Con esa boca de matón melancólico, Jean-Pierre Mocky tuvo una carrera de actor bastante consecuente (a las órdenes de Cocteau, Antonioni o, incluso, de un Visconti al que asistiría en la dirección de Senso), si bien el filme que le reveló al gran público fue La cabeza contra el muro, de Georges Franju, en 1957. El personaje de Arthur Gérane no marca solo la aparición de un actor, sino también de una personalidad aparte en el cine francés. Mocky escribió la adaptación de la novela de Bazin, pero no pudo dirigirla al considerar los productores que no reunía la suficiente experiencia. Así, Mocky no solo confió a Franju su guion, sino también el reparto que tenía en mente y el trabajo de investigación que había elaborado para los decorados de la película. Un revés que a la postre hizo de La cabeza contra el muro una de las grandes obras de Franju, sin por ello dejar de reflejar la poesía y la cólera contra la alienación de los individuos tan propia del cine de Mocky. En lugar de un papel, Mocky parece interpretarse a sí mismo: un rebelde, señalado por la sociedad, al que conviene neutralizar. El asilo donde tiene lugar la acción se transforma en una prisión sin nombre, como más adelante sucederá con las ciudades dominadas por las fuerzas ocultas en Litan y Ville à vendre; un pueblo sin esperanza aturdido por los medicamentos y el tratamiento de choque. Algunos, como le sucede al héroe protagonista, nunca podrán curarse porque ni siquiera están locos. Varios años antes del Belmondo de Al final de la escapada, Mocky compone un personaje sin equivalente en la cultura francesa, un rebelde cercano a James Dean, Brando y Elvis Presley. Un Rimbaud ataviado con una chaqueta negra que representa mayor peligro para el orden establecido que aquellos agradables rockeros que gritan sus letras en discotecas como la parisina Golf Drouot. Más adelante, Mocky añadiría a su vestuario un pañuelo rojo y un sombrero de fieltro a lo Dana Andrews. Más que una reivindicación ideológica, el pañuelo evocaría el romanticismo libertario, mientras que el sombrero simbolizaría ese cine negro cuya esencia supo captar.
En 1959, Mocky debuta como realizador con Les dragueurs, el mismo año en que se estrenan Al final de la escapada y los 400 golpes. De la Nouvelle Vague toma prestada su economía de medios y el rodaje en decorados naturales, que le permiten una inscripción más directa en la realidad francesa. En estas primeras realizaciones, marcadas por su humor corrosivo y el gusto por lo grotesco que toma del cine italiano, Mocky radiografía a los monstruos franceses: los esnobs, los pringaos o, incluso, las vírgenes. Más tierna y desencantada, Un couple pone en escena la crónica intimista del fin de un amor. De tono nocturno e invernal, esta love-story a contrapelo tiene como objetivo representar, con tanta crudeza como honestidad, la vida sentimental contemporánea. Más que a los directores de la Nouvelle Vague, Mocky se sentirá cercano a Jacques Tati, Jean-Pierre Melville o al mencionado Franju, cineastas que se cruzaron en su camino sin pertenecer a ese estilo. De hecho, si Tati se apropia de lo burlesco, Franju del fantástico y Melville del cine negro, Mocky hará lo mismo con la renovación de la comedia, en un principio chillona y abiertamente loca -registro que practicará durante toda su carrera. Un humor negro repleto de momentos insólitos y enfermizos. En Les dragueurs, Aznavour le dice a un par de muchachas a las que se encuentra en la calle que no tiene intención de violarlas. Esta larga crisis que sacude a los personajes y no parece tener fin les devuelve a una especie de animalidad imbécil llena de muecas. En Mocky, más que un gesto autoral fuertemente subrayado, se produce una inmersión en la vida cotidiana atravesada por personajes cómicos de dicción imposible. Esos actores improvisados son clientes de un restaurante, propietarios de un aparcamiento o simples paseantes a los que Mocky, seducido por su excentricidad natural, hace desfilar frente a la cámara. Con ese maligno placer que perturba sus ficciones con la inclusión de personajes tan reales como hilarantes y fascinantes. Los actores profesionales también tienen su lugar. Mocky se fijó, por ejemplo, en un actor de teatro como Michael Lonslade, al que dio sus primeros papeles mucho antes de que saltase al estrellato con India Song. También reclutó a actores de cabaret como Poiret y Serrault, o a estrellas como Francis Blanche. Si Mocky no estimulase la inventiva de sus actores, cualquiera podría confundir sus repartos con los de aquellas películas de baja estofa que dirigía Raoul André. Ahí quedan la elegancia y los reflejos de Poiret en Un drole de paroissien, dignos de la comedia americana, o el enorme partido que saca a su papel de Presidente de una cadena de televisión en La grande lessive. Mocky se esforzará en dinamitar esa clase innata con la loca comedia trash El milagro, en la que interpreta a un vagabundo malhablado, con coleta y camiseta sucia, que despertaría las envidias de los excéntricos freaks que pueblan las películas de John Waters. Aunque si hay un actor total en el cine de Mocky, ese sin duda debería ser Jean-Claude Rémoleux, el obeso inspector de policía que canta sin descanso Marinella, de Tino Rossi, en La grande lessive. Resulta casi imposible saber si su presencia desplazada en escena es fruto de un increíble virtuosismo o, por el contrario, de una verdadera falta de conocimiento de lo que supone actuar.
En Mocky descubrimos la filmografía secreta de actores que, pese a todo el afecto que sentimos por ellos, representan la Francia atontada de los domingos por la tarde televisivos en los años setenta. Bourvil fue uno de sus actores más destacables, descubriendo el fondo de anarquía disimulada bajo la encarnación de la gentileza más absoluta. Los dos hombres se divirtieron con esta figura de santo laico, construyendo el retrato de un profanador de cepillos de iglesia guiado por una misión divina de Un drôle de paroissien. Esta candidez perturbadora es similar a aquella del inspector lunar Triquet de La Cité de l’indicible peur, que se entristece cuando por descuido arresta a un criminal y persigue a los delincuentes para evitarles reincidir. En Mocky, que es lo contrario de un cínico, la amabilidad de Bourvil no se presta al ridículo: se vuelve heroica y humanista, como la del Saint-Just de La Grande Lessive marchando en una cruzada contra la alienación televisiva.
Mocky transmite el placer de ver evolucionar a Bourvil, con su graciosa torpeza, y le hace recitar diálogos refinados, la voz abandonando su acento pueblerino para adquirir una musicalidad átona. La delicadeza de Bourvil, que hoy le reconocemos en sus canciones y en la dignidad que le conferirá Melville en El círculo rojo, está ya en la obra de Mocky. Alter ego del cineasta, representa al hombre puro e idealista enfrentado contra la sociedad, ya se trate del pueblo lleno de odio de La Cité de l’indicible peur o del París en el que los habitantes toman las armas para perseguir a los piratas de la televisión en La Grande lessive. Es Don Quijote o, más aún, el Príncipe Myshkin de Dostoyevski que, con todas sus precauciones, no podrá dejar de volcar el florero del salón burgués, llevado por una imperiosa torpeza. Los personajes de Mocky, accionados también ellos por una «idiotez» heroica, ponen patas arriba las convenciones sociales, como el periodista revelando los oscuros secretos de la burguesía de una ciudad de provincias en Un linceul n’a pas de poches. Por amor, fraternidad o simplemente sentido de la justicia, quemarán sistemáticamente sus naves.
En El albatros, el bandido en fuga logra pasar la frontera bajo una nueva identidad. Lo hace dejando atrás, en manos de los policías, a la jovencita que es su único amor. Menospreciando la muerte que le espera con seguridad, da marcha atrás en su camino para correr en su ayuda. El ladrón de joyas amoral de Solo se sacrifica por su hermano, un adolescente terrorista e idealista. El periodista de Un linceul n’a pas de poches ve su muerte en la borra del café derramado en un cubo de la basura, irónica reformulación del fatum apreciado por el cine negro. Revelar los escándalos sexuales y financieros y sobre todo la abyecta colusión entre una célula comunista y la patronal local no puede conducir más que a la muerte.
Se ha dicho en ocasiones que Mocky se complacía en un papel de víctima sacrificial o que inventaba demonios solamente por el placer de combatirlos. Es falso, claro, incluso si la belleza del gesto está siempre presente, como una herencia del cine americano de desperados (empezando por el Nicholas Ray de Johnny Guitar). La muerte se convierte entonces en una romántica obligación: el rechazo absoluto de pactar con el enemigo, la certidumbre de que el mal está siempre presente y que ningún happy end sellará el final del combate. En tanto el corazón lata, en tanto que uno esté en pie, hay que seguir corriendo hasta perder el aliento, atravesar bosques, ríos, esconderse en trenes de mercancías -repetir el gesto eterno de los fugitivos y de los fuera de la ley. Sin embargo, en el fondo, nadie escapa del lugar crucial del cine de Mocky: la ciudad, preferiblemente nocturna, gobernada por el terror y la corrupción. En este lugar, la buena gente vigila tras sus cortinas o se reagrupa en milicias armadas. Al comienzo de Ville à vendre, Roger Knobelspiess (que pone rostro a un prófugo de la justicia) describe así Moussin: «Es un pueblucho raro. Aparentemente todo está tranquilo, todo es normal. Pero es una tranquilidad que te deja un malestar como de pesadilla. Y no sabes por qué.»
Conocemos por supuesto la respuesta, pero la pregunta merece y merecerá siempre formularse: ¿cuál es ese indescriptible miedo que merodea en las ciudades de Mocky? No está ciertamente encarnado por el carnicero enamorado que se disfraza de Tarasque para secuestrar a su chica. Es un monstruo informe que siempre se recompone cuando se trata de acosar al extranjero, al insurrecto, al resistente o al evadido. Esta fuerza negra, este odio, estaba en activo durante la Ocupación, claro, pero es igualmente bien anterior, revelando un espíritu gregario casi prehistórico. Si está presente naturalmente en las películas noir (Solo, El albatros), también tiñe de angustia las comedias como La Grande lessive cuando, furioso por haber sido privados de su droga televisiva, el populacho sitia los tejados de París para proteger sus antenas, armas en mano. En A mort l’arbitre, esta misma jauría humana, dirigida por un terrorífico Michel Serrault, persigue a Eddy Mitchell a través de una ciudad HLM (de Viviendas de Alquiler Moderado) fría y agobiante.
En Litan, el odio toma una forma abiertamente fantástica, la de una entidad que roba la individualidad de los habitantes como en La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel. Litan, la ciudad medieval en la niebla, frecuentada por hombres sin rostro, es la forma alegórica de todas las ciudades de Mocky. Esas fanfarrias fantasmas, esos triste carruseles, esas fiestas equívocas de pueblo donde los payasos secuestran a las niñas, dibujan un fantástico muy personal, entre las brumosas historias de fantasmas inglesas (Amenaza en la sombra de Nicolas Roeg) y las alucinaciones de un Jean Lorrain viendo, como en un carnaval opiáceo, máscaras reemplazadas por los rasgos de los parisinos. En El albatros, Tassel ve resurgir el recuerdo de una niña rubia en un baile de pueblo. Ninguna explicación alumbra esta figura infantil y aquello que representa para él (el cine de Mocky es simbólico, alegórico pero nunca psicológico), sino que se superpone con el personaje de la hija del alcalde, que el evadido toma como rehén y de la que se enamora. Sin duda Tassel dejó alejarse a esta niña, su primer amor, y es para curar esa herida por lo que rehace su camino hacia la prisión donde está detenida la muchacha.
Haciéndola evadirse, firma su sentencia de muerte. La pequeña representaba entonces la fatalidad pesando sobre su personaje desde su infancia y dirigía sus pasos hacia una salida forzosamente trágica. En Noir comme le souvenir, Garance, otra niña fantasma, rubia y vestida de blanco, atormenta a una pequeña población burguesa. Liquidando a todos aquellos que han causado su perdición, como en Operazione paura de Mario Bava. Arrastra a su madre al otro lado de la realidad, que, sin ser completamente el más allá, constituye la antecámara. Los ramos mortuorios negros y las muñecas payaso aparecen como por sortilegio. La ciudad se convierte en el patio de recreo de la pequeña espectro, como si el cementerio en la bruma donde descansa Garance extendiera su influencia fúnebre sobre toda la población. Como una maldición, en las televisiones de estos condenados, una sola película parece estar permitida para su difusión: Litan. De esa bruma que se extiende de película en película emerge igualmente, como un barco fantasma, el autocar de Agent trouble, en el que todos los pasajeros son cadáveres.
Hermanos de los muertos vivientes de Litan: los parados apáticos de Moussin, la Ville à vendre. Las fabulosas indemnizaciones que les son pagadas disimulan su naturaleza de cobaya de una oscura empresa farmacéutica. En esta genial película, la ciudad se convierte en un laboratorio a cielo abierto dirigido por un cura de labios pintados (el propio Mocky) en el que el grotesco acento alemán evoca un Herr Doktor langiano. Mocky lleva muy lejos el grotesco inquietante: los notables, exhibiendo coletas, desfilan a caballo durante kermesses absurdas y entonan melopeas lúgubres durante los entierros. En Moussin se muere de embolia, por una burbuja de aire inyectada en las venas, fin lógico en esta sociedad asfixiante. De manera imprevista, Ville à vendre cruza otro género, el western, y los desfiles a caballo de los notables no son el único indicio. Tom Novembre, llamado Orphée, es un extraño viajero vestido de blanco que se detiene por azar en una pequeña población y, sin más motivo que la curiosidad y el gusto por el misterio, desvela su corrupción fundamental. Orphée abandonará el lugar sin asumir el papel de justiciero, dejando a los habitantes apañarse con sus demonios.
Este individualismo desencantado, pero no de desprovisto de valores morales, evoca a personajes de Clint Eastwood como los de El jinete pálido o Infierno de cobardes. Mocky es él mismo un libertario, un individualista encarnizado, visceralmente opuesto a toda forma de mentira. Si sus personajes están a menudo dando vueltas en la noche, el fuego que les devora es siempre aquel de la verdad.
© Traducción de Óscar Brox y Juan Jiménez García
Esta es una traducción del artículo Quelle est cette indicible peur qui rôde dans les cités de Jean-Pierre Mocky ?, publicado en junio de 2014 en el blog de su autor, y cuenta con su consentimiento, a quien agradecemos su generosidad.
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