¿Quién necesita el cine? Apuntes sobre la obra de Nikita Mikhalkov | por Ignasi Mena

Nikita Mikhalkov | Oci Ciorne

A pesar de los premios y los éxitos de taquilla que ha cosechado con los años, la obra cinematográfica de Nikita Mikhalkov (Moscú, 1945) no me parece, en la actualidad, ni muy recordada ni excesivamente admirada. En este sentido, sus producciones más recientes, 12 (2007), una reelaboración de una película de Lumet que le mereció un León en Venecia por el conjunto de su carrera, y Quemado por el sol 2 (Утомлённые солнцем 2, 2010), secuela de su filme ganador del Oscar a la Mejor Película Extranjera en 1995, se recibieron con apatía generalizada y, salvo alguna excepción, no lograron despertar el interés de la crítica, quién sabe si debido a su calidad intrínseca o a motivos ajenos a lo cinematográfico. Parecería, en todo caso, que la propia figura de Mikhalkov ha pasado, para los expertos, a un segundo plano, o a ser considerada una reliquia de tiempos aún no muy lejanos, y con estas líneas me gustaría averiguar si tal olvido es o no es justificado. Soy muy consciente de que no poseo ni el conocimiento ni los datos suficientes como para armar un ensayo con pretensiones objetivas, así que lo que propongo en cambio es realizar un pequeño viaje desde 1973 a la actualidad que nos permita recoger, analizar y valorizar los hallazgos, las tensiones y las recurrencias de la obra firmada por Mikhalkov. Con todo, advierto desde ya que transitaremos por las distintas películas del director con la mirada puesta en el desinterés actual, en esa supuesta fecha de caducidad que le parece haber caído encima, en un intento quizás estéril de poner al día las posibles virtudes de una obra que ya no interesa a casi nadie.


Uno de los temas que recorre la entera filmografía de Mikhalkov y que constituye, a mi parecer, su columna vertebral, es el de la relación del individuo con el estado, a su vez comparable, aunque no asimilable, a la del propio director con su patria rusa (1). Claro está, dicho tema es, como objeto de análisis y de preocupación, uno de los eternos e inagotables, y es a partir de él que Mikhalkov articula la trama y los elementos que la conforman. Podría decirse, en este sentido, que otros asuntos omnipresentes los filmes del ruso (la amistad, el amor, la justicia, el racismo, la familia, el pasado o la masculinidad) aparecen como supeditados al principal, ya sea para definir o caracterizar dicha relación, ya sea para honrarla o para problematizarla; en cualquier caso, las películas del cineasta deben leerse casi siempre en términos políticos, y no habría que descartar la posibilidad de que las leyes de los respectivos gobiernos rusos, con sus regulaciones y sus imposiciones, hayan tenido su peso a la hora de expresar en cada filme un determinado pensamiento. Ahora bien, desconozco la influencia (positiva o negativa) del Kremlin de Moscú sobre la obra de Mikhalkov ni en qué medida reflejan las políticas culturales de su época; sólo puedo hacer hipótesis sobre el contenido político que expresa. Es desde esta reducida perspectiva que puedo decir que Mikhalkov suele posicionarse de parte del Estado, siempre en mayúsculas, y es en términos de virilidad, de amistad, de respeto por las tradiciones y por la familia, y de justicia, que suele construir su defensa del país y de sus leyes, aunque dicha defensa acabe perjudicando al propio hijo de la patria, como demuestra la serie Quemado por el sol. Este patriotismo suele venir acompañado de una indudable crítica al estado presente de las cosas, como apunta Birgit Beumers en su libro sobre Mikhalkov (2), pero esa crítica no será jamás radical; más bien se diría que Mikhalkov apunta hacia el problema para evidenciar la manera de corregir la situación, o para enseñar que las dificultades surgen cuando alguien se aparta de la norma. En otras palabras: cuando el cineasta opone el individuo al estado, siempre gana el estado.


Para explicar mejor este apartado, no estará de más incidir en que Mikhalkov es un actor, guionista y director que, por encima de todo, se autodirige en algunas de sus producciones. Intuyo, pues, que bajo la decisión de alzarse a sí mismo como foco de interés se ocultan pistas imprescindibles para comprender el sentido de lo que hace. No digo que siempre sea el protagonista, pero es un hecho que suele reservarse algún papel de importancia capital para la trama o para el contenido de la película, ya sea el de antagonista (Amigo entre mis enemigos/Svoy sredi chuzhikh, chuzhoy sredi svoikh, 1973), el de héroe (Quemado por el sol/Утомлённые солнцем, 1994), el de importante oficial de la nación (El barbero de Siberia/ Sibirskij tsiryulnik, 1999) o del de presidente del jurado (12). De uno u otro modo, el cineasta se posiciona en la trama para subrayar en ella los aspectos que más le interesan, y creo que es posible rastrear, aun superficialmente, cuáles son sus opiniones personales a partir de sus juegos interpretativos (con independencia de que sean hechos o no a consciencia). En el caso de Amigo entre mis enemigos, su primer largometraje como director, Mikhalkov se sitúa a sí mismo en las antípodas de aquello en lo que cree: representa el papel de un personaje solitario que no tiene en cuenta las necesidades de la comunidad y que pone en peligro el orden establecido. ¿Y quiénes son los buenos de la película? Claro está, los buenos trabajan para el Estado e intentan resolver el robo perpetrado por el personaje de Mikhalkov. Que aquí los funcionarios sean unos ineptos es un tema secundario; Beumers lo relaciona con una posible crítica del cineasta a la inactividad de la intelligentsia del momento, algo significativo aunque, como ya se ha dicho, de escasa relevancia. Lo que sí me gustaría destacar de este filme es que acaba casi como empieza: celebrando que los amigos vuelven a encontrarse y, simultáneamente, que se ha hecho justicia. Ensalzando, pues, el estado y la amistad, el orden y la comunidad, conceptos que en un periodo de treinta años poco cambiarán para Mikhalkov.


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Por otra parte, Amigo entre mis enemigos es digna de análisis porque ofrece la que quizás sea la propuesta más esteticista de su director. En ella encontramos un mejunje de estilos e influencias que llama la atención por su anarquía, que campa a su placer en todo el largometraje y cuyos aciertos, aunque subyugantes, acaban por marear y desconcertar al espectador. Uno se pregunta a qué se debe la multiplicidad de recursos con la que se construye este western, poco convencional por otra parte, y si avanzamos unos diez años en la filmografía del cineasta veremos que Mikhalkov lleva a cabo progresivamente una limpieza estilística profunda, paralela a su maduración personal, que desemboca en el particular naturalismo de Quemado por el sol. Resumiendo, Amigo entre mis enemigos es, en cuanto a concepción y en cuanto a realización, una película de juventud (Mikhalkov tenía 28 años cuando la rodó) y expresa todo el brío, la energía y el caos de esa etapa vital. Todo lo opuesto, entonces, de Quemado por el sol, considerada por muchos su obra definitiva y galardonada, como ya se ha dicho, con el Oscar a la mejor película extranjera.


Entre una y otra película transcurren veinte años y varias producciones de interés. Una de las películas más satisfactorias de esta etapa, Una pieza inacabada para piano mecánico (Neokonchennaya pyesa dlya mekhanicheskogo pianino, 1977), premiada en el Festival de San Sebastián, es una adaptación libre de una obra Chéjov (Platonov), un paso más en esa depuración estilística mencionada anteriormente y otro ataque velado a la intelligentsia. En ella Mikhalkov no tiene el papel principal, pero se muestra a sí mismo como representante de una casta social incapaz de valerse por sí misma, llena de prejuicios y de temores. La obra funciona, creo yo, porque Chéjov es aquí pieza clave: suyos son la estructura y los diálogos, y el equipo de Mikhalkov no tiene más que canalizar su creatividad a partir de ellos. Lejos de encorsetarlo, el cineasta logra que un material ajeno, y que además forma parte de la producción menos conocida del dramaturgo, cobre vida y rezume expresividad por los cuatro costados. Como bien apuntan los comentaristas y los críticos, Mikhalkov logra una de las mejores adaptaciones cinematográficas de Chéjov y además consigue darle un toque personal inconfundible e innegablemente ruso. Algo parecido podría decirse de su adaptación de la novela Oblomov de  Goncharov, titulada Unos días en la vida de Oblomov (Neskolko dney iz zhizni I.I. Oblomova, 1980) y que demuestra que Mikhalkov puede hacer buenas películas si consigue ceñirse a unas pautas impuestas por otros. Ahora bien, no hay más que poner los ojos en otra de sus adaptaciones chejovianas de los ochenta, Ojos negros (Oci ciorne, 1987), para percibir que Mikhalkov puede estar más o menos acertado en los tratamientos que da a los textos ajenos, pero que en última instancia no puede prescindir de ellos. Es un claro caso, en mi opinión, de creador atrapado en sus influencias e incapaz de encontrar su propio camino.


Detengámonos por ejemplo en esta Ojos negros, rodada en su mayor parte en Italia y protagonizada por Marcello Mastroianni. Si uno busca en Internet comentarios y críticas, sale a relucir el nombre de Federico Fellini en más de una ocasión, y aunque la relación o la influencia entre ambos directores no esté tan clara, al final hay que reconocer que sí hay un cierto aire italianista en lo rodado por Mikhalkov, hasta tal punto que el espíritu ruso de la cinta queda eclipsado o diluido entre todo lo demás. Eso no es, en sí mismo, ni bueno ni malo, pero habría que añadir que, en medio de esa indefinición digamos nacional, o referencial, empiezan ya a repetirse algunos tics que encontrábamos en las anteriores Una pieza inacabada para piano mecánico u Oblomov, como ese subrayado en la banda sonora propio del melodrama o el recurso a los efectos visuales para hacer destacar objetos o elementos que no tienen un gran peso en la trama. Nos encontramos, creo yo, ante un uso de la técnica que funciona por imitación o por repetición, con la esperanza de que dichos elementos cuajen en un discurso (de cara a la película o de cara a la filmografía de Mikhalkov) aunque, por desgracia, sin lograrlo. Ya desde esa lejana Amigo entre mis enemigos me siento ante un constante ejercicio de estilo, con personajes y situaciones que remiten a otros creadores sin que haya una voluntad unificadora tras ellos.


Nikita Mikhalkov | Slave of love

Por fortuna, Mikhalkov procede de una familia pródiga en creadores (su padre y su hermano también son o han sido directores de cine) y si hay algo que valore de todas y cada una de sus películas es su fondo profundamente humano y, sobre todo, humanista. A diferencia de otros directores rusos de su generación, que han ayudado a extender esa imagen de una Rusia de espiritualidad profunda e incorregible idealismo, Mikhalkov suele construir sus películas desde lo terrenal, desde una emocionante cotidianidad que se centra en los detalles porque, parece decir, los conoce mejor que nadie. Eso se encarna en una magnífica, magnífica, dirección de actores, que es capaz de sacar de ellos lo necesario para que brillen con luz propia y se adueñen del personaje, a veces desde el naturalismo, a veces desde la caricatura, pero siempre de la manera más pertinente (pienso sobre todo en interpretaciones del propio Mikhalkov, de Oleg Menshikov o de la hija del primero, Nadezhda Mikhalkova). Su manera de tratar la amistad, o de enfocar el amor, o de definir la masculinidad en unos términos específicos (la grandeza de espíritu), me parecen también sinceras y acertadas, esto es, con fuerza narrativa; e incluso la imagen que ofrece de la feminidad, que Mikhalkov siempre pinta como víctima de vaivenes emocionales devastadores, atrapada entre la entrega absoluta y el egoísmo, convence por lo sencillo de su planteamiento y por el modo en que se entronca con las tramas. En estos aspectos sí encuentro una sabiduría de la que vale la pena nutrirse; ahí sí percibo una voz poética, y que además se mantiene a lo largo de su filmografía, a pesar de que la necesidad incomprensible de la épica, o de lo cómico, o del virtuosismo, o de lo desmedido, a veces lleve a Mikhalkov a perder de vista esos anclajes en la realidad para perseguir discursos que quizás le queden grandes.


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La película en la que mejor se expresa su visión del mundo, y que, no por casualidad, es una gran oda a la patria Rusia y a la familia, es la premiada Quemado por el sol, verdadero compendio de todo lo que funciona y lo que no funciona en la filmografía de Mikhalkov. Cualquier obra anterior, o cualquier filme posterior (incluyendo la histérica y desmedida El barbero de Siberia) remite por activa o por pasiva a este retrato de una Rusia chejoviana, por lo tanto en vías de extinción, en la que Mikhalkov juega el papel de pater familias leal, inteligente, valiente y protector de los suyos, que disfruta de las bondades de la vida sin obviar su cara oscura, y que debe enfrentarse aquí a aquello que viene a desajustar y a destruir la vida familiar. Numerosas son las lecturas que pueden hacerse de esta saga, cuya segunda parte vio la luz en 2010, pero tampoco querría extenderme demasiado. Más allá de que incida otra vez en los temas ya tratados hasta el momento (la estructura es deudora de Chéjov; es la culminación de un proceso de simplificación estilística; Mikhalkov se presenta a sí mismo como la encarnación de los valores que todo ruso, y por lo tanto todo ciudadano ruso debería tener; hay una imagen positiva del Estado, no así de sus miembros directivos;  el amor y la amistad, o sus contrarios, aparecen como fuerzas devastadoras capaces de pervertir el ideal de estado o de familia; etc.), y entendiéndola sobre todo una especie de summa de la obra de Mikhalkov (quizás sea su película más sentida, o más humana, o más sincera, y en la que se retrata mejor lo que significa el Nikita Mikhalkov hombre para sí mismo, o que muestra la imagen que Mikhalkov querría dejar de sí mismo para la posteridad)… es también un filme mediocre, que pasa desapercibido, que no acaba de estar bien resuelto, que huele a contención impostada y que fracasa a la hora de aportar algo nuevo. Digamos que, como película, tiene los aciertos necesarios para convencer a un jurado de que vale la pena premiarla y, por lo tanto, para ganar un Oscar, pero como expresión absoluta y definitiva de un creador de primera categoría se queda corta. (Es algo que también sentí, por ejemplo, con el Ulysses de Angelopoulos: ambas son obras que subyugan por lo que hay de erróneo en ellas, por ese aire de posibilidad desaprovechada -que quizás nunca existió- y que, a pesar de lo ambicioso o lo rico de su planteamiento, acaba poniendo a los directores en su lugar correspondiente). Desde este punto de vista, entonces, no deja de ser irónico que cuando el gran hombre Mikhalkov consigue expresar todo lo que es, todo lo que querría ser, y todas las cosas que admira y disfruta en este mundo - sobre todo de su hija, protagonista casi absoluta de la película- demuestre con mayor claridad que como cineasta no está a la altura de las circunstancias. Lo cual, por otra parte, no deja de ser envidiable: ¿quién necesita el cine, si lo tiene todo?


Nikita Mikhalkov | Unfinished piece for player piano

Después de Quemado por el sol vendría la desquiciada El barbero de Siberia, ambiciosa en cuanto a planteamiento y más infantil que nunca en su realización, y en la que se quiere recuperar el aire de novela rusa bigger than life sin resultados destacables; y más tarde esa adaptación de los 12 Hombres sin Piedad de Lumet de la que ya he hablado antes, que más allá de experimentar con una estética contemporánea y de renovar viejos planteamientos no ofrece demasiado. En dichas producciones, muy distintas entre sí, no puedo evitar sentir que el impulso creativo de Mikhalkov está en horas bajas, quizás agotado o agotándose, y eso coincide con que en ambas el cineasta se propone a sí mismo como perfecto representante del estado ideal, no ya inmerso en la acción narrativa sino como espectador lejano, que apenas hará otra cosa que enaltecer brevemente la nación (El barbero de Siberia) o poner las bases para una mejor vida en comunidad (12, al inicio y al final). No dejan de parecerme abstracciones propias de quien ya lo ha dicho todo, prácticamente, y de quien sabe que ya no dispone de muchas cartas en la manga para seducir al público. La existencia de Quemado por el sol 2, película que aún no he tenido ocasión de ver, me parece una heroicidad, quizás porque es la confirmación de que Mikhalkov no ha sido capaz de regenerar su fantasía, o de que vive o ha vivido de rentas en cuanto a su creatividad durante mucho tiempo, y de que a pesar de todo sigue luchando por agarrarse a un mundo que poco a poco lo va borrando de su memoria.


Si, tras este pequeño viaje por la filmografía de Mikhalkov, me mandaran definirla con una sola frase, diría que es la pequeña obra de un gran hombre. En ella resuenan grandes pensamientos, grandes ideales, y encontramos ecos de esa gran patria Rusa que tanto bueno (y tanto malo) ha acabado por dar al mundo y a la cultura. Ahora bien, si tuviera que decir si la obra de Mikhalkov pasará a la historia, respondería que no soy nadie para juzgarlo, y que el tiempo, como siempre, pondrá a cada uno en su lugar.



Ignasi Mena



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(1) Creo que es necesario apuntar que, aunque muchas de sus películas sean adaptaciones de obras literarias y cinematográficas anteriores, y a pesar de haber colaborado con muchos guionistas a lo largo de los años, Mikhalkov suele estar en la base de todas y cada una de sus producciones, y por eso me tomo la libertad de poner en relación el material fílmico con una supuesta expresión biográfica o personal de la experiencia de su director.


(2) BEUMERS, Birgit. Nikita Mikhalkov: The Filmmaker's Companion. London: I. B. Tauris, 2005

Nikita Mikhalkov
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