Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles
| por Elena Duque

Jeanne Dielman es una película precisa. En todos los sentidos que puede abarcar esa palabra. La precisión de los movimientos de Delphine Seyrig, la precisión de unos visillos y una colcha determinados, la precisión de un encuadre que no se mueve y pone de manifiesto lo que no muestra, y del saber aguantar un plano el tiempo necesario para que diga lo que tiene que decir.


Por esta precisión, pulcritud de ama de casa, se sabe desde la primera vez que las acciones de la película se producen que eso, exactamente igual, pasa TODOS los días. La maquinalidad de los movimientos, coreografía a la que se la ha extraído hasta la última gota de pasión, nos lo dice.


La casa, principal escenario, es un compendio de todos los muebles terroríficos de casas maternas y pisos amueblados de alquiler que he visto a lo largo de mi vida. La madera oscura barnizada creando feístas torneados, las cortinas, colchas y visillos con combinaciones de colores capaces de provocar depresiones, el papel pintado, las figuras de porcelana que parecen haber sido creadas para tener que limpiarles el polvo y los tristísimos adornos/tapetes que obstaculizan las acciones diarias de modo que hay que ponerlos y quitarlos una y otra vez, una y otra vez sin fin. Todos esos elementos hablan por sí solos de cierta indescriptible mezquindad moral. Ese proteger la colcha de suciedad, guardar trozos de papel de plata, o limpiar a cada paso (hasta después de bañarse) evidencia, de algún modo, esa manía del sacrificio inútil (¿por qué? ¿para quién?) que, imagino, habrá hecho que más de una espectadora de Jeanne Dielman sintiese el impulso irrefrenable de salir a quemar sujetadores de inmediato.


Una vez tenemos este contexto, la cuestión estriba en poner de manifiesto la clase de cosas que un escenario así alberga. Todos tenemos pequeños gestos rutinarios. Niveles de neurosis aparte, quien más y quien menos se ha sorprendido repitiendo una serie de movimientos en cualquier tarea cotidiana, intentando orquestarlos para realizar la acción sin desperdiciar ni una ida o venida. Si usted desayuna todos los días un panecillo con pasas, le fastidiará si al ir a la panadería se han acabado, o si un despertar tardío le impide ir a por el. El anodino fastidio que produce un cambio en algo repetitivamente reconfortante. Imagínese ahora que su vida, todo el día, está compuesta únicamente por esas rutinas. Y fuera de esas rutinas, el vacío, un precipicio de mil metros, un acantilado lleno de rocas afiladas al que se puede caer con cualquier traspiés. Esa es la vida de Jeanne Dielman: evitar cuidadosamente vivir. Una vida que, en el intento de hacer siempre lo que se supone que tiene que hacer, ha terminado por vaciarse.


Es por eso que resulta tan estremecedor el ver cómo falla cualquier pieza del engranaje. La catástrofe acecha detrás de cada esquina.


Como también produce vértigo la asunción de acciones cotidianas cuyo automatismo encierra tantísima miseria. Un escalofrío recorre la espalda cuando se ve cómo Jeanne/Delphine saca una toalla del armario, la pone sobre la cama y la alisa cuidadosamente. Para no manchar, ya se sabe.


No siempre se va a hablar del cine desde el entusiasmo. Hay cosas que se sitúan en otro lugar pero son igualmente vitales, en la medida en la que son capaces de despertar algo en quien las contempla. Y lo digo porque ver Jeanne Dielman es una experiencia desesperante. Verla preparar albóndigas, contemplar su sórdida mediocridad, acompañarla en el mar de tareas anodinas que llenan sus días a la espera de matar ese tiempo ya muerto, da ganas de ponerse a gritar. Chantal Akerman muestra, impasible, esa verdad de frente, deja que la vivamos, y consigue que un plano estático de 5 minutos de una persona preparando café contenga en sí tanta expresividad como para producir una angustia palpable.


Ahí reside (si, una vez más) la lacerante precisión de la película: ver Jeanne Dielman es ser Jeanne Dielman. Y eso no es fácilmente soportable.


 

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