El desencanto: fantasmas, historia y memoria | por Núria Molines

Jaime Chávarri | El desencanto

Yo nunca había leído ni un poema de Panero padre. (Ni tampoco ahora). Sinceramente, nunca vi el momento. ¿Por qué mis ojos se quedaban sin embargo fijos en aquella casa, en aquellos rostros ajenos? A veces, cuando pienso en El desencanto, solo recuerdo el viento. El viento que visita esa casa que ya vemos medio abandonada, con cristales rotos que dejan pasar las ráfagas cargadas de polvo, tierra, hojas y tiempo. El viento mece los fotogramas de este viejo álbum familiar, despega las caras de las fotografías con sonrisas de pose, las hace volar por la ventana que alguien olvidó cerrar.


Este texto, más que análisis fílmico o cosas por el estilo, es, más bien, el relato de las horas que he invertido pasando las páginas polvorientas de una historia que no era la mía, de una historia que no viví, pero que, de alguna manera, necesité que me contaran, una historia de fantasmas. Al fin y al cabo, El desencanto es una especie de búsqueda de la historia y de la memoria, el intento de una familia de recuperar y definir lo que es y lo que fue cada uno de ellos. Un intento por pintar el retrato familiar (como sutura, como posibilidad). Lo que nos dejan sus imágenes son diferentes voces (pinceladas o brochazos) que se superponen, se anulan y reafirman entre sí, hacen de un cuadro -que empieza siendo realista-, uno impresionista, que termina sentenciado con la dureza expresionista de la palabra que sabe del dolor.



1. La estatua. El padre.


28 de agosto de 1974, 12 años y 24 horas después de la muerte de Panero padre se reúnen todos en la plaza de Astorga para conmemorar su muerte. Vemos una figura embalada a la que el locutor alaba grandilocuentemente, una figura todavía sin cara, primero tapada con embalajes y luego con una bandera. La voz que conduce la ceremonia nos habla del dolor y el duelo de los astorganos, pero contrasta con la imagen festiva que se ofrece: los pueblerinos agolpados tras las vallas esperando ver la nueva atracción el pueblo, los pequeños, vestidos con el traje regional y las castañuelas para bailar ante la estatua del muerto. Un homenaje muy del estilo de la España de la época, honores populares y folclóricos que poco tienen que ver con la «significación de la poesía como carne viva, como alma en trance de un pueblo».


Y en primera fila, con el rostro ausente, la viuda, Felicidad Blanc, que guarda con el bolso el sitio para dos de sus hijos, que llegan tarde y tratan de ponerse serios y mostrarse interesados durante la ceremonia, uno con más éxito que el otro. El tercero no aparece por allí. Luis Rosales es el único que le dedica unas palabras, el único que tiene palabra. Palabras para el poeta muerto. Habla de lo mucho que quería a su mujer y a sus hijos. El gesto de Felicidad Blanc le observa hasta con reproche; Luis Rosales, el hombre que le privó de su marido, aunque ella confiese que en los últimos años de vida de su marido «logró vencer»; victoria truncada por la muerte del poeta.


Las palabras de su hijo mayor -también poeta- en forma de oda (o antioda, mejor dicho) son la voz de un panegírico más sincero, un tañido amargo de campanas el día del funeral, unas palabras leídas en la casa, no ante la muchedumbre, tras las bambalinas de un decorado donde el ruido de tramoyeros permite decir palabras fuera de lugar hacia el gran padre y poeta, Leopoldo Panero. Es bello el contraste entre ambas elegías, no parecen hablar de la misma estatua. Una sabe del dolor y de la lucha contra el padre y la otra es lírica institucional, mezclada con una sincera amistad y admiración. ¡Oh padre amantísimo que corres por los burdeles!


Y ahora, ¿qué queda? El poeta en piedra, otro monumento a la memoria cincelado en un material sin tiempo. Las calles Leopoldo Panero, los premios Leopoldo Panero y unos poemas que no leí jamás.



2. Felicidad Tristeza Blanc



«Par délicatesse, j’ai perdu ma vie»


Rimbaud



Con estas palabras pronunciadas en perfecto francés de colegio caro de la época, el pequeño de los hermanos, Michi, describe la vida de su madre. Ella, sentada tiesa como el mimbre pero comida por la silla, me cuenta una historia de la familia muy diferente a la que han visto los hijos.


Sus andanzas de niña bien por Madrid, donde ya su padre le dice quién tiene que ser, donde no se entera de la Guerra Civil. Me cuenta emocionada su historia de amor, que poco tiene de emocionante. Dice que se enamora de Panero cuando él le dice que la ve como una mujer vieja, al final de la vida, paseando por las murallas de Astorga.  Se casa por vanidad, porque Panero consigue recuperarla gracias a un original poema en la que la llama hermosa. Y claro, ella nos dice emocionada que nadie había escrito un poema sobre ella, que ese momento de casi ruptura lo salvó ese «Cántico». Repite los versos como si fueran su joya más preciada, una de las pocas veces en su vida en la que quizá alguien le prestó atención.


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Sigo atenta el testimonio de su boda y luna de miel -la reconstrucción de un edificio truncado mediante la palabra-, la llegada a Astorga que Felicidad describe con idealización profunda: la muchacha bien de la capital que se va a provincias a darse a la vida retirada de los paseos y los bizcochos, de los inviernos en casa, los veranos en casa y todo el tiempo en casa. Una casa bella, sí, llena de recuerdos ajenos, una casa que absorbe el tiempo como la luz. El hechizo se rompe pronto, la luna de miel se convierte en una juerga de un mes con los amigos de Panero, «siempre acompañados», repite con una amargura mal escondida.


Michi sigue hablando de su madre (voz superpuesta al relato de Felicidad), la describe como una mujer que ha vivido subyugada a las veleidades y gritos de los Panero. Felicidad fue un mueble victoriano durante muchos años, un mueble callado, discreto y servicial. Nunca pudo disfrutar del marido: si no eran los amigos, era el omnipresente Luis Rosales, la escritura, para la que Panero necesitaba soledad; luego los hijos, «que unen y a la vez separan». Se quedó toda la vida esperando que llegase la vejez para poder recuperar un tiempo que nunca había tenido, la intimidad con Panero. Zweisamkeit, la soledad de dos.


Sin embargo, sí que hay un momento donde pude ver la pequeña venganza de la madre hacia sus hijos, que le habían quitado al padre («nos los llevábamos a todas partes»). Michi le pregunta por un episodio con unos perros. Panero padre había ordenado sacrificarlos y Felicidad se llevó a sus dos hijos menores, Michi y Leopoldo María, a que contemplasen cómo los echaba al río. Michi la acusa de sádica y no entiende por qué su madre les hizo presenciar esa imagen; tampoco entiende por qué salvó al más feo de los cachorros. Me quedé pensando en esta escena unas horas, en el hecho de que no llevase a su hijo mayor (que tras la muerte del marido, tomará en cierto modo su lugar). Su pequeña venganza, una sublimación de las ganas de hacer desaparecer a sus hijos para poder estar a solas con su marido. Pero aun así, hace unos agujeritos en la caja donde van los cachorros, para que no sufran tanto. Par délicatesse…


Jaime Chávarri | El desencanto

Cuando muere el marido, sus primeras -y sorprendentes palabras- son: «Debemos amortajarlo, puede quedarse frío y luego ser difícil de hacerlo» y su única preocupación es ir a Astorga a avisar a los amigos para que puedan acudir al funeral. Parece una tragedia lorquiana, como Bernarda Alba cerrando las puertas de la casa y diciendo que su hija ha muerto virgen. Que no quede feo, que la muerte sea digna y decorativa, que pasen los campesinos a ver al patrón. Que él se fue, pero eso no importa, importa quedar bien, hacer lo que tiene que hacerse. Par délicatesse…



3. Juan Luis. Michi. Dos piezas desencajadas.


Aunque ambos intentan ser protagonistas de las escenas, de la historia, ambos hermanos se quedan en los márgenes de la foto familiar; también como artistoides o poetas, con obra o sin obra, más o menos reconocidos, más o menos desgraciados. Juan Luis se presenta desde el principio como un bufón artificioso. Su desfile de objetos fetiche parece más bien un intento de construirse un personaje pintoresco y llamativo que atraiga los focos y las miradas de curiosidad, siempre dirigidas al hermano mediano (voz casi ausente en toda la película, pero siempre presente como fantasma). Incluso su voz, con ese acento indescriptible, excéntrico, impostado, sus ropas extravagantes y gestos excesivos. Todo él es un intento de personaje novelesco.


Jaime Chávarri | El desencantoLa distante y ambivalente relación que mantiene con su padre, el odio y la «responsabilidad del apellido», las veces que el «Panero» de su carné de identidad le favorece y las veces que suscita miradas reprobatorias, sobre todo entre compañeros de facultad y, principalmente, tras las disputas con Neruda. La inscripción de un nombre propio como losa, lápida y corona de laureles marchitos de por vida. También como maldición, algo parecida a la de los Buendía en Macondo, sumidos en la locura y la soledad de su propio personaje, el juego del fin de raza, la casa enorme y que fue tan bella, una casa para las cenizas de una familia que se descompone. Y el antagonismo con su hermano Leopoldo María, una envidia mal curada de poeta. Tampoco leí nunca nada de Juan Luis Panero, todo sea dicho. Tampoco vi el momento. Tampoco me interesó buscarlo. Desde hace un tiempo solo leo por instinto. Y así nos va la vida.


Michi, tan joven y casi incorrupto todavía en la película, parece el niño curioso al que por una vez le hacen caso y le responden. Toma en ciertas ocasiones el papel de entrevistador, sobre todo con su madre. Pero en el fondo, se entrevé la amargura en sus ojos, el no haber sido nadie –todavía- en la familia, no saber exactamente quién es. Su compañero de juegos, Leopoldo,  se volvió un ser «raro», su padre murió (aunque su madre le dice que no está muerto), se quedó en un rincón porque había mayores problemas de los que ocuparse: el alcoholismo de sus hermanos, los problemas que causan, los líos políticos de su hermano mayor, los intentos de suicido «de opereta» de Leopoldo María, una madre que se ha quedado viuda y retoma, con su hijo mayor como sustituto, la vida social, su resurgir…


No es de extrañar el posterior desarrollo de la historia de Michi, aunque no venga aquí al caso. Las fotografías de la película nos muestran a un muchacho perdido, que empieza y desempieza las carreras, que se aburre, al que no tienen mucho en cuenta, que está en el margen de la foto familiar. Paradójica aquella canción de Nacho Vegas, en la que canta que fue alguien por casi haber conocido a Michi Panero.



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4. Leopoldo María. Fantasmas. Clausura.


Aquí el fantasma soy yo... En cuanto me piden que desempeñe mi propio papel  en un guión de cine más o menos improvisado, tengo la sensación de dejar que un fantasma hable en mi lugar. Paradójicamente, en lugar de desempeñar mi propio papel, sin saberlo, dejo que un fantasma haga de ventrílocuo para mí, es decir, que hable en mi lugar [...] El cine es un arte de fantomaquia, [...] es un arte de dejar volver a los fantasmas. [...] Todo esto debe tratarse en la actualidad -me parece-, en un intercambio entre el arte del cine, en su costado más inaudito, más inédito, finalmente, y algo de psicoanálisis. Creo que cine+psicoanálisis= ciencia del fantasma.


J. Derrida en Ghost Dance



Cuando las voces vuelven, desde su propia espectralidad, a hablarnos con la mirada. Cuando la imagen proyectada en la pantalla, su voz diferida del momento del habla, nos devuelve -como en un «terrible espejo de repeticiones»- la refracción justa que nos da un reflejo de nosotros que viene de otra parte. Todos ellos son fantasmas en el filme, fantasmas de ese álbum viejo de la familia, en una casa vendida a trozos, ya sin vida, ya sin nada más que muebles para las escenas.


Leopoldo (y me dejo el María, porque para mí, Leopoldo Panero es él) es la voz espectral que se cierne sobre toda la película. Se podría entender El desencanto en dos mitades (la cara-contracara del álbum familiar); la primera, en la que se recogen los testimonios de la madre y sus dos hermanos, y la segunda, en la que Leopoldo toma la palabra. Curiosamente, la primera vez que aparece está en un cementerio, paseando entre las lápidas, no dice ni una palabra, su simple imagen ahoga la voz que queda como en sordina, de su madre o su hermano, no lo recuerdo.


Cuando vuelve a aparecer, inaugurando un segundo tiempo para el filme  (un segundo tiempo del testimonio y la memoria), Leopoldo se erige como portador de la palabra cruda, una sentencia en cada frase, un saber cercano al dolor, a lo real, que va más allá de las quejas y reproches que su hermano mayor disemina a lo largo de sus intervenciones. Un arlequín que es él mismo (o así se describe), ese simulacro que, sin embargo, se constituye como lo más real de toda esta historia. Me quedo (o se ha quedado en mi retina, en ese lugar donde se guardan las imágenes que te rompen por dentro) con el momento en el que dice: «Tanto sobre la familia como sobre los individuos en particular hay dos historias que se pueden contar: una es la leyenda épica, como llama Lacan a las hazañas del Yo, y otra es la verdad. Y la leyenda épica de nuestra familia, que es lo que me figuro que se habrá contado en esta película, pues debe de ser muy bonita, romántica y lacrimosa, pero la verdad es una experiencia bastante, en fin…deprimente… o sea, empezando por un padre brutal, siguiendo por tus cobardías que en ocasión un suicid… intento de suicido mío, que creo que fue de opereta, cuando tenía las pastillas yo, puestas encima de la cama, entró una andaluza fisgona de la pensión que  dijo: ¿Pero es que va a hacer Ud. Lo mismo que Marilyn Monroe? Y a raíz de ese suicidio, para evitar tratar de comprender las razones que me habían impulsado a ello, en lugar de pedirme explicaciones y tratar de remediar la situación que lo había producido, decidiste meterme en un sanatorio donde lo pasé muy mal. Esa es la otra cara de la leyenda».


Jaime Chávarri | El desencanto

En unos segundos asistimos a la destrucción de la película, a toda una operación de desmontaje del discurso que se ha ido construyendo en la hora anterior de visionado. Tampoco digo que la familia se haya dedicado a contar un cuento de hadas, pero su relato no tiene la crudeza y el dolor que oímos de boca de Leopoldo. Un arlequín, un fantasma, alguien que ya está muerto (no son nada baladí los dos lapsus linguae que tiene sobre el suicidio -los he señalado en cursiva al transcribir la escena-, dos frases en las que habla del suicidio no como intento o acto frustrado, sino como algo real, algo que sí llevó a cabo).


Lo maravilloso y desconcertante de todo este gran relato de una época cristalizado en una pequeña historia que es El desencanto es precisamente la apuesta por reivindicar o poner en práctica un concepto de memoria escindido entre el discurso institucional, lineal, racional (principalmente encarnado por Felicidad Blanc, que nos cuenta la historia cronológicamente, apenas interrumpida por el anecdotario de sus dos hijos, Juan Luis y Michi) y la ruptura con ese discurso histórico, la apertura de la herida nunca cerrada.


«Yo considero que el fracaso es la más resplandeciente victoria» y con ello, Leopoldo admite el fracaso no solo del discurso de la familia, sino del suyo propio, de las vidas de todos ellos y de la suya propia. Su madre le da la razón, por no contrariar, a su hermano Michi, le da igual. Ese fracaso es para Leopoldo también un fracaso de la propia escritura, de la palabra, pues ni transitándola, ni habitándola ha podido evitar la locura, el dolor o la tragedia; pero a la vez, el mayor triunfo, el que guardamos los que transitamos su poesía como si nos fuera la vida en ello. Su poesía da cuenta de ello, de la aceptación de la locura como lucidez frente a la muerte y al dolor (quizá estar loco es estar demasiado lúcido y no tratar de estar cuerdo). Aunque nos confiese que «en la infancia vivimos y después sobrevivimos», ya en sus primeros poemas (con tres años y medio) la amargura lo tiñe todo. Sus padres trataron de bloquear eso, «no fomentárselo» porque era extraño y peligroso para un niño tan pequeño imponer otro discurso que fuese sano. Pero para Leopoldo la escritura nunca fue un punto de redención, sino de aceptación cruda y sin cortapisas del dolor.


«Yo que todo lo prostituí, aún puedo prostituir mi muerte y hacer de mi cadáver el último poema». Y ahora todos están ya muertos y en aquella casa solo queda el viento entre ruinas de un pasado que pervive. Y ahora solo quedan poemas que son lápidas y que quedan en nuestra memoria como abismo del recuerdo y de la escritura del pasado. Y a mí me queda El desencanto y una colección de poemas anotados y torturados que son parte de mi memoria (histórica y en minúscula) y todo el dolor del mundo en el rostro al habitar estos lugares.



Núria Molines



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