“El cine surge de la observación inmediata de la vida. Este es para mí el camino cierto de la poesía fílmica”.
Andrei Tarkovski. Esculpir en el tiempo.
La película de Thomas Imbach sigue el camino de la poesía fílmica señalado por el director ruso: la observación inmediata de la vida. Pero, ¿qué quiere decir inmediato? Que sucede en el instante, que no hay tiempo de pensarlo, de programarlo, de arreglarlo. Sucede y el cine puede atrapar ese instante, único, singular, pintado por las circunstancias con unos colores extraordinariamente irrepetibles. A eso se dedicó Thomas Imbach durante mucho tiempo. A mirar la vida que pasa por la ventana de su estudio. Acaso no es eso lo que hacemos todos: ver la vida que pasa por la ventana, los vecinos, los niños jugando, las nubes pasando, los aviones llenos de viajeros desconocidos que van a lugares remotos. Quien se detiene lo suficiente -y eso quería decir Tarkovski con la palabra observación- alcanza a ver. El mundo está lleno de eventos, sucesos, novedades, pasan muchas cosas, pero sólo nos quedamos con algunas, en muchos casos sólo nos quedamos con el pasado que nos abruma y nos añade peso al caminar. Cuando los ojos se liberan de la mente que piensa y piensan en cosas etéreas, entonces se puede ver lo que pasa en el mundo. Basta con mirar por la ventana con dedicación. Esa es la propuesta de Thomas Imbach. Mirar y dejar pasar el tiempo mientras se mira por la ventana. Mirar con cuidado, con dedicación, con detalle, estar dispuesto.
Esta es una película infinita, no tiene comienzo ni final, podría durar toda la vida, podría seguirse rodando, quizá así pasa, podría seguirse proyectando. La ventana abierta: las nubes, el tren, los colores del día, la lluvia, la nieve, las luces de la ciudad en la noche, una mujer que pasa caminando por la calle, una chimenea. La vida cíclica pero no repetitiva, eso lo tiene claro el director, quien vuelve a observar a la mujer pasando por la calle: otra ropa, otro peinado, otro tono al caminar. Todo sigue ahí tan igual pero tan diferente.
Y la vida pasa también adentro de la casa. El director nos abre su vida mediante una colección de mensajes de contestador telefónico. Allí podemos descubrir al hombre como hijo, como amante, como padre, como director de cine, como acreedor, como empleador, como amigo, como un ser humano metido en la vida humana. Lo único que lo diferencia de los demás, es su continua, podría decirse obstinada, acción de observar. Esta apertura es riesgosa, porque permite al director seleccionar lo que quiere mostrar de sí mismo, presentar el lado presentable. Pero Thomas Imbach da un paso más allá, se vuelve a sí mismo material de su propia película y se muestra, se expone con todo lo que es. Su vida se vuelve cine, la imagen muestra lo que pasa de ventanas para afuera y el sonido -incluyendo la música a la que se presta gran atención y cuidado- nos hablan de lo que pasa adentro. El cine se vuelve entonces una amalgama de la vida exterior e interior: los ojos nos muestran el exterior, el exterior es una imagen del mundo; los oídos nos hablan del interior, el interior es un mensaje, una canción. Y en el cine, como en la vida, ambos suceden al tiempo. La vida interior y la vida exterior son dos caras de la misma moneda, y esta película logra mostrar ambas caras en una sola pantalla.
Day is done recorre el camino hacia la poesía fílmica. Es un como una serie de Haikus, pequeñas descripciones de la vida, detalladas, directas, inmediatas. En la pantalla gigante, que debería ser el único lugar para ver esta película, aparece una melodía de colores, una pintura cinematográfica. Thomas Imbach es un gran observador y un muy buen fotógrafo. La poesía es la realidad misma vista por una lente delicada y dedicada. La realidad es una composición de colores y de objetos en movimiento. La realidad es un cuadro que se crea a sí mismo a cada momento, basta con abrir la ventana para apreciarlo. Day is done no cuenta nada que no supiéramos, no añade nada al mundo, ahí está su grandeza.