Vaga incursión en la música de películas | por Carlos Pagés

Parte I: Un viaje al delta en primera persona


Cae la tarde. Me vienen ganas de escuchar música y me recuesto sobre la alfombra mientras suena Jesus Maria, un tema de Carla Bley interpretado por el Jimmy Giuffre Trío. Enseguida, el clarinete de Giuffre suelta un puñado de notas que transforman por completo la energía del ambiente. Son pocas, pero precisas: un chasquido grave y pegajoso suena de pronto junto a un piano que, a lo lejos y como pidiendo permiso, intenta sumarse a este milagro. Claro, están Paul Bley y Steve Swallow en el disco. Pero eso, ¿a quién le importa?


El cuarto está iluminado, de modo que la creciente oscuridad que se avecina me indica que estoy cerrando los ojos. Puedo ver un gris brillante que deviene azul con verde, así, como colores mezclándose. De pronto estoy en Tigre. El paisaje es familiar, pero las personas que me acompañan no... ¿Qué hace Jimmy Giuffre en Tigre? ¿Me habré dormido? Me doy cuenta que no, ya que siento a mi hijo inventar historias mientras juega en el cuarto de al lado. Bueno... en realidad lo percibo vagamente, porque yo estoy en el delta junto a Jimmy, viendo cómo el agua del estuario se incorpora, abandonando su calma homogénea. Algunos fragmentos se independizan para formar una corona como esas que hacen las gotas de leche en las fotografías macro. Sólo que aquí no hay gotas cayendo. Apenas el agua, que, indiferente, continúa danzando su color liláceo o cualquier otra tonalidad que surja del clarinete.


Abro suavemente los ojos. El trío reaparece y se adueña del espacio con dulzura. Al cerrarlos de nuevo veo brotar del instrumento del viejo Giuffre una niebla que me envuelve, cálida. En cada pausa de la melodía los muelles y escaleras del embarcadero suspiran en silencio. La niebla es ahora una suerte de bufanda policromada que late y ronronea. Es música... ¿cómo decirlo?... corporizada. Se la puede ver. Y tocar. De a poco, los distintos elementos que componen la imagen parecen mudarse a una dimensión orgánica en la que lo sonoro es también sangre y fibra. Hay un enigmático sentido musical implícito en sus movimientos. A cada latido, en cada pulso, la bufanda entibia más mi cuello y la visión entera resplandece por el influjo de los sonidos frescos, surgiendo a borbotones. ¿Esto se grabó en 1961? ¡Pero si lo están tocando ahora! O tal vez mañana, como decía Johnny, el alter ego de Charlie Parker en aquél cuento de Cortázar. Además... ¿Qué es el tiempo en esta inmediatez?


Parte II: La vivencia musical


No sé si Carla Bley habrá compuesto música para películas. Y que yo sepa, Jimmy Giuffre jamás sopló su clarinete para tales fines. En realidad no importa. Si los incluí en el breve relato autobiográfico que inicia esta nota, es porque juntos fuimos protagonistas de un suceso particular, que me gustaría definir o nombrar como vivencia musical.


Este tipo de experiencias suele ir más allá de lo que se conoce como escuchar música. No hay en ellas oídos sensibles o inteligentes evaluando los sonidos y sus cualidades. Tampoco hay criterios estéticos que por afinidad o defecto nos aproximen o alejen del estímulo sonoro. Se trata más bien de una suerte de fusión o encuentro; un fenómeno sensorial y anímico que nos permite percibir cierta correspondencia o analogía entre la luz (las imágenes) y los sonidos (la música). Bajo este enfoque, la calidad de esta última no estaría dada por sus valores formales, sino por su capacidad para estimular ese núcleo integrador al que hacemos referencia. La "mejor" música será, en este caso, aquella que cuente con un mayor potencial evocador.


En cualquier situación en donde se apague la estridencia del mundo contemporáneo y se favorezca la manifestación de un estado de percepción ampliado —atravesando, por ejemplo, un bosque cerrado o caminando por la playa en el crepúsculo— lo primero que cualquier espíritu sensible atestigua es la coherencia entre los distintos componentes de eso que llamamos realidad. Cada vez que nos alejamos de lo convencional, entendido como esa lógica deductiva que nos describe el mundo a partir de su fragmentación, ingresamos a un universo perceptivo donde sólo existe lo global. Percibimos en este campo una vastísima red de relaciones en donde lo particular tiene apenas una existencia precaria porque no hay, sencillamente, conceptos para definirlo. Se trata de una experiencia de integración en la que los elementos no pueden percibirse en forma aislada sino asociada. Allí, lo específico no existe porque su existencia, simplemente, no podría concebirse y cualquier intento de clasificación objetiva carecería de sentido.


En este “mundo”, lo sensorial suele tener límites imprecisos, y los atributos de esa realidad circundante en la que estamos inmersos están emparentados por códigos comunes: hay sonidos que son imágenes e imágenes que son sabores. Lo que es tocado se escucha y los aromas se tiñen de colores insólitos.


Creo que el cine se nutre de esta suerte de analogía sensorial que habita en nosotros. Es más, creo que una sala cinematográfica es un territorio mágico que —al igual que algunos escenarios naturales— promueve el acceso a esa percepción holista de la que hablaba antes.


Obviamente, un director no necesita ni tiene por qué compartir esta teoría o haber pensado jamás en ella para realizar una película. Lo que quiero sugerir es que este principio unificador es inherente a la percepción humana, y es a partir de él que se construye todo aquello que da sustancia al arte cinematográfico, ya sea que se medite acerca de ello o no. Poética e intuitivamente, el cineasta Orson Welles se refería a este fenómeno del siguiente modo: "Una buena película es musical. Tiene movimiento, estructura rítmica, armonía, contrapunto. Un film no es perfecto hasta que no es musicalmente perfecto.”  (O. Welles, Filming Othello).


Esta premisa nos invita a considerar la creación de música para películas como algo mucho más sutil que ponerle sonido a las imágenes. Tal vez podríamos definirla como el arte de gestar entidades artísticas sin fisuras, de crear totalidades; un ejercicio vinculado a las funciones cerebrales del hemisferio derecho, el más idóneo en la percepción de configuraciones globales.


 

 

Parte III: Toda existencia es una relación


Lo que observamos como un flujo coherente durante la proyección de una película está formado, en realidad, por la convergencia de centenares de fragmentos filmados durante días, climas, escenarios y emociones diferentes. Ninguno de esos trozos, por logrado que esté, tendría el mismo valor aislado del conjunto. Sabemos, además, que aunque un guión, una escenografía, una interpretación o un encuadre puedan tener un valor intrínseco, la simple acumulación de estos elementos, por brillantes que puedan ser individualmente, no garantiza tampoco buenos resultados artísticos. Inversamente, ideas que no parecen muy importantes en sí mismas cobran, en la totalidad de la pieza, un brillo excepcional.


La genialidad de los grandes creadores consiste, precisamente, en no perder la unidad de sentido al diseñar los diferentes aspectos que componen una obra. Vayan si no por ejemplo los chillidos de violines que acompañan la escena del asesinato en Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock. ¿Podría concebir alguien una música que, como tal, fuera más pobre e insulsa; más desgraciada y desvalida? El compositor Bernard Herrmann, creador del célebre pasaje mencionado, lo ejemplifica así: "Una película esta hecha por segmentos que luego son puestos juntos mediante el montaje. La función de la música es pegar estas piezas dentro de un solo diseño para que los espectadores puedan sentir que la secuencia es fluida. Esta es una de las grandes paradojas de la música para cine: una música correctamente usada puede ser muy pobre en su calidad y ser efectiva y otra, de magnífica calidad, no funcionar en absoluto". (Bernard Herrmann, Film Scores, from Citizen Kane to Taxi Driver).


Como bien dice Herrmann, la inmensa mayoría de las músicas para películas son incidentales. Han sido concebidas para reforzar el carácter dramático de algunas imágenes, actuar como nexo entre los distintos planos de una secuencia, incrementar el ritmo del montaje, etc. Esta funcionalidad congénita, sumada al hecho de tener que trabajar en escenas cuyo matiz emocional ha sido definido previamente, y con tiempos preestablecidos de duración en pantalla, hace que la expresión musical en un sentido "puro" se vea, en el cine, sumamente restringida. Es difícil que los sonidos que pueblan una realización cinematográfica se sostengan en ausencia del filme; mucho más aún cuando las imágenes del mismo son desconocidas o se han borrado de la memoria del espectador-oyente. En contadas ocasiones, los "temas" que se utilizan durante los títulos de apertura, los pasajes melódicos tendentes a despertar la emocionalidad sin estar tan atados a la acción y, por supuesto, las canciones de comedias musicales, pueden ser un poco más redondos en sí mismos, pero ninguno es una creación artística per se.


Esta suma de características, lejos de ser un defecto constituye lo esencial en las músicas para películas, porque ellas no han sido creadas para tener una existencia independiente, ni ser simples subsidiarias de las imágenes. Fueron creadas en función de una expresión artística que las integra.


Last life in the universe | Pen-Ek Ratanaruang

Si me apuran un poco me animaría a decir, incluso, que la música para películas no es música, que ese es apenas el nombre que le damos. En el paradójico milagro que conocemos como cine, la música abandona momentáneamente su identidad para recuperarla, iluminada, mediante la interacción global de elementos que dan origen a este arte. ¿O acaso el aire y nosotros no somos entidades recíprocamente abstractas, que se revelan a sí mismas mediante ese intercambio afectivo que es la respiración?


Me parece, en definitiva, que la música para películas es tan sólo una ilusión. O dicho de una manera más radical: la música para películas no existe. Existe el cine.


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