Leí el otro día un artículo (uno de tantos) en el que un escritor, no muy conocido y algo irritado con la industria, relacionaba la publicación en papel con el ego y la codicia. La oponía, claro está, a una libre y gratuita circulación de sus propios textos por internet que, por la magia del formato pdf o del EPUB, ya prescindía e incluso carecía de todo deseo de fama y dinero. Y esa visibilidad de sus cuentos, ajena a las guarrerías tan queridas por los escritores profesionales, era mejor que la otra en alguna dimensión o aspecto que a mí se me escapó. Como si hubiera algo moral o inmoral en alguno de los sistemas de publicación, o de difusión, o de transmisión de documentos.
Ese día me hubiera gustado preguntarle al escritor desconocido que qué hay de malo en la soberbia o en la avaricia (si intentamos comprenderlos desde una mentalidad no católica, que ya hizo el trabajo por nosotros y los catalogó de "pecados capitales") y si ambas tienen alguna repercusión en el hecho de lo literario. Obviamente no le dije nada parecido (de hecho no llegué a escribir nada) pero me quedé pensando en esas y otras cuestiones, que acabaron mezclándose, de una manera muy a lo Mrs. Dalloway, con la película que veía en ese momento: Les amants de Louis Malle. Y concluí que, si bien podía estar más o menos de acuerdo con los prejuicios de ese autor invisible, al final agradecía que Malle hubiera estrenado sus filmes con todos los honores, porque me permitía reflexionar en unos términos distintos, más concretos y al mismo tiempo más interesantes que lo que hubiera podido decir el autor del artículo, cuyos cuentos no me parecieron, por lo demás, nada del otro mundo.
En Les Amants asistí a la plasmación y desarrollo de un conflicto que era algo más que eso: era, sin lugar a dudas, la expresión de un sentir y un vivir verosímiles, coherentes (dentro de su caos y dolor) con lo que entiendo como realidad y, por lo tanto, en su realismo casi extremo (aunque venga revestido de ficción) libres de prejuicios o manipulación. O, dicho de otra manera: diseñados y construidos con independencia del dinero o la fama que pudiera venir después. Con independencia del sistema.
En primer lugar, porque no encontré trazos de autor por ninguna parte; no percibí la voluntad sistemática de hacer de su material una expresión de sí mismo, sino que Malle, con una cierta humildad, logró hacer lo más difícil: que la escena y el espectador vibraran con la simple adecuación de signo y referente; que, tras ver la película, servidor sintiera que las cosas habían sido así y no podían ser de ninguna otra manera para la protagonista de la historia (una magnífica Jeanne Moreau). En segundo lugar, la película me pareció preciosa y ajena a cualquier pretensión porque, con el tiempo, los motivos que la llevaron al escándalo y al shock de las audiencias ya han dejado de ser relevantes: el desnudo y las relaciones extramatrimoniales ya no se analizan en términos de inmoralidad. Por lo tanto, lo que queda una vez extraída la pátina de conservadurismo, o la hipotética presencia de un yo creador y (de)formador, es una historia bien contada. Y ya. Pero además tan bien contada que podría pasarte a ti. Ahí yace, en mi opinión, todo su valor.
Me pareció importante resaltar estos aspectos de la obra de Malle porque, durante el visionado, no pude evitar compararla con La notte de Antonioni, también con Jeanne Moreau en el papel protagonista y de esposa aburrida. Y se me ocurrió que, si bien la Jeanne de Malle actuaba con total libertad, construyendo su vida a cada paso, sujeta a sus dudas e indecisiones y temores, hasta el punto de derramar unas lágrimas deliciosas en el punto culminante de la película, la Jeanne de Antonioni, en cambio, no solo tenía cara de palo porque lo decía el guion sino porque todo el filme quería hablar de algo: del aburrimiento, y del silencio, y de la soledad, y de esas cosas tan importantes de las que siempre habló el italiano, y ante las que la vida (y entiendo aquí por vida tanto a Jeanne como al público, y al autor del filme y del artículo, y a Monica Vitti) no puede hacer otra cosa que humillarse e inclinar su cabeza. Y en esa especie de impostura, de discurso forzado, no encontré ni una sola expresión de aburrimiento o de soledad o de silencio que no fuera un tópico, o que no se ciñera de la manera más artificial posible a lo que debería ser una representación de esos temas. En otras palabras: que el discurso autoral eclipsaba toda representación de la vida (por lo general, en mi experiencia, incomprensible e inconexa) y se aparecía ante mis ojos como cárcel y corsé antes que como una buena mímesis.
A partir de ahí pensé que La notte podía confundirse con un producto de marketing, porque había en sus encuadres y en sus personajes y en su disposición de la trama algo así como un truco, una relación directa entre el autor y la obra que, si no se convertía en premios y reconocimiento y público, por lo menos sí en rédito cultural que haría que las obras de Antonioni se analizaran del derecho y del revés porque había, tras ellas, una gran figura artística; ese gran yo que el pequeño autor del que hablé antes limitó única y peligrosamente a los medios de publicación. Había, en definitiva, un interés que superaba lo meramente artístico y cinematográfico y revelaba el cine como otro medio más a través del cual alimentar y engrandecer el ego (y el bolsillo) de uno mismo.
Lo importante, en mi opinión, no es tanto si los medios por los que recibimos las obras artísticas son buenos o malos, sino si la mímesis, si la representación del mundo que ofrece una obra, se adecúa a eso que quiere representar, o si en cambio sirve para construir un discurso ajeno a lo cinematográfico (aunque construido con elementos propios del cine) en el que alguien lucha por situarse, a golpes y a porrazos, en la historia del séptimo arte consagrado como "aquel que hizo tal cosa". Es ahí donde, creo yo, podremos rastrear si hay una voluntad real de fama y de dinero. Y, descubierto el truco, entonces ya podremos discutir libremente si está bien o mal lo que hace tal o cual director, y si nos posicionamos favorable o negativamente delante de sus malignas ansias de poder. Pero lo que me interesa recalcar es que habremos visto lo que se esconde detrás de las elecciones estéticas, y debajo de una película sobre el aburrimiento que dice poco sobre el aburrimiento y mucho sobre las nociones artísticas de un auteur.
Evidentemente, las teorías del autor de Truffaut y la Nouvelle Vague, deudoras a su vez de tantas teorías románticas y no tan románticas sobre el genio y el espíritu creador, tuvieron gran repercusión a la hora de rediseñar y reconfigurar las maneras en las que un cineasta se leía y se vendía, a sí mismo y ante los demás. Permitieron ver de otra manera el cine y sus rasgos y así convertir en dinero, o en rédito cultural, o en audiencia, o en artículos, unos elementos que en el pasado quizás no habían sido comprendidos de esa manera. En definitiva, abrió la puerta a la explotación en todos los sentidos del discurso autoral, como de hecho ya venía pasando en otras disciplinas artísticas, y allanó el camino a todos aquellos que, de manera más o menos consciente, vieron una relación directa entre el arte y la fama, entre aquello que se considera importante en el cine y el poder que se deriva de la integración de uno mismo en la élite.
Si en realidad existe algún peligro en ese deseo de fama y dinero que tanto criticó mi amigo desconocido, imagino que tendrá que ver con la violencia y el salvajismo de un capitalismo que todo lo devora y todo lo fagocita. Y no se me escapa la relación entre la figura de aquel empresario maligno y perverso que se cree con derecho a comprarlo y poseerlo todo, porque tiene el dinero y la capacidad de hacerlo, con la del artista que busca y logra el reconocimiento (y la fama y el poder) a través y en base a los discursos artísticos imperantes y el dinero que recibe a cambio. Porque en ambos casos existe una certeza entendida como absoluto de que si uno se ciñe a ciertos cánones y a ciertas prácticas puede permitírselo todo; es el totalitarismo de aquel que se cree con poder de hacerlo todo y de poseerlo todo; aquel que lo comprende todo y se sitúa por encima de todo. Y, claro está, si uno yace tan lejos del mundo y de sus múltiples realidades (como les pasa a algunos artistas, o a algunos empresarios, o alguno de estos políticos tan perversos que nos gobiernan) quizás pierda de vista esos temas tan importantes como la convivencia, el respeto a la vida ajena o la dignidad humana, todos ellos parte de un proyecto ilustrado que se desmorona con asombro y que nos mira, nos interpela, con un rostro deformado y un ojo colgando de su cuenca.
Quizás ese autor que tanto critica a la industria editorial podría escribir una contra-historia donde lo menos importante fueran los artistas y que se centrara en aquellos momentos donde el arte, en toda su milagrosa grandeza, muestra la vida en su magnitud, en su descontrol, su maravilla y su delirio. Yo estaría muy dispuesto a leerla. Y, si la intuición no me falla, creo que iría más en la línea heideggeriana de un Vattimo y su pensiero debole que en la de otros pensadores que dicen tener la verdad absoluta sobre el ser y el devenir. Sería sin duda una historia de incertidumbres, de pasos en falso. Una historia, en definitiva, sobre lo que significa e implica vivir. Y podría ser, quién sabe, el primer paso para la construcción de un nuevo sistema cultural en el que el yo no fuera el punto de partida, sino el nosotros. Un nuevo sistema cultural construido, quién sabe, sobre la comunidad y no sobre la independencia. Pero no sé yo si eso sería bueno o malo, o mejor o peor que lo que tenemos ahora. Y por el contrario sí sé que el escritor del artículo del que llevo hablando tanto rato jamás redactaría algo así, porque (¡horror!) podría interesar a alguien, y porque es muy preferible escribir sobre cosas aburridas que no llaman la atención de nadie y después quejarse de que el sistema no le hace caso. Debería decirle a ese señor que hay una relación directa entre sus quejas y la publicación libre que él defiende, porque forman parte de un mismo conjunto, y que quizás le iría bien pensar en otros términos. Pero no lo haré, porque no serviría de nada.
Y prefiero regresar a Malle. Siempre, siempre, regresar a Malle.
Twittear |
|