Entre los martillazos yo oía el silencio
Clarice Lispector. Un soplo de vida.
Parte I
Siótilis había ido hace unas semanas al cine para ver Salmos (Ladoni) de Artur Aristakisyan, y casi al tiempo había ido al Philarmonie para escuchar el Réquiem de Hans Werner Henze. La sensación que se apoderó de él al haber apreciado estas obras fue similar: un estremecimiento vital, un ruido interior de cristales rotos, una visión de derrumbamiento, una débil esperanza en medio del desastre, un deseo inmemorial de llorar, un desgarramiento visceral y, a la vez, una sensación de triunfo, como si esas obras representasen una fuerza que de forma milagrosa se impusiera sobre otras. Como las sensaciones le parecieron similares sentenció (así era Siótilis de determinado, y quizá de exagerado) que esas dos otras tenían algo profundo en común o (como él había dicho en otras ocasiones) que hablaban de lo mismo.
Salmos es un delirio, dijo. El único que en el cine reciente ha podido decir algo sobre lo humano, remató. En el delirio el mensaje es claro, fuera de él es perturbador. Réquiem es un delirio musical en nueve movimientos; crea el silencio cortando la música en dos. Un martillazo de silencio sacudiendo el auditorio. Silencio estruendoso. Música del delirio.
Delante de Siótilis en el Philarmonie había un punk de unos sesenta años, cresta de pelo blanco. Cuando la música se encaramaba en remolinos estridentes él abría las palmas de las manos como recibiendo ondas telepáticas musicales que lo transportaban a un lugar fuera de estas coordenadas. Las ondas lo estremecían desde las manos hacia el resto del cuerpo, y Siótilis se sintió contagiado por esas estas espeluznantes vibraciones. Los vecinos miraban extrañados. Quizá no creían en los poderes de esa música delirante. Quizá se preguntaban ¿qué era todo ese sonido inmisericorde? O decían a hurtadillas ¿No era Henze el apóstata de la vanguardia, no había huido buscando luz fuera de las escuelas cerradas y dogmáticas? ¿Cómo había podido salir con todo esto, y además en un Réquiem?
El impacto sensual debe ser tan contundente como cuando se oye un trueno o se mira al interior de un abismo sin fondo
Ianis Xenakis
En el programa distribuido a la entrada decía después de los títulos de los movimientos Keine Pause (Sin pausa). Eso parecía una de las anotaciones de la partitura. Sin pausa eran golpeados tambores, marimbas, gongs, láminas de acrílico, ramas secas de árbol, cajas, pedazos de madera. Eso era en la parte de atrás de la orquesta, adelante estaban el piano y la trompeta. Esta última parecía inspirada en las improvisaciones más libres e impredecibles de John Coltrane. Una urgencia, un grito, un canto inacabable. De un momento a otro dos trompetistas se paran y salen del escenario. Al rato, haciendo eco de la trompeta principal, se les escucha desde el fondo del auditorio mezclados con el público.
Siótilis recordó a Cage y sus “103 for orquestra”. Los músicos repartidos por el auditorio, mezclados entre el público, cada uno tocando su propia pieza y cuya suma da como resultado una especie de sinfonía hipnótica aleatoria. 103 for orquestra, Réquiem y Salmos nacieron por la misma época. ¿Dice esto algo? Siótilis asegura que son obras gemelas, almas perdidas que nacieron a miles de kilómetros de distancia para ser una sola obra.
... and what happens to a piece of music when it is purposelessly made?
What happens, for instance, to silence?
John Cage. Silence.
En Salmos las paredes se caen, como si un mundo estuviera a punto de desaparecer. Las imágenes están hechas de un material que parece orgánico, un grano fílmico que tiene vida propia. Los personajes son como los instrumentos en la música de Henze: el hombre de los tics sentado en el suelo, la niña en la silla de ruedas que sale por la puerta tocando la flauta, la mujer que arrastra la caja, el hombre que camina sobre sus rodillas.
La caja, la caja que arrastra esa mujer en primer plano, en blanco y negro, en la película del cine. Siótilis decía que eso era lo único humano que había visto en el cine reciente. Luego había buscado una foto de Aristakisyan y lo había mirado a los ojos.
“Mi querido hijo, cierro los ojos para verte
Nada cambiará el hecho de que hoy existes
Todo es divino en la Naturaleza”
Asilos, pensiones, casas para lunáticos, grúas que tiran casas abajo. Una mujer duerme en el suelo junto a las ruinas. Pasa la niña en la silla de ruedas tocando la flauta. A su alrededor sólo hay ruinas y basura. En la película no escuchamos su música. Siótilis dice que su música suena en el Réquiem de Henze, que él compuso la música para esa flauta.
“Es muy importante para mí saber que existes
Tú y yo necesitamos lo mismo: salvación”
La niña no es una niña sino una mujer. Aristakisyan tiene el pelo largo y mirada serena. Dice que el texto que se escucha en Salmos lo pronunció como un discurso improvisado mirando las imágenes y recordando lo que habían dicho los personajes, aunque es mejor decir en este caso las personas.
La música de Henze se parece a ese discurso, una cuidadosa improvisación: unas notas altas de piano casi sueltas, unos acordes de arpa, los violines que van y vienen y de un momento a otro se detienen. Instrucciones para tres percusionistas que deben tocar un triángulo, tres platillos suspendidos, un par de platillos, 3 tamtams, una hoja trueno, un bloque de madera, una pandereta, un redoblante, 3 tomtoms, un tambor de cuerda, un bombo con platillos y una matraca.
El Réquiem de Henze estaba dedicado a un amigo. Siótilis se estremeció al saber que alguien podría componer algo así por amistad. Recordó a Voltaire de quien había leído una vieja edición del Diccionario Filosófico. Sólo Voltaire había hablado de la amistad en esos términos. Por algún motivo Voltaire le recordó a Steve Reich y Beryl Korot y su ópera Three Tales. Una video ópera audiovisual apocalíptica llena de explosiones, declaraciones repetitivas, imágenes del terror y del absurdo, y una música que combina los cantos angelicales con los desfiles militares.
Según Siótilis, Henze los contenía a todos. Había visto una foto de él con más de 80 años, ya sin pelo. Su rostro le recordó a Ianis Xenakis, y el rostro de éste a una bomba cayendo del cielo. Más explosiones, el costo de ser resistente, dijo.
En la música del siglo XX en medio de todas las tinieblas, la culpa, la miseria y el olvido, la lluvia de belleza no cesó nunca.
Alex Ross. The rest is noise.
Siótilis mencionó que Aristakisyan había recibido críticas muy duras por su película. Ataques, insultos. Alguien dijo que estas pobres gentes no necesitaban de sus enrevesadas teorías sino de asistencia social. Siótilis recordó a los grandes de la música, con Boulez a la cabeza, dándole la espalda a Henze y saliendo del auditorio antes de que terminara su concierto. Como si hubiese quebrado una regla, como si se hubiese apartado demasiado, como si hubiese ido demasiado lejos ¿con la poesía? Siótilis sabía que esas excursiones fuera de se pagaban muy caro. Había algo inaceptable en la película de Aristakisyan, pero eso mismo era su gran verdad.
Siótilis había soñado que era amigo de Simon Rattle y que este lo introducía con Henze y Gubaidulina. Ella tocaba el acordeón, Rattle las maracas y Henze la matraca. Siótilis bailaba y gritaba un grito sordo, como si hubiese perdido la voz. Discutía en silencio con Henze de política y arte, del papel del cielo azul en el anarquismo del espíritu. Siótilis se aferraba a su recuerdo del concierto del Réquiem; para poder preservarlo en su memoria no había vuelto a escuchar música desde aquel entonces, aun así todo lo que podía recordar de los nueve movimientos era un sólo punto. Y de la película de Aristakisyan sólo casas cayendo y una mujer que parecía una niña tocando una flauta mientras otra mujer le empujaba la silla de ruedas. Siótilis recordaba un punto y un estremecimiento, y visiones sueltas. El percusionista agitando las ramas secas de árbol –¿cómo describir su sonido?– y los pedazos de rama volando entre la orquesta. Siótilis bailó, voló en su mente un réquiem por todos sus muertos.
El material era puro y su arte también ¿Qué podía resultar sino algo maravilloso?
Henry David Thoreau. Waldem
El Réquiem de Henze sonaba al tiempo que los 103 for orquestra. Había muchas pantallas, en unas presentaban Three Tales de Reich y Korol, en otra estaba la mujer tocando la flauta, en otras había puntos y rayas, manchas en blanco y negro, como tomadas de la película one de Cage. En otra un edificio era bombardeado. Había pantallas como espejos infinitos. Y a cada una correspondía una orquesta, como en los Gruppen de Stockhausen. Vio las películas de los ciegos (Blid Kind) de van der Keuken mientras la orquesta tocaba Metástasis de Xenakis. Las personas de la película de Aristakisyan bailaban una danza de edificios que se derrumbaban. La mujer que arrastraba la caja, pasaba y pasaba.
Films that only meet the standard expectation of the people. That's corruption of the language
Johan van der Keuken
Cerró los ojos y todas las pantallas y las orquestas se unificaron. Los músicos se agitaban, la partitura era interminable y a medida que pasaban las páginas se iba haciendo más impredecible. Silencios aturdidores en medio de la agitación. Todos paraban al unísono y sólo quedaba un eco. La pantalla se hacía oscura, sólo quedaba una luz tenue de vela y la voz de Aristakisyan:
“Hijo mío, refúgiate en la locura para escapar del sistema”
Parte II
Siótilis lo había visto todo con claridad. En un concierto de música checa: el Concierto para violonchelo y orquesta de Bohuslav Martinů y Má Vlast de Bedřich Smetana. El poema sinfónico de Smetana le abrió la mirada. La escena quedó como congelada, los músicos de la orquesta se fundieron en un solo elemento. Y la música sonaba en un solo instante que se repetía a sí mismo. El cielo, o el techo del auditorio, se abrió y fluyeron sobre la mente de los asistentes, esa mente convertida en una sola, las aguas del río Moldava.
Everything in a film is a form
Johan van der Keuken
Parte III
La forma es el vacío. El vacío es la forma.
Hannya Shingyo. Sutra budista.
Pero fue escuchando el Concierto de Martinů que Siótilis encontró esa relación entre la música y la pintura o, como él mismo diría, entre el sonido y la mirada. Al mirar y escuchar la música de cierta manera su percepción de la situación se transformaba, como si viera las cosas desde otra perspectiva, como si la música sugiriera una visión alternativa de la organización de las cosas. A medida que Sol Gabetta atacaba el violonchelo con una mezcla de pasión y violencia, la imagen se iba haciendo estática. Ya en el concierto de Henze, Siótilis había presenciado la transformación de la orquesta en un solo organismo que se estimulaba a sí mismo por medio de manos y bocas. La orquesta orgánica, la música como resultado de la fricción, unas emisiones acústicas similares al calor de un animal.
Pero esta vez era diferente, la orquesta no sólo era un organismo sino que la música iba ralentizando el ritmo de toda la situación, lo iba volviendo todo estático, iba fijando el tiempo en un solo plano, como construyendo una pintura, como si todos esos instantes, que en un concierto parecen existir en secuencia, uno tras otro, página tras otra de la partitura, nota a nota, pertenecieran a otro instante de una índole diferente que los abarcaba a todos en uno solo, y que los convertía en una imagen, como si volvieran a un punto de origen, como si la música indicara el camino de retorno, y ahora los instantes sueltos y perdidos pudieran volver a su punto de partida y pudieran estar todos juntos en un mismo cuadro.
En cada cabeza humana se encuentra la catástrofe humana que corresponde a esa cabeza
Thomas Bernhard. Trastorno.
Todo quedaba quieto pero la música seguía siendo una forma del tiempo, pero de un tiempo estático. El concierto de Martinů, Gabetta vista por la espalda tocando el violonchelo, la orquesta organismo, la sala toda vuelta un solo cuerpo como si el aire no fuera transparente y ligero sino una masa densa y luminosa que uniera a todos los asistentes en una sola nota, todos terminaban metidos en un cuadro que guardaba una misteriosa relación con “La persistencia de la amnesia” (Beharrlichkeit des Vergessens) de Bernhard Heisig. Esa pintura que Siótilis solía visitar en la Neue National Gallery y a la que se quedaba mirando por horas.
En esa obra, según Siótilis, también había instrumentos musicales, música y ruido. De esa obra salía una sinfonía que recordaba a Varesse, a Xenakis y sobre todo a Henze. El sonido de los amantes junto a la sirena que anuncia la guerra, y el grito de angustia y el dolor del herido. Esa pintura estaba cubierta de ruido de fondo o quizá compuesta con él. De ella salían imágenes y sonidos: un hombre tocando la trompa, marchas fúnebres y militares, un réquiem, ruidos indiscernibles de la ciudad y la gente en la noche oscura, un hombre y una mujer desnuda en el suelo, y hombre y una mujer desnuda de pie, un hombre con una máscara antigas, una cabeza con un casco, una mujer calva con sangre en la cabeza, una pareja que se besa, un hombre con garfio y cruz, cabezas en una jaula, un hombre de pie mirando al frente asustado y sobre ellos un pendón que dice “Wir sind doch alle Brüder und Geshwestern” (Todavía somos todos hermanos y hermanas). Mientras más se la miraba más objetos salían de ella, como una sinfonía poblada de sonidos que pueden distinguirse uno a uno. De la pintura volvía a hacerse un concierto y así sucesivamente.
Parte IV
¿No existe cierta música de las esferas?
Henry David Thoreau. Cartas a un buscador de sí mismo.
Por coincidencia o azar Siótilis había asistido a un extraño evento cultural. Al caminar sin rumbo por las calles llegaba a lugares y eventos insospechados. Un gran apartamento, en un sexto piso, a medio renovar, lleno de pantallas donde se exhibían obras de videoarte. En uno de los salones se proyectaba sobre una pared una imagen casi blanca, casi estática, casi nada, sólo interrumpida en su quietud por leves líneas, movimientos como arrugas, y granos de ruido blanco. En un catálogo colgado de una cuerda atada al techo se leía: “obra infinita y aleatoria”. En otra pared se proyectaban unas líneas blancas que se movían como si alguien estuviese trazando figuras geométricas, especialmente trapecios; las líneas eran blancas y el fondo era negro. En otra pared se proyectaban varias manos humanas sobre un tronco de árbol seco; y más al fondo, se proyectaban luces de colores sobre una reja metálica puesta delante de una pared.
En una de las pantallas apareció algo con sentido, dijo Sitótilis. Imágenes que se disolvían en líneas delgadas que poco a poco se volvían líneas gruesas en un movimiento vertical vertiginoso que creaba variadas ilusiones ópticas: aceleración, desaceleración, movimiento estacionario; al mismo tiempo en el audio sonaba un ruido de máquinas electrónicas, algo entre interferencias sonoras de radio analógica y la reproducción en sonido de un programa de computador. Ecos de máquinas intransigentes.
Al fondo de todos los sonidos de máquinas estaba el ruido de las voces combinadas de todos los humanos presentes, oleadas de palabras sin idioma, sin significado, sin fin. Ondas de lenguaje humano que iban y venían sin un ritmo determinado. El ruido de las voces era hipnótico y Siótilis no entendía nada de lo que se decía. La palabras parecían ruidos guturales de un idioma primitivo. Cada vez había más gente y menos luz.
Siótilis se sentó junto a la ventana, desde allí observaba a lo lejos la ciudad: fábricas, avenidas, las vías del tren, carros pasando por la autopista. Pensó que esta pantalla era la más infinita y aleatoria de todas: videoarte urbano de la noche. Esos colores azules del cielo recién anochecido, las luces rojas de las grúas. Recordó nuevamente La persistencia de la amnesia y esta lo llevó al Réquiem de Henze y a Salmos de Aristakisyan. Había un círculo que se estaba cerrando, había perdido palabras valiosas al tener que salir a marchas forzadas de sus últimos refugios. Nunca lo dejaban escribir las palabras recién descubiertas, tenía que huir con ellas como quien abandona su casa ante la amenaza llevando consigo sólo una pequeña maleta o simplemente nada. Había visto el rostro de su enemigo interior, y estaba vacío. Una cara sin forma. Su tirano era un anónimo, una máscara, no era nada. Su tirano era la persistencia de la amnesia. Pero por esa visión quería cobrársela muy cara. Por eso lo obligaban a huir. Cada vez que Siótilis creaba una nueva frase tenía que salir corriendo. Las últimas entradas en su cuaderno de notas eran telegráficas:
Rostro del tirano forma vacía
El sistema es una proyección mental
La mente es un teatro de operaciones
La mente tiene una pantalla
Hay malas películas
tengo que salir corriendo
olvidé algo importante
Retomar el hilo
de nuevo huir
El sistema es una proyección en la pantalla de la mente
una imagen distorsionada
de la nada
La nada es fría como las noches de la primavera
Hay luces rojas en el cielo
Debo salir corriendo dejándolo todo
Vuelvo a perder el hilo
He olvidado algo fundamental
Tiene que ver con la música el cine la pintura la poesía
Si bailo Metástasis de Xenakis quizá lo recuerde
Saltan sobre mí murciélagos mezquinos
Los conductores de almas me exigen que hable de esto
pero yo hablo de aquello
Aristakisyan es tan libre y tan frágil
Los normalizadores quieren fusilarlo
El fusilamiento consiste en pedir explicaciones
¿Que cuál es el tal vínculo profundo que une a La persistencia de la amnesia, Réquiem y Salmos?
Me interrogan como a un acusado
Yo lo veo con la misma claridad que Gauss vio
el teorema de los logaritmos y la densidad de los números primos
Primero viene el teorema y luego la demostración
A veces sólo llega este pero no aquella
La dejo a las generaciones de matemáticos
El delirio es un estado de gracia
La gracia está acorralada por las peticiones de explicaciones
Sólo la música de las aguas profundas puede traerla a la superficie
Y entonces la gracia pide un grito aunque sea un grito mudo.
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