Como muchos otros tantos fenómenos nacidos a rebufo de la Segunda Guerra Mundial, el análisis autoral iniciado por Truffaut y toda la troupe del Cahiers du Cinéma ha caído preso bajo las garras de los fines publicitarios. Convertida en marca, analizar la obra de un/a autor/a se reduce a señalar ciertos elementos comunes que otorguen a su trabajo compacidad, unas características fácilmente reconocibles con las que sumirnos en el mundo de lo familiar. El nombre, como la puntuación otorgada a un filme, nos proporciona una rápida información sobre lo que esperar. La situación bajo control y a otra cosa. No obstante, con esta inercia se pierde lo más interesante que la metodología autoral nos aporta y que dista mucho de simplemente alabar virtudes de un genio determinado; esto es, proporcionarnos un criterio para agrupar cierta colección cinematográfica con la intención de poder pensarla.
Teniendo en cuenta en qué se ha convertido este tipo de análisis, acaso ayudado por la tendencia al culto personal presente desde sus orígenes, ya no es posible quedarse en una mera reivindicación del autor como sujeto unívoco sometido exclusivamente a una rigurosa evolución cronológica. Atendiendo a las exigencias de un mundo distinto al del siglo pasado, la autoría sólo puede sobrevivir como criterio inicial que deja inmediatamente paso a un análisis serial. Que un conjunto de películas consienta ser tratado como una serie permite abrir una explicación centrada en la psicología individual del creador, con sus elementos comunes y estáticos, al devenir del contexto y de los personajes. La importancia se centra en estos en la medida en que no se agotan tras cada película sino que perduran de una a otra, sometidos a giros de la trama, saltos temporales, introducción de nuevas protagonistas… y facilitan la reflexión en torno a un sinfín de problemáticas desplegadas en un tiempo no lineal que bajo otras aproximaciones se zanjarían mediante un concepto, una sentencia, una esencia.
Desde esta perspectiva el cine de Almodóvar se presta considerablemente a semejante acercamiento, olvidándonos por una vez de la enumeración de clichés de su filmografía con el fin de escuchar el sonido de sus articulaciones. En estas líneas sólo resultará posible un rápido sobrevuelo a través de sus largometrajes, una guía de lectura nada más, intentando ejemplificar cómo podría vertebrarse un estudio más detallado.
Episodio piloto (1980):Pepi, Luci, Bom y el deseo liberado de sus cauces binarios
El episodio piloto, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), ya supone toda una declaración de intenciones donde se contrapone una colorida y desenfadada forma de vivir al fascista, machista, policial e insidioso país creado por la dictadura. Aquí, las fricciones entre lo nuevo y lo rancio son inevitables y, por ello, la tensión se encuentra a flor de piel. Sin embargo, la violencia conservadora, negativa e incapaz de disfrutar de la vida no conseguirá callar a Pepi (Carmen Maura) y sus compañeras, ni impedirá que tras cada puerta destartalada haya una fiesta, rebose la cultura. Este Madrid de la Movida responde a las agresiones con un contraataque lleno de jovialidad, permitiéndose olvidar los agravios y seguir a otra cosa. Decisión que conlleva una sensibilidad ya posmoderna y que se aleja de la tradicional izquierda marxista para poner sobre la mesa sus propias demandas deseantes. La batalla se sitúa entonces en el cuerpo homosexual o en el de una mujer que sin achantarse ante el hombre sabe que la violación no significa el eterno mancillamiento de un honor puro, nadie ni nada le va a arrebatar el placer de vivir, dirá ahora y lo repetirán otras tantas voces más adelante.
Entonces, de la misma manera en la que los personajes y los géneros cinematográficos se entremezclan con la trama sin establecerse conexiones causales fuertes, apareciendo y desapareciendo cuando les viene en gana, toda práctica erótica parece válida si está acordada por los participantes -desde mearse en la cara hasta dedicarle una canción que reza te quiero porque eres sucia, guarra puta o los concursos de longitud del pene con final feliz-, comenzando ya una cartografía de la diversidad sexual. Todavía no sabemos mucho de la serie pero comprobamos cómo la alegría que desprende Madrid se distancia de su reducción a simples conceptos morales como bueno o malo, natural e innatural, aunque sí que se establezca una cierta línea divisoria, cayendo aquellas prácticas señaladas como dañinas y empobrecedoras del lado de la educación tradicional española.
Primera temporada (1982-1984): Nuestras heroínas se topan con el amor y el poder de las instituciones tradicionales
A pesar de toda esta energía desplegada por la juventud acaba venciendo lo de siempre. La familia con el marido maltratador se impone mientras Pepi y Bom (Alaska) se alejan del hospital comentando la imposibilidad de un final en la que dos mujeres se casen y adopten a un niño. Un delirio que se mantiene en Laberinto de pasiones (1982) bajo distintos matices y con una menor espontaneidad cómica que necesita introducir ciertos componentes de intriga. Nuevos personajes -de clase alta, compañeros de juergas de Pepi y Bom- se añaden a la trama junto con nuevas sexualidades, la virilidad ninfomaníaca de Sexilia (Cecilia Roth) y la homosexualidad desinhibida de un príncipe iraní, Riza Niro (Imanol Arias), cuya imagen no difiere mucho de cualquier madrileño, trazando de nuevo una visión local a medio camino entre la contracultura anglosajona y los nexos con el sur-este, sin rastro de una Europa que porta otras sensibilidades.
Como en la película anterior, y pese a estar cargada de diversos niveles de incorrección -musulmanes homosexuales, improvisaciones actorales, introducción del realismo mágico como recurso verosímil-, se acaba imponiendo la cruda realidad con la que se encuentran en guerra. Frente a las clases bajas, la sexualidad no normativa es tratada en estas esferas de manera patológica -el trauma, el recurso del flashback para marcarlo-, capaz de curarse en mano del amor y de una familia podrida en la que los hijos suelen ser maltratados impunemente. Al final, Sexilia y Riza superan sus problemas mediante la sublimación redentora de su amor y el padre de esta -por poco un científico loco- recupera el gusto por la vida teniendo sexo con una amiga de Sexilia que se hace pasar por su propia hija.
Hasta aquí, esta nueva forma de vivir que se respira en las calles de Madrid se ha filtrado en los círculos fascistas y elitistas, queda por ver qué sucede en el ámbito de las instituciones (más) católicas. Con Entre tinieblas (1983), nos encontramos de nuevo a Bom que, tras su reconversión a cantante de boleros fracasada, se hace llamar Yolanda Bell (Cristina Sánchez). Esta, tras la muerte por sobredosis de su novio, se esconde de la policía en el convento de las Redentoras Humilladas, lugar en plena decadencia una vez que su mecenas muere y la mujer de este prefiere gastarse el dinero en disfrutar de la vida. Pero frente a Yolanda, personaje que pasará por allí de puntillas, lo interesante se encuentra en el lado de la Madre Superiora (Julieta Serrano) -obsesionada con Yolanda y todo lo abyecto-, pues en ella se expresa algo más que otra crítica a una sexualidad dañina, basada en la mortificación y la humillación, que aun con todo no puede escapar a la carnalidad, al deseo. A través de la Madre se rescata de la criba un elemento cristiano que quizás convenga no eliminar tan rápido; un amor que implica una pasión sin límites.
Ese estado inmediatamente trasgresor y trágico poco tiene que ver con la versión oficial del amor que termina en la familia tal como se muestra en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), en donde Pepi ha dejado atrás su etapa loca y, bajo el nombre de Gloria (Carmen Maura), ha establecido una familia como Dios manda. Entonces, todos sus sueños de trabajar en el mundo del cine, retomados en una introducción en la que parecería protagonizar La noche americana de Truffaut, acaban en cuanto comprobamos que su verdadero trabajo es el de chacha pluriempleada y ama de casa explotada; si aquí tiene cabida algún tipo de cine, ese es el quinqui. La serie ha ido poco a poco descendiendo a los infiernos de la sociedad, donde el amor normal del que se hacía gala en Laberinto de pasiones termina en miseria para alguien común. Ahora lo anormal, lo espontáneo, la vida, sólo la pueden transitar Cristal (Veronica Forqué) -la vecina prostituta- o los niños que, ya sea mediante el sexo con adultos o los poderes sobrenaturales, no se conforman con su destino. Hasta el resto de individuos que transitan la noche están más cercanos a lo freak -en términos peyorativos- que a lo contracultural. Es por eso que si en otras películas su estructura de sketches permitía introducir la variedad aquí funciona bajo la lógica de la medicación periódica, como medio de que Gloria aguante… hasta que no puede más. De no ser por el asesinato no habría ocurrido nada en toda la película, envuelta en una insignificancia que por muy surrealista que sea se replica en cada una de las celdas de los bloques de hormigón.
Segunda temporada (1986-1987): La sexualidad masculina como desestabilizadora de jerarquías
Tras este punto muerto no es de extrañar que con Matador (1986) se produzca un cambio de registro. Pero este corte también significa una continuación, encarnándose el amor desplegado en Entre tinieblas y retomándose la cuestión del asesinato desde una óptica muy distinta, la del serial killer con tono Giallo y la serie B a medio camino entre el imaginario tenebroso del cuento de hadas, poniéndonos en primer plano algo que hasta ahora pasaba desapercibido más allá de la homosexualidad desacomplejada y la heterosexualidad machista: La compleja diversidad de la sexualidad masculina. Es por esto que resulta algo ofensivo escuchar recurrentemente lo bien que comprende Almodóvar a las mujeres -generalmente refiriéndose a las heterosexuales- como si ello implicara una falta de atención para con el resto de personajes, mera fauna mamarracha, un complemento con el que dar color a sus estrellas principales. Así, el triángulo que propone el filme sirve para desestabilizar las jerarquías entre sexos, géneros y sexualidades; cualquier relación entre estas tres categorías puede habitar un cuerpo, sin existir configuraciones verdaderas y otras falsas.
Por un lado se encuentra el sensible y virginal Ángel (Antonio Banderas) de madre autoritaria y virilidad continuamente cuestionada aunque sea heterosexual, el cual posee poderes mentales que le sitúan en la estela de la intuición femenina hiperdesarrollada que antes habían poseído personajes homosexuales o niñas. Por otro, los dos amantes que conciben el asesinato como clímax sexual, el torero Diego Montez (Nacho Martínez) -cabe recalcar que por primera vez un protagonista usa transporte privado y no público, dato significativo en la serie- y María Cardenal (Assumpta Serna), una mujer que bien podría ser una de esas monjas de Entre tinieblas despojadas de techo. En esta pareja, una dice ‘en todo criminal hay algo de femenino’, el otro responde ‘y en toda asesina algo de masculino’ y los roles acaban por confundirnos, por fundirse en un acto supremo de pasión, sexo y muerte.
De nuevo, por muy execrables que sean estos personajes inscritos en la tradición castellana -ahora el mundo del toreo-, existe algo a rescatar. Al contemplar los dos cadáveres desnudos el policía dice que nunca había visto a nadie tan feliz. Matador continúa ahondando en unas líneas éticas que podrían parecer relativistas en un principio pero que, lejos de serlo, se acercan al punto límite de las pasiones. La verdad no se encuentra en la pasión sino en el acto de encontrar la canalización de la pasión, esta deja de ser insana -matar a otras personas, la imposibilidad de sublimación de la Madre Superiora…- al canalizarse; entonces será siempre válida, habrá valido la pena aunque lleve al asesinato mutuo -quizás la única salida, el punto irreversible.
Tras el clímax de Matador, casi más propio de un final de temporada, con La ley del deseo (1987) la serie se encuentra en una intersección. Por un lado, el filme se sitúa narrativamente después de ¡Átame! (1990) pero la razón de que aparezca antes se debe a que todavía lidia con los problemas siguiendo la lógica de los anteriores filmes, algo que cambiará con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Así, el Ángel de Matador, ahora llamado Antonio (Antonio Banderas) desea dejar atrás el matrimonio fallido de ¡Átame!. La obsesión de este, de maneras viriles, por el director y guionista Pablo (Eusebio Poncela) marca un deseo homosexual que, como el de la Madre Superiora, aunque sea consumado tiene más de adoración y de idolatría que de carnalidad, puesto que no impide que el obnubilado se declare heterosexual.
Esta aparente paradoja también se da en el seno de la familia, frente a una congregación tradicional disfuncional la familia se destruye al mismo tiempo que se regenera bajo uniones extrañas pero dichosas -una niña adoptada por una transexual (Tina, Carmen Maura) y su hermano gay (Pablo). Asimismo, en paralelo a los pasos de su maestro Diego Montez en Matador, el verdadero amor, aquel del que es imposible escapar, siempre es retorcido, perverso y, de alguna manera, te acaba matando. Por eso es imposible que cristalice bajo la forma del matrimonio, por eso sólo se puede amar una vez en la vida, quizás dos si sobrevives, pues el amor se mata tras de sí, como si este implicara no volver a amar más. Un fracaso que, como la muerte, no puede ser imaginado hasta que no se ha traspasado -contraponiéndose con el discurso de Pablo durante toda la película, siempre hablando del amor a costa de convertirlo en algo utilitario y egoísta, de expulsarlo y mantenerse así de una pieza.
Este traspaso hacia lo irreversible se marca precisamente en el cuerpo de Tina, la cual se permite de vez en cuando ilusionarse con los hombres pero nunca más enamorarse, al mismo tiempo que introduce en la trama la complejidad de la transexualidad. A partir de ahora ya no debe leerse como un mero cambio de cuerpo para cuadrar en otro cajón estanco sino como un moldeamiento de la carne a través del deseo; o, dicho de otro modo, someter por fin la realidad a la ley del imperfecto deseo.
Tercera temporada (1988-1990) : Saltos temporales en la trama, las luchas de la mujer emancipada
Cerrada la trama de Ángel con un final feliz, en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) volvemos con la Gloria de ¿Qué he hecho yo para… la cual retoma su nombre de soltera, Pepi, mediante una variación más acorde a su edad, Pepa (Carmen Maura). Esta, sin marido que la subyugue y con los hijos emancipados, logra introducirse de nuevo en el mundo cinematográfico. Madrid resplandece iridiscente y aunque los africanos y asiáticos que la transitan no sean del gusto del Gobierno, más proclive a los europeos, incluso en el fachón gremio de los taxistas ya nos podemos topar con seres extravagantes de pelo teñido y una decoración interior kitsch. Aun así, los logros de la Movida son limitados y ni Pepa ni el resto de mujeres que recorren el metraje escapan del martirio de la masculinidad heterosexual.
Una vez más, frente al mito del esencialismo, los roles se modifican continuamente y los nuevos tiempos consiguen que muchos machos se transformen en galanes. Con todo, los problemas a causa de ellos siguen existiendo, así como la medicación ingerida para soportarlos. Esta evolución de una masculinidad a la que se le ha introducido nuevas aristas sitúa a las mujeres un paso por detrás, con dificultades para comprender una psicología híbrida que mezcla la imposibilidad de afrontar los problemas, la incapacidad de estar solo y la necesidad de una madre que les lleve firmes. Sin embargo, ninguno se identifica con el taxista, un tipo sensible que no duda en empatizar y llorar con ellas. La masculinidad heterosexual ha aceptado jugar con sus reglas hasta cierto punto, subvirtiéndolas y utilizándolas para sus propios objetivos, sonriendo mientras dice ‘ten cuidado con lo que deseas’.
Si esta masculinidad ha mutado, también lo ha hecho la feminidad. De la misma manera, la estructura fílmica se ha visto modificada para cambiar la espontaneidad de los personajes por las coincidencias recurrentes dentro de una historia que se cierra sobre sí misma, mirando hacia nuevos territorios. Pepa no recurre a la violencia para solucionar sus problemas sino que consigue afrontarlos desde una perspectiva en la que se respete a ella misma por encima de todo, trazando una línea divisoria entre el amor loco, el verdadero, y una loca enamorada, sometida al hombre. Comprensión que se vislumbrará en ¡Átame! con los matices de la resignación.
Situada antes de La ley del deseo, los protagonistas de esta película son varios viejos conocidos: Ángel, antes de ser Antonio, ahora convertido en Ricky (Antonio Banderas), recién puesto en libertad de la institución mental donde reside tras los sucesos de Matador -marcando así, con algunas excepciones, el fin de la patologización con la que el deseo solía aparecer- y Sexilia, la cual, después del previsible fracaso de su matrimonio con Riza, vuelve al mundo del espectáculo sobreviviendo una temporada como actriz porno hasta dar su salto al cine de autor bajo el alias de Marina Osorio (Victoria Abril). Añadiendo una capa más, cabría aventurar si Marina no será más bien Bom/Yolanda tras el paso por el convento, refugiada ahora en la pornografía y las drogas. Esta no es una cuestión banal porque nos indica que tanto en la mujer afortunada como en la mujer maldita cabe la posibilidad de acabar sometida a ese hombre que, adaptándose a los tiempos, recoge tantos roles dentro de sí que dificulta el escapar a sus garras -el violento, el romántico, el niño asustado, en soledad, el buen follaca que ha aprendido sus artes de mano de una mujer adulta, como en Carne trémula, etc.
De ahí el aparente final feliz en el que Ricky ríe y canta al disfrutar por fin de una familia convencional que contrasta con la sonrisa amarga de Marina mientras conduce sabiendo que no se dirigen hacia ningún lugar, atrapada por el despliegue de todos esos roles masculinos sobre ella hasta que consiguen difuminarla por completo -temática que en cierta manera evolucionará en La piel que habito; a la espera de que la ilusión se agote y, como tras una violación, pueda continuar con su vida. Entonces, en estos dos últimos capítulos de la serie se muestran dos aceptaciones de los límites de la mujer desde perspectivas distintas, Marina bajo la mirada de Cristo, sin la autonomía de Pepa.
Cuarta temporada (1991-1993): La deriva de los 80, victorias y derrotas (I)
En Tacones lejanos (1991), Rebeca Giner (Victoria Abril), la pequeña adoptada por Tina en La ley del deseo, ha crecido en soledad después de que los sucesos trágicos le separaran de su nueva familia. Su único compañero es el dolor por el amor no correspondido de su madre, la artista Becky del Páramo (Marisa Paredes), una fulgurante estrella que se salvó del fracaso gracias a irse a hacer las Américas. Entre la marcha de esta y su vuelta, intercalada con fragmentos de la niñez de Tina junto a Becky, comprobamos la importancia que le da este episodio al paso del tiempo; de esta manera, entrados ya en los 90, la figura de Becky funciona como metáfora autoconsciente de las derivas de la Movida. Ella, mujer triunfadora e independiente, no ha conseguido librarse de la sumisión a los deseos de los hombres y al concepto de pecado y redención a través del último acto antes de morir, terminando así con la conciencia tranquila y olvidándose de que la muerte para las nuevas generaciones no era redentora sino condenatoria, capaz de sublimar la pasión.
Por muy emancipada que crea estar, la mala madre -fenómeno que choca con el de otras madres que, bajo su aspecto tradicional, poseen un carácter más abierto (como la misma madre de Letal [Miguel Bosé])- afirma respecto al mundo del travestismo “una cosa es que seas moderna y otra es que formes parte de su mundo, no son mala gente pero llevan una vida muy sórdida”. Sentencia que resume magníficamente la transición, el devenir de la serie: si para el fascismo la diversidad siempre fue escoria a eliminar, para aquellos que maduraron bajo el espíritu contracultural y que ahora se han convertido en progres la defensa de esta diversidad es meramente formal, tolerándola, sin que se visibilice y asuste a los ciudadanos de bien. Esta será la razón, entre otras, para que en algunos de los próximos capítulos Almodóvar preste especial atención a aquellos y aquellas que han sido relegados al estatus de basura una vez que la igualdad cultural callejera que existía en los 80 se haya dividido en dos clases bien diferenciadas.
También son tiempos extraños para Kika (Verónica Forqué), la vecina prostituta de ¿Qué he hecho… que en Kika (1993) ha dejado la profesión para dedicarse al maquillaje. Sin embargo, este capítulo se revela contra el ambiente pesimista de los dos últimos capítulos y, como Pepa, saca fuerzas de flaqueza contra los acontecimientos para volverlos a su favor, consiguiendo además que su alegría no decaiga. Contra todo lo que podría pensar el espectador a lo largo del metraje, Kika, que ha sido manejada como alguien exterior a la trama, relegada a la pasividad de “la novia de”, “el objeto de”, se hace con el poder en el último suspiro, revelándose la protagonista absoluta. Para ella, esta historia de tragedias familiares no le incumbe más que otras tantas aventuras de su vida -como aquellas con los personajes extravagantes de su época de puta.
Su frivolidad, su inmadurez, llámese como se quiera, no se identifica simplemente con los antojos carnales que nos dominan sino que propone otro modelo de vidas sin ataduras, dando una vuelta de 180º al desenlace de ¡Átame!. Pero todavía hay algo más que merece la pena ser destacado. Desde Tacones lejanos ya se rumia el melodrama que desembocará en La flor de mi secreto y cuyo puente se encuentra en Kika sin que parezca obvio en un primer vistazo. En una trama que parecería ser doble, entrelazándose Mujeres al borde… y Matador -esta vez con un asesino sin pasión, un simple imitador extranjero- la provocación queda por primera vez de manera ostentosa del lado del humor de línea gruesa, hasta casi casposo. Esto implica que el motor del metraje ya no radica tanto en lo trasgresor como en lo que va después de la transgresión, en cómo se sienten y actúan los personajes tras un hecho que les sitúa al límite -lugar donde otras películas suelen terminar. Desde este ángulo también se comprende que el filme se titule Kika, porque aquí no importan los giros de la trama de intriga sino la evolución de los sentimientos cotidianos.
Quinta temporada (1995-1997): La deriva de los 80, victorias y derrotas (II)
Llegamos a La flor de mi secreto (1995), en donde Sor Rata / Leo Macías (Marisa Paredes), la exitosa y anónima escritora de literatura erótica de Entre tinieblas, lleva varios años habitando el sueño de abandonar el convento. Ahora, dedicada a la novela rosa pero todavía en el anonimato, se da cuenta de que el matrimonio y el amor no son como los imaginaba. A diferencia de las anteriores entregas, que lograban separar el amor loco de la loca enamorada, aquí se indaga en la segunda perspectiva, desviándonos ligeramente de las tramas principales más juveniles y poniendo cara durante unos escasos minutos al marido de altos cargos -políticos o militares- cuya ausencia ha estado constantemente presente en otros capítulos. Aquellos valientes, rudos y viriles hombres de honor que rigen y salvan la patria, cobardes incapaces de enfrentarse a sus mujeres o a sus amantes.
En cualquier caso la protagonista es Leo, vagando por el laberinto del amor en donde es posible estar completamente enamorada mientras se es absolutamente infeliz; y no sólo eso, también se permite albergar un odio insoldable hacia el mundo sin que por ello se traspase la frontera del desamor -llamado por algunos “realidad”. Aquí se encuentra la fuerza del personaje, su inmensidad, capaz de albergar con gran intensidad sentimientos que parecerían normalmente opuestos entre sí y que ella logra conservarlos dentro del territorio del amor. El precio de conseguir esta hazaña sin achacarla a ninguna sublimación religiosa -como en Entre tinieblas- tienen efectos directos en su corporalidad, cuyo primer síntoma se expresa en la imposibilidad de seguir escribiendo igual, cuyo diagnóstico refleja una locura que ya no se aborda desde ninguna explicación psicológica. Esta podría tacharse de mal metafísico, el melodrama, que no puede ser sanado ni por el éxito profesional -burguesía-, ni por el retorno a sus orígenes -tradición.
Pero de nuevo, no estamos ante una temática religiosa sino que seguimos en la crítica de Tacones Lejanos al estancamiento de la emancipación femenina -cambio que algunas masculinidades parecen haber logrado, como Ángel (Juan Echanove), sensible borrachín capaz de imitar con éxito las novelas rosas de Leo. Ni la solución está en un huir hacia delante, que todo siga girando en torno a lo que escapa, ni tampoco en una renuncia a la vida. El olvido de la dominación, la independencia, la consigue al darse cuenta de que la importancia de sus creaciones no tiene que ver tanto con el éxito impersonal como con la gratificación de ayudar a la gente que aprecia -Antonio (Joaquín Cortés) y el guion de la película, planeando una temática que se solidificará en Todo sobre mi madre. De la misma manera, el amor no se reduce al triunfo del matrimonio y del romanticismo en general, el deseo es tan ancho que caben más experiencias, aunque no lleguen al rango sublime del amor y se queden en la sexualidad, en los pequeños placeres.
Con Carne trémula (1997) vamos a dejar de lado las cuestiones sentimentales, sexuales, deseantes, obsesivas, culpables, las transformaciones en el significado de la muerte de los esposos que ya no porta los matices de la sublimación o la redención… para ubicar a la película como el reverso de La flor de mi secreto. Allí tenía lugar tenía lugar una festiva manifestación contra los últimos coletazos del gobierno socialista que contrastaba con el infierno personal de Leo, en mitad de la masa pero al margen de cualquier cuestión política. Por el contrario, estamos probablemente ante el episodio con más ironía y crítica macropolítica de todos, recalcando cómo por muchas pátinas que se den en torno a las libertades y demás virtudes conseguidas por la democracia, las tácticas propagandísticas son las mismas del franquismo, ocultando una realidad miserable dominada por los intereses de unos pocos.
Además, en paralelo con La flor de mi secreto, se va a otorgar parte del protagonismo a unos personajes que aparecen recurrentemente en el resto de películas de manera anecdótica, siendo generalmente representados como seres viles, sinónimos de la represión y el fascismo: La policía. La entrada a escena de esta viene curiosamente de un fracaso más de la Movida, Elena (Francesca Neri), europea de padres riquísimos que imita estéticamente esta corriente contracultural, no le tiembla el pulso a la hora de llamar a los malos -algo impensable para Pepi y Bom-, dándoles un protagonismo en la trama que, de otra manera, no lo hubieran tenido. Sin embargo, lo chocante, el truco de la película y su crítica más gamberra, radica en que al observarla detenidamente advertimos la inexistencia de una historia como tal sino de dos tramas que parecen entrecruzarse pero que sólo se tocan levemente. Los asuntos de la policía comienzan y se resuelven de manera autónoma a los avatares de Víctor (Liberto Rabal), un chaval que, con sus diferencias, se acerca a la estela del Ángel de Matador y sus evoluciones, casi a modo de una versión mejorada.
Sexta temporada (1999-2004): Vivir juntos o cómo establecer vínculos entre aquello desechado y los excesos individuales
Tras este pequeño desvío, Todo sobre mi madre (1999) trae de la mano antiguos y queridos personajes. Manuela (Cecilia Roth), la Pepa de Mujeres al borde… convive con su hijo, dejándonos a la imaginación si este es el pequeño de ¿Qué he hecho yo… o si, tras desaparecer, ha tenido finalmente el hijo que esperaba de Iván (Fernando Guillén); confesándose que él no es el verdadero padre sino una tal Lola (Toni Cantó). En cualquier caso, esta película situada en el presente ahonda sobre su pasado, y nos revela el sorprendente dato de que ella no es española de origen. Sorprendente en el sentido de que en todo momento ha pasado por el prototipo de mujer de las medianías nacionales, cuando simplemente es otra pobre inmigrante que, sola en la gran ciudad, acabó por someter sus sueños actorales a la familia castiza.
La lectura serial añade entonces nuevas capas interpretativas que densifican las conexiones y reflexiones de los largometrajes individuales. Esta desorientación en los orígenes señala, de la misma manera que el ir y venir de Manuela entre ciudades, que la maternidad no tiene más patria que los hijos; es más, la maternidad es tan grande que no necesita de la consanguinidad para ejercerse. Reivindicación que cobra todavía más fuerza si a la confusión de cierta feminidad en los últimos años -salvo en el bonito caso de la madre de Víctor en Carne trémula,en las anteriores películas ninguna de las mujeres tenía descendencia- le unimos la representación que generalmente se ha dado a las madres, mujeres ariscas y llenas de rencor hacia su prole. Que este tipo de relación negativa también se dé aquí entre la Hermana Rosa (Penélope Cruz) y su madre -con aires a la mujer del escritor que aparecía en ¿Qué he hecho yo…- sirve para recalcar que no se debe confundir el tener hijos con la maternidad, un estado mayor del que debemos estar agradecidos, el cual no implica una renuncia a que la mujer sea dueña de su cuerpo, ni mucho menos expulsar de la feminidad a otras corporalidades como las transexuales. Cuando el capítulo termina surge la pregunta acerca de si la maternidad, ese amor que supera cualquier barrera, no lo hemos visto ya previamente secuestrado por Entre tinieblas y mezclado con otros deseos independientes, otro tipo de amor, hasta convertirse en algo dañino.
Hable con ella (2002) nos devuelve a otro de los personajes más estimados, cuya personalidad es un prisma de múltiples caras: Ángel-Ricky-Antonio, el cual ha sobrevivido a su intento de suicidio en La ley del deseo. Tras su reclusión en un psiquiátrico, su matrimonio fallido y la trágica historia de amor con su ídolo, el rebautizado Benigno Martín (Javier Cámara) decide volver con su madre. Herido por la vida, una persona tan sensible como él sufre un retraimiento y una involución que incluso le convierte de nuevo en un ser virginal, lejos de la violencia que le enseñó el correccional… hasta que Alicia (Leonor Watling), una chica que le recuerda a Eva -su amor en Matador-, se cruza en su camino. Almodóvar, habiendo perfeccionado a estas alturas el uso de los flashbacks, la puesta en escena y los giros narrativos, inscribe a estos recursos dentro de la psique de los protagonistas, retorciéndola y añadiendo capas. De esta manera, el mismo mecanismo que crea un laberinto de emociones pone limitaciones a la expansión de los deseos de los personajes.
La vitalidad recuperada de los 80 se encuentra constreñida; se sigue manifestando la libertad de que todo el mundo pueda convertirse en quien quiera, pero no como quieran. Las imperfecciones de los protagonistas ya no son unas características obviables y divertidas, sino, siguiendo las huellas de los noventa, losas que nos obligan a crear vínculos siempre un poco en volandas. Por ello, el realismo mágico, tan presente en anteriores películas, desaparece aquí en favor del milagro, una serie de combinaciones azarosas que generan un resultado en contra de lo esperado.
Nadie dispone de superpoderes. Si el mayor logro de la heterosexualidad masculina pasa por hablar con la mujer amada, abrirse a esta, lo que realmente demandan ellas es ser escuchadas -algo que no lograrán aquí ni Alicia ni Lydia (Rosario Flores); incluso la solidaridad entre hombres, tan posible como la de las mujeres, se desvía por el camino, terminando en una suplantación de la personalidad del amigo. Así, tras los excesos y las derrotas, se desarrolla cierta contención a pesar de seguir proponiendo la misma meta, dejar que el deseo se exprese. Por eso los capítulos tornan más delicados, existiendo una mayor preocupación por los personajes en tanto presentan una mayor fragilidad y los arrebatos de humor, siempre presentes, se muestran intermitentes.
Para comprobar esto no hay más que fijarse en La mala educación (2004), donde los recuerdos, los deseos y la ficción se entrelazan de la misma manera que el travestismo y los cambios de cuerpo, como si el deseo de un hombre funcionara escondiéndose para poder subsistir, nunca estático para aguantar inagotable. Este filme cohabita con los hechos acaecidos en Todo sobre mi madre, adentrándose en ese mundo del que la anterior entrega sólo había mostrado unos segundos, allí donde Lola vivía. Del mismo modo que la existencia de un tono crítico en la serie no se puede juzgar desde una perspectiva moral -bajo los definitivos términos bueno o malo- tampoco existe romanticismo en el poderío y la atracción con la que se representan esos cuerpos, pues están podridos. Pero su podredumbre, lejos de provenir de sus preferencias sexuales, está marcada por la misma educación que provocó que muchas madres arruinaran el regalo de la maternidad replicando los palos y golpes de su infancia.
Mientras que en Entre tinieblas o Pepi, Luci… las praxis sexuales dañinas se permitían cuando el trato era mutuo, ahora se observa cómo ejercidas estas unilateralmente por el que ostenta el poder sirven para destrozar unas vidas que de otra manera podrían haber sido maravillosas -aunque sea bajo la ingenuidad de que la transición realmente se ha dado. Además, en otro gesto de virtuosismo narrativo, el director de cine Enrique Goded (Fele Martínez) no es otro sino Pablo de La ley del deseo, situando los hechos de las dos películas dentro de la misma órbita temporal e introduciendo un torrente de preguntas y matices a su personalidad, cuestionándonos qué significará para éste su idilio con Antonio en relación a la historia amorosa con Ignacio (Francisco Boira).
Comprobamos así cómo la lectura serial abre las diversas dimensiones de las que consta el tiempo, manifestando que si bien existe una progresión narrativa propia del contexto histórico y de la madurez del director/guionista la serie no termina ahí, permitiendo colocar distintos sentimientos dentro de un mismo marco. Entonces, lo que une a las películas no son los conceptos obsesivos de la lectura tradicional que, en su generalidad, están vacíos -¿qué significan el mal, el deseo, la sexualidad, la feminidad… por ellos mismos?-, sino el mismo Tiempo, que permite acercar lo que a priori podrían parecer cuestiones lejanas.
Así, si La ley del deseo, Todo sobre mi madre y La mala educación se parecen, tienen enlaces, no es debido a que traten los mismos temas como si hubiera un principio rector, más bien tiene que ver con el hecho de que se den al mismo tiempo sin que esto imposibilite, a la vez, seguir otros regímenes temporales. Véanse aquellos marcados por la evolución de ciertos cuerpos, de fenómenos sociales -como, por ejemplo, el hecho de que en este filme y en Los abrazos rotos el retorno a la prensa como modo de inspiración marque el fracaso de la televisión como arte- o narrativos -si en Todo sobre mi madre el villano era una presencia elidida, aquí no sólo no se redime y roba el protagonismo al resto de personajes, abusando su presencia en los planos, sino que es en definitiva quien gana.
Séptima temporada (2006): Los límites de la serie
Después del homenaje a la madre, parece que Volver (2006) hace lo mismo con el pueblo, un espacio que funciona tanto como origen mítico para explicar quiénes son como lugar desde el que emana lo oscuro, la Castilla negra. Así, como en la serie The Wire, quien es verdaderamente el protagonista de este filme es el pequeño pueblo y sus historias que se extienden hasta la metrópolis. El mismo pueblo al que se volvió el hijo mayor de Gloria en ¿Qué he hecho yo…, el mismo al que retornó Leo en La flor de mi secreto para curar sus heridas en balde, despojado ya de su poder sanador. Mientras que el homenaje a la madre posee el signo de la reivindicación, aquí este se torna en epitafio, lugar de malos recuerdos, de muerte y que, aun así, resulta necesario para explicar la verdad enterrada que todavía supura.
La fuerza negativa del pasado, como la de los muertos sobre los vivos, no puede ser conjurada mediante un realismo mágico impotente -ya vimos que estaba agotado- sino mediante las palabras que no se dijeron en su momento. Sin embargo, lo callado, que afecta al presente -Hable con ella-, se reformula en el pasado por medio de la ceguera, lo que no quiso ser visto. Por eso el dolor ya no se presenta, como en Laberinto de pasiones y otras tantas de esa época, mediante una asociación traumática que puede ser resuelta al percibirse o echando mano del asesinato, como pretendía la loca enamorada de Mujeres al borde…. Sólo queda filmarlo mientras se agota y reaparece ya no como espacio físico sino como cuerpo, en la doble personalidad de Raimunda (Penélope Cruz), con esos arrebatos de irritabilidad, como barrio madrileño a medio camino entre pueblo y ciudad.
La película se sitúa entonces al principio de toda la serie, contraponiéndose y complementándose con el Madrid al que llegan Pepi, Luci y Bom; durante toda la serie, caminando en paralelo e interaccionando con el resto de problemáticas -convendría revisar el resto de capítulos y observar detenidamente cuántos de los problemas que aparecen en esta película asociados al pueblo se repiten en la ciudad y cómo lo hacen, en qué varían; al final de la serie, desvaneciéndose y sólo recuperado por las cuestiones que abren Los amantes pasajeros.
Octava temporada (2009-2011): Spin-offs, what ifs y otros juegos formales que matizan y profundizan las temporadas anteriores
Pero antes de llegar a este último episodio aún se anteponen otros dos. El primero, Los abrazos rotos (2009) parte de un what if invertido, preguntándonos qué hubiera pasado si Mateo Blanco (Lluís Homar) no hubiera conocido a Lena (Penélope Cruz). La respuesta sería el director de ¡Átame!. Por otro lado, retrocede cronológicamente y nos presenta tanto la infancia del novio de Kika -Ray X (Rubén Ochandiano)- como su futuro tras dejarle esta. Si obviáramos esta posición de cruces temporales y medios caminos imaginarios, abriendo universos paralelos capaces de modificar las interpretaciones previas, nos quedaría simplemente una película de madurez que ha llegado al culmen del formalismo, haciendo gala de un hermetismo que no deja entrar al tiempo y cierra la historia sobre sí misma, como un mecanismo de relojería tan perfectamente ajustado que llega a su final agotado, pidiendo la hora.
No obstante, a través de esta capa manierista se dan un sinfín de cuestiones que descomponen el presunto thriller, obvio y falto de garra, y lo sitúan en otro terreno cercano al melodrama que rompe la causalidad imperante. El infierno interior de los personajes es lo que siempre está presente pero se escapa a los artificios de la cámara; manera ingeniosa de recalcar el mensaje de Volver, pues el trato con el pasado se da mediante la relación entre ceguera/visibilidad, quitándole el valor a la revelación mediante la palabra, la cual se sitúa al lado de la resolución del thriller, soso y sin fuerza. Además, el acto de volver a montar la película de un director ciego añade asimismo significado a La mala educación. La redención de este tipo de amor prohibido no se da mediante la muerte o la obsesión sino como homenaje, reviviendo el mismo amor, convirtiendo en eternamente presente a la parte ausente que de otra manera no sería más que una relación pasajera. Ya no se recalca que el amor sea ciego, como podría verse en las relaciones de los primeros capítulos; o el amor ciego, el de la maternidad; o lo que ciega el amor o incluso el precio que hay que pagar a cambio de amar; el mensaje es mucho más tímido y sólo busca conservar el amor en un punto ciego, lejos del insensible manoseo de unos y otras.
Por eso, también puede resultar engañoso decir que en La piel que habito (2011) se busca hacer eterno al amor. Una vez destilado en el anterior capítulo, Robert (Antonio Banderas) -el hijo de Iván y la loca enamorada de Mujeres al borde… que a la vez tuvo un hijo con otro, comprobándose así que la obsesión por un hombre no implica atarse sólo a él, cerrar tu sexualidad-, desea volver a mezclarlos para que este amor se encarne sin los problemas que conlleva, sin más riesgos. O dicho de otra manera, convertir el acto de odio en un acto de amor y viceversa. La combinación de temáticas y estilos -de la serie B al clasicismo, el duelo, el surgimiento de la vida a través de la muerte, los azares, el recuerdo, las locuras- proporciona la única manera de poder generalizar y englobar bajo un mismo mensaje a todas las películas que tienen algún punto en común: A pesar de la maleabilidad del deseo, existe un límite, un tope irrebasable incluso por el maltrato psicológico que insensibiliza la piel a costa de cambiar tu reflejo.
Continuando con esa contención de la que Hable con ella hace gala, existe un salto diferencial entre las relaciones masoquistas, tormentosas, violentas… y el encarcelamiento al completo de tu existencia por una persona que no necesita ser especialmente maligna -la aparición del hermano de Robert, estereotipo del malo malísimo, recalca que ni el doctor ni su víctima Vicente (Jan Cornet) son villanos, simplemente se les han ido las cosas de las manos. Si bien se podría objetar que, al no ponerse aquí en juego un factor temporal que englobe a las películas entre sí, cabe señalar que en La piel que habito más que problematizarse un concepto se está produciendo una advertencia. En este sentido, estamos ante una película menor.
Novena temporada (2013 -¿?): Reboot, autocrítica y nuevos horizontes
Radicalizando los mecanismos de Kika, en La piel que habito los giros narrativos más importantes, o sorprendentes, se dan al principio y no al final, con el objetivo de ahondar en sus consecuencias, dejando una meseta en la que poder apreciar el horizonte, la frontera donde confluyen diversas praxis desplegadas a lo largo de la serie. Ese horizonte es traspasado por un avión, jugando con lo cercano y lo lejano, que al intentar viajar hacia otros lugares acaba a medio camino. Los amantes pasajeros (2013) vuelven al colorido y desenfado pop, introduciendo en un espacio cerrado a un elevado número de variopintos personajes, tanto inéditos como viejos conocidos -una Kika madura y transformada en la dominatrix Norma Boss (Cecilia Roth), Ricardo Galán (Willy Toledo) como un Iván para el que no pasa el tiempo o Bruna (Lola Dueñas), la niña con poderes de ¿Qué he hecho yo… que reintroduce el realismo mágico.
Así, la convivencia junto a algo que nos resulta familiar al mismo tiempo que notamos variaciones de importancia funciona a modo de reinicio de la saga, adaptándola a los nuevos tiempos -véase las variaciones del humor entre Joserra (Javier Cámara), Ulloa (Raúl Arévalo) y Fajas (Carlos Areces). Pero este reboot se sitúa en dos planos, el primero sirve para realizar una autocrítica de todo el recorrido realizado, con sus éxitos -la normalidad de los protagonistas, el logro que significa pasar de los transportes públicos a la clase alta, el final opuesto al de Pepi, Luci…- y sus fracasos -esa escalada no ha servido para abolir las clases sino para acabar relacionándose con corruptos y sicarios, de la misma manera que si bien los azafatos pueden trabajar sin esconder su sexualidad, al ser hombres se les ubica en una clase superior que a las azafatas aunque al tener pluma no pueden alcanzar el rango de piloto.
El segundo plano tiene que ver con el intento de captar nuevas audiencias en esta época tan extraña donde la imposibilidad de transgredir porque ya nada sorprende cohabita con lo políticamente correcto, una rigidez que nos asoma al abismo de la vuelta a la familia feliz -el guiño inicial del universo alternativo donde los protagonistas de ¡Átame! trabajan de operarios de rampa y esperan un bebé. De ahí que en los créditos iniciales la película parezca guardarse las espaldas señalando con socarronería su carácter ficticio sin ninguna conexión con la realidad, así como que junte a todos los personajes, conocidos y desconocidos, para amenazarles con la muerte, un ultimátum que se dirige a la desaparición de la serie. Esto no sucederá, claro, tendiendo la mano no tanto a un cambio radical como a un enganche con el público más joven.
A falta de más películas -actualmente Almodóvar se encuentra en pleno rodaje de su siguiente film, Silencio-, ponemos el punto final a este breve análisis. Gracias al paso de la perspectiva autoral a la serial se ha podido complementar a la primera, librándola de los conceptos estancos en favor de una interpretación de la obra como capítulos que permiten variaciones, giros y saltos sin necesidad de que estos se conecten de modo causal, abriéndose las diferentes dimensiones temporales e interaccionando entre sí. Mediante un repaso muy rápido, observamos que en este corpus sí existe una evolución en lo que atañe a la sustitución de la moralidad por el deseo, partiendo desde el desenfado contracultural hacia cierta contención no sólo estética sino también personal que no se debe entender como derrota ni mucho menos como simplificación, suponiendo una victoria frente a la tradición cultural del Estado y un mayor uso de recursos cinematográficos para desarrollar la psique de los personajes.
Pero la cosa no acaba ahí, como si todo se redujese a una progresión. A su vez, también tiene lugar una arqueología de los fracasos crónicos, cuerpos prohibidos que han sido aparcados en las cunetas o un registro de las idas y venidas de todo aquello que queda al otro lado de lo normal. Tampoco faltan problemáticas que nutren de manera transversal a cada película, como el pueblo y la maternidad. En ese sentido, no son temas recurrentes -bajo este prisma entrarían demasiados- sino emanaciones constantes que sin llegar a constituirse como una explicación al porqué de los protagonistas, crean una atmósfera alrededor de temáticas independientes entrelazadas en un cóctel que ya no sólo depende del personaje, la narración o el contexto de la época; también del resto de películas que la preceden o de futuras que la complementarán y añadirán matices recalcando la absoluta diversidad sexual que significa vivir. Por ejemplificar lo dicho de manera general, se podría señalar las relaciones entre pasión, violencia y maternidad; feminidad, amor y emancipación o entre masculinidad, amor y sexo… Lo enriquecedor de la serie es que estos conceptos son capaces de volver a reordenarse -masculinidad, feminidad y violencia, por decir una conexión- dando lugar a otra perspectiva que tiene un correlato dentro del tejido película-capítulo y, sobre todo, una historia detrás interrelacionada, que respira.
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