Michele Apicella está conflictuado (1). Sus compañeros de militancia lo increparon: “no liberás tu homosexualidad, estás siempre en tu casa, ¿qué forma de vida es esa?”. Mientras juegan al metegol en su balcón, Michele intenta explicar a sus amigos la confusión que lo aqueja: “no entiendo por qué uno debe sentirse más de izquierda por ponerse un arito, por comer sólo dos papitas en el almuerzo”. Ellos tratan de consolarlo como pueden: “¿quién dice que eso significa ser más de izquierda?”; pero Michele no escucha razones, la culpa lo carcome: “¡es que yo me siento más de derecha!”.
Ha sido necesaria la inusual sensibilidad política de directores como Nanni Moretti para que la izquierda (y especialmente el cine de izquierda) se acerque a los problemas vinculares, éticos y afectivos de la vida cotidiana. Tal vez por su agenda política, o por los cánones de su literatura tradicional, el pensamiento de izquierda había resignado aquellos problemas del “mundo de la vida” que escapaban a los marcos estrictos de su lucha (2). Recién durante las últimas décadas del siglo XX, ante el fracaso de la experiencia soviética, la renovación teórica del feminismo y la sedimentación de los movimientos políticos de homosexuales, bisexuales y transexuales, la izquierda volvió a revisar la relevancia de ciertos tópicos extra-económicos como la sexualidad, la familia, los vínculos amorosos, la misoginia, la estigmatización, la dominación masculina o la identidad de género (3).
Es sencillo reconocer, aunque nos acerquemos sólo a uno o dos exponentes de su vasta producción, que el cine de Almodóvar labra el mismo terreno. Sin ir muy lejos, La piel que habito (2011) mueve todas sus fichas en esa dirección: por debajo del ostentoso estilo visual del melodrama, y de una intrincada estructura dramática que se mueve constantemente en el tiempo, cada uno de los problemas mencionados encuentra su lugar en la pantalla. Almodóvar se sirve de todos los giros argumentales posibles para mantener la tensión del relato, y es tan bueno haciéndolo que es posible perder registro de la relevancia temática de su narración. Ha sido, de hecho, su capacidad para mantener el interés de la audiencia en medio de un material enmarañado, a veces disparatado y excesivo, el rasgo preferido por la crítica para dar su aprobación a La piel que habito, tanto en España y Argentina como en Estados Unidos. Poco se ha dicho, sin embargo, sobre el tipo de reflexiones que subyacen a ese material.
Gracias al carácter de sus propias intervenciones públicas, y a una importante condescendencia del periodismo de espectáculo, Almodóvar se ha convertido en un verdadero adalid del “destape cultural”: una figura artística que vive para conmover las rigideces del público con su obra, su presencia y sus palabras. Cuando la crítica cinematográfica intenta definir el estilo almodovariano recurre a apelativos como “retorcido”, “complejo”, “denso” o “trágico”, aunque su preferidos siguen siendo “arriesgado”, “incorrecto”, “transgresor” o “radical”. Esta percepción es tan unánime que cualquier tipo de discusión o polémica parecen imposibles. Sin embargo, no es necesario un análisis exhaustivo para descubrir todo lo que se escapa del marco de esas adjetivaciones. Bajo la luz de una mirada mínimamente reflexiva es difícil aceptar que el hecho de asumir ciertas temáticas o “hacerlas visibles” presuponga un valor en sí mismo, permita definir la orientación política de un film o lo haga éticamente defendible.
Con el paso de los años, Almodóvar ha ido limitando su cine a una expresión de las preocupaciones e inquietudes de la clase alta española. Sus retratos son idénticos a los de un culebrón televisivo de la tarde —mucamas despechadas, profesionales ambiciosos, esposas insatisfechas, niños malcriados— y sus conflictos los de una burguesía indiferente, que vive de manera holgada y superficial. Pero a diferencia de los policiales de Claude Chabrol, o incluso de los melodramas de Douglas Sirk, Almodóvar jamás pone en duda la validez de esos conflictos ni revela lo que se encuentra oculto debajo de ellos. No los retrata desde una perspectiva estructural, como podría recomendar Paulo Freire (4), que permita redimensionarlos como preocupaciones “de clase” o productos de algún tipo de ordenamiento social. Por más ácida o paródica que pueda ser la descripción de sus personajes, sus motivaciones y preocupaciones son aceptadas sin más, y es de hecho necesario que así sea para que la narración avance, para que exista una mínima afinidad espectador-personaje, para que las acciones retratadas sean relevantes.
En el cine de Mike Leigh, como contraejemplo, las pretensiones burguesas (e incluso aristocráticas) de muchos de sus personajes, son siempre contrapuestas a otros personajes y a otras preocupaciones. En casi toda su filmografía (5), el sentido común es desacomodado mediante una creciente contraposición de puntos de vista, entramados de sentido o formas de ver. Cada espacio vital en que el film hace foco permite una comprensión de los procesos mediante los cuales los sujetos –miembros de una clase, familia, pareja, amistad o grupo de trabajo– han desarrollado una perspectiva personal e irrepetible sobre el mundo. No es otra cosa que su anclaje intersubjetivo lo que nos permite acceder a esa sensibilidad y tejer, junto a ellos, un entramado relacional que la contrapone, de manera creciente, a la de los demás.
Leigh se abstiene de hacer comentarios por encima de sus personajes y utiliza dos herramientas fundamentales para lograrlo: 1) retratar la presión del mundo social y la vida vincular como eje rector de las percepciones, emociones y motivaciones de sus personajes; 2) retratar la contraposición de sus distintas “formas de ver” como una forma de desestabilizar sus certezas y convicciones, al tiempo que se conmueven y se dislocan también las de la audiencia.
El cine de Almodóvar se mueve en otro nivel, que es, en gran medida, el de una abstracta universalidad. El quiebre del personaje principal de Los abrazos rotos (2009) y la consiguiente fatalidad que conllevan sus acciones sólo pueden volverse comprensibles mediante la aparición de un súbito apasionamiento irracional. En Todo sobre mi madre (1999) y La mala educación (2004) existe un rastreo de las derivas emocionales de los personajes, pero sus visiones del mundo están condicionadas por hechos pasados, remotos y traumáticos, que surgen de manera espontánea y guían sus pasos casi como una predestinación. De una manera u otra, sea por un brote de ciega irracionalidad o la presión incontenible de un reflujo inconsciente, sus personajes son movidos por fuerzas que los superan, que los recorren sin una razón clara, que están más allá de sus intereses, sus relaciones actuales o su vida cotidiana.
Simplemente, no existen elecciones éticas en el cine de Almodóvar porque sus personajes son inmunes a cualquier tipo de condicionamiento social e incapaces de decidir o elaborar sobre el tipo de relaciones que entablan con los demás. En verdad, no poseen la condición habitual de toda subjetividad. Sus emociones, sus decisiones y sus acciones se encuentran sobre-condicionadas por factores internos y naturales que afloran sin permiso: son una cuestión de piel.
El cine de Almodóvar logra causar revuelo mediante tópicos “escandalosos” o “tabú”, pero no compromete seriamente esa caracterización ni la mirada usual que prima sobre ellos. Para encontrar sostén, lo escandaloso requiere de la ausencia de empatía, de la distancia o la incomprensión. Por ende, el éxito de un cine escandalizante puede sobrevenir de una mansa aceptación del sentido común que implicaría reproducir el estatus cultural de esos conflictos como “escabrosos” o, al menos, presuponer una audiencia chata y poco reflexiva que puede ser fácilmente impresionada. Numerosas películas contemporáneas que abordan la sexualidad –Krámpack (Cesc Gay, 2000), Un año sin amor (Anahí Berneri, 2004), Transamerica (Duncan Tucker, 2005), XXY (Lucía Puenzo, 2007), entre muchas otras– están construidas bajo esa lógica: refuerzan la supuesta “anormalidad” y “perversión” de los hechos retratados para conseguir un efecto traumático y atemorizante, presuponiendo la incomodidad del público ante ellos, e intentan establecer, posteriormente, una crítica desnaturalizadora de la mirada que habían asumido como premisa. Al salir de la sala, el público debería sentirse culpable por aceptar lo que el propio film proponía. Almodóvar ha hecho de ese estilo un producto con nombre propio.
En ese aspecto, es sorprendente que una gran porción del análisis sobre la representación fílmica de la sexualidad se haya dado en torno al cine de Almodóvar y su impronta. Indudablemente, no sólo ha gestado un canon estético –mediante la revalorización del kitsch– sino una referencia ineludible para el tratamiento fílmico de temas tan diversos como contiguos –desde la condición femenina hasta el travestismo, las relaciones homosexuales o las crisis identitarias-. Almodóvar parece delimitar su abanico temático como una extensión de los malestares psicológicos freudianos y, en el agolpamiento de patologías que sufren sus personajes, no es difícil confundir, como muchos han hecho, afecciones psicobiológicas y condicionantes sociales. El universalismo al que nos hemos referido, sumado a esta patologización de los conflictos intersubjetivos, pueden sugerir, la mayoría de las veces, que la condición homosexual o femenina son poco más que afecciones psicológicas.
Desde sus primeros films, Almodóvar demostró una predilección por la artificiosidad, la sordidez y la afectación. Tanto en aspectos formales como temáticos, su cine ha sido deudor de una intensa sensibilidad camp que ha tomado matices cambiantes a lo largo de los años. Desde la saturación pop de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y ¡Átame! (1990), que establecían una crítica paródica en clave de comedia, hasta el esquema melodramático, estereotipado y sensiblero de Carne Trémula (1997) o Todo sobre mi madre (1999), indudable deudor de la telenovela. Esta etapa, que se inaugura con La flor de mi secreto (1995), encuentra sus expresiones más puramente reaccionarias en La mala educación (2004) y La piel que habito (2011). El registro autoral de estos films se basa en una serie de premisas que configuran, mediante su función central y su reiteración, un universo de sentido propio del cine de Almodóvar.
Sin algunas de esas premisas el entramado dramático se volvería insostenible, las acciones de los personajes incomprensibles, las reflexiones temáticas sin sentido. A partir de ellas, se puede inferir una concepción de los sujetos, la sexualidad y las relaciones afectivas que están en consonancia con las características generales del resto de su obra. Allí debería buscarse no sólo la originalidad de la marca autoral almodovariana sino su sostén conceptual y su potencia como enunciación ideológica. Apuntaremos aquí algunas de esas premisas filosóficas generales: 1) El apasionamiento es un pasadizo hacia la irracionalidad; nubla los sentidos, bloquea el juicio y libera una “animalidad” latente. Las acciones impulsivas que nacen de la irracionalidad tienden a la violencia, la atrocidad y la apropiación compulsiva del otro. 2) La perversión sexual es producto del deseo amoroso o del fracaso de cualquier intento de “sublimación”: todo crimen es pasional. 3) Los grandes actos amorosos surgen a partir de relaciones jerárquicas, de dominación o subyugación. 4) La violación puede ser un gesto amoroso. Sea como sea, está cargada de erotismo y apasionamiento. 5) La homosexualidad, la transexualidad, el travestismo, son siempre experiencias traumáticas. Los personajes homosexuales –aunque también los enamorados– son inestables, doloridos, atormentados, frustrados, han dañado o han sido dañados a través de la expresión de su deseo. Para ellos no tiene lugar el placer sin culpa; les está vedada la felicidad, la dicha o el goce.
La mayor parte de las veces el tratamiento temático no pasa de ser una resuelta provocación pop cuyo único objetivo es perturbar a la audiencia. Como suele suceder en este tipo de propuestas, el discurso que las acompaña es el de la transgresión: hemos sido reprimidos por los cánones de la sociedad victoriana y, por ende, al arte solo le resta escandalizar y disturbar; mostrar todo aquello que antes se encontraba cubierto (6). El problema es que ese “destape” no asegura el desarraigo del sentido común asociado a todas las formas de vida que han sido desplazadas del orden simbólico; sólo convoca a retratarlas de manera compulsiva, muchas veces refrendando las propias actitudes moralizantes que se pretendían combatir.
[Debe] tenerse en cuenta que la transgresión de una norma corre el riesgo de dejar intacta esa norma. Es claro que lo que Bataille llama «transgresión» es aquello que invierte el orden de las cosas durante un tiempo determinado, bastante breve, y luego todo vuelve al orden, nada cambia. […] En cierto modo, se refuerza el orden establecido, en la medida en que no se trata de poner en duda, de buscar transformar ese orden, sino simplemente de jugar con esas reglas durante un lapso corto (7).
En este sentido, Almodóvar apela a una cómoda incomodidad: retrata las características mórbidas de lo desplazado para atraer al público mojigato, al tiempo que refuerza la compulsión expulsiva de esa representación: la percepción de una monstruosidad latente que debe ser controlada o puede volverse peligrosa para la estabilidad moral de la sociedad. Al reproducir este esquema hegemónico, sus films son ligeramente escandalosos y, al mismo tiempo, brutalmente condescendientes.
Michele Apicela puede quedarse tranquilo: ser homosexual no significa ser de izquierda.
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(1) Michele Apicella es un personaje recurrente en los largometrajes de Nanni Moretti, siempre interpretado por él mismo. Podemos encontrarlo en Io sono un autarchico (1976), Ecce bombo (1978), Sogni d’oro (1981), Bianca (1984) y Pallombella rosa (1989). La escena que aquí describimos es un fragmento del primero de estos films.
(2) El cine tradicional de izquierda se había limitado a los temas fundamentales (y nada deleznables) del pensamiento social crítico: el Estado como instrumento de dominación de clase, la alienación, la represión policial, la injusticia laboral, la militarización y colonización del tercer mundo, la complicidad política de los grandes medios de comunicación, la guerra imperialista, la organización y rebelión popular, la revolución social de los trabajadores.
(3) No debemos olvidar la experiencia temprana del Free Cinema que, entre 1956 y 1963, se acercó a la vida cotidiana de los sectores obreros de Inglaterra desde una perspectiva de izquierda común a la New Left, los Angry Young Men y los Cultural Studies.
(4) Freire hace hincapié en la relevancia de demostrar la existencia de estructuras generales organizadoras –que pueden ser naturalizadas en la percepción inmediata de las cosas– como una de las acciones culturales más relevantes para la liberación política. Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009.
(5) Aunque especialmente en High Hopes (1989), Life is Sweet (1990), Secrets & Lies (1994), Happy-Go-Lucky (2008) y Another Year (2010).
(6) Los riesgos reproductivos de esa actitud en el arte han sido expresados con claridad por Susan Sontag. Fascinante fascismo, en “Bajo el signo de Saturno”, Debolsillo, Buenos Aires, 2007.
(7) Didier Eribon, Es la hora de la revuelta, Página/12, Buenos Aires, 15 de agosto de 2014.