Jan Zabrana


Jan Zabrana

En algún momento de los años cincuenta, la vida de Jan Zabrana cambió. Él dice que murió. Si es así, el resto sería una lenta agonía, un viaje a través de la noche checoslovaca. Fue entonces cuando su madre, que había sido profesora y miembro del parlamento, fue condenada a dieciocho años de prisión. Y su padre, que había sido alcalde, a diez. Zabrana aún no había cumplido los veinte años y todo su mundo se derrumbaba. Y ya no solo su mundo, sino también el mundo por venir, cualquier futuro. Todos aquellos años de prisión, interna para sus padres, externa para él, fueron años llenos de rabia y desesperación. Habla del coraje absoluto. Se dedica a traducir, que es ese lugar que quedó para muchos que no podían publicar por las ideas de los otros. Y lleva un diario. Ese diario es Toda una vida, una selección del cual fue publicada por Melusina, en traducción de Fernando de Valenzuela.

Hemos seleccionado varios textos de ese diario. Varios textos atravesados por la muerte. Primero la de su madre, poco después de salir de la cárcel. Una amplia entrada (tal vez la más extensa), bellísima, triste, pero iluminada por su amor hacia ella. Luego, algunos fragmentos sobre la enfermedad y la muerte del padre. Finalmente, una línea sobre su propia muerte. Encuentros con el destino. El destino que nos prepararon otros. Encuentros con el fin de los tiempos.

*

Madre

Recuerdos de mi madre, vivos, vivos, pero sin lágrimas... Recuerdos de cuando, en mayo de 1960, regresó de la cárcel de Pardubice y llegó a mi casa del barrio praguense de Podoli tal como la habían soltado, con botas altas con cordones, con un abrigo azul impregnado del polvo de once años en el depósito, con un vestido de lana azul y verde que ya había perdido su forma y que llevaba una especie de adorno como del siglo pasado, el mismo que tenía puesto aquella madrugada lluviosa de noviembre de 1949, cuando la detuvieron en Humpolec... El recuerdo del primer beso desmañado y desacostumbrado, tras su regreso, que le di en los labios, que tenía el dulzor de la carne de caballo con la que la habían alimentado durante años; de la vena varicosa en la pierna derecha, que cuando la detuvieron era sólo una marquita y ahora, al cabo de once años, se extendía en largas curvas por toda la pierna (me impresionaba más que una serpiente); de cuando vino a verme a la casita de los Zavorka, en la aldea de Vsenory, con un vestido y un suéter prestados (en las tiendas no conseguía lo que necesitaba, de modo que iba completando poco a poco su vestuario con ropa que le quedaba grande, según lo que había) y me preparó una especie de zanahoria guisada en una tartera sobre un calentador de alcohol (poco antes se había acabado la bombona de butano), encantada de lo cómodo que era cocinar así y recordando que «las chicas» en la celda hacían el té en una lata sobre

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un fuego alimentado por compresas usadas; de cuando a los tres meses de su regreso (el 15 de agosto de 1960) le dio en el lavadero de los Zavorka el primer derrame cerebral; de cuando íbamos con papá a visitarla a Krc y las primeras semanas parecía que no se iba a recuperar (durante el camino de regreso nos sentábamos con papá en el césped del monte de Krc, junto a las vías del tren, donde ahora está la última estación del metro); de los garabatos que escribía al comienzo, antes de recuperar la capacidad de hablar y escribir que conservó durante sus últimos doce años; del tartamudeo de sus primeras frases, del ojo con el que no veía (luego recuperó la vista); de cómo andaba, primero apoyada en un bastón y luego dando pasitos inseguros cada vez que quería dar la vuelta; de cómo la dejaron helarse durante ocho años en el cuartito de un altillo en el que no había chimenea y que resultaba imposible de calentar con la estufita de petróleo que no paraba de oler; de la nota que encontré entre sus papeles, en la que, como hijo mayor, me confesaba que le daba vergüenza seguir viviendo en la casita de los Zavorka, seguir importunándolos (vivió allí varias semanas el primer invierno y luego a su regreso del hospital), pero que le daba miedo volver a la calle Vapencova, con el frío que hacía allí desde que habían vuelto las heladas; de cómo discutía con ella cuando me insistía en que tenía que casarme de una vez; de cómo se empeñó en ir, ¡quería ir!, primero a trabajar como encargada de la limpieza y después a hacer de viejecita al instituto de teatro, después de contable eventual en Jarov (tomaba todos los días a las seis de la mañana el tranvía que salía de Krc), se negaba a aceptar nada de papá o de mí, quería tener su «propio» dinero —por haber estado once años en la cárcel le denegaron el derecho a la jubilación para la que como maestra se había pasado la vida aportando y le daban 315 coronas al mes como inválida... Siempre dispuesta a ir a cualquier parte, a resolver cualquier cosa, a coser, a zurcir, a conseguir... cuántos kilómetros habrá recorrido por Praga con Eva (1), cuando aún era pequeña, para acompañarla a hacer gimnasia... Siempre me hablaba —cuando estábamos un rato a solas— de su «sentimiento de culpa» ante mí, de que ella y papá me habían «estropeado la vida» por haberse dejado meter en la cárcel, Y a mí me resultaba tan difícil relajarme delante de ella, darme cuenta de que ahora era yo el adulto, de que su mayor felicidad era verme feliz y despreocupado, y quién sabe por qué yo seguía dejando caer sobre ella mis preocupaciones y mis angustias, nunca perdí la costumbre de buscar consuelo en ella, como cuando era niño, aunque hacía tiempo que ya no tenía derecho a hacerlo. Recuerdos de cuando una vez, en el año 1970, vinieron a despedirse de mí a la estación Wilson, cuando yo tomaba por última vez el tren a Smokovec, de cómo estaban de pie, de noche, a la luz de las lámparas, sobre el cemento de la vacía estación de Praga; desde la ventana del tren los vi entonces por primera vez como dos ancianos impotentes y un poco cómicos y sentí un pinchazo en el corazón: «Ya no van a seguir vivos mucho tiempo», y cuando el tren se puso en marcha abrí una cajita ajada que ella me había traído a la estación: dos canapés resecos con una ensaladilla de patatas ya agria, dos canapés que alguien le había dado y había guardado para mí, probablemente varios días, porque ahorraba todo lo que podía; de cómo le pedí que fuera en el verano de 1972 (?) a un barrio de la periferia, a llevarle a una viejecita el recado que le había traído Jirka Gibian de otra viejecita checa que vivía en Estados Unidos y luego, cuando me enteré de que por la tarde se iba en autobús a la casa que los Prochazka tenían en la ciudad de Teplice, sentí en el corazón la angustia de que ya nunca iba a volver a verla, me trepé en Malesice a un autobús semivacío y fui hasta la estación de Florenc, la encontré esperando en el andén con un calor de veinticinco grados, llevaba puesto su mejor vestido —uno gris con un cuellito de encaje, un encaje ya amarillento y pasado de moda, el bastón, el bolso negro—, se alegró al verme, no esperaba que fuera, la llevé a la sombra, paseamos un rato bajo un tejadillo y charlamos, antes de que llegara el autobús me ofreció algo de gran valor, un caramelo ácido: «Son mi única golosina». Allí también iba a hacer de criada aunque «de visita»: a cuidar el jardín, a ventilar las habitaciones. Los Prochazka estaban en algún lugar junto al mar. Ella vivió dos años más, hasta la primavera de 1974, otra serie de derrames, perdió el habla, no sabíamos si nos reconocía pero las pacientes que compartían habitación con ella me contaron luego que por las noches parecía mejorar siempre un poco, que cantaba en voz baja de forma bastante coherente viejas canciones que había aprendido de niña en el pueblo, durante la primera década del siglo... Estaba junto a ella, diez minutos antes de que muriera, cuando con la mano izquierda, que

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era la que podía mover, me apretó con fuerza los de dos, fue un apretón espasmódico, húmedo; para entonces ya sólo respiraba oxígeno, luego los ojos inmóviles, vidriosos, paralizados, la cabeza doblada un tanto hacia la izquierda, si acaso alguna expresión en el rostro inmóvil, después algo como asombro. Silencio crepuscular sobre el césped del hospital cuando salí a buscar a papá, una luz especial, amarillenta —probablemente nada más que una sensación mía—, un humo negro, el humo tenue que subía al cielo desde la chimenea de la lavandería del hospital, el silencio, un par de pájaros aleteando a lo lejos sobre el bosque de Krc (murió en el mismo edificio en el que doce años antes se había recuperado del primer derrame, sólo que en el tercer piso, la primera vez la habían internado en el primero). A finales de febrero, el día que recibió la autorización para ir al balneario —por primera vez en la vida; había pasado meses haciendo trámites para conseguirlo— volvió a sufrir un derrame. Después de un mes en el hospital, perdió el habla. No parábamos de decirle que la cosa se iba a arreglar,  que iría al balneario. Fue, pero después de sufrir durante tres meses: el 24 de mayo de 1974 a las cuatro y media de la tarde. Papá lleva cuatro semanas en el hospital de Krc. Cruzando un jardincillo cuadrado, justo enfrente del pabellón donde murió mamá. El corazón, el asma, los bronquios... Suelo ir a verlo. Cara de anciano, un interés por las cosas cada vez más reducido, la despedida... Desde que está allí, respira un poco mejor, no le duele nada. Es algo tan angustioso que lo vivo desde que me levanto y ni siquiera tengo ganas de escribir sobre ello. El hecho de que no se haya reconciliado con su vida lo siento hoy más yo que él; él ya ni siquiera lo percibe. La tragedia de su derrota, de su pérdida, reside precisamente en esa grisura a la que todo fue a parar, en el hecho de que la vida individual sea por su tiempo corta en comparación con la longevidad de mamut de las dictaduras, en el hecho de que unos años terribles hayan desembocado en la muerte vulgar de un anciano muy corriente. No dejo de pensar en él, pero no tengo ganas de escribir sobre él.


Padre

Existe, pese a todo existe la verdad autónoma de los moribundos... (La percibo en estos días en mi padre, cuya esclerosis se va transformando en demencia senil: debilidad, olvido, melancolía depresiva, la misma pregunta repetida tres veces en un sólo minuto, un cerebro que ya no registra nada, la pérdida de la capacidad básica de comunicarse). Y se trata de una verdad distinta que la de quienes tienen aún un manojo mayor o menor de días por delante, completamente distinta, pero es verdad.

El entierro será el martes 19 de septiembre a las cuatro de la tarde en Strasnice. Estos últimos meses, el deterioro, la esclerosis, la incapacidad de diálogo, también fueron tremendos para nosotros. Uno tiene la sensación de un amor no retribuido, el otro lo rechaza todo: por cansancio, por apatía, ya tiene una pierna fuera del mundo. Y ahora ha llegado a su fin todo lo que me unía a Humpolec, a la juventud, a la felicidad, a la esperanza de llegar alguna vez —quién sabe— a la felicidad. Pero, de todos modos, toda esperanza ya no era desde hace tiempo más que un recuerdo de otro mundo, de otro...


Yo

Mi muerte ha quedado atrás... Atrás desde hace mucho tiempo... En algún lugar de los años 50.


Notas
(1) La hija de Zabrana.


Textos incluidos en Toda una vida, publicado por Melusina, a los que agradecemos la autorización para su publicación.

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