A una sociedad a la que le sobra gente le hace falta educar a una gran parte de la población en el fracaso, y por eso dedica grandes esfuerzos a convencer a los no-elegidos de que su desgracia es su propia culpa, y que ellos mismos deberían encargarse de su propia eliminación. Se trata de una forma cruel y sistemática de la pena de muerte.
He estado viviendo con esos condenados en su callejón de la muerte, yo mismo he sido uno de ellos, quizá lo sigo siendo, y simplemente me han dado unos días de más mientras ponen aceite a la máquina de matar.
Condena sin juicio, ni juez, ni abogados. Pero condena al fina al cabo. Condena a muerte. Pena máxima. Un día recibes una carta sin remitente donde te dicen que no hay cupo para ti en el mundo de los vivos y que a partir de ese momento eres un sobrante. Espere más instrucciones, remata la misiva. Inútil huir. A partir de allí uno empieza a oler a formol. La vida se llena de lugares prohibidos. La prohibición más severa es la de no tocar a los demás. Cero contacto. Terminantemente prohibido. Es una estocada mortal, una preparación para lo que sigue. Un entrante para comenzar a probar el sabor de la anulación.
El no contacto los vuelve islas a la deriva, espectadores de un mundo donde ya no tienen lugar. Sólo pueden ver y oír. Sentidos de la distancia. Esa es la primera parte de la condena, que consiste en introducir distancia y separación; hacer que los demás se vuelvan un mundo inaccesible, como un producto de lujo visto desde una vitrina que dice no tocar.
El siguiente paso es conocido como el lavado de ser. Consiste en enmudecer la voz interior que aún reclamaba el derecho a disfrutar de la existencia en sí misma. Los sobrantes tenían que entender, sin que nadie se los dijera, que estaban perdidos porque su ser interior era anómalo, inútil, incompatible. El propósito era acelerar la renuncia. Renuncia a la fe. Para ello existía la llamada terapia de ruido combinado. Consistía en una ofuscación simultánea de la vista y el oído. Imágenes y más imágenes eran aplicadas sobre la retina, imágenes del mundo, calles, desiertos, pornografía, noticias de la guerra, noticias de deportes, clases magistrales de filosofía, fábricas en plena marcha, fábricas abandonadas. A cada imagen correspondía un sonido, un ruido que no era la versión acústica de lo que sucedía en el campo visual, sino otra cosa. A la imagen del profesor de filosofía correspondía el ruido de lavadoras en el ciclo de centrifugado, a las noticias de deportes un fragmento de la sinfonía Nº 10 de Shostakovich sonando en una vieja radio con mucha distorsión; a la noticias de la guerra le correspondía un silencio sospechoso interrumpido aleatoriamente por gritos de niños jugando y ruidos de ollas y cacerolas en la cocina. En el fondo sonaba una marcha militar con un coro añadido que decía: ha llegado la gloriosa hora de renunciar.
Esta terapia buscaba (y conseguía) anular la capacidad de contacto directo con la realidad. Los condenados se veían paulatinamente anulados, se introducía en ellos un intermediario maligno. La vida se les volvía un problema extremadamente complicado. Sus mayores logros eran poder realizar las tareas cotidianas mínimas. Era su forma de resistencia: lavar la ropa, cocinar un arroz con verduras, poner una sábana limpia en la cama. Cualquiera de esas actividades les exigían la totalidad de su exigua vitalidad.
A veces los condenados pintaban, hacían dibujos secretos en donde expresaban en un lenguaje extraterrestre toda la terrible historia de su desdicha. Dibujos llenos de gritos sordos, líneas ondulantes de miedo, átomos vibrantes, amenazas de explosión, marchas fúnebres, corazones palpitando al ritmo de las voces que anunciaban nuevos productos en el mercado, la vida agitada por pistones y martillos.
Muchas noches, antes del amanecer, se despertaban con el placer anulado, reducido al ridículo, había caras inquietas, manos temblorosas, silencios improvisados, murmullos, ¿qué está pasando? Grita alguien. Nadie lo sabe, puede pasar cualquier cosa.
Esa duda los sumía en una profunda angustia. Para salir de ella habían inventado procesiones silenciosas y bailes estáticos. Con el cuerpo quieto bailaban una danza de la consagración de las estaciones, de las horas, de sus minutos inéditos. Sonidos de gong electrizantes, campanadas cercanas repicando incesantemente, sirenas de ambulancia o policía o bomberos o emergencias. Algo pasó. Algo está pasando. Pero ellos no sabían nada. Quizá había llegado la hora.
Hablaban en voz baja como contándose secretos. Silbaban imitando a los pájaros o hablando directamente con ellos. Atábanse los cordones de los zapatos como siguiendo un ritual religioso. Los tics, muchos tics, tocarse el cuerpo con las manos, mover los labios, los músculos de la cara, mirar para atrás constantemente para ver quién hay allí. Y las miradas esquivas. Y las miradas profundas como pozos sin fondo.
Casi todos padecían de tinnitus agravado, ninguno conocía el silencio. Sólo ruidos que se estiraban como resortes duros y largos. Algunos lo reproducían con la voz o golpeando cuerdas y latas. Así suena mi silencio. Todos sus silencios juntos eran un estruendo imparable. Algunos habían dejado de hablar y sólo producían sonidos guturales, silbidos destemplados, aplausos arrítmicos, golpes de pecho continuos. No estaban locos, habían sido condenados a no ser, y se les aplicaba sin misericordia a una terapia de ruido combinado. Se les forzaba al autoanulamiento.
Yo fui testigo y parte. Escapé sin saber cómo. Huí en la noche más oscura y ruidosa. Me escabullí en medio de alaridos desgarradores. Corrí. Escuché un sonido como de un desvanecimiento general y en medio de él una mujer gimiendo como en un falso orgasmo. Logré salvar unos cuadernos de notas y dibujos. En ellos está guardada, como en un código cifrado, una música que vi en el centro de la Gran Nada: la música de los huesos, de los líquidos vitales, un canto desaforado, un murmullo silvestre, la última adoración.
Desde eso bailo enmascarado una danza de la anunciación. Olvidé casi todos los detalles como en un sueño, pero el recuerdo se mantiene como una emoción visceral. Bailo como escupiendo veneno antes de que me mate. Yo no soy yo. Yo no es nada. Yo no tengo ninguna sustancia o importancia. Soy un testigo protegido. Me cambiaron de identidad, de nombre, de lugar, de historia. Sólo recuerdo movimientos del cuerpo y sonidos. Si quiero encontrar mi verdad tengo que empezar a moverme, saltar, agitarme, dar patadas, gritar palabras en idiomas inexistentes, gemir, llorar. Hace falta cierta dosis de violencia para poner orden dentro de uno mismo.
Soy mi único interlocutor y no hablo por nadie. Ni por los débiles ni por los fuertes. No tengo opiniones. A aquel que dijo que todo es político le digo que nada es político. La única política válida es la lógica inexorable de los números primos. El té libanés es oscuro y fuerte. Hoy es el mejor día del año y yo estoy vestido para otra ocasión. Confío en la comida que venden en un restaurante libanés: garbanzos con aceite y yogur, ensalada con aceitunas y cebolla. Muerdo un pedazo grande de cebolla. Desde hace años escucho una canción que sólo dice sálvense. El único libro que leo está subrayado mil veces en la misma línea. Me dijo una mujer en la calle que tenía mala cara y muchas arrugas. No sabe que estoy muerto. Ya he muerto tantas veces, cada arruga es una muerte. Y aún así, señora, sigo vivo y coleando. Mi desorden es un laberinto cerrado. Nadie ha logrado salir de ahí. Nadie ha logrado salir de mí. En mí todos mueren. Encontré uno de mis cuadernos de notas de hace diez años y otro de hace quince. Es mi letra, son mis palabras, pero solo dicen barbaridades y disparates. No tomen en serio lo que dije hace 15 años, ni hace 10, ni hace 5, ni hace dos meses. Olviden todo lo que dije ayer. Hoy, por suerte, no he dicho nada.
Tengo hijos regados por todo el mundo que no me conocen y que yo no conozco. Hace 15 años mi familia más cercana eran los árboles de un bosque, hace diez las nubes bajas que aparecen en la madrugada. No soy poeta, ni escritor, ni mucho menos filósofo. Llámenme borracho de bar que no toma alcohol. Llego tan fácil al delirio que todas las drogas me parecen una exageración innecesaria.
Sonidos de pájaros cantando, música libanesa, tacones de mujer, voces de gente que habla sola, cuchillos que cortan cebollas. Lo único que recuerdo de mi padre es que me enseñó a comer cebollas crudas. Eso es lo que llaman educación, supongo. Todo es un supuesto. Todo es tan frágil. Todo es un señuelo. Hay gente que, inexplicablemente, toma el té con azúcar. ¿Qué podría hablar yo con ellos? Al borde del delirio hay un desequilibro clarificador. Allí la música se vuelve una parte del cuerpo, una prolongación del sexo. La música es el sexo de los solitarios. Me hace falta un corte de pelo. Un hombre de la calle me dijo que tenía la cara desarreglada y mirada de loco. Debe ser el peinado. Yo nunca me he peinado. Como cebollas y zanahorias. Ya he hablado demasiado. He callado aún más. Pasé siete años sin hablar con nadie. Así aprendí a decir vete a la mierda. Me tiemblan las manos y se me ven las venas. Adiós. No todo se resuelve con una cirugía del cerebro.
Cuando el té se enfría sabe amargo. Debería comprar un sombrero para la ocasión. Me sirvo otro té aún más negro. Tendré que hablar con más admiración y respeto a mi enemigo. Alguien o algo que logra derrotarme con tanta coherencia y persistencia merece mi reconocimiento. Querido enemigo: eres un tipo muy inteligente y hábil, conmigo no se te escapa ni una, conoces a la perfección y con elevado detalle todos mis puntos débiles. Te burlas, con razón, de mis planes de vencerte. Eres ágil y sagaz. Mueves rápido las cartas y sabes mentir con elegancia y sofisticación. Has logrado hacerme creer que eras un amigo, una amante, un mecenas, un padre, un hijo, un espíritu santo. Te creí cuando me dijiste que quemara todos mis cuadernos para poder llegar a la claridad. Eres muy rápido con los números, aunque hay que resaltar que no sabes nada de la denumerabilidad del conjunto de los números irracionales y de los grados del infinito de los números de Cantor. Eres un tirano perfecto y eficiente. Te he lamido el culo cuando me lo pediste. He vivido de las sobras de tu mesa y por ello he mostrado profundo agradecimiento. He perdido contra tí en combate como los mil ninjas contra Bruce Lee. Me derrotas con un sólo toque de tu poderoso arte marcial. Pero, como bien supondrás, no me olvido de que eres mi enemigo. Y seguiré disparando, desde mis montañas, contra tus fortalezas y castillos, y tanques y palacios. Seguiré entrenando para vencerte en combate, seguiré estudiando clandestinamente matemáticas que tú ni siquiera imaginas. ¡A qué no sabes cuántas raíces enésimas de uno hay en los números complejos!
Todos mis amigos están muertos, y la mayoría nunca me conocieron. El último de ellos se llama Iannis Xenakis. Compuso una obra llamada Metástasis. Es un bello ballet para cuerpo convulso y convulsionante. Aún no he interpretado su obra en público por pudor y respeto. Yo todo lo interpreto en privado. Cuando estoy en privado soy gratuito, hemisférico, catastrofista, alpinista, golpeador, inclemente, demente, de repente, abrebocas, abrepiernas, chillante, radiante, desafinante, operístico, biodinámico, alquímico, astronáutico, fotosintético, acuamántico, cadavérico, rojo turquesa, asesino, atleta maratoniano, pintor ciego, movedor de la lengua a velocidades abismales, templador de dedos, y destemplador de cuerdas vocales, músico de feria, mago de circo tropical, escritor de lenguas muertas, caballo desbocado, hombre de barbas, mujer de vestido largo, rojo y brillante, mujer de piernas descomunales, hombre reconocido en la calle y olvidado en la cama, trompetas desafiantes, rayos en la tormenta, sales medicinales, lodo volcánico, sueño en hamaca, amores universales, heridas permanentes, autopistas deslumbrantes, ojos atónitos ante la segunda venida, orquestas de pájaros, bailes de orangutanes, tabacos ancestrales, melodías vegetales, vientos de la zona templada, sudor, limón, mantra inigualable, letra repetida sin fin, sin fin, sin fin ...
No había hablado con nadie
No había hecho el amor con nadie
No había dicho nada a nadie
No había dicho nada de nada
No había abrazado a nadie
No le había escrito una carta a nadie
No había mirado a nadie
No había hecho ningún proyecto con nadie
No había contado sus sueños a nadie
No había hablado de eso con nadie
No había mostrado sus heridas a nadie
No había prestado nada a nadie
No esperaba nada de nadie
No conocía a nadie
No conocía nada de nadie
No conocía nada de nada
No tenía nada
Nada lo tenía a él
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