A veces despierto
mi lado perverso
y te imagino allí
en tu última actuación.
Charlie Mysterio
...y así fue cómo, simulando que había muerto, Alec se murió.
Enrique Vila-Matas
Todo acabó ya, Norman Maine
1954. Ha nacido una estrella. Cinemascope. Color.
Ruge el mar al pie de una terraza. Incansable. Incesante.
Norman Maine yace en la cama. Su mujer, Vicki Lester, acaba de sacarlo de la cárcel. Se iba a pasar allí meses. Conducía borracho. Había estampado el coche contra un árbol. Es peligroso. Para él mismo. Para los otros. Lo ha dicho el juez. Pero Vicki ha prometido ocuparse de él. No volverá a suceder.
Vicki sale a la terraza. Allí la espera, tomando un café, Oliver Niles, director del estudio. El mar se refleja repetido en los ventanales.
Vicki, desamparada: Parece tan indefenso cuando duerme, sonriendo como un niño...
Oliver deja la taza y la servilleta en la mesa. El viento, fiel aliado de los cineastas, hace volar la servilleta. Acompañando su vuelo la cámara abandona la terraza y descubre la ventana de la habitación de Norman.
Corte. Pasamos dentro de la habitación. La luz aísla el rostro de Norman. Las voces que llegan de la terraza lo despiertan. Esa es la escena, una situación clásica: dos personajes hablan de un tercero que los escucha sin que ellos lo sepan. La cara oculta de uno mismo. ¿Quién somos cuando no estamos?
Vicki le anuncia a Oliver que abandona su carrera. Está en la cumbre, pero abandona. Al menos por un tiempo. Tiene que ocuparse de Norman. A tiempo completo. Quizás si no se hubiese ausentado tan a menudo...
Sí, se va a ocupar de él, se alejarán de Hollywood, él dejará de beber y un día, quizás, volverán a empezar, volverán al cine. Pero lejos de Hollywood, en Inglaterra o en Italia, allí donde nadie esté al tanto de lo sucedido.
Hubo un tiempo en el que Norman hizo todo lo posible para darle a ella su primera oportunidad, para que se convirtiese en una estrella. Ahora Vicki va a hacer todo lo posible para que Norman tenga una segunda oportunidad. Ha renacido una estrella...
Entonces le llega el turno a Oliver de decir la verdad. Su verdad. No hay nada que hacer. Norman está acabado como actor, veinte años bebiendo lo han dejado vacío.
Vicki se niega a creerlo. No puede vivir sin esperanza. Tiene que intentarlo. Oliver lo comprende y lo acepta. Se va. “Adiós, Vicki Lester. Buena suerte, Sra. de Norman Maine.”
Y mientras, en la habitación, algo parece haberse roto en Norman, el cuerpo tensado por el dolor, un grito ahogado en la almohada.
Quizás tenga razón Oliver. Quizás esté vacío, acabado como actor. Ahora lo comprende. Está acabado y va a arrastrar a Vicki en su caída.
Y entonces tiene un último arranque. Un último arranque de actor. Todavía puede actuar. Una vez más. Una última vez.
Se levanta. Va al salón. A través del ventanal ve a Vicki sola en la terraza. Y ve el mar a lo lejos. Vuelve a mirar a Vicki. Un último esfuerzo, Norman recompone la figura, adopta una postura desenvuelta, está listo para su última actuación, listo para entrar en escena. Desde el otro lado del ventanal, desde el otro lado del mar reflejado, sonriente, llama a Vicki.
Su última actuación será un éxito. No está acabado como actor. Todavía no. Nunca habrá estado tan convincente. Aunque claro, nunca hubo mejor público que Vicki, nunca hubo un público más deseoso de creer, más necesitado de aceptar una ficción. Y él se da a fondo. Se encuentra bien. Tan bien que hace bromas, se va por las ramas, vuelve, porque la felicidad se comparte así con el público, con bromas, con distracciones. (Ese es el truco, no representar la felicidad, sino provocarla en el espectador). Norman va a llevar una vida diferente, una vida de atleta, ahora mismo va a ir a nadar. Mientras, ella va a preparar sándwiches en la cocina. Y sobre todo va a cantar. Eso es lo que falta en esta casa, alegría, música...
Y allí va ella, a la cocina, corriendo casi, llena de un entusiasmo real reflejo del entusiasmo actuado de Norman. ¡Qué fácil parece a veces, sin ser feliz, dar a otra persona la felicidad que no se tiene! Aunque solo sea un instante. Milagro de nuestras manos vacías, dar lo que no poseemos.
Allí va ella y entonces Norman, una última vez, la llama. Ella se detiene, se da la vuelta. Sólo quería verte otra vez, dice él. Sí, la misma réplica que le había dicho dos horas antes en la película, unos años antes en sus vidas de ficción, la noche en que se conocieron. El círculo se cierra, la tragedia puede tener lugar, la frase que había empezado todo ha sido repetida.
Ella se va. Queda su voz cantando. “Veo un nuevo mundo...”
Quedan solos él y el mar.
Baja a la playa.
Deja caer el albornoz sobre las rocas.
Es apenas una figura frágil vista de espaldas, a contraluz en el crepúsculo, caminando hacia el mar. Qué poca cosa es un hombre, comparado con el mar.
La voz canta todavía: ...forever.
Una ola se lleva el albornoz.
Ya está. Se acabó Norman Maine.
Se acabó Norman Maine pero no la película. La vida no se detiene con su muerte. Era tan sólo su última actuación, la última escena de una estrella caída.
La última escena, también, de un personaje que bajo el nombre de Max Carey, de Larry Renault, de Norman Maine, y de otros más, buscaba desde hacía tiempo esa conclusión, ese puñado de planos perfectos. En Cukor y en otros. Pero sobre todo en Cukor.
El Gran Perfil
Vuelta atrás. En algún momento tiene que empezar la historia. Aquí, por ejemplo, en Broadway, a principios de los años veinte.
En el escenario una obra de Shakespeare. Hamlet quizás. Sí, Hamlet, justo antes del famoso monólogo, justo antes de ser o no ser. ¿Tiene miedo el actor justo antes de esas cinco palabras?
Esa noche Hamlet es John Barrymore. El Gran Perfil lo llaman entonces. El más apuesto. El mejor actor. La mejor voz. Tiene cuarenta años. Quizás esté en la cumbre de su carrera. Aunque fuera del escenario bebe y bebe, esto todavía no se nota en sus actuaciones, y aún no ha hecho mella en su perfil. Así que ahí va, sin miedo: Ser o no ser...
En la sala, al fondo, en el paraíso, un joven de unos veinte años. George Dewey Cukor. Hay que imaginarlo loco por el teatro. La mirada fija en el escenario, los labios inconscientemente murmuran las palabras que van saliendo de boca de Barrymore. Como Jean Simmons al principio de The Actress.
Está poseído por la actuación de Barrymore. Quizás haya junto a él un amigo que le dé un codazo. No hay que exagerar. Cukor sale de su trance, apenas un instante, y enseguida vuelve a sumergirse. Siempre será así. Otros actores, años más tarde, lo contarán: tras la cámara Cukor parecía mimar cada uno de sus gestos.
Esto es lo que hay que recordar. El joven Cukor, enamorado del teatro, al comienzo de su carrera, viendo al hijo predilecto de la familia que en aquel momento y en aquel país era el teatro: los Barrymore.
Pasarán los años, pero esas impresiones del teatro visto en su juventud, de ese teatro vivido después, nunca desaparecerán del todo. Siempre, escondidos en cada película, visibles o camuflados, estarán el teatro, su familia, sus bambalinas, la confusión entre vida y actuación...
Y tras cada personaje de actor acechará, inolvidable, el Gran Perfil.
Basta con una escalera
Es por la mañana. Julie Cavendish baja las escaleras.
Es una gran casa.
Es una gran escalera.
A mitad de camino se detiene, observa a su familia, cambia el gesto y dice: Una mesa para dos. No muy cerca del pianista.
Su madre comenta: Una buena entrada.
¿Dónde estamos?
¿Quién es Julie Cavendish?
Estamos en The Royal Family of Broadway. Es la tercera película dirigida por Cukor. El año: 1930. Es una adaptación de una obra de Edna Ferber y George S. Kaufman. Una parodia de la familia real del teatro americano, los Barrymore. Los Cavendish son los Barrymore. Más o menos.
Tres generaciones de Cavendish bajo un mismo techo:
Primero, Fanny Cavendish (Henrietta Crosman). Es la matriarca. A pesar de su edad y a pesar de su mala salud, se niega a dejar el teatro. De todas formas es actriz a tiempo completo. Cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, tienen un aire teatral, hechos y dichas para ser vistos y comprendidas de lejos, desde el fondo de la sala. La vida es el teatro, el teatro es la vida. Vivir es actuar y actuar es vivir. Así todo es más sencillo, no caben las dudas.
Luego está Julie Cavendish (Ina Claire, otra actriz a la que Cukor había admirado en el teatro mucho antes de poder dirigirla). Julie es la mejor actriz de su generación. En la cuarentena, pero no se nota. Tiene una hija y debió de haber un marido pero nada sabremos de él. Quizás viuda, quizás divorciada. Ha dedicado toda su vida al teatro y empieza a estar cansada. ¿Ha malgastado su vida? ¿Acaso una vida dedicada enteramente al teatro es una verdadera vida? Entonces reaparece un enamorado, tras veinte años de ausencia. Quiere casarse con Julie. Ella piensa que tal vez también lo desea. Si, quizás sea hora de dejar el teatro, de ser ama de casa... Ese dilema es el centro de la película. Elegir entre la vida y el teatro. Saber si la vida es algo diferente del teatro.
(En los gestos de Julie, de manera más sutil que en los de su madre, hay siempre como un resto de actuación. Ved sus manos. Vedla fumar. Hay una extraña armonía, natural pero ligeramente irreal.)
También está Anthony Cavendish (Fredric March). Es hijo de Fanny, hermano de Julie. Un alegre lunático. El hijo pródigo que se fue a hacer cine. Una auténtica estrella, con un comportamiento de estrella. Huyendo de peleas, de amores complicados con princesas europeas. Como su madre, aún más, es actor a tiempo completo. Ved cómo se curva su mano, parece el pico de un ave de presa intentando subyugar a su interlocutor. Es el primer falso John Barrymore en una película de Cukor. Habrá otros, pero él es el más divertido, es Barrymore antes de la decadencia, Barrymore en todo su esplendor. El gran amante americano.
Y por último está Gwen Cavendish (Mary Brian), la hija de Julie. Ella es la juventud, la actriz en sus comienzos, que no sabe si elegir el matrimonio o el teatro. Elige el matrimonio, para no llevar la misma vida que su madre. Al año ya está volviendo al teatro. No lo puede evitar. Hay una obra... una obra que tiene un papel que no puede rechazar... no, la verdad, no lo puede rechazar.
Esta es la Familia Real de Broadway. Reunida bajo un mismo techo en una película sobre el teatro donde nunca se ve un escenario. ¿Pero quién necesita un escenario cuando tiene una escalera? Con una gran escalera le basta a un gran actor.
Basta ver a Anthony Cavendish subir la escalera mientras se va desnudando, acompañado por la cámara, seguido por su familia, contando sus más recientes aventuras. Basta verle bajar esas mismas escaleras en pleno combate de esgrima. O hablando a horcajadas sobre la barandilla hacia el piso de abajo. Y bajar deslizándose por esa misma barandilla.
(Y ahora que está deslizándose por la barandilla vamos a alejarnos un momento de la familia real, aunque tampoco mucho. Porque ese deslizarse lo podemos encontrar en otra película: Mujercitas. Es Katharine Hepburn, la joven y rebelde Katharine Hepburn, quien así se desliza. Su tía le ha pedido que limpie la barandilla y así lo hace su trasero. Aunque sea otra película, aunque no sea una Cavendish, es casi una prima, se les parece mucho. Ama el teatro. Lo escribe, lo hace, ahí, en el salón, junto a sus hermanas.
La joven Hepburn. La gente del teatro. Es así como aparecen a menudo en las primeras películas de Cukor, e incluso más tarde, gentes que se deslizan por las barandillas, que saltan por encima de los sofás. Una alegría física.
Y también gente que se sienta de cualquier manera y en cualquier lugar, sobre todo donde no conviene. En la escaleras. En el suelo. Ved ese plano tan sencillo de The Royal Family of Broadway: sentados en el suelo, rodeados de ropas desparramadas, llevados por el entusiasmo, los Cavendish estudian un plan de escena. Luego la cámara hace una ligera panorámica hacia arriba y descubre otro mundo: la gente que sabe comportarse, la gente que está de pie. Los prometidos de las Cavendish. Hombres de negocios. Hablan de cosas serias. La bolsa. Acciones. Pero la cámara vuelve a hacer una panorámica hacia abajo. No lo puede evitar, le atraen demasiado esas gentes que se sientan en el suelo, que se deslizan por las barandillas. Un plano ingenuo, feliz, optimista.
Aquí los Cavendish dejan de ser glorias, vuelven a ser comediantes. Podrían echarse al camino en una roulotte. Es una cara del teatro que Cukor filmará a menudo. Una cara soleada. Un ideal. La roulotte que recorre el bosque o el desierto (Sylvia Scarlett, Heller in Pink Tights, etc.).
Vuelta a la escalera. En otra película. Nadie se desliza. Basta con bajar, paso a paso. Como Julia Cavendish. Parece fácil. No lo es. Es muy difícil. Es un arte. Bajando las escaleras entra la camarera de What Price Hollywood en el cine. Esa es su primera escena. Bajar una escalera, decir una frase, descubrir un cadáver. Parece fácil. Sin embargo, la primera vez que lo hace es un desastre y parece que pierde su ocasión. No sabe bajar una escalera. Es algo que no se improvisa. Así que al volver a casa ensaya. Una y otra vez baja las escaleras diciendo su frase. Y de pronto funciona. Actúa. Volverá a rodar la escena y, por inverosímil que parezca, esa bajada de escaleras hará de ella una estrella. La actriz que puede bajar una escalera lo puede todo.
Que se lo pregunten a Julie Cavendish. Allí la habíamos dejado, bajando las escaleras, una rosa en la mano. Su madre le decía: “Una gran entrada”.
Una entrada lograda
Quizás sea ese el momento clave del teatro: la entrada. A un lado la vida real, al otro la vida actuada. Un umbral. Una frontera.
De pronto toda la película parece hecha de entradas en escena.
Las grandes y alegres entradas de Anthony Cavendish, aporreando puertas, acompañado de innumerables criados, de perros, de baúles, de historias increíbles que contar a borbotones.
La entrada fallida del prometido de Julie Cavendish, que llega a contratiempo y estropea el efecto. Julie le pide que vuelva a empezar, pero él no lo hace, no se presta al juego, y aunque a ella entonces no parezca importarle ya podemos adivinar que no acabaran juntos. Una mala entrada no tiene arreglo.
Y sobre todo las dos entradas con las que termina la película.
Primero la de Fanny Cavendish. Ha desfallecido durante una representación. Agoniza rodeada de su familia en el camerino. De pronto oye cómo termina la música del entreacto. Tiene que ir a escena. Se pone en pie proclamando: “¡Estoy lista!”. Y cae. Muerta. Su última réplica. Su última entrada. Toda una vida pasando de la vida al teatro, hela aquí que pasa de la vida a la muerte. Una entrada lograda.
Pero urge el tiempo, no nos emocionemos, no podemos detenernos. Hay que reemplazarla. La vida puede detenerse, el teatro no. Así que Julie reemplaza a su madre. Apenas tiene tiempo de ponerse el vestido, de leer la primera réplica. Va hacia el escenario, vemos en su rostro cómo va subiendo el teatro, ya no está del todo en la vida, aún no está en el escenario. Es la frontera. Y entonces acaba la película. Se detiene en el umbral. En el instante preciso de la entrada.
En Norman Maine, años más tarde, veremos también ese instante. La subida en él del teatro. Se ajusta el albornoz. Convoca en su boca una sonrisa de mentira. Como Fanny Cavendish, está listo, listo para lograr su entrada del otro lado de la vida.
Barrymore fantasma de Barrymore
Fredric March había sido un alegre Barrymore bajo el apellido Cavendish. A James Mason Cukor le pedirá para Ha nacido una estrella que sea un triste, desgarrado y borracho Barrymore. Mason le responderá que él no puede darle eso. Será otra cosa.
Entre medias hubo otro actor que hizo de John Barrymore en las películas de Cukor. Su nombre: John. Su apellido: Barrymore. Sí, tres veces John Barrymore fue John Barrymore para Cukor.
La primera es Bill of Divorcement. 1932. Es la primera película de una joven actriz casi desconocida, Katharine Hepburn. Hace de una chica que no conoce a su padre. Quince años lleva él en un hospital psiquiátrico. La madre acaba de obtener el divorcio y va a volver a casarse con otro hombre. Y de pronto suena el teléfono: el padre se ha escapado del hospital.
Aquí llega. Es John Barrymore, por supuesto. La mirada perdida, está ahí pero no del todo, todavía anda un poco en el pasado, camina aquí y ahora, pero también en otro tiempo. Espera encontrarse todo tal y como lo dejó hace quince años. Su lugar en la casa, su lugar junto a su mujer. Toma a esa joven de mirada brillante por su mujer. Pero no es más que su hija.
Y he aquí que llega su mujer. ¿Volverá con Barrymore? ¿O elegirá al hombre que desde entonces ha tomado su lugar? Barrymore se entrega a fondo: escenas de locura, de pérdida del control, de contención, ojos abiertos como platos, escenas de rodillas, lágrimas...
Un papel hecho a medida para un gran actor. Un papel ideal para Barrymore. Los espectadores podían recordar a aquel que había sido sin dejar de ver aquello en lo que se había convertido. A veces la celebridad puede servir de flashback. A veces el cine juega a vampirizar y la ficción se convierte en metáfora de la realidad.
Quince años pasados en el hospital pero quizás también quince años pasados desde la primera vez que Cukor le vio en el teatro. La hora de Barrymore ya casi ha pasado, su generación no le reconoce y el fantasma tiene que aliarse con el porvenir, con su hija en la ficción, con el joven cineasta que aún recuerda con detalle sus papeles de antaño.
Segunda película: Cena a las ocho, 1933. John Barrymore ya no es un loco huido. Se acabaron las metáforas. Esta vez la ficción vampiriza a fondo. John Barrymore es Larry Renault, actor acabado y alcohólico. Y aunque Barrymore, ya alcohólico, todavía no está acabado, los síntomas ya están ahí.
Y además está el perfil. Ha envejecido prematuramente. Una vez más, cuando el agente de Renault lo pone frente al espejo y le dice: al menos antes tenías un gran perfil, pero mírate ahora, el espectador puede construirse el solo un flashback en la cabeza, recordar otros tiempos, viejas fotos, viejas películas.
En dos largas escenas en una habitación de hotel Larry Renault esboza todo aquello que será Norman Maine. Es algo así como Norman Maine concentrado, express. Alcohol, rechazo de hacer un papel secundario, pelea con su agente, que ya no le aguanta, posibilidad de un amor redentor pero que llega demasiado tarde...
Cena a las ocho es una película de estrellas. Está llena de ellas. Marie Dressler, Jean Harlow, Lionel Barrymore (hermano de), Wallace Beery, Edmund Lowe, Billie Burke.... Todos invitados a cenar una noche a las ocho. Cada uno de ellos con sus pequeñas historias, sus preocupaciones que se cruzan. Eso es lo que cuenta la película, las preocupaciones de los días anteriores a la cena. Historias de amor y de dinero, sobre todo de dinero. Y en el último plano todos los personajes entran al salón y la puerta se cierra. (En una película sobre el teatro nos quedábamos en el umbral del escenario, en una película sobre una cena nos quedamos a las puertas del comedor.)
Sí, ahí están todas las estrellas, al final, todas menos una, todas menos Barrymore. Sus preocupaciones no han encontrado solución. En esa mezcla de tonos y registros que es la película a él le toca la tragedia. Su último gesto, como el último de Norman Maine, es un suicidio puesto en escena. Así debe acabar un actor, actuando.
Así podría haber terminado el paso de Barrymore por Cukor. Un final perfecto, lleno de sentido. Demasiado, quizás. Por suerte hay una tercera película, un tercer papel, un personaje trágico pero alegre.
Es en 1936, Romeo y Julieta. Cukor vuelve a reunirlo con Shakespeare. En la ficción Larry Renault rechazaba los papeles secundarios, pero en la vida real John Barrymore acepta uno, Mercucio. Un hombre que Dios crió para que luego se perdiese él a sí mismo. Quizás Shakespeare lo escribió pensando en él.
Una papel secundario y que muere mediada la película, herido en un duelo, pero uno de esos papeles que roban escenas al protagonista. Un papel alegre y quizás más cercano al verdadero John Barrymore (pero, ¿existía un verdadero John Barrymore?) que el de Cena a las ocho. Mercucio es un alegre bebedor, siempre actuando, levantando faldas, dando y recibiendo patadas en el culo.
Mercucio es, también, el más teatral en esta obra de teatro. Es el personaje que tiene derecho a llevar pendiente. Como Ronald Colman haciendo de Otelo en Doble Vida (cuando imagina qué podría dar el personaje coge un pendiente del joyero de una chica, se lo lleva a la oreja y se mira en el espejo con él, a falta de escenario con una escalera basta, a falta de escalera con un pendiente basta). Sí, Mercucio ya no es el actor triste de Cena a las ocho, no es Norman Maine, Mercucio es el actor itinerante, el que se podría ir en una roulotte por el bosque, es la otra cara del teatro y del alcohol, la cara soleada.
Y sin embargo Mercucio es el primer muerto de la tragedia. Muere herido por una espada, lanzando un beso a las espectadoras que desde el balcón le reían y aplaudían las gracias. Mercucio muere siendo actor, haciendo su entrada, o su salida, como un gran señor. Así sale el John Barrymore real del cine de Cukor, alegremente muriendo.
Apartados
Selznick y Cukor se parecían. A veces los confundían.
Selznick y Cukor eran amigos. Selznick pensaba que el joven Cukor era uno de los mejores directores de Hollywood. En los años treinta trabajaba con él siempre que podía.
En 1936 Selznick compró los derechos de un novelón sobre la Guerra de Secesión que iba a convertirse en un best-seller, Lo que el viento se llevó. Una vez más le pidió que lo dirigiese a su amigo Cukor.
El trabajo de preparación comenzó. Cukor trabajaba también en otras películas, pero a menudo estaba ahí para las discusiones sobre el guion, las localizaciones y sobre todo para la búsqueda de una actriz a la altura de Scarlett O'Hara.
Finalmente, en enero de 1939, comenzó el rodaje. Iba a ser la película más grande jamás rodada. Un nuevo Nacimiento de una nación. Y Cukor, el jovencito venido de Broadway, iba a dirigirla. Se podía decir que había llegado a la cumbre de Hollywood.
Un mes más tarde, Cukor era despedido del rodaje.
¿Problemas con Clark Gable? Quizás. Hay rumores. Rumores que parecen ocultar otros rumores. El resto de la película fue “dirigida” por Victor Fleming, amigo de Gable. Y por Sam Wood, y por William Cameron Menzies...
Y así Cukor, al llegar a la cumbre, fue apartado. Así es la fábrica de sueños. Ya lo dice el agente de prensa de Ha nacido una estrella, con rencorosa delectación: a todo el mundo le llega su turno. Su turno de estar arriba, su turno de caer, ha nacido una estrella, ha caído una estrella. Como en los pueblos, uno puede sentarse en la puerta de casa, tarde o temprano pasará el entierro de su enemigo.
El entierro de Cukor no pasó ese día. Cukor no fue hundido por ese revés de la fortuna. Era un superviviente.
Sin embargo, pensaba a menudo en los caídos, hay en sus películas numerosos personajes apartados, viejas glorias dejadas de lado. Max Carey, el cineasta alcohólico de What Price Hollywood, el padre fantasma de Bill of Divorcement, Larry Renault, Norman Maine...
Quizás tenía Cukor miedo de perder su lugar. Cada cineasta tiene un miedo propio. Quizás este fuese el suyo, el miedo a ser apartado. Muchos a su alrededor habían sufrido ese destino. La decoración de su casa la había hecho William Haines, antigua estrella del cine mudo, apartado por no encubrir lo suficiente su homosexualidad, reconvertido en interiorista.
Estaba también el viejo Griffith, el cineasta que más admiraba Cukor. Durante mucho tiempo pensó en hacer una película sobre él. Había sido todo en Hollywood. Y luego nada. Apartado del cine. Alcohólico él también.
(Selznick llegó a pensar en Griffith para ser director de la segunda unidad de Lo que el viento se llevó. Hacía falta un hombre capaz de dirigir multitudes, apasionado por la Guerra de Secesión, por qué no el viejo Griffith, el hombre que había hecho El nacimiento de una nación... Selznick lo pensó, Griffith director secundario, pero sin duda no llegó a proponérselo. Ahí, apartados, en las cunetas de Tara, se cruzaron Cukor y Griffith.)
Pero quizás no haya que buscar a Cukor en esos personajes apartados. Ya lo hemos dicho, Cukor era un superviviente. Si nos fijamos de nuevo veremos que en sus películas, junto a cada hombre caído, hay a menudo una mujer que hasta el final intenta salvarlo. Quizás ahí es donde haya que ver a Cukor, un hombre que antes de cada rodaje establecía una lista de amigos con problemas a los que podía ayudar dándoles un papelito.
O quizás esa generosidad fuese también una manera de conjurar el miedo a acabar mal. En los años veinte le había recomendado a su amiga Frances Howard, joven actriz, que aceptase la propuesta de matrimonio de Samuel Goldwyn. Aunque fuese un poco viejo. Aunque no fuese el hombre de sus sueños. Cukor pensaba que no tenía el talento suficiente para sobrevivir como actriz. Con Goldwyn tendría seguridad económica.
Hay que saber elegir. El teatro no siempre es la alegre roulotte que atraviesa el bosque. Caen hombres. Y también mujeres. Aunque algunas, más pragmáticas, se retiran a tiempo. Greta Garbo, que rodó su última película con Cukor. Y en la ficción las actrices interpretadas por Katharine Hepburn en Love Among the Ruins. Y por Marie Dressler en Cena a las ocho. Ellas saben que hay un tiempo para el éxito, pero también un tiempo para el fracaso. Así que ellas mismas se apartan.
A cada cual su turno, sí, pero también los hay para quien ese turno parece no llegar nunca. Los hay que no serán nunca, ni siquiera por un instante, estrellas. Siempre apartados, de principio a fin. El más bello de los apartados quizás sea el interpretado por Betsy Blair en A Double Life.
Es una escena bastante corta. El agente de prensa busca a una actriz que pueda parecerse a la chica asesinada, para tenderle una trampa a Ronald Colman. Tres son las pobres actrices desesperadas que han sido convocadas para ese papel, probablemente sin saber qué es lo que esperan de ellas. Una de ellas es Betsy Blair. Parece un animal indefenso y hambriento, desesperada por conseguir un papel, el que sea, al borde de la locura. Hay que ver sus ojos. Ese brillo al fondo. No ser vista puede volver loca. Al agente eso le da igual. Enseguida es apartada.
La trampa en cuestión no servirá para gran cosa. La escena parecería innecesaria, de no ser por la presencia de Betsy Blair. Uno se preguntaría si Cukor no la rodó para poder hacer ese retrato apenas esbozado de una joven actriz desesperada.
Era un especialista de los screen-tests. Un descubridor de futuras estrellas. Pero, por cada estrella ¿cuántas chicas apartadas? ¿Cuántas chicas viviendo de falsas esperanzas? ¿Qué sentía Cukor ante esas chicas que sabía que nunca podrían hacer carrera en Hollywood? ¿Se acordaba a veces de ellas, como de fantasmas lejanos? Quizás este personaje apenas entrevisto sea una respuesta.
Betsy, la verdadera Betsy, no el personaje, conoció el éxito. Pero el camino fue tortuoso. Por aquel tiempo estaba casada con Gene Kelly y empezaba a tener papeles, pero fue investigada por el maccarthismo, sospechosa de actividades antiamericanas. Fue apartada por los estudios. Días enteros pasados a la puerta de casa sin hacer nada. Cinco años sin un papel. Su matrimonio no sobrevivió. Era insoportable esperar sin hacer nada, aun viviendo con Gene Kelly. Volvió al cine en 1955, en Marty. Mejor actriz en Cannes. Ha renacido una actriz. Una segunda carrera, europea esta vez, Calle Mayor, El grito... En 1994 actúa por última vez. Un papel secundario en una serie de televisión. Scarlett. ¿Scarlett qué? Scarlett O'Hara. Secuela tardía de un viejo éxito.
Una salida lograda
Volvamos a Selznick.
Enero de 1937.
Está produciendo Ha nacido una estrella.
Le había pedido a Cukor que la dirigiese, pero este la había rechazado. Demasiado próxima en el tiempo y en el tema a What Price Hollywood. Finalmente la dirige William Wellman.
Selznick tiene dudas sobre una escena. El suicidio de Norman Maine.
Había pensado en una escena a la manera de Tabú, de Murnau. Norman nadando hasta el agotamiento y ahogándose. Pero Selznick teme que esto no sea lo suficientemente claro. ¿Se comprenderá que se trata de un suicidio? No tienen que quedar dudas, sino la escena pierde su sentido. Es una escena de sacrificio y hay que comprenderlo.
Y además quiere terminar con una nota más aguda. No sabe muy bien lo que quiere decir con esto, pero está convencido. Hace falta una nota aguda.
Entonces recuerda otra escena, otro suicidio. What Price Hollywood. Se podría hacer igual. Había efectos de sonido, había flashes, había imágenes del pasado.
Volvamos a esa película. Max Carey, cineasta alcohólico, sacado de prisión por Mary Evans, la estrella que él mismo había descubierto. Ella lo lleva a su casa. Lo acuesta. Intenta devolverle la esperanza, el valor de esperar todavía algo. Dejará de beber. Volverá. Cuando esté sobrio ningún estudio podrá renunciar a él. Pero Max ya no se lo cree. Está acabado para el cine. Vacío. Ya no siente nada. Sí, el también vaciado, muerto en vida.
Mary se va. Justo antes de salir de la habitación, Max la llama. Solo quería oír su voz una vez más. (Sí, realmente, parece un ensayo de Ha nacido una estrella, la general sin público.) Luego ella sale.
Max se queda solo en la cama. Se levanta. Busca algo de beber y de fumar. Encuentra alcohol. Encuentra cigarrillos. Pero no encuentra cerillas. Busca. Abre cajones. Encuentra una pistola. No la toca. Sigue buscando. Se encuentra con un espejo. Se ve la cara. Luego, bajo el espejo, ve una foto de sí mismo. Una foto de los viejos tiempos. Cuando todo iba bien. Ve su cara en la foto, ve su cara en el espejo. Y de pronto todo se acelera. Los efectos sonoros, los flashes del pasado. Planos detalle, la mano que coge la pistola, la mano que apunta la pistola contra el pecho, que aprieta el gatillo. Un disparo. Un cuerpo que cae en contrapicado.
Así moría Max Carey. En eso pensaba Selznick para alcanzar una nota aguda en Ha nacido una estrella, versión de Wellman. Y sin embargo no fue así. La escena fue sencilla. Ni siquiera se ve a Norman Maine nadar hasta el agotamiento. Avanza hacia el mar bajo la luz del crepúsculo y una ola se lleva su albornoz.
Los efectos en los que pensaba Selznick habrían cambiado el sentido de la escena. En What Price Hollywood el suicidio era fruto del azar y de la desesperación. Una pistola descubierta por azar, un espejo, una foto. Es un momento de locura, casi inconsciente.
En Ha nacido una estrella el suicidio tenía que ser consciente. Se trata de un sacrificio. Norman Maine se sacrifica por la vida de Vicki Lester. Por su carrera. (Una carrera es algo tan importante como la vida. O más. Una vez que se tiene una carrera ya no se puede vivir sin ella.) Un sacrificio tiene que ser tranquilo. Es un ritual. Una puesta en escena. Norman Maine interpreta su último papel y lo hace conscientemente, con todo su talento.
El suicidio de Norman Maine reescribe el de Max Carey, lo corrige, modifica su sentido. Y reescribe también el de Larry Renault en Cena a las ocho. También allí el suicidio tomaba la forma de una puesta en escena. Pero no se trataba de un sacrificio, era tan solo la última solución que Renault encontraba para una situación desesperada. Una fuga hacia la muerte.
Solo un gesto, un hermoso gesto, muestra que Renault es consciente, al menos un poco, de su ausencia inminente, del mal y del bien que todavía podrá hacerles a los demás cuando no esté. Tiene una foto de la chica que le ama. Si descubren esa foto en la habitación la reputación de ella quedará comprometida. Así que coge la foto, la mira una última vez, la rompe y lanza los pedazos por la ventana.
Luego se mira en el espejo, como Max Carey. No para ver en qué se ha convertido, sino para asegurarse de que está correctamente vestido, para retocar una última vez su bigote.
Ajusta las luces para obtener un efecto dramático y sitúa el sillón de tal manera que el primero en entrar descubra su cadáver de perfil. El Gran Perfil. Abre el gas, se sienta en el sillón y espera. Como Fanny Cavendish (que en cierto modo podría ser su madre), entra en la muerte actuando.
Max Carey, Larry Renault, Norman Maine... Selznick se preguntaba de dónde le vendría ese gusto por las escenas de suicidio. ¿De dónde viene ese retorno, una y otra vez, en un productor o en un director, del mismo tema, de los mismos problemas? Un cineasta debe renovarse, sin duda, pero a menudo volviendo una y otra vez sobre los mismos motivos.
Años más tarde, en Ha nacido una estrella, segunda versión, Cukor abordaba de nuevo la cuestión. Con todo el tiempo que llevaba trabajando en esa escena, empezaba a dominarla. Guardó elementos anteriores, añadió otros, acentuó el papel del mar, como Selznick lo había imaginado (sonido, doble reflejo en el ventanal), rectificó, corrigió y de pronto, en un puñado de planos, todo pareció evidente, inmutable.
Miedo al miedo
Años 50.
La escena tiene lugar en un salón en la casa de Cukor.
Aunque también podría desarrollarse en el jardín, junto a la piscina.
Cukor está preparando Ha nacido una estrella y desde hace un tiempo le insiste una y otra vez a Cary Grant para que acepte el papel de Norman Maine, el actor alcohólico y autodestructivo. Grant siempre se ha mostrado reticente. Finalmente Cukor le ha pedido que venga a su casa. Leerán juntos el guion y al final Grant decidirá. Si dice que no, Cukor no insistirá.
La lectura dura horas. Grant hace de Norman Maine y Cukor lee todos los demás papeles. Podemos imaginar que la noche va cayendo según leen. Encienden una lámpara. Terminan. La lectura de Grant ha sido magnífica.
Cukor dice: “¿Aún lo dudas? ¡Has nacido para interpretar este papel!”.
Grant responde: “Claro, por eso no pienso interpretarlo.”
Cukor, como lo había prometido, no insiste.
No, Grant no actuará en Ha nacido una estrella. Un papel que le resulta demasiado cercano. Quizás tenga miedo. Actuar puede volverse peligroso.
Ese peligro de la actuación Cukor ya lo había contado años antes. Era en Doble vida. Escrita por Garson Kanin y Ruth Gordon. Ronald Colman, con su bigotito a la Barrymore, interpreta a un actor que prefiere hacer comedias antes que dramas. Las obras tienen demasiada influencia en su vida. Si interpreta un drama se vuelve un tipo sombrío, si interpreta una comedia, se vuelve un tipo alegre y encantador. Su ex-mujer lo resume: El noviazgo fue durante un Oscar Wilde, la ruptura durante un O'Neill, la boda fue Kaufman y Hart, el divorcio Chéjov.
Prefiere hacer comedias y sin embargo un día cede a la tentación. Hará Otelo. Una idea de puesta en escena le empuja a desafiar el peligro. Años antes había tenido esta idea: Otelo estrangula a Desdémona mientras la besa. Sí, por ese gesto va a aceptar el papel que será su pérdida.
Cukor podía comprender esa locura. Arriesgarlo todo por una escena, por un instante, por un gesto. Siempre había en sus películas una escena clave, una escena de la que hablaba sin cesar durante la preparación, que era su razón íntima para hacer una película. Por ejemplo, los indios que descubren los disfraces de teatro en El pistolero de Cheyenne. En Ha nacido una estrella era la escena en la que Judy Garland llora en su camerino (sí, esa era la escena clave y no el suicido de Norman, esta historia que desde hace tanto les cuento, como ven, no se sostiene).
Se cuenta también que Cukor guardaba un recuerdo muy preciso de ciertos detalles de obras vistas hacía mucho tiempo. No necesariamente las mejores obras. A menudo detalles de obras menores. Detalles precisos, inesperados, justos.
Así que por un simple gesto, un beso que estrangula, Colman aceptaba Otelo. Por una escena se hundía poco a poco en los celos del personaje, que se convertían en los suyos. El papel lo enloquecía, hacía de él un asesino, y el suicidio final del personaje se volvía, una vez más, el suicido del actor.
Quizás Cukor esperaba que Grant estuviese dispuesto a arriesgarlo todo por una escena, por un detalle. Por amor a la actuación. Pero sin duda Grant vio venir al vampiro. Sabía que Cukor quería volver a empezar una vez más el viejo juego, John Barrymore haciendo de John Barrymore. Cary Grant el alcohólico autodestructivo interpretando a Norman Maine el alcohólico autodestructivo.
Se hace raro saber que habría podido ser Grant. Uno ya no puede, al menos durante las primeras secuencias de la película, evitar imaginárselo en lugar de James Mason. Habría sido muy diferente, sin duda. Mason es un actor que hace de estrella. Pero no lo es del todo. No la más grande. No la más deseada.
Y además está ese encanto extraño de Grant, que se acentuaba cuando se volvía desagradable, sospechoso. Como en Sylvia Scarlett, en Encadenados, en Sospecha... Uno no podía fiarse de él, pero tampoco podía evitar ser víctima de su encanto.
Habría resultado más creíble el comentario de Judy Garland tras su primer encuentro: “borracho o no, es bastante simpático”. En el caso de Mason esa frase no deja de ser un poco teórica, habla de Norman Maine, no del actor que lo interpreta.
Mason necesita actuar, proyectarse hacia el exterior, hacer visibles los signos y síntomas de Norman. Cary Grant no habría tenido más que controlar, acallar al Norman que en él vivía. Con James Mason funciona de otra manera. Hay que dejar avanzar la película, y lo acabamos aceptando como Norman. Impone otra forma de secreto, otra forma de dolor.
Del otro lado de la pareja, Cukor tenía a Judy Garland. La estrella emergente en la ficción, la estrella con problemas en la realidad. Ella en su camerino resquebrajándose, esa era la escena que más le atraía a Cukor.
En la versión de Wellman la escena es casi funcional, necesaria para hacer avanzar el relato.
En Cukor es el retorcido corazón de la película.
Judy Garland, irónicamente vestida y maquillada como un alegre muchacho de musical, sombrero de paja, pecas de mentira, forzada hasta los límites en su interpretación, rompiendo a llorar. Vicki diciéndose impotente espectadora de la autodestrucción de Norman, en un lamento que se puede escuchar como el de Judy Garland, impotente ante sus propias tendencias autodestructivas.
Lo que Cary Grant no quería darle, lo que James Mason no podía darle, Cukor lo encontró en Judy Garland. Quizás sea en ella donde haya que buscar a ese viejo fantasma que habita la película, el Gran Perfil.
La muerte no es el final
1954.
De nuevo en la terraza
El viento hace volar una servilleta.
Siempre está ahí el viento, cuando se acerca la tragedia.
También estaba ahí en Doble vida. En el escenario el viento hacía temblar una cortina a la que se agarraba la mano agonizante de Desdémona. Suavemente velaba el asesinato. ¿De dónde salía ese viento? ¿Las corrientes de aire de los grandes teatros? ¿Un maquinista entre bambalinas?
Y en la noche en que Colman mataba a la pobre camarera también estaba ahí ese viento, allí al fondo, agitando las cortinas.
Y estaba ahí, en las cortinas, la noche en que Vicki Lester, que todavía se llamaba Esther Blodgett, debía elegir entre quedarse en Hollywood y probar suerte con Norman o volver a echarse a la carretera con la orquesta. (La orquesta en la carretera, sí, pero en autobús, nada de roulottes y de bosques, se acabó la utopía artesanal, dejen paso a la industria de los sueños.)
¿Qué viento es este que siempre está ahí en las grandes noches? Quizás el destino, el destino hecho visible con ventiladores, el mundo exterior resucitado en el mundo cerrado de los estudios.
Así que el viento sopla, ahí, en la terraza.
Y ruge el mar. Un actor interpreta su último papel. Una mujer enamorada se lo cree, canta una canción que habla de un nuevo mundo...
Y entonces una ola se lleva un albornoz.
Todo ha terminado.
Todo ha quedado borrado.
Y sin embargo la película no termina aquí. Tan solo es el final de una vida de ficción, el final de Norman Maine. Pero la muerte no es el final de nada. El mundo sigue girando. Al día siguiente todo esto no será más que titulares en portada.
Tras la muerte de Larry Renault en Cena a las ocho, la chica que creía amarlo aprende a olvidarlo, ayudada por la vieja actriz pragmática. Y la cena tiene lugar, a la ocho en punto.
Tras la muerte del cineasta Max Carey todavía quedaba tiempo para un final feliz, la reconciliación entre la actriz y su marido.
La mirada de Cukor está llena de compasión por los perdedores, pero filma desde el lado de los supervivientes.
Tras la muerte de Norman Maine todavía queda tiempo para su funeral, para el velo de Vicki arrancado por los admiradores, tiempo para el sufrimiento de Vicki, para su desesperación, pero también tiempo para sobreponerse a esa desesperación, para que vuelva a empezar el espectáculo.
Estamos, pues, en un teatro.
No es un teatro cualquiera.
Es aquí donde había empezado la película.
Es aquí donde Vicki y Norman se habían conocido.
Por aquel entonces ella se llamaba Esther y era una cantante desconocida. Él ya se llamaba Norman y sin duda había olvidado su nombre de antes, su nombre del anonimato. Solo lo oiremos una vez. Cuando se case. Privilegios del matrimonio.
Todo el mundo esperaba a Norman aquella primera noche. Era la gran estrella. Llegaba borracho. Sembraba el caos. Bordeaba el escándalo. Esther lo retenía. Esther le ayudaba. En escena transformaba los gestos incoherentes de Norman en baile. Salvaba el espectáculo a través del espectáculo.
Aquella noche Norman había dibujado con pintalabios un corazón en una columna para celebrar el encuentro. El corazón sigue ahí, en la columna. Nadie lo ha borrado. En su interior, unas iniciales. N.M. Norman Maine. E.B. Esther Blodgett.
Sí, el corazón sigue ahí. Y ahora es a Vicki, la estrella cuyo nombre de antes ha sido olvidado, a quien todo el mundo espera. El presentador anuncia: no vendrá, conocemos todos las tristes circunstancias que...
Pero esperad. Ahí está. Ha venido.
Convencida por su amigo el pianista: si ella no vuelve a actuar, si no vuelve a subirse al escenario, si el espectáculo se detiene, entonces será como si Norman nunca hubiese existido. Su sacrificio habrá sido en vano. Ella es todo lo que queda de él. Ella Vicki, no ella Esther.
Sale a escena.
Ved.
Es una silueta sobre un fondo azul.
El mar y el cielo al crepúsculo. Una tela pintada.
Parece surgir del mar. De donde Norman no volvió.
Avanza entre aplausos.
Queda sola ante el público, sola ante el mundo entero (el micro, la radio...).
Le toca a ella actuar. Algo. Una frase. Lo que sea. Una entrada lograda.
Se acerca al micro.
Habla. “This is Mrs. Norman Maine”.
Y el que aplaude es todo el teatro. Cómo consuelan los aplausos, ved. Cómo vuelve a ella la sonrisa. Vicki ha vuelto. Esther ha quedado lejos.
Canta un coro. “Me has abierto un nuevo mundo y ese mundo durará para siempre...”
La cámara se aleja.
Todos aplauden.
El mundo entero.
El mundo entero menos uno.
© Capricci. Esta es una traducción y revisión del propio autor del texto que se publicó, en francés e inglés (George Cukor, On/Off Hollywood), por Capricci, con motivo del Festival de Locarno, a quienes agradecemos su generosidad por el consentimiento para su publicación.
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