Hace unos cuantos meses leí en Internet que una vez tuvimos características, pero ahora no tenemos más que síntomas. Que nuestras emociones se medicalizan a medida que la ciencia avanza. Aquella simple frase sentó las bases de un proceso de reflexión que me llevó a escribir este artículo. Todo empezó con esa duda.
¿Tienen la locura y la cordura un significado cerrado y tajante, o son resultado de una construcción cultural?
Nos dice Foucault que desde el siglo XIX la locura comienza a ser percibida no como una perturbación del juicio, sino como una alteración de los actos, las pasiones y las decisiones; en suma, de la libertad. El autor, que fue víctima de una depresión aguda, divagó sobre cómo el control social normaliza al individuo, trazando una línea entre lo corriente y lo insólito; entre el loco y el cuerdo. Este es un tema peliagudo y difícil de abordar; algo que es mejor relegar a los expertos en el ámbito: médicos, psicólogos, antropólogos... Pero los demás tenemos la opción de acceder a una visión, aunque sea parcial, de este problema. No son enciclopedias, pero las obras que nos han legado escritores, pintores, músicos... son guías de campo, manuales para entender el proceso del trastorno mental.
En este artículo presento una selección de cuatro autobiografías. Como mujer y joven que soy, me decanto inevitablemente por aquellas que siento cerca. Sylvia Plath, Susanna Kaysen, Janet Frame y Elizabeth Wurtzel. Cuatro autobiografías noveladas llevadas al cine, tan duras como la enfermedad que las inspiró. Por supuesto, hay mucho más donde elegir. Historias de hombres y mujeres de todos los gustos, colores, edades. Es importante entenderlo: la enfermedad no hace distinciones.
Sin embargo, os invito a ir más allá y no ver los siguientes títulos solo como libros sobre el trastorno mental. Consideradlos también una hermosa lente -subjetiva, sí-, con la que entender la sociedad en la que nacieron. Porque la locura, como comprobaremos, se alimenta de la mentalidad de su época. Consideremos estos libros como retratos de lo que supone madurar y renunciar siendo mujer, hasta lograr ser remendadas y aprobadas por el mundo.
1. La campana de cristal (Sylvia Plath)
Las protagonistas de estas historias parecen estar determinadas a todo menos al manicomio. No provienen de ambientes conflictivos, carecen de dramas infantiles, y todas pueden alardear de una inteligencia brillante. Nuestra primera chica, la Esther Greenwood de La campana de cristal, no es sino el alter ego literario de la casi legendaria Sylvia Plath. Una chica de 19 años que ha sido galardonada con una beca para una revista femenina. Lo que debería haber sido el sueño americano de una joven deseosa de arrasar con el mundo se convierte en detonante de su crisis. Su camino se debate entre centrarse en su carrera o prometerse con su novio y casarse. Sylvia se inclina hacia su futuro con los brazos extendidos, pero entre esos brazos se extiende la duda. ¿Quién es ella? ¿Quién debe ser? ¿Una prometedora escritora? ¿O una futura ama de casa y madre de familia?
Comienzan entonces los intentos de suicidio, algunos descritos en este mismo libro. Intentos que parecen desistir en el último instante. Vi que mi cuerpo tenía toda clase de pequeños trucos, como hacer que mis manos se aflojaran en el segundo crucial, lo cual lo salvaría esa vez y otra, mientras que si fuera mía toda la decisión, estaría muerta en un relámpago. Mientras tanto, va y viene de la clínica donde recibe tratamiento psiquiátrico y aprende a intentar enfrentar sus fantasmas. Incluso al final del libro, cuando la sombra parece remitir, Sylvia intuye lo definitivo de su enfermedad. Como si estuviera sentenciada para siempre:
Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla. [...] Quizá el olvido, como una bondadosa nieve, los entumeciera y los cubriera. Pero eran parte de mí. Eran mi paisaje.
Se ha considerado a esta obra como un manifiesto feminista, pues supo anticipar los dilemas que el feminismo trataría en los años setenta: la liberación sexual, el cuestionamiento del rol de la mujer en la sociedad... La misma contradicción a la que Sylvia se enfrentaría toda su vida: la faceta de esposa y madre contra la faceta de artista, trabajadora e independiente. Hoy necesariamente -más bien técnicamente- son dos polos que no se oponen, pero entonces eran las caras de una moneda.
Vi mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como si de un grueso higo morado se tratara, pendía un maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era un famoso poeta, y otro higo era un brillante profesor, y otro higo era E Ge, la extraordinaria editora, y otro higo era Europa y África y Sudamérica y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y un montón de otros amantes con nombres raros y profesiones poco usuales, y otro higo era una campeona de equipo olímpico de atletismo, y más allá y por encima de aquellos higos había muchos más higos que no podía identificar claramente. Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies.
Encontramos en este libro un roman à clef magistral que refleja en todo momento, aunque sea bajo pseudónimo y décadas más tarde, a esa veinteañera Sylvia obsesionada con la perfección. Con 39 años, no mucho después de escribir esta obra, metió la cabeza en el horno y se fue para siempre. Eso sí, se aseguró antes de preparar la bandeja del desayuno para los niños. Incluso en el final trató de conjugar los dos papeles que interpretó toda su vida.
2. Girl, interrupted (Susanna Kaysen)
Casi en la misma década se sucede el caso de Susanna Kaysen, la protagonista de Girl, interrupted. A diferencia de Sylvia, Susanna no utiliza pseudónimo para publicar su diario. Escrito en una perturbadora primera persona, trascurre durante su estancia en la clínica psiquiátrica McLean. Esta mítica institución acogió, entre otros, a la propia Sylvia, a Ray Charles, a Robert Lowell... ¿Se había especializado el hospital en poetas y cantantes, o eran estos los que se habían especializado en locura? La adaptación al cine pierde algo de su crudeza en la pantalla, pero aun así consigue impactar con sus inquietantes personajes: una adicta a los laxantes que tan solo come pollo, o una chica esquizofrénica internada por prenderse fuego.
Un logro curioso de la obra es cómo a veces consigue que un psiquiátrico deje de serlo. En una sociedad en la que aún persistía la enfermedad mental como tabú, en las chicas de McLean encontramos un soplo de naturalidad y aire fresco. De no ser por las terapias y el reparto diario de píldoras, la McLean de Susanna Kaysen podría pasar por un internado femenino de normas algo más estrictas. Las chicas bromean, hacen travesuras, se pintan las uñas y se afeitan las piernas bajo la atenta mirada de las enfermeras. Más allá de sus patologías, verdaderas o no, al final del día son simples adolescentes.
Cuando mirábamos a las estudiantes en prácticas, veíamos versiones alternativas de nosotras mismas. Estaban viviendo las vidas que deberíamos estar viviendo, si no hubiéramos estado ocupadas siendo enfermas mentales. Ellas compartían apartamentos, y tenían novios, y hablaban de ropa. Nosotras queríamos protegerlas para que siguieran viviendo aquellas vidas. Eran nuestras representantes. [...] Para algunas de nosotras, esto era lo más cerca que íbamos a estar de curarnos.
Tal vez porque son contemporáneas, en Girl interrupted encontramos la misma crítica a la feminidad presente en La campana de cristal. Susanna, como Sylvia, no aspira solo a la estabilidad de un hogar, y tampoco encaja en el rol de mujer pasiva de entonces. Tiene marcadas ambiciones artísticas y desea liberarse, tanto sexualmente como en otros aspectos de su vida. Cuando es diagnosticada con trastorno límite de personalidad (o borderline), se cuestiona numerosas veces la eterna duda: ¿hasta qué punto mi trastorno es genético, hasta qué punto es manejable? Se han retirado del campo de batalla, dice refiriéndose a los psiquiatras. Toma dos de litio y no me llames por la mañana porque no hay nada que decir; es innato.
Otras veces, sin embargo, se inclina a pensar que la cordura es una mentira, que su enfermedad no es más que una forma de ser incomprendida por su entorno. La locura vuelve a entenderse -volviendo a Foucault- que transgrede los límites, las clasificaciones, los marcos legales.
‘A menudo se observa rebeldía social y una perspectiva pesimista’. ¿Qué se supone que querían decir con ‘rebeldía social’? ¿Poner mis codos en la mesa? ¿Rechazar el conseguir un trabajo de higienista dental? ¿Decepcionar a mis padres no acudiendo a una universidad de categoría?
Susanna no muere, como Sylvia. Aún vive. Aún escribe. Admite con ironía la razón por la que permitieron que abandonara la clínica: gracias a una proposición. En 1968 todo el mundo podía entender el matrimonio.
3. Un ángel en mi mesa (Janet Frame)
Es curioso como la ambición literaria en estas jóvenes es interpretada por sus médicos como algo disfuncional. En sus testimonios vemos cómo la psiquiatría, lejos de ser una ciencia exacta, se permite beber del pensamiento y la moral de la época. Así fue el caso de Janet Frame, la aclamada autora neozelandesa candidata al premio Nobel. Tras un intento de suicidio y siendo estudiante de Magisterio, le diagnosticaron erróneamente una esquizofrenia. En su volumen de memorias, Janetrelata la incomprensión que sufrió a manos de las instituciones psiquiátricas durante años:
(...) la sensación de desesperanza que crecía en mí a medida que iban pasando los meses, mi temor a tener que soportar aquel estado constante de captura física que me ponía a merced de quienes hacían dictámenes y tomaban decisiones sin siquiera hablar detenidamente conmigo ni tratar de conocerme (...).
La soledad debida al aislamiento en el manicomio es un leitmotiv en las vivencias de estas chicas. Este aislamiento, justificaba Esquirol, se debía a la necesidad de neutralizar los poderes externos que pudieran influenciar al enfermo e imponerle un poder terapéutico que corrigiera su problema. Janet se ve sometida a una severa medicación y a más de doscientas sesiones de electroshock. En 1954, agotada física y mentalmente, su madre acepta que sea sometida a una lobotomía. Providencialmente se cancela la intervención al ganar su libro La laguna un renombrado premio. Su inquietud literaria, uno de los posibles causantes de su condición de loca, fue paradójicamente lo que la salvó.
Nos dice Basaglia que el poder médico aumenta tanto como disminuye el poder del enfermo. Que el enfermo, al ser internado, se convierte en un ciudadano sin derechos, a merced de la voluntad de sus cuidadores. No cabe duda de que las condiciones de los hospitales psiquiátricos han cambiado y mejorado notablemente. Pero es innegable que quienes se ven abocados al internamiento son víctimas de una cierta marginalidad social. Una cuestión que Janet plasma con gran maestría en sus obras. En la clínica teje su propio mundo de inadaptados, y en ocasiones entiende su condición como algo que la protege: de la dimensión de la gente corriente, de aquello que la amenaza fuera. Yo me había metido en una trampa, pero esta trampa era también un refugio.
No fue hasta bien entrada en la treintena cuando un psiquiatra del Reino Unido desmintió su diagnóstico. Janet no era esquizofrénica, ni siquiera una enferma propiamente dicha. Todo lo que los médicos habían considerado síntomas de un mal mayor, no eran más que los rasgos de su excepcional carácter.
4. Prozac Nation (Elizabeth Wurtzel)
Pero el trastorno mental tiene más caras que las íntimas e individuales. A veces se convierte en un auténtico drama social. ¿Cuál es la causa de que en los últimos años la tasa de suicidios haya aumentado exponencialmente, y las consultas rebosen pacientes tratados por depresión? ¿Y qué son exactamente la depresión y sus parientes? ¿Y si fueran un mito, la construcción de un estado connatural al ser humano? Esto mismo se pregunta Lizzy, la autora de Prozac Nation, quien llega incluso a desear ser alcohólica, o drogadicta, o anoréxica, todo con tal de luchar contra un enemigo tangible. ¿No sería mucho más fácil quitarse de Jack Daniels que quitarse de Elizabeth Wurtzel?, se pregunta.El trastorno mental aparece ante su víctima como algo confuso, indefinido o incluso imaginario.
Prozac Nation posiblemente sea EL libro sobre la depresión en nuestra época. Nos ofrece una perspectiva global sobre este problema en aumento. ¿Qué hace que una brillante y exitosa alumna de Harvard llegue a caer en la depresión? Con una abrumadora lucidez, Lizzy nos desgrana su pasado, tratando de encontrar las causas que desencadenaron su mal: ¿la separación de sus padres?; ¿su constante soledad?; ¿su nivel de autoexigencia? Nada de eso, averigua en su primera visita al hospital. La química es la culpable.
La depresión es muy semejante: lentamente, con el paso de los años, los datos se acumulan en la cabeza y en el corazón y generan un programa informático de carga negativa dentro de tu propio cuerpo, que poco a poco va haciendo que la vida resulte más y más insoportable. Pero uno no lo ve venir, piensa que en cierto modo se trata de algo normal, de algo relacionado con el paso del tiempo, con el hecho de cumplir ocho, doce, quince años, hasta que un buen día comprendes que toda tu vida es un absurdo, algo que no merece la pena vivir, un horror y una mancha negra en la superficie impoluta de la existencia humana. Una mañana te despiertas con el miedo de seguir vivo.
Al igual que sus predecesoras, Lizzy contempla impotente cómo la enfermedad se apodera de su vida cotidiana, cómo traza una barrera entre ella y sus seres queridos. Encerrada en el hospital y bajo el efecto de los fármacos, va perdiendo a sus amistades y arruinando sus relaciones románticas, todos incapaces de aguantar sus altibajos y recaídas. Así se suceden las páginas; como si el libro en su totalidad no fuera más que un intenso preludio para el capítulo final, el que le da título.
Puede ser que lo que se ha terminado por incluir dentro de la categoría de depresión sea en realidad una prevención, una reticencia, un nerviosismo (...) frente a un mundo que parece carecer de las garantías que nuestros padres esperaban: un matrimonio que dure para siempre, un puesto de trabajo seguro, una práctica sexual que no sea mortífera.
Las conclusiones de Lizzy nos remiten peligrosamente a la actualidad. En realidad ha pasado una década desde aquella Nación Prozac que nos menciona, pero la situación se nos asemeja idéntica. Un mundo en trepidante evolución, una juventud de futuro incierto bien por la crisis, bien por la caducidad de los valores de nuestros padres. Una sociedad, en definitiva, sumida en un imperceptible vacío.
Ante el gran número de artistas aquejados de trastornos mentales, como bien hemos visto al principio del artículo, es difícil no ver una correlación entre estos dos elementos. En estos casos, ¿hasta qué punto depende el arte de la enfermedad? Numerosos estudios apuntan a un combo creatividad-locura. El propio Aristóteles, en la antigüedad clásica, ya se preguntaba: ‘¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción (...), resultan ser claramente melancólicos, y algunos hasta verse atrapados por enfermedades provocadas por la bilis negra?’. Pero no fue el único en planteárselo. El doctor W. Morgenthaler teorizó sobre la idea de que la enfermedad mental favoreciera la desinhibición de la personalidad, y con ello, la eclosión de las fuerzas expresivas. En 1992, una investigación historiométrica de Ludwig evidenciaba que los individuos altamente creativos tienen el doble de probabilidades de sufrir un trastorno mental.
¿Podríamos decir entonces que, sin la enfermedad, la obra de Sylvia Plath o Janet Frame no hubiera existido? Absolutamente no. La maestría, el talento, la excelencia, es algo que formaba parte de ellas probablemente desde antes de sus primeras crisis. Pero no cabe duda de que sus periplos por la oscuridad contribuyeron a elevar sus biografías a la categoría de mito. Porque un artista, al fin y al cabo, no es meramente su obra. También constituye un símbolo. Y tanto Sylvia como Susanna, tanto Lizzy como Janet, representan una parte de la Historia que sigue vigente. Encarnan lo que Betty Friedan llamó el problema que no tiene nombre: la distorsión de la imagen de la mujer cuando el mundo ignora sus necesidades; el aislamiento, la locura y la muerte como escapatoria.
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