Primera introducción
Cuando empecé a escribir estas reflexiones/divagaciones sobre los medios utilizados en el anime para expresar la emoción que conocemos como tristeza, varias ideas, no todas concordantes, vinieron a mi cabeza.
En primer lugar me acordé de la obra de Darwin que en español se titulo La Expresión de las Emociones en los animales y en el hombre (The Expression of Emotions in Animals and Man, 1872). Una obra fundacional, como tantas otras del naturalista británico, en la que se adelantaban disciplinas que sólo alcanzarían su máximo desarrollo en el siglo XX, como la etiología, dedicada al comportamiento animal, o la psicología. Un libro, en fin, que se propone definir los gestos y señales, la famosa comunicación no verbal, característicos y definitorios de nuestra especie, y en el que, con la exhaustividad tan propia de Darwin, se nos invitaba a un largo viaje por el reino animal, mostrando el modo en que cada especie señaliza a propios y extraños sus estados de ánimo, para acabar concluyendo en el ser humano, considerado como una especie animal más.
Por otra parte, dado que esta revista se propone el estudio y análisis de esa forma artística llamada cine, no pude por menos evocar los artistas del pasado, aquéllos que pertenecían a un estilo sin ser conscientes de serlo, en flagrante oposición a nuestra obsesión actual por la originalidad a toda costa. El hecho de figurar en un estilo dotaba al artista de una panoplia de recursos y técnicas que no se veía obligado a crear ex nihilo, ahorrándole así tiempo y errores, permitiendo alcanzar una maestría y seguridad poco común hoy en día, lo cual, si se unía a un artista de genio, permitía dar pasos de gigante. Una base común de símbolos y significados compartida entre artistas y espectadores, que se traducía en libros de patrones, en guías de símbolos donde se especificaba qué se debía representar para cada ocasión, según nos muestran los pocos ejemplares conservados.
No obstante, a estas alturas el lector se estará preguntando impaciente cuál es el tema de este artículo, más allá de lo indicado en su título, y qué tiene que ver la parrafada anterior con él. Obviamente estamos hablando de animación y, en concreto, de una de las tareas más difíciles de conseguir en ese ámbito y que ha dado lugar por si sola a toda una rama de especialización. Se trata de lo que en inglés se conoce como character animation, que consiste en transmitir los sentimientos de un personaje animado mediante sus expresiones y movimientos.
Una tarea ardua y difícil, casi imposible. Como todo espectador sabe, cualquier buen actor puede transmitir una variedad infinita de emociones con pequeñas variaciones de su expresión facial. Un personaje animado, por el contrario, debe ser simplificado al máximo, para que el coste de animarlo no se dispare, con el resultado indeseado de que en la transferencia se pierde gran parte de la expresividad, de la vida, que asignamos a una persona real. Si a eso unimos que el animador que se dedica a la character animation no sólo debe ser un buen animador, sino tener además el instinto propio de un actor, para saber qué expresiones deben utilizarse en qué momento, es fácil darse cuenta por qué se tiende a huir de la expresión de los sentimientos en la animación occidental, se intentan remedar con los movimientos del cuerpo, dando una incómoda sensación de hiperactividad, o se prefieren animales antropomorfizados, de los cuales el espectador espera un comportamiento específico.
Es en este momento cuando nos topamos con una tradición distinta a la occidental, el famoso anime, que parece enorgullecerse en romper las leyes no escritas de la animación, pero supuestas ciertas e inmutables en occidente. La escuela japonesa se ha especializado en representar casi exclusivamente al animal humano en sus ambientes habituales, copiando los encuadres y el montaje de las películas de personajes reales, hasta el extremo de tornarse indistinguibles. Una mímesis que utiliza una técnica contradictoria con esos propósitos, la animación limitada, de muy pocos frames por segundo y un único personaje en movimiento, que unida a un estatismo expresivo de origen tanto técnico como cultural, debería conducir a una animación tan insulsa y poco brillante como la que producía a espuertas Hanna Barbera en su época de gloria.
E pour si muove, que decía el otro amigo.
Segunda introducción
Tras esta larga y no muy apropiada introducción, parece propio entrar en materia, en el estudio de esos modos utilizados por el anime para expresar las emociones de sus personajes, pero quizás sea mejor explicar antes cuál fue la causa primera que motivó este artículo.
Se trata de la captura que sirve de introducción a esta sección. Una imagen perteneciente al episodio 12 de Ghost In the Shell: Stand Alone Complex (Kenji Kamiyama, 2002), en el que las habituales investigaciones criminales de la mayor Makoto Kusanagi por el ciberespacio le llevan a descubrir lo que no admite otra definición que la película perfecta.
Como todo espectador un poco inteligente puede adivinar, nunca se nos muestra un solo fotograma de esa cinta, lo único que queda claro son los efectos devastadores que produce su visión en aquellos que se ven expuestos a ella. Como moscas en una telaraña, quedan atrapados por ella, tan emocionados y sobrecogidos que no serán capaces de abandonar su asiento y sólo podrán verla una y otra vez.
Por alguna razón, la mayor Kusanagi consigue escapar de esa trampa y abandonar la sala de proyección. Sin embargo, no será inmune a sus efectos, y por un momento su máscara de dureza, su frialdad semejante al cuerpo artificial en el que está confinada, se quebrará y la veremos llorar incontroladamente, presa de la emoción suscitada por esa película perfecta.
No se nos revela tampoco qué recuerdos, qué experiencias han sido evocados por las imágenes que está viendo en la pantalla, lo que se sí nos muestra y que es especialmente pertinente en este estudio sobre la expresión de las emociones en el anime, es como esta demoledora transición se nos transmite con el mínimo de recursos.
Basta que una sola lágrima se deslice por el rostro inexpresivo, hermético seguro de sí mismo y sus posibilidades de la Mayor Kusanagi, para que su máscara se haga añicos ante nuestros ojos, revelando regiones de su personalidad que le suponíamos completamente ajenas. Una lágrima que desciende primero sin ser notada (¡aunque no para nosotros, los espectadores!), desencadenando una repentina reacción de sorpresa, de azoramiento, al reparar ella misma en sus debilidad, que no debería haber sucedido nunca y que no volverá a repetirse.
Ésta, como digo, fue la imagen que dio lugar a este artículo y en él analizaremos, muy brevemente y con la ayuda de ejemplos, cómo el anime es capaz de superar sus propias limitaciones, su estatismo, su inexpresividad, su necesidad de utilizar la animación limitada para reducir gastos, para conseguir poder expresar las emociones humanas más complejas y profundas y en concreto, la tristeza.
No todas las series que aparecerán aquí serán grandes obras, ni siquiera memorables, ni siquiera aquéllas que en algún momento hayan enamorado/fascinado a este comentarista; pero el hecho es que todas pertenecen a una misma escuela, un mismo estilo, y utilizan una panoplia de recursos común, de forma que incluso en las series menos logradas se filtra ese momento, ese detalle, ese giro capaz de iluminar nuestra manera de ver y de sentir.
Ocultando el rostro
He señalado como una de las características definitorios del anime es su obsesión con el ser humano, una tendencia, casi sacrílega en la animación occidental, a replicar los mismos productos que se ruedan con personajes reales, utilizando incluso las mismas posiciones de cámara, los mismos encuadres, el mismo montaje. Por esta razón la cámara del anime se centra en los rostros de los personajes animados, atento a los menores cambios que puedan traicionar su estado anímico, incluso cuando las limitaciones técnicas ya comentadas hacen poco probable conseguir ese detalle en su representación.
Teniendo en cuenta lo anterior es cuando cobra sentido una de las armas más poderosas del anime para transmitir la tristeza que embarga a sus personajes. Al seleccionar el rostro de los personajes como centro expresivo por antonomasia, el ocultarlo, bien sea porque el personaje hurte la mirada al público, bien porque la cámara se entretenga en algún elemento secundario, sea del personaje o del decorado, o bien acercando la cámara hasta casi el contacto físico, para centrarse en un detalle del rostro, provoca el mismo efecto que en la realidad: El establecimiento de un muro infranqueable entre nosotros y esa persona, impidiéndonos conocer las causas de ese retraimiento y amplificando el dolor, mediante la clara expresión de esa imposibilidad de comunicación y comprensión entre ambas partes.
Es lo que ocurre en la imagen arriba capturada, perteneciente a True Tears (Las Lágrimas Auténticas, Junji Nishimura, 2008) donde el vacío, ya sea imaginado o real, al que está siendo sometido uno de los personajes por parte de su misma familia, no sólo se expresa porque aparezca siempre en soledad, ensimismado en su trabajo frente al ordenador, sino sobre todo por las bruscas rupturas en los diálogos que mantiene con otro de los personajes, acompañadas del hurtar la mirada al que hacíamos referencia. Una retirada a un refugio interior al cual nadie puede acceder, sugiriendo un secreto inconfesable, origen de su ostracismo y al mismo tiempo máximo obstáculo para escapar de él, al impedirle obtener la confianza deseada por otras personas.
Mismo recurso que sirve de oportuno subrayado a la resolución final de uno de los episodios finales de Mushishi (Hiroshi Nagahama, 2005), en el que el cambio dramático, aunque no inesperado, que se produce en la vida de su protagonista se expresa precisamente por impedirnos la visión de su rostro, cuya expresión y exploración hasta ese instante había sido el hilo conductor de la peripecia narrada y el rasgo definitorio del personaje retratado.
Fuera de campo
El recurso anterior permite multitud de variaciones y aplicaciones, hasta tal punto que ha terminado por llegar a ser un lugar común en el anime, utilizado de manera más o menos indiscriminada, de manera que incluso en las ocasiones en que se utiliza de forma apropiada y correcta no deja de tener un aire de ya visto y repetido.
No obstante, siempre hay modos de hacer nuevo lo viejo. En las dos capturas aquí presentadas, tomadas de la serie Simoun (Junji Nishimura, 2006) lo que se nos oculta no es el sentimiento del personaje principal, sino el efecto que éste causa en un secundario. En otras palabras, no sólo se nos pide como espectadores que decodifiquemos la expresión que se nos está mostrando, sino que seamos capaces de colocarnos en el punto de vista de la persona que lo está observando, adivinemos su reacción ante la escena que presencia y la compartamos.
Un efecto que bien utilizado puede tener consecuencias realmente impresionantes, como bien puede apreciarse en ambas capturas, ambas expresiones de rechazo del personaje protagonista al secundario. La primera, negando cualquier intento de acercamiento, de implicación, ya sea física o sentimental, con el esperado efecto de amargura e impotencia en el personaje que se ve así rechazado. El segundo, sintetizado en la dura mirada de desprecio y compasión con la que se ve observado, amenaza de ruptura, sin posibilidad de reconciliación, en el caso de que se supere cierto límite.
Vacío
Volvamos nuevamente a ese recurso básico del anime, el ocultar la expresión, o mejor dicho la ruptura de la comunicación entre los personajes que habitan la pantalla y nosotros, sus espectadores. Lo que se observar en esta captura de la primera película de Kara no Kyoukai (El jardín de los pecadores, Ei Aoki, 2007) es un manera de conseguir el mismo efecto, ese foso comunicativo, con los recursos contrarios. No se nos oculta el rostro, más bien al contrario se nos ofrece sin ningún impedimento, pero en él no hay nada que ver. Ante nuestra mirada, sólo se despliega el vacío más absoluto.
Bien utilizado, como en este caso, el efecto es devastador. Al esperar que el rostro de una persona traicione sus sentimientos o al menos responda a los nuestros (o a nuestras intenciones), un rostro que sólo nos muestre el vacío no deja de provocarnos la impresión de alguien que ha sido desprovisto de su humanidad, de su aliento vital, por algún incidente externo, sirviendo por tanto de signo de la catástrofe interior que está atravesando, capaz de haberle dejado sin capacidad de reacción o respuesta, incluso las más básica. Un individuo completamente perdido en este mundo, extraviado y sin esperanzas de encontrar guía, frente al cual el espectador, sea dentro o fuera del celuloide, experimenta una especial zozobra e impotencia, al sentirse llamado a prestarle ayuda pero desconociendo cómo debe obrar, ignorante de las causas y motivos de ese hundimiento.
Un efecto que se puede apreciar también en esta captura de Eureka 7 (Tomoki Kyoda, 2005), amplificado porque en este caso ya no hay llamada de socorro en la mirada, sino la certeza de que el personaje ha transitado ya hasta ese punto en que lo único que desea es hundirse en las profundidades, desaparecer y desvanecerse, siendo ésa aniquilación lo único que aceptaría de nosotros.
Espacio
No es sólo jugando con el rostro, con lo que se muestra y con lo que no, con el efecto que produce en los espectadores ya sean externos o internos, como pueden transmitirse estos efectos de tristeza. Como muy bien saben todos los cinéfilos que se precien de serlo, el espacio, o más bien, el aire que se deja alrededor de un personaje pueden servir de muestras perfectas de su devastación emocional.
La captura incluida arriba, perteneciente a la serie Escaflowne (Kazuki Akane, 1996) es un ejemplo perfecto. Nuestra protagonista acaba de descubrir un rasgo oculto de uno de sus compañeros, capaz de llevarle a su autodestrucción, si no se le ataja. El dolor, la impotencia que siente por saberse incapaz de ayudarle, queda subrayado por la distancia que media entre nosotros y ella, una distancia que nos impide acercarnos, hablarle y consolarla. Con trasmitir la existencia de ese foso infranqueable bastaría para conseguir el efecto pretendido, pero además, el hecho de que ese personaje se encuentre en medio de la habitación, sin nada que le sirva de apoyo, nos indica también la soledad en que ha sido abandonada, su circunstancia de haber sido trasladada a un mundo extraño, de constumbres desconocidas, donde su experiencia anterior no le es de ninguna ayuda, y los caminos habituales no llevan a ningún destino.
La misma intencionalidad la encontramos en esta captura de Xam’d (Masayuki Miyaji, 2009) donde la soledad y la impotencia del personaje se ve amplificada por su necesidad imperiosa de encontrar un lugar donde apoyarse, aunque sea la fría pared del cinto médico en el que se halla, junto la semiobscuridad que le rodea y la asepsia de ese entorno sanitario en que se ve inmersa, donde claramente no habrá de encontrar el consuelo que le es necesario.
Lágrimas
Llegamos por último a lo que sería la representación más obvia de la tristeza: las lágrimas, de una fuerte connotación de debilidad e inmadurez en nuestro entorno occidental, pero no tanto en las culturas orientales.
En esas sociedades, como debería haberse intuido de los ejemplos mostrados, la expresión de los sentimientos suele hacerse de manera lateral, mediante una calculada ambigüedad que permite una vía de salida al que lo expresa, unida a un extremado pudor que sirve de disfraz de esas expresiones y que obliga a recurrir al contexto para ser capaces de decodificarlas correctamente. Curiosamente, a pesar de esa evidente reserva expresiva, en oriente, las lágrimas son un medio válido de expresión pública, aunque restringido a ocasiones muy especiales. Una de mis mayores sorpresas, siendo adolescente, fue encontrar que en los relatos de la guerra del Pacífico, los altos mandos del ejército japonés no tenían reparo en recurrir a las lágrimas durante las conferencias militares, como medio de reforzar su postura, sin que ello supusiera que se les considerase más débiles o menos hombres, sino simplemente corroboración de la importancia y la trascendencia del momento.
En cierta manera, tal es el contexto que se trasluce tras la primera captura, perteneciente de nuevo a Eureka 7. Mostrar que asistimos a un momento crucial en la vida de una persona, en concreto cuando se da cuenta, demasiado tarde, de qué era lo que realmente deseaba, provocando una explosión incontenible de emotividad que no puede traducirse de otra manera que por las lágrimas, la prueba ineludible de su pérdida y de su soledad, subrayada además por el fondo abstracto en el que se recorta su figura.
Unas explosiones emocionales que no necesitan producirse en momentos cruciales, sino que pueden ser producto del recuerdo, ya desvaído, de ese momento crucial y determinante. Ése el caso de la captura de Aoi Hana (Flores Jóvenes, Kenichi Kasai, 2009), en el que el personaje constata la imposibilidad de volver al pasado, de deshacer lo aparentemente fallido. Una manifestaciones de desaliento, casi desesperación, que no necesitan realizarse en público sino que acometen en soledad, en el tiempo destinado al descanso, y por ello son quizás más devastadoras, al tener la seguridad de que nadie habrá de acudir al rescate.
Conclusión
Como puede observarse el tema es lo suficientemente amplio como para que estas notas apresuradas apenas hayan hecho otra cosa que señalar algunas características generales de la expresión de la tristeza en el anime, como son su capacidad para hacer virtud de la necesidad, representando los sentimientos más complejos con el mínimo de recursos, y lo que es más importante, con recursos esencialmente cinematográficos, que cualquier cinéfilo es capaz de reconocer y compartir (excepto aquellos irreductibles que confundidos por la maquinaria Disney, sigan considerando que la animación no es cine).
Y quizás lo que podría ser la conclusión final, que diera pie no ya a un artículo, sino a todo un libro sobre la expresión de las emociones en el anime, sería el hecho que sólo aplicando leves variaciones, todo lo que hemos narrado puede ser utilizado para representar la emoción opuesta, la alegría, como muestran estas capturas de Dennou Coil (Mitsuo Iso, 2007).