para dar cuenta de la intensidad del momento) en herramientas que encuentran nuevas, inesperadas aristas a temas con tanta resonancia explotada como la soledad, la pasión y la amistad, a los que aborda con falsa inocencia, como si se discurriera sobre ellos por primera vez. Es un logro infrecuente en el cine de hoy en día donde la exploración de los sentimientos ha sido sustituida por la mostración epidérmica de sus gestos más codificados.
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Son muchos los procedimientos por los que un cineasta puede poner en evidencia su presencia en un film. En In the Mood for Love (2000), Kar-wai ya no recurre a la veloz cámara en mano con dirección incierta y detención sorpresiva, a las lentes que deforman o a la mutación del color en blanco y negro y viceversa, por citar tres procedimientos que abundan en su producción anterior. Incluso el ralentí es acá mucho más suave, como si no tratara de un recurso narrativo para distanciar los hechos sino de una posibilidad que permite mostrar mejor los movimientos de los cuerpos apretados, amordazados por las prendas que los recubren. Pero el encuadre fijo, muchas veces vacío de presencias humanas en su inicio, que genera una fuerte evidencia del fuera de campo, ese espacio esencial si de cinematógrafo se habla, es otra manera de decir que hay alguien que elige qué mostrar y qué dejar afuera. Y en este, su séptimo y último largometraje completado hasta el momento, aparece como una marca muy fuerte, junto al atiborramiento de los pocos escenarios donde espejos, muebles y cortinas, sin caer en el exceso fassbinderiano pero evocándolo, siempre agregan una dificultad nueva para visualizar a los personajes asediados por los numerosos planos detalle que mutilan a sus cuerpos. Es como si la leyenda final en mandarín, cuya enunciación corresponde al narrador (“Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo. El pasado es algo que se puede ver pero no tocar y todo cuanto ve está borroso y confuso”) expresara el criterio de puesta en escena que preside todo el film.
La trama comienza a desplegarse en Hong Kong en el año 1962 y es, otra vez, el azar el que hace que la Sra. Chan, nacida Su Li-zhen como la protagonista femenina de Days of Being Wild e interpretada por la misma actriz, y el Sr. Chow Mo-wan, alquilen habitaciones en departamentos vecinos para vivir con sus respectivos cónyuges: la crisis de viviendas ya está señalada en el film arriba citado, desarrollado en la misma década que éste, cuando Leung Fung-ying le pregunta a Yuddi si su departamento era para él solo. Pero la Sra. Chow y el Sr. Chan, a los que sólo se ve muy brevemente desde atrás, construyen una relación amorosa a espaldas de sus respectivas parejas que quedan solos sin entender cómo pasó aquello que pasó. Después de la primera, abundante comida de la Sra. Chan y el Sr. Chow juntos y también de la primera e inesperada aparición de Nat King Cole cantando en castellano desde la banda sonora, mientras ellos se alejan caminando en ralentí, ella dice: “Me pregunto cómo empezó todo...” y, acto seguido, dos veces sucesivas, representan los papeles de los desaparecidos, como si a través de la actuación pudieran dilucidar lo ocurrido, pero, asimismo, señalando por ese procedimiento uno de los puestos en juego en la construcción del film. Más tarde ella preguntará: “¿Qué estarán haciendo ahora?” y un plano anticipará un momento de los muy posteriores encuentros de los abandonados en una habitación de hotel que el Sr. Chow alquilará, aduciendo su necesidad de tranquilidad para escribir relatos de artes marciales. Dos veces más recurrirán al ensayo: una para prever la actitud que tomará la Sra. Chan cuando al fin vea a su marido (rol que juega el Sr. Chow) y la otra para estar preparados para cuando llegue el momento en que se separarán, esta vez ya interpretándose a sí mismos. Este ir de representar como imaginan actuaron los otros –cuya sombra pesa sobre ellos aún más que la de Rebeca sobre Maxim y la segunda señora de Winter– a anticipar situaciones que creen que ellos deberán atravesar, muestra como pueden, progresivamente, dejar atrás el papel de abandonados pero, paradójicamente, cuando han roto con él, sobre todo el Sr. Chow, cuando son ellos sin recurrir a ninguna máscara, no pueden constituir una pareja, y, esta vez, las explicaciones tienen que ver, en apariencia, con las presiones sociales que actúan sobre este hombre y esta mujer simples, encadenados a las tranquilas rutinas de sus ocupaciones e irresistiblemente atraídos hacia la melancolía, que pasan por la vida evitando despertar el más ligero ruido.
Cuando la acción se traslada a Singapur, en el año 1963, el relato realiza la única, y por lo tanto significativa, inversión cronológica de la película cuya justificación podría estar en el efecto que provoca en el espectador asistir primero a la consecuencia y después a la causa. El Sr. Chow se queja porque alguien ha entrado en su habitación donde atesoraba un par de chinelas que la Sra. Chan había dejado olvidadas en su cuarto de Hong Kong. Encuentra también un cigarrillo no terminado de fumar con marcas de rouge en la boquilla. Posteriormente se sabrá que la Sra. Chan se trasladó a Singapur para ver, en soledad, el cuarto donde él vive, oler la manta que cubre su lecho, recuperar sus chinelas y fumar un cigarrillo, lo que hasta ese momento no había hecho nunca en su ciudad. Desde allí le habla por teléfono al Sr. Chow a su trabajo, pero cuando él pregunta quién es ella no responde. Esta invasión inesperada de la Sra. Chan, que atenuaría su carácter de revelación de estar dispuesta cronológicamente, da cuenta de la intensidad de su sentimiento que la lleva a cometer el mismo acto que, en películas anteriores, realizaban Faye o la agente, personajes femeninos de los noventa mucho más libres que ella, pero asimismo imposibilitados de mantener una cercanía con el hombre que aman.
El espacio diegético que cierra el film, Camboya en 1966, depara sorpresas varias, tanto en el nivel del discurso como en el de la historia. Imprevisiblemente aparecen imágenes del orden de lo documental, cortando abruptamente con los muy elaborados planos del resto del film, que dan cuenta de la visita del general De Gaulle al ex protectorado francés. Como la muerte anunciada a través de la televisión de Deng Xiao-ping en Happy Together, inscribe la historia en la Historia, como, de manera menos marcada, también lo hace la decisión de la Sra. Suen, la ex casera de la Sra. Chan, de abandonar en 1966 Hong Kong, donde reina la inseguridad según ella, e irse a los EEUU al encuentro de su hija. Aunque nunca se dice, se sugiere el temor a las consecuencias de la invasión estadounidense a Vietnam que marca, como dice otro didascálico que “Esos tiempos pasaron. Todo lo que había, desapareció”. Es decir, los tiempos en que pudieron encontrarse el Sr. Chow y la Sra. Chan, los tiempos en que Kar-wai era un niño. Por eso el Sr. Chan, en otras imágenes que vuelven a sorprender por su fuerte carácter de registro de lo real, guarda su secreto, su amor, en un monasterio budista que parece deparar el abrigo discreto, ajeno a la Historia, de su historia personal, frente a los ojos de un chico que, desde las alturas, lo observa impasiblemente, como si el tiempo no existiera, se hubiera inmovilizado.
El fuera de campo, recurso privilegiado de la puesta en escena del film como ya dije, y las permanentes elipsis que a veces cuesta advertir, provocan vacíos que el espectador debe llenar. Esta tarea de agregar para poder suturar puede dar lugar a infinitas lecturas, muchas de ellas válidas. Por ejemplo la cineasta española Isabel Coixet, deteniéndose en el personaje del Sr. Ho, el jefe de la Sra. Chan que lleva una vida escindida entre la Sra. Ho y la Srta. Yu, sostiene que es a través de su contacto diario con él que ella imagina el adulterio de su esposo con la Sra. Chow. Aunque no comparto la lectura, no sé si puedo desecharla. Pero, recordando una línea de diálogo de la Sra. Chan al Sr. Ho que contesta una pregunta de éste acerca de cómo advirtió que usa una nueva corbata: “Prestando atención, las cosas se notan”, lo que podría ser un consejo acerca de cómo ver el film, me arriesgo a sugerir que el padre del hijo de la protagonista, el primer niño que aparece en la producción del cineasta, es el Sr. Chow. La última vez que un mismo plano encuadra a los dos juntos, ella dice: “No quiero volver a casa esta noche”. A menos que allí, nuevamente, sin que lo advirtamos estén representando dentro de la representación.
Epílogo provisorio
Wong Kar-wai, cerca de cumplir 44 años, está, hoy en día, en alguna etapa de la construcción de 2046, título que señala a un año y que ya anunciaba un número sobre la puerta del nuevo cuarto del Sr. Chow. Será su primer largometraje desarrollado en el futuro, esa es la fecha señalada para volver a debatir el futuro de Hong Kong, y, recién el octavo de su producción. Cabe conjeturar, por lo tanto, que su obra puede tener infinitos desvíos. Sin embargo, más allá de los tiempos en que puedan transcurrir sus próximos films, me parece que, como lo hizo hasta ahora, seguirá discurriendo, con imágenes y sonidos, acerca de un par de temas que lo obsesionan y sobre los que ha hecho girar todo su trabajo: la soledad como componente esencial de los seres humanos, los juegos del azar, el amor más como sentimiento de su imposibilidad que como concreción a través de una relación estable, el transcurrir del tiempo y las múltiples maneras en que afecta a los hombres...
A diferencia, por ejemplo, de Michelangelo Antonioni, otro preocupado por la representación del tiempo, que, a lo largo de una trayectoria ya aparentemente cerrada, fue adaptando sus inquietudes y sus preguntas de acuerdo con los desarrollos sociales, Wong Kar-wai, en once años y habiendo constituido su propia productora, Jet Tone, que ya intervino en Ashes of Time, no ha dejado de insistir, desde distintos puntos de abordaje, sobre lo mismo en un camino progresivo de despojamiento que, a medida que avanza, abre muchas más preguntas que las que contesta para llegar, hasta ahora, a su película más misteriosa. Esa abundancia de misterio, esta renuencia a afirmar certezas, y continuar abriendo interrogantes, es, por supuesto, una señal de respeto hacia el espectador. Los años, y los films, dirán si sigue en ese lugar de resistencia, el mismo que hace que siga permaneciendo en Hong Kong y haciendo las versiones originales de sus películas en mandarín o cantonés, a diferencia de tantos cineastas compatriotas suyos. Ojalá así sea.
Publicado originalmente en Otrocampo.
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