El pasado 22 de abril, Liudmila Petrushévskaia estuvo conversando sobre su obra dentro del marco del festival literario Kosmópolis en el CCCB.
Liudmila Petrushévskaia aún no está en la sala.
Explica Xenia Dyakonova (1) que durante los días en que ha estado acompañándola se ha dado cuenta de que es una mujer que no cesa de inventar historias. En la calle observa a los transeúntes y, fijándose en ellos, viéndolos pasar, cuenta cómo son, qué sucede en sus vidas. Para corroborar cómo las historias sobre las personas se albergan vivas como llamas en ella, añade que días atrás habían estado conversando un buen rato con una chica que les contó que había viajado a Moscú después de decidir romper la relación con su novio, y cuyo recuerdo de ese viaje era el de estar recorriendo la ciudad con los ojos llenos de lágrimas. Petrushévskaia y Dyakonova se despidieron de la chica y prosiguieron con sus paseos y compromisos. Y pasadas las horas, cuando para Dyakonova aquella chica y lo que les había contado se habían volatilizado como un fugaz episodio de aquel día, Liudmila Petrushévskaia comenzó de repente a hablar de ella. Ese detalle de que lloraba mientras recorría Moscú. Aquella chica no había dejado a su novio, sino que él la había dejado a ella. Esa era la auténtica verdad de la historia que les había contado.
Un momento antes, Miguel Cabal, traductor de los cuentos, ha leído en voz alta Un destí tèrbol (Destino aciago). Como esa chica, la protagonista que llora al final de este cuento también llora engañándose. Llora para cubrirse los ojos, para empeñarse en alegrarse por el futuro que le traerá querer a un tipejo más bien patético y completamente pusilánime, ni siquiera guapo.
Por lo visto, sigue explicando Dyakonova, Petrushévskaia tiene la costumbre de comprarse un sombrero en cada viaje que hace. Además de componer y traducir cuando conviene las canciones que interpreta en sus espectáculos de cabaret, también se cose ella misma su vestuario. En Madrid estuvieron recorriendo tiendas, a la busca de plumas, medias de encaje para convertir en guantes… Cose, es modista una de las protagonista del siguiente de sus cuentos que se lee en voz alta, Milgrom. Riva Milgrom, que mientras le toma medidas va hablándole con orgullo sobre su hijo Sáschenka a una muchacha que quiere hacerse un vestido de verano con tela nueva (no a partir de ninguna ropa vieja, recortada según se estropea el tejido y remendada, convertida en otra prenda, para aprovecharla algo más de tiempo). Milgrom, su vida se volvió esa tragedia que sólo dos fotografías colgadas de una pared hacen felicidad cuando tenía la edad de esa muchacha ansiosa por un vestido con el que sentirse bonita.
También dibuja y pinta acuarelas. Le gusta pintar rosas blancas. Como a coser y a dibujar, aprendió polaco de manera autodidacta. Lo hizo para poder traducir al ruso a Wislawa Szymborska, a quien admira muchísimo y a la que fue a conocer. (Dyakonova le preguntó al respecto pero, al parecer, esa es una historia que Petrushévskaia no quiso contar.) Ahora mismo le interesa más escribir canciones que cuentos.
Los cuentos que contiene el volumen han sido escritos en diferentes épocas de su vida. Petrushévskaia evita los diálogos porque eso le permite plantear cada uno de ellos como la voz de una persona. Y antes que por autores concretos (aunque sí reconoce la influencia de Poe y Gógol) su escritura está influida por las conversaciones oídas a las mujeres que vivían en su casa: conversaciones muy banales, pero también muy épicas (porque chafardear es una actividad indudablemente creativa). De pequeña solían enviarla a colonias de verano y se dedicaba a inventar y contar historias completamente distintas a aquellas que escuchaba a su madre, su tía o su abuela. Eran historias fantásticas con algún elemento de terror, que espantaban a los niños. Con el tiempo fue uniendo las dimensiones, lo doméstico y lo fantástico, en sus relatos.
Finalmente, Petrushévskaia llega. Saluda y excusa su largo retraso debido a los malestares de un resfriado canturreando «Je suis malade…». Abrigada con un manto negro, lleva un sombrero, desde el primer instante aparece como una mujer vivaracha y simpática. Dice que le cuesta pensar en qué va a decir. Pregunta qué impresión han producido esos dos cuentos que se han leído durante su espera, escucha las respuestas y explica que ambas historias son reales. «No hago ficción, sino prosa documental. Soy cronista de mi tiempo. También hago un género místico, un género en el que lo invento todo», dice.
Su director de cine favorito es Buñuel. Habla de una secuencia de El discreto encanto de la burguesía, la visualización de un sueño con una calle vacía, campanas, sonido de gente en la distancia, la entrada a una casa derruida. «Esa calle vacía es la imagen más terrible de toda la historia del arte», afirma. Y desde ahí procede a contar la historia sobre uno de sus cuentos: narraba a los niños el comienzo de El abrigo negro, y se detenía en un punto, sin saber cómo continuaba aquella historia hasta que encontró esa secuencia en la película de Buñuel. Aunque sea injusto destacar un cuento de Petrushévskaia por encima de otro, hay que hacerlo con El abrigo negro (2). Es un cuento estremecedor, donde la tristeza y el miedo son bellos, te clavan sus uñas en la carne y sabes que se han hundido hasta el lugar desde donde comienzas a llorar. Lo relata en voz alta. Es fascinante y perturbador escucharla. Algo queda alterado, entregado. La traducción sigue a sus palabras, conozco el cuento pero (pienso mientras la escucho) cómo se comprendería profundamente que es un historia de oscuridad, dolor y esperanza aun sin entenderlas. Sea quizá el efecto hechizante del sonido de una lengua extranjera hermosa, pero es también cómo su entonación, su voz, sus gestos, sus ojos, sus manos hacen sentir cómo ese cuento parece estar saliendo de un lugar en su interior y extendiéndose, ocupándola y embargando por entero a quien la escucha.
«Hay un vínculo entre las personas que se dedican al arte…A veces una obra, una liturgia…Espero que el arte sea eterno» dice después tras un silencio, recomponiéndose, porque la voz le ha temblado y a los ojos le han venido lágrimas al ir llegando al final de esa historia. Así, desde esa frase, rehace el ambiente desde el que poder continuar hablando de lo que escribe.
Petrushévskaia no hace ficción. Es cierto. Es una extraña constructora de la verdad.
Responde, pese a haber señalado antes que escribe prosa documental, que sus relatos no son necesariamente descripciones de las mujeres que viven en esos apartamentos comunales que rodeaban Moscú (codiciadas unidades de una, dos o tres habitaciones, sobreocupadas, en bloques grises y uniformes). «Son pisos pequeños. Lo suficiente para que haya una tragedia. Viven en ellos padres, madres, hijos…Los griegos lo sabían.» (Durante su infancia, Petrushévskaia y su madre fueron oficialmente consideradas personas sin techo en Moscú. Vivían en la habitación de su abuelo, durmiendo bajo un escritorio y alquilando catres a los vecinos cuando podían. De adulta, y viuda muy joven, trabajó para mantener a su hijo y a su madre, viviendo los tres en un apartamento muy pequeño. (3) )
Alguien le pregunta sobre el contraste que hay entre esa tristeza y amargura que contienen sus cuentos y la evidencia tan clara de que ella es una mujer risueña y afable. No rebusca (no está en absoluto la vanidad de diferenciarse), la explicación se encuentra en lo común, en lo más elemental. Sin embargo, al final, como en sus cuentos, como en ese lado simple y atávico del corazón atento a las historias de la vida, en su respuesta queda la señal de cómo cualquier suceso (y sobre todo esos pequeños, que pasan en lo privado, lo anodino) revela lo completamente indescifrable que es la realidad cruda, la que no está domada ni retorcida por la ficción (por una ficción que la aleje demasiado de todo lo primario, lo vivo). «Soy una persona alegre. Intento que quienes me rodean estén a gusto. Pero, como ustedes, sólo me dejo conmover por las historias tristes: ¿quién ha matado a quién?, ¿Dónde ha habido un incendio?, ¿Dónde se ha hundido un barco? Yo soy como todo el mundo. Para las alegrías ya tenemos esos programas televisivos de la tarde y la noche, en los que te divertirán esas personas que han visto los mismos horrores que tú, porque es su trabajo. A nadie le interesa la vida plana, normal. A la gente sólo le interesa el amor y la muerte. Y también los payasos.»
«Escribo cuando algo me conmueve hasta las lágrimas, pero lo disimulo tanto como puedo.» «La voz del narrador en mis cuentos es a menudo la de la multitud, que todo lo sabe, todo lo critica. Pero a veces, entre esa multitud, surge mi voz.»
Una asistente, rusa, inquiere sobre su dificultad para discernir si debe sentir respeto o desprecio por los personajes de las historias de Petrushévskaia. Su respuesta devuelve de nuevo a pensar en el despojo puro de la realidad y cómo es incorruptible. En la diferencia entre los engaños que hacen sobrevivir y en la gravedad horrible y cegadora de la verdadera mentira. «En la URSS yo tenía fama de ser una mala persona, sin compasión, con una actitud vulgar» comienza la respuesta de Petrushévskaia a la mujer. (Apunta Ann Summers: «Petrushévskaia aguardó mucho tiempo antes de ver su primer libro impreso, y pese a la represión oficial nunca dejó de escribir. Sus historias no contienen escenas sangrientas de represión, ni campos de trabajo, ni llamadas a la puerta en plena noche. En ellas no hay absolutamente nada de política. Pero lo que parecían ser historias domésticas de individuos de los suburbios expresan un veredicto tan brutal como el de la ficción más abiertamente disidente. En lugar de hombres y mujeres heroicos, ofrecía un repertorio de personajes patéticos que apenas podían mantenerse en pie. Su continuo flujo de observaciones sobre el interior de la psicología emocional de la sociedad tardo y postsoviética debió aterrorizar a los burócratas de la cultura a cargo de la realidad oficial. Porque en sus historias de amor, la revolución, que empezó con la promesa de apartamentos comunales, degeneró y murió en esos mismos apartamentos. La yuxtaposición del destino de sus personajes y sus elevadas expectativas por tener amor y respeto era implacable, e intolerable.» (3) )
Explica que en una ocasión entregó para publicar un cuento titulado El violín. Trataba sobre una muchacha embarazada que era internada en un hospital. La chica mentía sin cesar: aseguraba que tenía un marido y muchas amistades, que era violinista, que estaba a punto de casarse… Sin embargo, observando sus dedos, sin las señales típicas, un médico advirtió que mentía, no era violinista. Y tampoco nadie iba a verla, no había ni marido, ni prometido, ni familia, ni amigos. Así que, finalmente, comprendiendo la situación, las enfermeras, el personal del hospital, comenzaron a llevarle comida y a hacerle compañía.
Se consideró que ese cuento estaba lleno de maldad, y rechazaron publicárselo. Ella entonces se lo envió a la esposa de un editor, una mujer georgiana que no podía tener hijos, para que lo leyera. La voz se le quiebra y las lágrimas que antes había podido contener ahora sí salen de sus ojos (azules, poderosos). La mujer le devolvió el cuento, con los folios salpicados de marcas de llanto secas. Llorando, con la voz dolida pero muy firme, Liudmila Petrushévskaia revela que ella vivió esa historia, porque ella fue una de las enfermeras del hospital donde esa chica estuvo internada, le llevó comida y habló con ella. Y estaba completamente claro qué le esperaba en la vida a aquella pobre muchacha.
«Los críticos me han acusado de calumniar al pueblo ruso», dice. Sólo con esto basta para entender tajantemente la estupidez insensible e injusta tras cualquier dogmatismo, y la rebelión y determinación a resistir que hacia eso alberga la incesante energía buscadora de la verdad en las historias de la vida de las personas de Petrushévskaia.
«Quien escribe no debe repetir nunca lo que ya se ha escrito antes.» Tal vez, pienso, a medida que termino esta elaboración de las notas que tomé, también quien lee debería poder hacerlo como si nunca hubiera leído antes. Ahí, a un sitio en la vida y la lectura donde somos perplejos analfabetos nos llevan, y nos conmueven en la emoción o el extrañamiento (o en ambos), las historias contadas por Liudmila Petrushévskaia.
Liudmila Petrushévskaia. Los amores difíciles (a veces ridículos), por Juan Jiménez García. Sobre Érase una vez una mujer que sedujo al marido de su hermana y él se ahorcó (Marbot)
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(1) Autora del prólogo al volumen de cuentos de Petrushevskaia editado recientemente por Edicions del Periscopi y traducidos al catalán por Miquel Cabal, que se encargó de las lecturas de los cuentos en este acto. El prólogo de Dyakonova puede leerse aquí en castellano.
(2) El abrigo negro está incluido en el volumen de cuentos de Petrushésvkaia Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina, publicado por Ediciones Atalanta en 2011.
(3) Ann Summers, traductora de Petrushévskaia al inglés, explica estos detalles biográficos en su prólogo a There once lived a girl who seduced her sister’s husband and he hanged himself. Love stories (Penguin Books, 2013).