“La vida es un movimiento tumultuoso que no cesa de atraer hacia sí la explosión”.
Georges Bataille (El erotismo)
Un hombre (he de aclarar que no se llama James y que no es amigo de Alfred) se rompe una pierna en circunstancias que no son de nuestra incumbencia. El médico le receta reposo absoluto: pierna en alto durante al menos cuatro semanas. Este hombre no tiene afición alguna de provecho que pueda desarrollar enclaustrado en su inmueble. No lee, no escucha la radio, no tiene conexión de banda ancha, no ve la televisión ni tampoco le gusta el fútbol; ni siquiera practica la calceta… Así que para rellenar su tiempo se pasa las horas oteando el horizonte urbano. Prismáticos en ristre, se arma de paciencia y escudriña la jungla de asfalto desde la ventana de su ático. Apunta el objetivo al azar y barre la avenida de arriba abajo y de izquierda a derecha. He aquí lo que ve: un obrero saliendo de una alcantarilla, una monja abrazada a un catecismo, una solterona estampada de lunares paseando su yorki, un colegial masticando chicle, una ama de casa sacudiendo la alfombra en el balcón… Nada del otro jueves.
De repente, una imagen capta poderosamente su atención: un hombre con bigote. Un puñetazo en la boca del estómago y un apretón en los testículos en forma de descarga eléctrica, de premonición incierta, le dicen al unísono que en ese bigote hay gato encerrado. Su apariencia es normal, sin embargo… Aplica el aumento de la lente y aprecia algunos detalles: descubre que no se trata de un bigote común, del tipo “corto”, sino más bien de un híbrido entre el “húngaro” y el “revolucionario”, muy poco frecuentes por aquellas latitudes. Observa que las puntas se arquean hacia abajo, al contrario que lo habitual en este tipo de bigotes y, más importante aún, el cepillo capilar está jalonado a intervalos regulares por tres franjas verticales plateadas. Nuestro convaleciente pasa los siguientes veinte minutos cavilando sobre el mundo de los bigotes: Nietzsche, Dalí, Fidel Castro, Groucho Marx, Tom Selleck, Calderé, gomina, cunnilingus, sopa con fideos, “bei Gott”… Absorto, embebido, borracho de profunda meditación, agarra los prismáticos y da un nuevo barrido. Un segundo bigote aparece en escena: en esta ocasión se trata de un “imperial” arqueado hacia abajo en forma de media luna, muy similar al primero. Por si fuera poco, los trazos plateados se repiten en él, como si reflejaran (y multiplicaran) la imagen del Primer Bigote. El escayolado se interroga acerca del significado de aquella coincidencia. Coge su libreta de apuntes (todo observador de lo cotidiano tienen una) y empieza a garabatear. Apunta ideas, dibuja bocetos, traza flechas, elabora diagramas, arma esquemas… Exhausto, levanta la cabeza unos segundos del papel y, como si presintiera que está a punto de ocurrir algo inaudito, dibuja un tercer barrido. Esta vez, no uno, sino dos bigotes, le asaltan al otro lado de las lentes. El de la izquierda, más alto, es una combinación del “inglés” y del “mosquetero”, de puntas rectas y cruzado horizontalmente por una veta rojiza. El de la derecha, más bajo, podría clasificarse dentro del tipo “estilo libre”. Este último carece de franjas plateadas, de hecho, todo él constituye una sola, se trata de un formidable bigote senil.
Nuestro observador, convertido ya en un antropólogo de campo, está convencido de que hay una relación estrecha y profunda entre los cuatro bigotes, aunque está lejos aún de descifrarla. Prepara una cafetera de dos litros, enciende el brasero y, al amparo de una vela que se consume mientras la ciudad duerme, se dispone a elaborar La Teoría del Bigote Total.
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Borges dejó escrito en algún lugar que los movimientos literarios crean sus propios antecedentes. No sabía que en el terreno del arte la crítica acabaría por desbordar el objeto de su discurso; y así, Foucault comenzó uno de sus textos que no hablaba de Borges ni tampoco de su obra con una cita de Pierre Menard. Desde entonces, cada vez que alguien escribe sobre Tarkovsky, intenta ser más sofisticado que el propio Tarkovsky. Esa pluma amiga disfrazada de venablo presiente que no estará a la altura de no hacerlo así. Mediante la prosa, el artista y su obra son trascendidos a la categoría de místicos; el crítico y la suya, a la de intelectual abstracto. El discurso prevalece sobre lo discursado (sic), y el crítico sobre el criticado. Por esa razón, los movimientos ya no necesitan remontar las raíces de una falsa genealogía mítica en busca de un patriarca. Ya se encargan las plumas y los teclados de otros, resolviendo orfandades y desenterrando parentescos, a cual más sospechoso.
James Quandt publicó en dos mil cuatro un artículo titulado “Flesh & blood: sex and violence in recent French cinema” (1). En él acuñó con fortuna la expresión que da nombre a este artículo: New French Extremism o New French Extremity (“NFE” en adelante). Mediante ella, se refería un número de películas francesas de la pasada década que presentan un denominador común según su criterio:
“Imágenes y temas propios del cine gore, del explotation y del porno, violaciones en grupo, bashings (ataque violento contra alguien), acuchillamientos, cegamientos (blindings), vulvas, erecciones, canibalismo, sadomasoquismo e incesto, sexo duro, fist fucking, y chorros de esperma y vísceras”.
Se pregunta el autor si la nueva ola de cine francés guarda alguna relación con la tradición francesa del film maudit (y, al hacerlo, describe un arco que arranca en el Surrealismo y alcanza más allá de Godard y de Zulawski); o simplemente si asistimos a un discurso cinematográfico que hace de la pataleta y de las tácticas de choque (“shock tactics”) su verdadera raison d´etre.
El artículo es una diatriba en toda regla que vacila entre el ataque furibundo y descarnado y el elogio condescendiente; es, más que eso, una nueva Teoría del Bigote Total. Desconocemos si James Quandt conoce personalmente al protagonista del relato que encabeza este texto. Tenemos, por el contrario, la certeza de que allí donde el escayolado vio bigotes, él vio carne y sangre, como reza el título de su artículo; allí donde el antropólogo advirtió trazos plateados, él vio sexo y violencia, y que, cuando su mente analítica estableció una conexión entre los conceptos “cine”, “Francia”, “erotismo” y “violencia”, desplegó de inmediato una miríada de asociaciones mundanas, del mismo modo que nuestro primer héroe hizo con el mundo de los bigotes: Sade, Bataille, Godard, Franju, surrealismo, Borowczyk, enfant terrible...
A menudo las taxonomías son un esfuerzo loable pero efímero. Resultan inútiles además de engañosas cuando se someten al capricho de la percepción y al deseo censurable de acotar todo aquello que brota de la imaginación del hombre. El escayolado creyó ver una conjura de bigotes paseando a lo largo de la avenida donde tenía situado su puesto de observación. Se empeñó en profundizar en las dudosas similitudes que a su juicio presentaban los bigotes entre sí, y pasó por alto las diferencias, que eran evidentes y superiores en número, además de insuperables. Obsesionado como estaba en descubrir al mundo una conjura audaz pero inexistente que solo él podía airear, endeudó su tiempo, su intelecto y su salud para elaborar la Teoría del Bigote Total. Del mismo modo, aunque a escala reducida y menos ambiciosa, actuó James Quandt al acuñar el NFE. Un empeño como tantos otros de dotar de un cuerpo físico, en tanto que delimitable y cognoscible, a esa jauría de películas francófonas que arrasan los festivales acuchillando pupilas y taladrando tímpanos. Ante el empuje de toneladas de sexo y violencia, alguien se vio en la necesidad (y en la obligación moral del observador, en este caso el crítico de cine) de darle un nombre a la bestia para poder acecharla, cazarla y amarrarla a la mesa de disección del discurso crítico.
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"- ¿Te excita?
- En realidad no. Me fascina.
- ¿Te gusta esa sensación?
- Sí, mucho. ¿A ti no?"
Demonlover (Olivier Assayas, 2002)
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En Brutal intimacy. Analyzing Contemporary French Cinema (2), Tim Palmer escribe lo siguiente:
“Desde los cincuenta la figura del cineasta debutante, generalmente joven, se ha convertido en una constante institucional en el cine francés, esencial tanto para su identidad nacional como internacional”.
Más adelante, subraya el papel de los escritores que integraban el Cahiers du cinéma en la aparición de nuevas tendencias en el cine francés:
“Como grupo, la cohorte del Cahiers y sus acólitos equilibraron la ruptura con el pasado que ellos mismos encarnaban, al irrumpir con brusquedad, como intrusos ajenos a la corrupción de una profesión anticuada, reinventando el medio desde perspectivas más heterodoxas, personales y, sobre todo, juveniles. Tal fue el atractivo de este paradigma de la Nueva Ola – cine joven, tan rebelde y librepensador como moderno- que se convirtió en la marca de fábrica definitiva del cine francés de cara al exterior. Hoy en día, el trabajo de los debutantes contemporáneos continúa rindiendo homenaje al legado de los debut históricos de aquel periodo, como El silencio del mar (Jean-Pierre Melville, 1949), La Pointe-Courte (1954) de Agnès Varda, y sus más famosos descendientes, Al final de la escapada y Los 400 golpes (1959)”.
En la línea de los cineastas debutantes en Francia, continúa:
“(…) El premio César al debutante es solo una parte de una constelación de eventos cinematográficos franceses que favorecen y honran al recién llegado. Entre ellos destaca el Premio Jean Vigo, un prestigioso galardón a la originalidad y excelencia artística, que desde 1951 ha sido concedido principalmente a autores primerizos”
Y más adelante:
“Por lo visto hasta ahora, el fenómeno del cine joven francés y, específicamente, el contingente formado por películas dirigidas y estrenadas por debutantes, es de vital importancia para la valoración del cine francés contemporáneo”.
Todas estas afirmaciones han llevado a los pigmeos que escriben este texto a bocados a diseñar una expresión que no le vaya a la zaga a la concebida por James Quandt: El síndrome de los 400 golpes. Dicho síndrome consiste en ese impulso irrefrenable, exhibicionista, de los cineastas del NFE, debutantes, o quasi primerizos en su mayoría, de irrumpir de una patada en la puerta en la escena cinematográfica actual; de hacer valer la arrogancia y el arrojo de la juventud; de violentar los cánones y despellejar los manuales; del desdén absoluto por los decálogos; y de estampar una verdad puntiaguda y travesera contra el ojo tembloroso y aburguesado del espectador medio, tal y como en su día soñó la Nouvelle Vague. Palmer destaca la honestidad canalla (“delinquent frankness”) de la película de Truffaut, y lo explica de este modo:
“Con su estilo alegremente radical así como su mensaje a favor de la juventud, el debut de Truffaut creó un modelo factible al que las nuevas generaciones de cineastas franceses siguen prestando atención”.
Síndrome de los 400 golpes: persiguiendo la estela de la película de Truffaut, los cineastas del NFE aspiran a ser modernos enfants terribles apaleados.
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"¿Quiénes son estos, llegados del norte, del confín, de las tierras sin luz ni frutos (…) llegados en tropel para robar y maltratar, más numerosos que las langostas, más rápidos que los lobos de la noche sobre sus bestias oscuras?"
Horizontes lejanos (Santiago Valenzuela).
LECTOR: ¿Quiénes son estos del NFE?
DÉTOUR: Eso depende. Muchos o muy pocos, según el crítico de turno. Hay tres directores constantes: Philippe Grandrieux, Bruno Dumont y Gaspar Noé.
L: Espera… El último me suena. ¿No es el de…?
D: Irreversible.
L: ¡Esa! La de la violación de diez minutos rodada en un plano fijo con Monica Bellucci. Pero, ¿y los otros?
D: Grandrieux ha ganado cierta fama por hacer películas incomprensibles, impregnadas de una atmósfera enfermiza. Los más listos de la clase se empeñan en relacionarlo con Stan Brakhage, pero su deuda con David Lynch es mucho mayor y más evidente; de hecho, Carretera Perdida y Sombre quedan a menudo para almorzar y atropellar prostitutas y viejas desdentadas. Grandrieux es pretencioso hasta decir basta, pero tiene un don especial para generar escenas de mal rollo sin ser demasiado explícito. Su sentido de la elipsis tampoco es desdeñable. A veces llega a alcanzar preciosos momentos de eso que los listillos llaman “lirismo” o “poesía visual”.
L: ¿Y el otro?
D: ¿Dumont? Es el peor de todos. Es un filósofo metido a cineasta con todo lo que eso conlleva. ¡Imagínate! Despertó ciertas expectativas en el panorama francés con sus primeros trabajos. “El nuevo Bresson”, lo apodaron. Con Twentynine Palms, se distanció de sus dos primeros trabajos, y de paso generó un discreto escándalo por la violencia y la resolución del relato. Es, ante todo, un charlatán que pretende convencer al espectador, y al crítico, de que el silencio es tan complejo y difícil de elaborar como un discurso rico en metáforas y figuras del lenguaje; que entre una página de Horacio o de Séneca y otra en blanco no hay diferencia alguna, y que ambas son igual de sublimes si el lector (espectador en nuestro caso) sabe percibir la belleza y la complejidad de ambas. Con frecuencia es difícil distinguir el silencio generado por el astuto de aquel que proviene del idiota. Dumont juega con esa baza, construye historias huecas, pero se apoya en una serie de triquiñuelas para hacer creer al espectador que están cargadas de un sentido oculto, solo accesible a los corazones más sensibles.
L: Eso está muy bien, pero… ¿Y los demás?
D: Hay una segunda avanzadilla que ha concitado los intereses del mundillo crítico. François Ozon es un director de sobra conocido en los círculos culturetas. Oscila entre lo simplón (Les amants criminels), lo agresivo (Regarde la mere) y lo insulso a secas (Sous le sable). Catherine Breillat se mueve entre la ínfula “pesudointelecual-feminista-batailliana-nouvellevagueña-existencialista-pretenciosa-insoportable-antiburguesada” de Romance X y Panorama of Hell, y ese drama adolescente brillantemente escrito que es À Ma Soeur!.
L: Desconfío, pero tomo nota… ¿Algo más?
D: Sí, Marina de Van, y carros y carretas de sexo gratuito, violencia gratuita, zooms gratuitos, zumbidos de balde, gritos en balde, movimientos de cámara gratuitos… Pero como no quiero parecer cruel y a disgusto con todo, voy a recomendarte algunos títulos… Al final de este artículo.
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"La flagelación procuraría la sensación de un cuerpo diferente."
Élisabeth Roudinesco, a propósito de los castigos físicos auto infligidos por los mártires medievales (Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos).
Hablaré del self-harm. Prefiero evitar el equivalente castellano, “autolisis” o “conducta autolítica”, porque el término inglés es más preciso y está mejor acotado. Se denomina de esta manera a la conducta que consiste en producir dolor, ya sea en forma de heridas o de lesiones, en el propio cuerpo de forma controlada. Es un trastorno del comportamiento que se registra principalmente en personas jóvenes, y dentro de este sector, más en mujeres que en hombres; es, también, una práctica relativamente habitual entre la población penitenciaria. Sus manifestaciones más frecuentes son los cortes, las quemaduras, golpearse con o arrojarse contra objetos/mobiliario, arañazos, tricotilomanía (acción de arrancarse pelo o vello de distintas zonas del cuerpo), impedir que las heridas sanen, ingerir sustancias tóxicas, consumo compulsivo de alcohol…
Al contrario de lo que comúnmente se piensa, las personas que padecen este trastorno no lo hacen guiados por impulsos suicidas, puesto que el objetivo consiste en producir una cantidad de dolor que se pueda controlar por aquel que se lo inflige. Tampoco es una forma de llamar la atención, ya que la mayoría de las heridas se producen en zonas poco visibles.
Como en todo lo que concierne a la psique, resulta difícil encontrar una causa objetiva. Se trata de un trastorno que se somatiza con gran agresividad. Suele producirse cuando el individuo pasa por un periodo de máxima presión, por una acumulación de problemas que pueden parecer insalvables, por la incapacidad de manejar y de expresar los propios sentimientos, o cuando se tiene la sensación de que todo cuanto nos rodea escapa a nuestro control. Cuando el dolor alcanza tal magnitud que no se encuentra la forma adecuada de expresarlo mediante las palabras, se recurre al self-harm. Mediante las acciones enumeradas más arriba, es posible producir y controlar, no solo la cantidad de dolor que nace de nuestra mano, sino también la reacción del propio cuerpo:
“Expresa un dolor emocional y unos sentimientos que soy incapaz de transmitir con palabras”; “Es una forma de controlar mi cuerpo, ya que no soy capaz de controlar nada más en mi vida”; “Siento alivio y menos ansiedad después de cortarme. El dolor emocional se disuelve lentamente en el dolor físico”. (3)
Cada vez que hago un repaso mentalmente el NFE, no puedo evitar pensar en el self-harm. De hecho, una de sus mejores películas, aborda el tema de forma contundente y dolorosamente explícita. En Dans Ma Peau (2002), escrita, dirigida y protagonizada por Marina de Van, un nombre a tener en cuenta, una mujer se produce una herida accidentalmente en una pierna, y a partir de ese momento comienza una exploración del efecto del dolor sobre su propio cuerpo. Esta nueva conducta se revela, además, como la forma de más eficaz de afrontar sus problemas y liberarse de la presión de su vida diaria. La propia autora lo expresa mejor:
“(…) privilegiar el ojo y la mente… Entrar en las percepciones y emociones de Esther [la protagonista] para crear una asociación más profunda con experiencia íntima y sensorial” (Palmer, p.87)
El dolor físico -como prolongación del psíquico- desborda cada uno de los fotogramas del NFE; ya sea manifestándose en situaciones cotidianas (Dans ma peau), impostado como relato de terror (À l'intérieur)de tormento místico(Martyrs), a través del coito salvaje y violento (Irreversible, Trouble Every Day), de la agresión (Seul contre tous), de la iniciación sexual (À ma soeur!), de la mutilación (Tiresia)…Todo crece y se expande bajo el signo del dolor. Cada película es un tornillo incrustado sin anestesia en la sien del espectador. Apelando a nuestro instinto animal, nos envían un mensaje limpio de ambigüedades: vivimos en un mundo edificado sobre los cimientos del dolor y sus múltiples manifestaciones -el miedo, la inseguridad, la angustia-: “La voluntad de destruir al otro y destruirse a sí mismos en un desbordamiento de los sentidos. La naturaleza en el sentido sadiano es criminal, pasional, excesiva, y la mejor manera de servirla consiste en seguir su ejemplo” (4).
Continuamente nos confrontan con personajes indeseables, repugnantes, excesivos, incapaces de manejar sus emociones y las circunstancias que los acosan, del todo adversas, castrados emocionales, con “una trágica imposibilidad de expresarse” (5). He aquí el elenco: carniceros, prostitutas, transexuales, pervertidos, asesinos en serie, esquizofrénicos, violadores, curas locos, eyaculadores, torturadores, bestias humanas; y también sus respectivas contrapartidas: los violados, los apaleados, los mutilados, los sodomizados, los cegados, los devorados, los despellejados…
Tengamos por cierto que este método de contar (seamos precisos), de mostrar historias, constituye una agresión en toda regla a la audiencia, que, desprevenida, se imagina cómodamente arrellanada en su butaca, dispuesta a consumir pasivamente una ficción que en ningún momento amenaza con alcanzar su vida, aquello que deja fuera al entrar y que recupera al salir de la sala. Los pigmeos valoramos este caudal desbordado de violencia como un intento de romper la cuarta pared, de salpicar al espectador y atenazarle el gaznate con zarpa de acero: “La perversión también implica creatividad, superación, grandeza. En este sentido, puede entenderse como el acceso a la libertad más elevada” (Roudinesco, p.13).
Se trata de materializar un dolor ante el que las palabras se quedan cortas; ante el cual la imagen domesticada -la previsible, en tanto que anticipada-, también vacía, debe aspirar a ser algo más valioso, imagen violenta, tan primaria como intuitiva y, a la vez, abstracta (pensemos aquí en el untutored eye de Brakhage). Se trata, según Palmer, de partir de la “imagen como materia prima, resaltando la importancia de los colores y del sonido, recurriendo a la narración fragmentada, entendiendo el cine como una violenta experiencia de lo extremo”.
Aquello que no se puede expresar mediante el lenguaje cotidiano –ya sea verbal o visual-, se canaliza a través de imágenes de gran violencia –que, en cierto modo, actúan como agentes del extrañamiento, desplazando los objetos de su lugar cotidiano, memorizado, automatizado y, como consecuencia, vulgarizado por nuestra percepción -. Aquellas que en lugar de apelar a la compresión, reclaman la emoción, todo lo que brota del bajo vientre y que no es cuantificable ni reductible a un código. Así lo explica Claire Denis (Trouble every day): “Se trata de explorar un diseño formal con el cual nadie está familiarizado, la propia película ofrece una especie de inmersión en el diseño estético, y nos conduce hacia un lugar más profundo y misterioso” (Palmer, p. 78); y, de una forma más sencilla: “el cine es ante todo imágenes y sonido” (Palmer, 80). No sé si sería desacertado calificar esta actitud como una erótica del arte, en el sentido que le da Susan Sontag.
Enlazamos con aquella “sinceridad canalla” de la que hablábamos en relación al debut cinematográfico de Truffaut. Una obra que hable a la cara, con franqueza y sin tapujos, y que no tema mostrar el dolor sin fórmulas edulcoradas. Una protesta; difícil saber contra qué o quién, pero una protesta, un quejido, un lamento cinematográfico; otra forma de expresar el dolor sin ser demasiado explícito en cuanto a su origen, pero demoledoramente frontal en cuanto a su efecto: self-harm.
* * *
"- ¿Cómo fue dar a luz?
- Genial.
- ¿No te dolió?
- Por supuesto.
- ¿Te pusieron la epidural?
- No.
- ¿Por qué no?
- Era mi primera vez. Quería experimentar el dolor, saber lo que se siente.
- ¿Te gustó?
- Creo que sí.
- ¿Te hicieron la episotomía?
- ¿Por qué lo preguntas?
- Por nada. Por curiosidad.
- No fue necesario. Me desgarré de forma natural.
- ¿De dónde a dónde?
- Un poco por todos lados.
- ¿Hasta el ano? Algunas se cagan por el coño después del parto.
- No lo había oído nunca.
- Claro que sí. Si la pared entre el ano y la vagina se desgarra se puede infectar. ¿Te cosieron? ¿Cagaste durante el parto?
- Si sigues haciendo esas preguntas nunca tendrás un hijo.
- Ya tuve uno.
- ¿Tú? ¿Dónde está?
- Muerto."
Regarde la mere (Francois Ozon, 2008)
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"Con su actividad, el hombre edificó el mundo racional, pero sigue subsistiendo en él un fondo de violencia. La naturaleza misma es violenta y, por más razonables que seamos ahora, puede volver a dominarnos una violencia que ya no es la natural, sino la de un ser razonable que intentó obedecer, pero que sucumbe al impulso que en sí mismo no puede reducir a la razón."
George Bataille (El erotismo).
Interior. Un baño. Una mujer vestida con un camisón blanco, pelo recogido, desliza un trozo de cristal entre sus muslos y se mutila. Se cubre, sale del baño y entra en el dormitorio, donde la espera sentado su marido, enfrascado en la lectura. La mujer se tumba en la cama. El hombre se levanta y se acerca, listo para el lance sexual. En ese momento, contempla horrorizado la visión de su esposa, postrada en la cama, exhibiendo libidinosamente sus muslos ensangrentados. Desliza la mano entre las piernas, y la restriega contra su cara, embadurnándola de rojo, al tiempo que lanza una mirada de desafío a su marido.
La escena pertenece a Gritos y susurros (1972), de Ingmar Bergman. Con ella y con otras tantas que aquí han de quedar fuera de plano, el director sueco se adelanta y empequeñece la violencia doméstica de Haneke (La pianista); de paso, convierte, con toda la película, a Lars von Trier en un pigmeo sin imaginación, en un simple plagiador siempre a la sombra del maestro.
Volvamos a Brutal Intimacy. El segundo capítulo está dedicado a lo que el autor ha tenido bien llamar el cinéma du corps, que retrata de la siguiente manera:
“Integran este cinéma du corps películas de arte y ensayo y thrillers con características concienzudamente desconcertantes: encuentros físicos desapasionados, en ocasiones con sexo explícito incluido; el deseo carnal personificado con crudeza por actores o incluso por intérpretes no profesionales; la intimidad descrita como algo esencialmente agresivo, desprovista de romanticismo, carente de ternura o de empatía; y unas relaciones sociales que se desintegran como consecuencia de la violencia descrita”.
Por la descripción, queda claro que estamos ante el NFE bajo otra nomenclatura. Tim Palmer también aporta su pequeño granito de arena a aquello que Borges refirió como antecedentes y nosotros como el árbol genealógico, el Yggdrasil del arte; y así, califica este cinéma du corps como:
“El trabajo de puristas cinéfilos [purist cinephiles, el sintagma no tiene desperdicio], cine y arte contemporáneo unidos”.
Continúa dando claves para la correcta apreciación de los chicos del cinéma du corps:
“La principal herramienta para configurar tal recepción crítica [la que han tenido las películas del NFE], de nuevo, es la cultura cinematográfica, la capacidad de situar un proyecto en el contexto de la historia del cine, señalando sus deudas con las obras maestras del pasado”.
Palmer se pone por fin estupendo, y comienza a resolver orfandades y desenterrar parentescos. Como todo crítico que se precie, se ve en la necesidad de pasear en limusina su cultura cinematográfica (literalmente, “cineliteracy”), situándose ya, como Foucault, por encima del objeto de su estudio:
“Trouble every day como una prolongación de sensuales fantasías o del cine de terror, teñida de surrealismo, desde La bella y la bestia (1946) de Jean Cocteau a La mujer pantera (1946) de Jack Tourner. En cuanto a Noé, las influencias más notables fueron Saló (1975) de Pasolini, el cine de vanguardia y algunas obras de Kubrick”.
Después de esto, solo una cosa nos queda por decir: amén.
Otros críticos no han tardado en expandir las fronteras del NFE. Han acuñado un nuevo término partiendo del original de Quandt (una nueva búsqueda del árbol genealógico): se trata del hermano mayor del NFE, el european extremism. Una mirada eminentemente retrospectiva -a veces también contemporánea- al cine europeo; una nueva remontada de las raíces del Yggdrasil; un nuevo saco taxonómico en el que caben Haneke, Lars von Trier, y a veces, también autores como Pasolini y otros allegados (el Bergman de Gritos y susurros o de El manantial de la doncella, por ejemplo).
No sería difícil urdir una red de asociaciones (una taxonomía encubierta, al fin y al cabo) partiendo de un número nada desdeñable de películas europeas que se ajusten semánticamente a ese sustantivo continente, desbordado por un vago significado, en que se ha convertido el “extremism”; a saber, sexo explícito, violencia inmisericorde. De hecho, sabemos de un vector que emerge como una locomotora desde el oscuro túnel del pasado hasta nuestros días. Parte de la segunda década del siglo pasado. La primera parada se llama Un perro andaluz (1929) y la siguiente La edad de oro (1930). Nos referimos a la navaja de afeitar que secciona horizontalmente el globo ocular nada más comenzar Un perro andaluz. Todo un estallido de violencia, directo y sencillo, honradamente canalla. Hay un presunto esfuerzo poético que surge de un desplazamiento de asociaciones: la yuxtaposición del binomio cuchilla-ojo al otro formado por la nube y la luna; aunque lo cierto es que en el colectivo imaginario solo han pervivido el ojo que supura y la navaja que secciona, ni rastro de los otros dos. Sea como fuere, violencia y belleza (y experimentación) posan ya armonizadas para el resto de la historia del cine. Vendrán otros títulos, otras imágenes, ajustables al extremism con carácter retroactivo: Le sang des bêtes (1949), el documental de George Franju sobre los mataderos de París, en el que retrata desapasionadamente la violencia de la muerte animal con fines poéticos; La pasión de Juana de Arco (1928), de Dreyer, tal vez el primer torture-porn de la historia del cine, que asocia el rostro piadoso y doliente de Maria Falconetti con el penoso proceso del juicio y sus crueles ordalías; El rostro sin ojos (1960), de nuevo Franju; El manantial de la doncella (1960), de Bergman, la madre de todos los rape and revenge; El portero de noche (1973), de Liliana Cavani; Thriller, a cruel picture (1974), un explotation de culto con sexo “explícito” (real); Martha (1974), un excepcional retrato de Fassbinder de la dominación y el sadismo; Saló (1975); Vase no noches (1975), historia de amor y sexo duro entre un hombre y un cerdo; Los diablos (1977), de Ken Russell, que a día de hoy sigue esperando una versión sin censuras; Bilbao (1978), de Bigas Luna; La angustia del miedo (1983), de la que Gaspar Noé copia sin pudor en su Solo contra todos; Ocurrió cerca de su casa (1992); Funny Games(1997)…
Más allá del viejo continente, la crudeza del cine asiático reciente, en especial del japonés y del thriller surcoreano, ya se había anticipado a la tormenta del NFE. Sin embargo, los autores franceses no necesitaban asomar el pescuezo fuera para buscar influencias, bastaba con rastrear de puertas para adentro. Dejando de lado todo el explotation europeo que brota con el relajamiento de la censura en la década de los setenta, el eroterror, el cine de Jean Rollin y de Waleryan Borowyczk, la tradición francesa ya contaba con sus propios precedentes. A los citados, sumamos otros títulos menos conocidos como Un chant d´amour (1950), la única película dirigida por el escritor Jean Genet; Viva la muerte (1971) y J'irai comme un cheval fou (1973), ambas de Fernando Arrabal; Glissements progressifs du plaisir (1974), de Allain Robbe-Grillet; Maîtresse (1975), que retrata el mundo del S&M en un tono cercano al documental y esboza una interesante reflexión sobre la libertad sexual, el amor y los vínculos sentimentales entre una pareja; Le jardín des supplices (1976)…
La gran diferencia entre el grueso de los títulos citados y los más feroces exponentes del NFE estriba en que mientras los primeros no hacen un uso exclusivista y reductor del sexo y de la violencia, los segundos fallan (tal vez no lo pretendan) en dotar a sus excesos de un sentido. La violencia que se ejerce sin objeto ni criterio agota pronto su llama; por contra, el discurso que se vale de ella con fines críticos, con la intención de remover conciencias, y la integra en una estructura meditada, tiene visos de perdurar en la memoria y de conseguir efector más profundos que el del espanto pasajero.
Los chicos del NFE estilizan a menudo la violencia o la recubren de una belleza engañosa. Este hecho no aleja la atención de un aspecto importante, que toda ella está vacía y carece de significado. Lejos de emplearla como generadora de conflictos, de adecuarla a un fin palpable, zozobra en el mar del explotation, el de la gratuidad. La violencia sin sentido pertenece al género del terror –recordemos la respuesta de Gilles des Rais, alias Barba Azul, al ser interrogado por las motivaciones de sus horribles crímenes: “Os atormentáis, y a mí con vosotros” (Roudinesco, p. 45)-; cuando lo tiene se integra en el drama. Esa es la gran diferencia entre un título como La pianista, de Haneke, y otro como Trouble every day,de Claire Denis; mientras que el primero nos permite intuir lo que hay detrás de la violencia desencadenada por las acciones de los protagonistas (aunque se resista a dar explicaciones, para variar), la segunda nos enfrenta al absurdo del sinsentido. Recordemos a Bataille, en El erotismo:
“No se trata de que haya que esperar un mundo en el cual ya no quedarían razones para el terror, un mundo en el cual el erotismo y la muerte se encontrarían según los modos de encadenamiento de una mecánica”.
Es decir, un mundo en el que la violencia fuera previsible, obvia, motivada. Digamos, parafraseando a Artaud, que la crueldad de Haneke es generada por la Necesidad, mientras que la de Denis es completamente superflua, artificial e inmotivada. Hay una gran diferencia entre negarse a mostrar unas claves que existen y ser incapaz de hacerlo porque simplemente no están ahí. La pericia no consiste en dejar de mostrar o de explicar, sino en embriagar al espectador con la certeza de que, si desliza la mano entre los resquicios que se van apuntando como por descuido, será capaz de acariciar algo con la punta de los dedos que aguarda, como una promesa, escondido al otro lado de la cortina. Esos resquicios existen, se generan a partir de las ausencias, de los silencios, de los puntos suspensivos, de las elipsis, de las miradas prolongadas… Brotan espontáneamente, como un milagro cotidiano, de las situaciones planteadas, de los dilemas surgidos, de la sabiduría del narrador, que es capaz de transmitir todo sin esfuerzo aparente.
Es por ello que la línea que separa el éxito del ridículo o de la idiotez es casi imperceptible en estos casos. Allí donde Haneke reluce, Dumont u Ozon deslucen. Rodar una historia con silencios y llena de pistas falsas o incompletas, hacerlo, en suma, como si no hubiera un espectador o su presencia no importara un bledo, tiene un riesgo: el de parecer estúpido. Y así, Sous le sable (2000), del segundo, o L'Humanite (1999), del primero, pueden ser consideradas, según el ojo del cubero de turno, obras de gran profundidad, o enormes sandeces, hasta el punto de rayar la estupidez o el insulto. Lo que estos autores proponen es hacernos pensar que cuentan mucho sin contar nada; pero ese es un arte que muy pocos dominan y aún menos entienden.
Dumont ha sido comparado con Bresson. Proponemos un sencillo experimento doméstico: tómese una balanza de baja precisión y colóquese en un platillo un par de quilos de Bresson al azar (Quatre nuits d'un rêveur, Lancelot du Lac, Au hasard Balthazar) y en el otro otros tantos de Dumont (Twentynine Palms, L´humanité, Flandres). Mediante el silencio y la pasividad, Dumont nos aboca al absurdo, aunque pretenda llevarnos a algún lado al otro lado del horizonte (probablemente él está convencido de que algún día llegaremos); nos hace pensar que no pasa nada, cuando, en realidad, no pasa nada.
“El silencio prevalece a menudo, inquieta a la audiencia, principalmente cuando se usa para fines expositivos o para contextualizar”. (Palmer, 74)
Por el contrario, los silencios de Bresson están cargados de significado. En ningún momento se antojan superfluos ni innecesariamente alargados. No aburren, no funden, no confunden, transmiten; he aquí el talento del narrador. Treinta minutos de Bresson pesan más que toda la filmografía de Dumont, son infinitamente más ricos en contenidos aun cuando se valgan del mismo número de diálogos y de planos fijos. En Bresson, como él mismo solía decir, menos en más; en Dumont, menos es siempre menos.
Para terminar, invoquemos al propio Bresson:
“Debemos dejar que permanezca el misterio. La vida es misteriosa, y esto se debería reflejar en la pantalla. Los efectos de las cosas siempre deben ser mostrados antes que su causa, como en la vida misma. No conocemos las causas de la mayoría de los sucesos que observamos. Vemos los efectos y solo luego descubrimos las causas.”
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No hay una lista oficial de los títulos que componen el NFE. La que se ofrece a continuación fue confeccionada por los usuarios de un foro (6). Se recomiendan À Ma Soeur! (Catherine Breillat, 2001)y Dans Ma Peau (Marina de Van, 2002); también Irreversible (2002).
À l'intérieur (2007), À Ma Soeur! (2001), Assassin(s) (1997), Baise-moi (2000), Calvaire (2004), Carne (1991), Choses Secrètes (2002), Dans Ma Peau (2002), Demonlover (2002), Elle est des nôtres (2003), Flandres (2006), Frontière(s) (2007), Haute Tension (2003) , Ils (2006), Intimacy 2001), Irreversible (2002), L'emploi du temps (2001), L'Humanite (1999), La Captive (2000), La Chatte à Deux Têtes (2002), La Vie Nouvelle (2002), Le Pornographe (2001), Leçons de ténèbres (1999), Les Amants Criminels (1999), Les invisibles (2005), Ma Mère (2004), Martyrs (2008), Pola X (1999), Process (2004), Regarde la Mer (1997), Romance (1999), Seul Contre Tous (1998), Sitcom (1998), Sombre (1998), Sous Le Sable (2000), Tiresia (2003), Trouble Every Day (2001), Twentynine Palms (2003), Wild Side (2004).
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“La salvación del hombre reside en la aceptación de un sufrimiento incondicional (…) Los mártires cristianos harán de la destrucción del cuerpo carnal un arte de vivir y de las prácticas más groseras la expresión del heroísmo más perfecto (…) de efectuar el paso de los abyecto a lo sublime”.
Élisabeth Roudinesco (Nuestro Lado oscuro. Una historia de los perversos).
He hecho algo que pensé que nunca haría. He visto Martyrs por segunda vez.
Una vez escribí: “Hay películas que no mueren cuando la pantalla se oscurece, sino que salen del cine contigo y se quedan a vivir dentro de ti una temporada. No dejan de hablarte ni un minuto, continuamente te hacen ver y reparar en aspectos de la realidad y de tu propia vida de los que antes no eras consciente. Se instala en ti la desconcertante, incómoda, pero a la vez maravillosa certeza de que lo que acabas de ver te ha cambiado la vida y de que no te abandonará nunca”. He de decir que Martyrs me acompañará durante muchos años, muy a mi pesar.
Me resulta muy difícil escribir sobre una película sobre la que no puedo por más que me pese distanciarme emocionalmente. Martyrs es excepcional en muchos sentidos y vulgar en otros tantos. Creo que un dilema tan manido como “amar u odiar” no se ajustó nunca tan bien a una película. Con ella solo valen los extremos del amor o del odio, porque ella misma es extrema y porque exige extremadamente.
Sobre todo, al verla, se experimenta el miedo. Por encima del todo, al terminar, se siente la tristeza.
La primera vez que la vi me indigné porque consideré que hacía, especialmente en la primera parte, un uso abyecto de aquello tan caro al explotation como es el abuso de la belleza herida: “el erotismo de la fragilidad, de la indefensión vulnerable que exige una respuesta protectora… La belleza herida despierta ternura” (7). Por otro lado, me estremecí porque me pareció que contenía algo transcendental, en el sentido más filosófico del término (“Que está más allá de los límites de cualquier conocimiento posible”, en la segunda acepción del DRAE).
Viendo el primer trabajo de Pascar Laugier, era difícil aventurar lo que vendría después. Saint Ainge (El internado, 2004) pasó sin pena ni gloria. Posterior a Los otros y anterior a El orfanato, se trata de una película que se desarrolla, como el propio autor ha reconocido, dentro de los cánones clásicos del terror sin desviarse ni un ápice. La verdad es que no trae nada nuevo bajo el sol, y menos aún en un subgénero tan sobado como el de las haunted houses.
Cuatro años después llegó Martyrs. El autor habla de un proceso de escritura que se prolongó dos años. Escribía de noche, en una pequeña habitación en París.
Cuando le preguntan sobre la reacción del público se encoge de hombros y admite que a él mismo no le gusta su película, y que entiende que haya mucha gente que comparta este parecer. Incluso para él, la experiencia de verla resulta desagradable; se trata de una obra demasiado personal, admite. El distanciamiento no es posible.
Mientras que Saint Age es título concebido expresamente para los aficionados al terror, esclava de las convenciones y de los guiños, Martyrs es una tabula rasa que rompe con el pasado, el del género y el del propio autor. La de Laugier es una obra verdaderamente íntima. No se deja nada, no esconde nada, y se vacía por completo. “Este soy yo, tómame o déjame”, parece decirnos. Cualquiera que la haya visto puede dar fe de esto último.
Es innegable que Martyrs tiene mucho que ver con el revival del torture porn de la última década, empezando por la tan cacareada A serbian film. Pero no es menos cierto que, a su lado, Saw, Hostel y compañía parecen un mal chiste. Mientras que en estas la violencia suele caer del lado del sensacionalismo, del brinco en la butaca y las palomitas, en Martyrs todo resulta honesto en su exceso y en su delirio. La película rezuma tal intensidad en cada uno de sus planos que desgata al espectador prácticamente desde el principio. Avanza como una segadora industrial, sin piedad ni descanso, arrasándolo todo. Las escenas de mayor violencia se revelan tan sinceras, tan desgarradas, tan hirientes, que nos hacen sentir un terror que no es de otro reino si no del que nos ha tocado vivir. “Al igual que la crueldad, el erotismo es algo meditado”, escribía Bataille. Es precisamente esa crueldad meditada, justificada, medida científicamente y liberada de manera consciente y calculada, a sabiendas de sus consecuencias, la que articula el terror en Martyrs; y es también la que hace de ella una experiencia extrema y sobrecogedora. El mal existe, y convive con nosotros en este mundo (“The enemy is us”). Nace de nuestra propia mano, encarna una violencia que desafía la imaginación. Y sin embargo, lo que domina Martyrs no es la crueldad, sino una profunda compasión por sus personajes, hasta el punto de que a veces parece como si Laugier quisiera acariciarlos. Superado el espanto de las escenas más duras del calvario, lo que aflora es una gran ternura. A la violencia más descarnada sigue la caricia, la nota musical cálida, que parece decirnos “tranquilos, ya ha pasado lo peor”. En cierto modo, se trata de un ejercicio exhibicionista, lleno de autocompasión. Martyrs no es otra cosa que el propio Pascal Laugier a tumba abierta (literalmente), sacando lo peor de sí mismo, sus mayores miedos, y clavándolos a la pantalla, allí donde todo el mundo pueda verlos.
Tal vez Martyrs haya caído en desgracia de haber sido arrojada en esa categoría sin fondo que es el género de terror. Después de verla por segunda vez, veo con claridad que se trata de un drama salvaje. Seré más preciso, estamos ante un drama religioso. La penosa experiencia que supone ver a Anna, la protagonista, sometida al aislamiento y a la oscuridad, rapada, con el rostro deformado (transfigurado, a la postre) por los golpes y la mirada ausente, fuera de este mundo, compartir con ella la certeza de que el suyo es “un cuerpo prometido a la muerte” (Bataille), nos remite a la inolvidable Maria Falconetti encarnando a Juana de Arco (porque para mí, Juana será siempre Maria, del mismo modo que Maria nunca será otra que Juana): su mirada perdida, su rostro doliente, y la certeza de una muerte atroz precedida de mil tormentos, desde el mismo momento en que comparece ante el tribunal para ser juzgada.
A la luz de lo dicho, he de hablar de una violencia mística, en lugar de una violencia intelectualizada, como algunos han querido ver en Martyrs y en Irreversible. La plétora de sangre y carnes laceradas no debe esconder el hecho de que en ambas la violencia está al servicio de algo que la trasciende:
“El cuerpo del cristianismo, vivo o muerto, se halla a la espera del cuerpo de gloria que revestirá si no se complace en el cuerpo de la miseria” (Roudinesco, p. 24).
¿Podemos aceptar el hecho de que al final de este valle de lágrimas nos espera el vacío de la muerte, la nada más absoluta? Esta fue la pregunta que me hice tras Martyrs. De ella nacieron dos certezas. La primera: cada uno ha de buscar su propia respuesta, ya sea en la religión o fuera de ella. La segunda: nuestra respuesta determinará nuestro modo de afrontar la vida.
Estamos sin lugar a dudas ante una violencia instrumentalizada, pues se halla al servicio de un fin: sembrar la duda. La mecánica es similar a la del más exigente de los procesos iniciáticos. Al compartir el camino de Anna hacia el martirio, padecemos con ella y, al final, perecemos juntos en la agonía, agarrados de la mano. El camino es el dolor y la recompensa la iluminación:
“La travesía del sufrimiento y la degradación conduce a la inmortalidad, suprema sabiduría del alma” (Roudinesco, p. 22).
La violencia adquiere la dimensión de mayéutica. En ella, las preguntas no nacen de los labios sino de los puños, y son las heridas abiertas al sol las que gritan cada respuesta.
Para terminar, volvamos a Claire Denis: “el cine es ante todo imágenes y sonido”.
Hasta el fin de los días, ha de permanecer en nosotros esa pupila ausente, en cuyo núcleo gravita un átomo formado de luz y de oscuridad, sea la vida, la muerte, o ese negro muro contra el que no dejamos de estrellarnos.
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"¿Hay belleza en Sodoma? Creedme, muchos son los hombres que encuentran su belleza en Sodoma."
Fiodor Dostoievsky (Los hermanos Karamazov).
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(2) PALMER, Tim. Brutal intimacy. Analyzing Contemporary French Cinema. Middletown, Connecticut: Wesleyan University Press, 2011.
(3) Helpguide.org.
(4) BATAILLE, George. El erotismo. Madrid: Tusquets, 2005, p. 52.
(5) Dicho a propósito del Marques de Sade en ROUDINESCO, Élisabeth . Nuestro Lado oscuro. Una historia de los perversos. Barcelona: Anagrama, 2009, p. 51.
(6) Surrealmoviez.info.