Habla, libro. A propósito de Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal | por Almudena Muñoz

A mis vecinos, que no entenderían nada



No soporto a mis vecinos.


No he acudido a una reunión de amigos, ni al presidente de la comunidad, ni a un diario personal, porque considero que mi incomodidad es de sentido común, y que por tanto no merece ser expresada; basta hablarlo conmigo mismo.


Aunque sus voces se solapan, superiores (también se creen superiores), y gimen, y taconean, y hacen reverberar las viejas y flacas paredes que nos separan hasta que las cosas delicadas tintinean y se caen; por fortuna ninguna se ha roto hasta ahora. ¿Cómo es posible que ellos, tan seguros de sí mismos, hablen así de blandamente y recurran al voceo porque no son capaces de articular, como maniquíes de labios derretidos que piden auxilio en la planta incineradora? Es posible.


De manera que he ideado una máquina. Una destiladora, si me apuran, porque no quisiera incurrir en ninguna ilegalidad doméstica cuando mi propósito consiste en denunciar otra ajena. La construiré a partir de dos rodillos de cocina, o quizá incluso de un par de buenas botellas de vidrio vacías, para demostrar que aquí las cosas tintinean y no se rompen, pero duelen sobremanera. Mediante un sistema que aún me falta delimitar (hay demasiado ruido en las horas clave, las que coinciden cuando las páginas se abren y la mente está despejada para pensar, como la franja reservada a la siesta o el dulce momento posterior a la cena, cuando los bebés han sido bañados y arropados); mediante unos engranajes precisos, digo, el aparato será capaz de absorber el inútil sonido de los vecinos para transformarlo en el apetitoso silencio que anhelo aquí arriba. Delicioso, sí, porque resultará insípido. ¿Lo oyes?, es la mejor antesala para la respuesta ideal: la nada.


Quizá mi paraíso esconda un crimen velado, pero ¿no se ha impuesto en todas partes un silencio obligatorio, venido de los espacios que se reducen y los cuerpos que se aprietan y condensan? La lógica insinúa lo contrario: a menor distancia entre nosotros, mayor cantidad de sonidos adyacentes, tan imprevistos en la intimidad como el roce de unos pelillos contra el oído. Sin embargo, es este un silencio demasiado ruidoso: miren los ejércitos que nos rodean, los objetos y personas perfectamente dispuestos, en columnas y filas que impiden que ningún elemento destaque y, en fin, que existan límites hacia dentro, cuando el individuo y el objeto exageran sus cualidades porque el gran cúmulo no va a oírlos. Pero sí su vecino.


Ah, el bendito silencio de la librería en la que usted entra bajando tres escalones de madera. Un trío de chirridos, y es bienvenido; alguien tose sobre un catálogo del MoMA, y es bienvenido; la pistola registradora del dependiente pita al reconocer unos códigos, y eso también es bienvenido, porque hay quien se marcha. ¡Que llegues a estanterías mejores, mi buen amigo! Ahora imagine ese mismo y maravilloso lugar una noche, cuando llueve y no hay auxilio tras el mostrador ni en las calles. Intente escuchar mi voz, o siquiera distinguir cualquier voz, bajo las lámparas de emergencia (la paradójica luz vigilante que pretende inducir al sueño, a la hora de cierre, al shhhh, no moleste). Esos estantes descansan como cualquier otra fachada que usted consideró hermosa durante un paseo nocturno, e incluso le parecieron inspiradores los rastros de confeti y envoltorios de meriendas pegados a los charcos, ¿no es cierto? El iluso que suspira de felicidad frente a una fachada así, hace repiquetear la punta de su paraguas y dobla la esquina o se separa del escaparate. Menos mal que desconozco su cara, o iría a parar también a mi futura máquina.


Dicen que las librerías, como las noches en las casas, son lugares de remanso. Allí donde de forma espontánea la voz desciende unos grados, apoderada por el fantasma del respeto y de la humildad que se abre de oídos para intentar captar una de las mínimas charlas que transcurren entre tapa y tapa. Esa es la diferencia entre pasear por el rellano y vivir dentro. Entre deslizar los dedos por los lomos de un piano de papel mudo y ser uno de esos libros, aprisionado entre lo que el azar disponga. ¡Y os creéis unos románticos! Rescatar un ejemplar de la recta estantería ha dejado de ser una tarea humanitaria, no hay ayuda posible; por eso no lo hablo, no destaco, y vencen mis vecinos. En cuanto creo que se han marchado, que en uno de mis flancos se comba un hueco vacío por el que puedo respirar, apoyar la cabeza y dormir sin disturbios... Oh, los dedos prestos e indiferentes del librero, que actúan como los del casero o los de Dios, hurgan en la oscuridad y, ¡sorpresa!, detrás se apilaban más ejemplares, todos idénticos, y un vecino de calco al anterior viene a pegarse a mi hombro y a mi descanso.



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¿Cuántos son, cuántos quedan, es que el ruido y la mediocridad han aprendido el ritmo reproductor de los conejos? Parece que sí, por lo que oigo a determinadas horas, las de las siestas y los bebés (¡y por favor que no obtengan uno de estos, salvemos antes de que sea tarde la sección infantil y de álbumes ilustrados!). No se admiten quejas, así es el interior del sistema. Si vives en él y oyes un ruido, callas; si vives callado, no se oirá tu primer lamento. El libro que se cae los lunes por la mañana, el terrible día de los distribuidores, las cajas y el malhumor que es silencioso porque viene como resaca de todo el ruido del fin de semana. Tampoco sirve esa calma. Esconde demasiada ira y el mismo desprecio que se envolvía de risas y burlas unas horas antes. El libro y el vecino que piden paz continúan sin existir ni contar. Maldito, con la caída te habrás doblado y ahora encima si alguien desea comprarte querrá otro ejemplar. Pero detrás de ti no hay más, sólo el hueco. No hay NADA.


¿Qué hago yo, Hrabal, entre Mark Haddon y Máxim Huerta? La disposición alfabética es igual de azarosa que la numérica; es la ausencia de vínculos y lógica entre Nathaniel Hawthorne y Rachel Hawkins, en que los vecinos del segundo cuarta vivan bajo los del tercero cuarta. Pienso, y nadie estará de acuerdo, que el arreglo idóneo para la convivencia debiera ser al modo de los mercadillos dominicales, de las mesas de mármol de Mendel. Lugares de paso y silencio ubicuo: el ruido podría ser aniquilado en todas partes. Ya no existirían categorías, las oportunidades rotarían; el ejemplar y el individuo se mirarían cara a cara bajo el cielo despejado o las techumbres improvisadas para el aguacero. Adiós al injusto protagonismo de esos vecinos que impresionan a sus tontos invitados, en silencio diana del desprecio de quienes, más tranquilos, los rodean. Las novedades expuestas de panza en la mesa central, orgullosas durante una mísera semana. Después, al hueco, con nosotros. No duden que defenderán las molestias que causen: que si no tengo recursos para armar escándalo en público pero sí en privado, que si la crisis me impide marchar al bar, que si la editorial no paga por un expositor alejado, decente, la jaula de las fieras.


Una vez viví así, pudiendo apreciar el sol, la luz nocturna de las lámparas de lectura, las pequeñas carcajadas y charlas alrededor, de las que se hacen tintinear a sí mismas y no rompen nada. Rodeado por rayos primaverales y hojas secas, en todas las estaciones, uno de mis ejemplares se tendió sobre una mesa plegable, y alguien me llevó consigo antes de devolverme a otras manos, y más tarde a otras. Prostitución, caos, Gomorra; si aceptas vivir en el sistema burgués que garantiza el orden, asume que existen estrecheces, que tendrás que apoyar el ruido de tu vecino aunque vivas solo y te guste la compañía variada, los gustos afines y los derechos cívicos. Nadie quiere escuchar tus recuerdos, mejor acumula tu rabia para formar unas buenas batallitas cuando seas un abuelo cebolleta y quieras ponerte a hacer ruido tú también, echar para afuera el monólogo interno, y los demás sean más jóvenes e igual de ruidosos que los de antaño, y también se burlen. Es un sistema que, a partir de sus reglas, se ordena como una breve y mala partida de Tetris; pero a ellos les funciona. Ellos venden. Se van con su flamenco fusión, sus bandas sonoras de Bershka, sus melodías de Enya, gimen rápidamente en manos de su comprador; seguro que hasta continúan gritando si sus últimos días pasan por el vertedero y las plantas de reciclaje. Un ruido demasiado vacuo.


El problema, tras una meditación rigurosa, es que quizá haya equivocado la aplicación de mi máquina. Veo las estanterías desdentadas, los ojos morados de los edificios en los que unos parecen dormir mientras otros velan, y aún parece que la construcción se tambalea. ¿Acaso nos dejarán esos nuevos huecos libres, una vez que yo haya pasado a los ruidosos por el rodillo y salgan planos como ya son y mansos como desearía que fueran? Vendrán nuevos mazos a hacer unas obras, unos arreglillos de nada, y luego quién sabe qué runrún, qué chirrido, qué chillido, qué familia de libros o soltero superventas se instalará a mi lado, encima, abajo. ¿Y si soy yo quien, de tanto anhelar el silencio y boquear de indignación en él, merezco convertirme en ello? La soledad no se entiende entre los ruidos, debe vivir recluida y esperar que unas manos suaves la escojan y la comprendan.


Lo entiendo; seré yo quien use mi prensa sobre mí mismo. Antes de ceder a una lenta corrosión por influencia ajena, o de poner en marcha la destrucción que nada tiene que ver con mi ánimo, seré yo quien entre en la máquina y sea consumido por ella. Al planchar los susurros, seguro que sólo se obtiene el silencio, la nada.


Ahí os quedáis con vuestra música, vuestros zapateos, vuestra erosión del cabecero de la cama, esos gritos feroces e inarticulados con los que os comunicáis durante la cena. Lo lamento por quien venga detrás de mí. Si el mundo es sabio, rellenaría el hueco otro como yo, más firme, más fuerte, que alcance cierta fama revolucionaria. Si el mundo es como creo, lo hará otro ejemplar estridente, y al menos, entre ellos, no molestarán a nadie, porque de unos a otros tampoco se oyen y mantienen esa compañía tan falsa y desleal, demasiado estrepitosa.



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Francisca Pageo | Bohumil Hrabal