La máquina de los sueños | por Óscar Brox

Paprika | Satoshi Kon

A veces nos cuesta tanto dejar de mirar al pasado que conseguimos que la imagen del presente refleje la mediocridad de nuestra falta de aspiraciones personales. Al visualizar qué era de nosotros hace una década descubrimos ritmos, sonidos, sentimientos y emociones que, por un motivo u otro, ya no vivimos con la misma intensidad. El recuerdo de aquel helado que, medio derretido por el calor del verano, se deslizaba desde el cucurucho hasta nuestra mano mientras paseábamos sin preocupaciones por un paseo marítimo ya no es más que un deseo (otro más) de que todo permanezca tal y como lo conocimos. Porque, a medida que sentimos el cosquilleo de lo familiar, la excitación que proporciona colmar el deseo de vivir en ese preciso instante hace todo cuanto está en su mano para disimular que siempre tenemos que elegir entre varias alternativas, las que serán y las que pudieron ser.


Estas pequeñas decepciones, que siempre entrañan no poder investigar cada una de las opciones vitales que se presentan ante una situación, deberían ponernos sobre la pista de uno de esos miedos universales que nunca sabemos cómo abordar: ¿hasta qué punto somos responsables de la manera en que se modula nuestra identidad? El tiempo pasa y la percepción, siempre relativa, de todo lo que hicimos durante la anterior década inspira en nosotros la sensación de que cada vez estamos más lejos de casa. Lo familiar, sea lo que sea para cada uno, que relacionamos con nuestra infancia y primera adolescencia, se desvanece poco a poco pidiéndonos que reelaboremos, desde una perspectiva madura, aquello que entendemos por Yo. En lugar de vampirizar, a través de la nostalgia, los momentos de felicidad que elegimos y que, por tanto, permanecen inalterables; producir conceptos propios.


Las obras de Yasutaka Tsutsui y Satoshi Kon han tratado, desde diferentes estrategias narrativas, la férrea ligazón que mantenemos con un contexto y unos productos culturales que no nos pertenecen. La sociedad, lejos de agrupar a un conglomerado de ciudadanos y personas, se erige en un inmenso Otro, ese a través del cual canalizamos nuestro malestar, con el que no queremos identificarnos. El fracaso del capitalismo tardío, el ocaso de los afectos o la crisis del consumo se alimentan, unos a otros, ante nuestra mirada impasible, que prefiere exorcizarlos apelando a figuras monstruosas (como aquel Chico del bate que aparecía en Paranoia Agent) que disfracen los fracasos propios. Nos sentimos cómodos cuando la deformidad del otro enmascara la nuestra, porque siempre tendremos a alguien a quien culpar. Pero lo triste es que, mientras nos auto-engañamos, el monstruo crece hasta que no somos capaces de definir quiénes somos y, sobre todo, qué hacer para conservar los rasgos más íntimos de nuestra identidad. Porque corremos el peligro de asimilarnos al perfil del hombre-masa en el que cualquier diferencia no es más que una ilusión de competitividad.


En una conversación entre el Capitán Konakawa y ella, Paprika cuestiona si «¿No cree que los sueños e Internet se parecen mucho? Ambos son lugares en los que afloran las conciencias reprimidas.» Entre novela y adaptación cinematográfica transcurrió algo más de una década, en la que Internet se implantó no sólo como una herramienta sino también como una (otra) forma de vida. Porque, ¿cuántas veces hemos oído las expresiones vida en red, segunda vida, vida 2.0, que parecen invitar a la condición humana a repensar sus fundamentos? Al fin y al cabo, por mucho que pueda fomentar cierta sensación de alienación social, ¿no es Internet un espacio todavía ingobernable, en el que los modos y pautas morales de nuestra realidad no han podido construir un límite a su acceso libre? Un lugar en el que la diferencia no se ha instrumentalizado y donde sí es posible construir conceptos propios.


La represión, en sus formas menos obvias, es una de las causas de que ahora lo familiar se escriba con una ® al final. Mientras uniformiza, silenciosamente, gustos y patrones, nos exige una reflexión detenida, a la manera de un examen de conciencia (adiós, sexo; adiós, moral; hola, pragmatismo salvaje), que permita abrazar los contornos de un nosotros, grupo o comunidad que, basta con acudir al reciente cine de horror, no hace más que resquebrajarse por cada uno de sus lados. La represión es toda esa palabrería new age o todos esos consejos fabricados por trabajadores de una planta de reciclaje intelectual de Seúl; es cualquier estrategia que evite, en la medida de lo posible, la necesidad de pensar de otra manera, huir del consenso y abolir la exigencia de identificarnos con un determinado referente. La represión es volver al pasado, sentir el calor del helado recorriendo cada dedo de la mano, desear no tener que desear, creer que aceptar significa conformarse y que más allá de un punto concreto la vida no da más de sí.


Tanto en el filme como, sobre todo, en la novela, Paprika plantea una revolución: separar lo mental de lo moral. ¿Hasta qué punto la mente es elástica y refractaria a toda categorización moral? ¿Qué grado de autonomía y qué grado de dependencia mantienen nuestros sueños con nuestra razón? Y, sobre todo, ¿tenemos que sentirnos culpables por lo que soñamos o es que tememos que acabe trasladándose a la realidad? En un pasaje de la novela, el Vicepresidente Inui reivindica, frente a los avances tecnológicos, el sano temor y la cautela, «¿dónde está su sentido crítico? Como científicos que son, deberían avergonzarse». Sin embargo, la vergüenza nada tiene que ver con el espíritu crítico, sino con la falta de tolerancia a la frustración, que nos aconseja cargar contra aquello en lo que reconocemos una falta de límites; las reglas constriñen a la imaginación. Y donde la vergüenza debería entenderse como una turbación del ánimo producida por una máquina que explora sin restricción algunas de las partes más profundas de nuestra mente; nos empeñamos en comprenderla como una pena o castigo, un dique o una frontera que obligue a no desviarnos del trazado de siempre.


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Cada vez que el mundo, la realidad o lo cotidiano entran en colapso en un anime de Ôtomo, Kon o Hosoda, pensamos si no es ese colapso, latente durante el transcurso de la narración, la expresión más definida de la realidad. Cuanto más hemos rascado en la superficie, más pequeñas anomalías se han agrupado hasta cuajar una realidad marginal que choca contra la nuestra. Ese choque, que tiene mucho de catarsis, nos enfrenta con aquello que hay en nuestro interior, probablemente el sentido más profundo de nuestro Yo. En otras palabras, cuando descubrimos en las entrañas de ese Otro monstruoso y moralizante los rasgos de una identidad que nos resignamos a abandonar poco a poco.


Si de algo puede jactarse la obra de Yasutaka Tsutsui es de entrar a saco contra las convenciones morales que se han erigido en guía de instalación de nuestra realidad. Por eso, no duda en someter a sus personajes -especialmente a su protagonista doble, la Dra. Atsuko y la Detective Paprika- ante sus accesos libidinales, buscando una señal que, entre tanto deseo sexual reprimido o negado, les haga percatarse de hasta qué punto han subordinado su existencia a unas pautas completamente desconectadas de la condición humana. Porque, no nos engañemos, ¿cuántas veces desear algo viene acompañado por su inmediata negación, por su definición como egoísmo, hedonismo o cualquier otro código que bloquee la acción de nuestra voluntad? Si, como dice Paprika, Internet y los sueños son lugares en los que afloran las conciencias reprimidas, deberíamos pensar en qué momento se convirtieron en pantallas para todo aquello que en la realidad ya no sabemos decir.


Entre el Japón finisecular reflejado por Yasutaka Tsutsui y la sociedad virtual dibujada por Satoshi Kon en la adaptación cinematográfica de Paprika, apenas media una década de cambios sociales, económicos y, sobre todo, tecnológicos. Acceder a la novela original, una vez se ha visto la película, produce una sensación incómoda: ¿acaso no son todos esos cambios una puesta en escena más sofisticada de aquella sociedad de mitad de 1990? Donde Tsutsui hace de su protagonista, Atsuko, y Paprika un mismo cuerpo para dos identidades diferentes; Kon difumina la identidad de Atsuko a partir de la imagen mental de Paprika, la detective de los sueños que esconde su auténtico Yo. ¿Qué es lo que ha cambiado? Que la vida en red nos permite dejar un poco de nosotros mismos en (id)entidades con las que co-existir sin necesidad de llevar una máscara. Ahora la vida o, mejor dicho, la experiencia de vida, se estratifica en diferentes esferas, desconectadas unas de otras, dejándonos expresar con libertad (y también con todo el artificio que generan esas dinámicas) lo que antes sólo podía plasmarse en los sueños. En breve, la cercanía y la interconexión que promueve la Red es lo más próximo a una máquina de psicoterapia imaginada por Tsutsui, donde está al alcance de todos contemplar la imagen de nuestros sueños.


La idea de cambio, en sus múltiples acepciones (madurez, aceptación, progreso), siempre ha encontrado un obstáculo en nuestra renuncia a dejar atrás el pasado. Con el paso del tiempo, conocemos el porqué de esa resistencia: en todo lo que fuimos durante nuestra infancia y adolescencia sobrevuela continuamente la presencia de nuestros padres, hermanos, amigos o tradiciones que, a pesar de cobijarnos, nunca nos han correspondido más allá de servir como sostén para nuestra educación. Ahora, una vez adultos, se nos hace difícil emanciparnos de esa imagen del pasado, porque sin todos esos elementos (nuestros padres, las viejas tradiciones, el aprendizaje vital infantil) tememos ser incapaces de crear, por vez primera, un pasado auténticamente nuestro, un producto que demuestre que, fuera de referentes y sostenes, albergamos una existencia emocional real. Decía David Cronenberg -y Tsutsui estaría de acuerdo- que “todos somos científicos locos y la vida es nuestro laboratorio”. El resultado del experimento pasará por la obtención, sin condicionantes heredados, de una imagen de nuestra generación, un mapa de nuestros deseos, un dibujo de nuestra moral, y así con todos esos conceptos que engloban a la condición humana y que, hoy más que nunca, exigen un sentido propio que no tienen.


Paprika | Satoshi Kon

Mientras hacemos un poco de psicoterapia de Chat, inventamos un nick para intervenir en un foro de debate o multiplicamos nuestra presencia virtual a través de las diferentes redes sociales habilitadas, nos quedamos pensando hacia dónde dirigimos nuestras identidades personales y hasta qué punto nos gusta, y nos dejamos, descubrir las partes más íntimas de nosotros mismos. Como un estupendo alegato contra la normalidad (otro de esos conceptos instrumentalizadores), Paprika nos exhorta a imaginar, crear o consolidar un perfil para ese nosotros que, ante cualquier eventual aprieto, es decir, ante aquello que se salga de la norma, la moral o las pautas heredadas, se desvanece y fragmenta en nicks, rastros y entidades diferentes. El resultado de esa aventura es la imagen de nuestro presente.



Paprika ha sido editador recientemente en nuestro país por Atalanta ediciones.


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