Sin palabras que puedan describirlo: epílogos y epítomes de Malle a su viaje hindú | por David Flórez

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Tras su vuelta de la India, Louis Malle se enfrascó, al menos en los intervalos que le permitía la conmoción social que supuso el 68 francés, en la selección y montaje del material que traía consigo y que habría de convertirse en el documental/mamut La India Fantasma (L’Inde Fantôme, 1969), del que ya hemos tenido oportunidad de hablar. (1)


Sin embargo, a medida que avanzaba en esta labor, acabó por darse cuenta de que había algo que no encajaba, que no podía embutirse en el documental que estaba creando sin mutilarlo, sin desvirtuar su significado. Se trataba del material que había rodado en Calcuta, una ciudad que por sí constituía un mundo aparte en la India que había visitado, tan variado, tan sorprendente y tan contradictorio como el país entero. Unas imágenes, por tanto, que merecían ser vistas y analizadas por separado, sin interferencias ni intromisiones que pudieran distraer, motivo por el que Malle decidió crear con ellas una película independiente, la Calcuta que es el motivo de este artículo.


Calcuta | Louis Malle

Algo que, dicho así, y más en estos momentos, puede producir malas vibraciones en el crítico avezado. Ya saben, la película de la serie, en resumidas cuentas, un intento de continuar el éxito de un material ya de éxito, repitiendo en la pantalla grande lo que los espectadores ven habitualmente en el salón de estar de su casa y a lo que se han acostumbrado semana tras semana, sin plantearse ya dudas críticas. Una conversión de formatos que casi obligatoriamente acaba en fracaso, mejor dicho, en desaprecio y olvido.


Sin embargo, en este caso se trata de un mismo material, el del viaje hindú de Malle, que se factura para dos medios de expresión distintos, aunque fuertemente relacionados, como son la televisión y el cine, sin que la gestación de una de las obras preceda temporalmente a la otra, ni intente aprovecharse de un éxito anterior, sino que ambos se plantean como productos radicalmente distintos, independientes, cada uno con sus objetivos y planteamientos, aunque estrechamente emparentados al mismo tiempo.


La primera diferencia que nos encontramos, obvia por lo que llevamos contado, es que no existen superposiciones entre ambas obras, la serie de TV y el largometraje. Lo que se nos cuenta, aunque se trate del mismo país, son realidades distintas. En efecto, mientras que la serie se ocupaba principalmente de la India rural, de sus aspectos más “tradicionales” y “arcaicos”, Calcuta se centra en el mundo urbano, en el país más “moderno” y “cambiante”. Por un lado, por tanto, aquella India que el turista asociaría con el “misterio” y el “exotismo”; y por otro, la India que el espectador de ahora asociaría con el “gigante económico que despierta”.


Visiones falsas, incompletas, parciales e interesadas, por supuesto, como las comillas deberían haber dejado claro, y que Malle se ocupa en desmontar y destruir, tanto en la película como en la serie de televisión. Sin embargo, antes de rascar en el significado de la obra destinada a las saldas comerciales, es preciso ahondar aún más en las diferencias entre ambos productos. Diferencias radicales de estilo, de la forma elegida para presentar la realidad filmada, casi podríamos decir que encontrada.


Calcuta | Louis Malle

La primera diferencia llamativa, el primer cultural shock, es la casi ausencia de narrador en Calcuta. Durante la serie de TV, la voz de Malle nos acompañaba permanentemente en el viaje a la India al que se nos había invitado. La realidad que contemplábamos era tan distinta a nuestro occidente, ese en el que no reparamos habitualmente, que se necesitaba un guía, alguien que pudiese explicar, poner en contexto, tornar comprensible, la realidad extraña con la que nos enfrentábamos.


No era el único papel asignado al narrador de la serie. Este, en contra de las más comunes formulaciones teóricas del documental, se convertía en protagonista, no se limitaba a ilustrar las imágenes, las comentaba e interpretaba, nos hacía participe de sus reacciones personales ante lo que veía, alternativamente de admiración y de indignación. Aquella realidad, aquellas costumbres, aquellas gentes ejercían tal  repercusión sobre el cineasta, que este no podía mantenerse callado, tenía que actuar,  manifestar su postura ante ese mundo extraño y absurdo que contemplaba, aunque ello supusiera, como digo, traicionar lo que algunos consideran la esencia del documental.


Muy distinto es el enfoque utilizado en Calcuta. Durante los primeros veinte minutos del largometraje, nadie nos explica qué es lo que estamos viendo, cómo debe interpretarse, qué representa lo que sucede para las gentes que allí aparecen, qué repercusiones tiene en su vida diaria. La cámara en esos momentos iniciales se limita a mirar, y lo hace de forma caótica, saltando de un barrio a otro de la ciudad, de un fenómeno a otro, sin aparente razón interna que ligue la secuencia de imágenes que se nos presenta, tal y como ocurre con  la ciudad real, que no es otra cosa que un amasijo de opuestos y contrarios, un monstruo de Frankenstein urbano que no debería existir, pero que aún así vive y crece incontenible. Un montaje a saltos, a hachazos podría decirse, que se reproduce asimismo en cada lugar visitado, en cada situación mostrada, puesto que en ellos la cámara se deja distraer por detalles aparentemente insignificantes, quebrando la supuesta lógica interna que la realidad observada debiera imponer al rodaje, remedando por el contrario a un visitante aburrido que dejase vagar la vista por lo que le rodea.


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Pasados esos veinte minutos, la voz de Malle vuelve, pero cuando lo hace no se pierde en las divagaciones, las largas meditaciones y digresiones que llenaban el tiempo de la serie documental. Los detalles que nos ofrece son precisos, sobrios, concisos. Esto es Esto. Eso, Eso. Aquello, Aquello. Apenas lo justo para que podamos identificar las imágenes que contemplamos, permaneciendo callado el resto del tiempo, dejando que seamos nosotros quienes saquemos nuestras propias conclusiones... si es que podemos.


¿Un retorno a ese ideal de objetividad, el del observador riguroso que intenta no perturbar el experimento que ha preparado, y que se supone la esencia del documental? Sí, podríamos responder si nos precipitásemos. No, debemos concluir, si lo meditamos un poco más. El silencio de Malle se debe a otras razones, en concreto, a no saber qué decir. La realidad de Calcuta, su variedad, el hecho de que en esa ciudad los contrarios se hallen en íntimo contacto, amalgamados, que las contradicciones convivan las unas al lado de las otras sin aniquilarse mutuamente, basta para hacer enmudecer la voz de Malle, incapaz de hallar la ley que anima y rige la ciudad visitada.


No se puede hablar, no se puede argumentar, no se puede concluir, interpretar, explicar, cuando la razón, los criterios de juicio, las herramientas metodológicas, se ven destruidos una y otra vez por la realidad que observan. Aún peor, si volvieran a construirse de nuevo volverían a ser destruidos, puesto que enseguida, de ese magma hirviente que constituye Calcuta, aparecerá un contraejemplo que demolerá nuestros sistemas de pensamiento, sean cuales sean, que mostrará cuán vanos son nuestros intentos por explicar y organizar el mundo, en realidad, un producto de nuestro propio orgullo y de nuestra inagotable soberbia.


Calcuta | Louis Malle

Porque eso, explicar el mundo y reducirlo a un sistema de razonamiento del que poder extraer leyes y normas de comportamiento, como máquina de refrescos en la que se introducen monedas, es algo que solo pueden hacer impunemente aquellos que están cómodamente repanchingados en el salón de su casa, creyendo observar el mundo a través de amplios monitores y conexiones de banda ancha. Aquellos que nunca sufrirán la injusticia fundamental del mundo que pretenden explicar, ni por supuesto las injusticias, disfrazadas de buenas intenciones presentes, de promesas sin cumplir, de paraísos futuros nunca llegados, que sus formulaciones abstractas construyen para que rijan este mundo en que vivimos.


Street

He señalado ya, en otras ocasiones, ese fenómeno que se da en llamar Cultural Shock, la crisis propia sufrida por una persona de una cultura determinada al ser repentinamente trasladada a otra cultura completamente distinta. Una fractura interna que se expresa en no saber como actuar, puesto que se ha sido despojado de los puntos de referencia que permiten escoger la norma de comportamiento apropiada  en un instante determinado.


Uno de los factores que en nosotros, occidentales, contribuye a provocar ese Cultural Shock cuando visitamos una de esas metrópolis del tercer mundo es, precisamente, la desaparición de nuestro concepto de privacidad, sustituido por el de calle. Nuestra vida, en las metrópolis postindustriales y ultratecnificadas en las que habitamos, no es otra cosa que una continua migración entre espacios cerrados, hogar, oficina, bares, grandes superficies, lugares en los que nos escondemos para desarrollar nuestras actividades cotidianas y donde no pasamos de ser, mejor dicho, donde nuestro mayor deseo es llegar a ser alguien anónimo, desconocido, que no pueda ser atrapado, definido y determinado por ese otro mundo deshumanizado y mecánico que está ahí afuera.


Calcuta | Louis Malle

Por ello, como decía, como bien muestra el documental de Malle, el primer golpe de ariete que las megalópolis del tercer mundo aplican contra nuestras defensas es precisamente el arrebatarnos nuestra privacidad, ese refugio en el que podemos y ansiamos guarecernos  en cuanto la situación viene mal dada. Fuera de Occidente, no obstante, entre la inmensa mayoría de la humanidad, lo que manda es la calle. Ese lugar donde ocurre todo a la vista de todos, donde prácticamente se nace, vive y muere, sin posibilidad de escape, sin oportunidad de esconderse.


Hablaba también de ese aparente caos en la presentación del material por parte de Malle, pero casi se podría decir que es ese caos es la mejor representación de ese magma en ebullición que constituyen las calles de Calcuta, ese ámbito donde, como digo, pobres y ricos, felicidad y miseria, riqueza y pobreza, salud y enfermedad, nacimiento y muerte se hallan en continuo y permanente contacto, de manera que es imposible dejar de ver o pretextar ignorancia sobre lo que sucede y ocurre. Se podrían dar muchos ejemplo de esa yuxtaposición, toda la película de Malle, en realidad, no es sino una meditación sobre esa humanidad que vive perennemente en la calle, sobre Calcuta como un inmenso escenario al aire libre donde se asiste a cientos de representaciones simultáneas sin conexión alguna entre ellas, pero en realidad basta con un solo ejemplo, casi al final de la obra.


Se trata de la larga sección dedicada a la vida en uno de los parques de Calcuta, en realidad un inmenso erial, pero que es utilizado por los habitantes para encontrarse, para relacionarse. Pero no nos confundamos, no entendamos esto en el sentido occidental, hacer amigos, encontrar amores, pasar un buen rato. El mismo Malle había señalado en La India Fantasma esa profundísima religiosidad de los hindúes, un concepto inusitado y ya incomprensible para nosotros, del que ese paseo por el parque se convierte en una prueba más, en un nuevo golpe de ariete a nuestras convicciones, puesto que presenciamos cómo perfectos desconocidos, llevados por su fervor religioso, se unen en ceremonias de adoración, cantando y alabando a esas potencias sobrehumanas que para nosotros no son más que ficciones, pero que para ellos viven en este mundo con nosotros, afectando a nuestras vidas y destinos.


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Subrayemos un detalle anterior, cantando y alabando. En nuestra Europa cristiana (ya poscristiana, en realidad), el sentimiento  religioso tiene bastante de fúnebre, de ceremonia donde la espontaneidad debe ser desterrada, de comportamiento sometido a reglas precisas e inquebrantables. En ese parque hindú, esa celebración alcanza pronto el grado de tumulto, de borrachera colectiva, donde los asistentes olvidan su propia identidad, lo que son en este mundo, lo que desearían ser, y se dejan arrastrar por el frenesí colectivo, perdiéndose en ese momento pasajero que parece eterno, aboliendo con su intensidad todas las miserias y desgracias cotidianas, tornándolas en fantasmas que se desvanecen.


Un modo de experimentar, de vivir, de existir que hasta hace muy poco era completamente ajeno a nuestra civilización occidental y que incluso hoy, cuando es posible encontrarlo en situaciones relativamente normales (piénsese en los cuasi éxtasis religiosos asociados a los festivales rock), no deja de estar teñido con un tono de peligro, maldad y perversión, completamente opuesto a esa celebración de la divinidad y de la humanidad, en su aspecto comunitario, que constituye la esencia del modo hindú.


Por último, podríamos preguntarnos, ese vivir en la calle, yuxtapuesto, forzados a ver y a compartir lo que sucede a los otros, ¿implica acaso una sociedad más justa, más preocupada por sus semejantes? Malle, como siempre, da una respuesta pesimista. El ser humano es capaz de acostumbrarse a todo, incluso a no ver lo que tiene delante de los ojos. No necesita contárnoslo, basta que su cámara ruede las multitudes que pueblan las estaciones y los mercados, una y otra vez, una y otra vez, hasta que acabamos por darnos cuenta de que aquello que llama nuestra atención, como occidentales enamorados del exotismo de otras culturas, no merece la menor mirada por parte de los propios habitantes, para los cuales es tan normal, tan habitual, tan perteneciente a su propia esencia como el levantarse todas las mañanas, aunque a nosotros nos repugne y nos revuelva las entrañas. Mientras otros, precisamente aquellos que tienen más medios, la capacidad y el poder de cambiar este mundo, se construirán su propio paraíso, como ocurre con la élite hindú occidentaliza, que juega tranquilamente al golf en un campo rodeado de chabolas.


Calcuta | Louis Malle

Humanity


Por supuesto, todo lo anterior podría interpretarse de distinta manera. Al fin y al cabo, enfrentados a ese mundo inmenso y poderoso, gobernado por fuerzas que no entendemos y nos superan, a las cuales no podemos combatir ni mucho menos doblegar, quizás sea mejor rendirse, abandonar toda esperanza, dejar de ver y de sentir indignación. Quizás sea mejor adoptar esa postura irónica y desapegada, tan posmoderna, tan de moda entre los que realmente saben, de forma que nuestra respuesta sea una medio sonrisa condescendiente, como cuando presenciamos en el documental cómo las monjas de Teresa de Calcuta acogen a unos pocos individuos de los miles de despojos humanos que pueblan las calles de Calcuta para alimentarles durante unos días, devolverles las fuerzas, obsequiarles con un poco de cariño. Algo que no sirve de nada, puesto que en unos días, si no han muerto en el albergue, serán devueltos a ese mismo infierno del que creyeron escapar durante un breve tiempo.


Es ese tan común: “¿lo veis?, es absurdo, no tiene sentido, no va a resolver nada, no va a servir de nada, más vale que se creen, se fomenten, se legislen...” para continuar con el recetario apolillado e inamovible de nuestra ideología favorita, sea el acumular legislación social que luego nunca es aplicada ni tomada en serio, excepto como piezas de escaparate, sea el no hacer nada, creyendo fervientemente que el azar, o el tiempo, habrán de ordenar y arreglar todo inevitable y necesariamente.


Calcuta | Louis Malle

Pero estas no son más que mis percepciones, aquellas que ya avisé habrían de filtrarse inevitablemente en esta crítica. ¿Cuáles son realmente las de Malle, ese director con una concepción ideológica muy precisa que filma una realidad opuesta a sus esperanzas? Como ya he señalado, Malle calla, abrumado por el caos sin solución, el paraíso darwinista que era (¿es?) la Calcuta de finales de los 60. Un lugar donde cualquier intento de solución es destruido y desmenuzado por la realidad presente, donde cada intento de reforma no conduce a otro resultado aparte de arrojar más combustible a esa hoguera incombustible. La sociedad donde, a pesar de todas las palabras, de todas las declaraciones, lo que reina es el desprecio de los que tienen, aunque solo sea un pelín más, por los que no tienen, unida a la profunda repulsión ante su presencia y su cercanía, no sea que sus desgracias sean transmisibles, como una enfermedad, y acaben por derribarte y condenarte.


Pero... ¿realmente calla Malle? Porque quizás podríamos concluir como lo hace el mismo Malle, justo al final de la película, cuando rueda el último círculo de los muchos círculos infernales que componen Calcuta, aquel donde habitan aquellos que son despreciados y odiados por los mismos parias, por los mismísimos leprosos. Unas gentes que se asombran de verse filmados, de encontrar piedad, de constituir una fuente de indignación. Quizás lo que cuenta es que, por una vez, esas personas sean tratadas como los seres humanos que son, como los seres humanos que habían olvidado ser. Quizás lo que importa es el acto en sí, aunque no lleve a nada ni consiga nada.


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(1) En el artículo publicado en esta misma revista.