Pablo Messiez


Pablo Messiez

Sin duda, Pablo Messiez se ha convertido en uno de los dramaturgos y directores de escena más importantes del teatro actual. Tantos sus creaciones propias como sus acercamientos a imaginarios como los de Lorca o Beckett, así como sus colaboraciones con autores como Alberto Conejero o Santiago Loza, revelan una personalidad creativa preocupada por la evolución y las posibilidades de la escena teatral. En la conversación que podéis leer a continuación, mantenida en tiempos de confinamiento e incertidumbre por la cultura, se habla de palabra, movimiento, creación, melodrama, acción y música; de saber escuchar y de encontrar el ritmo; de unas cuantas obras y adaptaciones, de cuestiones de estilo, de inicios y también del presente. Pero, ante todo, se habla de teatro con un interlocutor excepcional: Pablo Messiez. 

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Tu carrera arranca en Argentina, pero se puede decir que el grueso de tu trabajo, así como de tu madurez creativa, se ha desarrollado en Españaa. ¿Cuál dirías que es el ascendente argentino de tu obra? ¿Qué poso queda de tus primeros años en tu trabajo actual?

En Buenos Aires hay menos dinero. Eso hace que a la hora de trabajar sea inevitable tener muy presentes las condiciones de producción (cuestión que conviene tener presente siempre, en realidad). El impulso inicial es el deseo de hacer eso que se quiere hacer. Luego se ve de qué manera. Sin caer en el horror de tener una mirada romántica sobre la precariedad, sí que es importante no perder de vista ese impulso inicial y ver de qué está hecho.

Luego, en cuanto a cuestiones de estilo, mis primeras obras (Antes, Muda, Ahora) estaban muy influenciadas por un tipo de teatro porteño de un cierto realismo de living. A partir de Los ojos, mi tercera obra en España, empecé a trabajar más a conciencia con el espacio y el tiempo como materiales expresivos, sin que fuera la situación o la dirección de actores la cuestión que tomara toda mi atención.

¿Podrías contar un poco más de esa primera etapa en Buenos Aires?

En Buenos Aires trabajé sobre todo como actor. Mi primer trabajo de dirección fue en el 2006 con la obra Antes y a los dos años ya me vine para Madrid.

Yo tenía claro que lo que quería hacer era teatro. Pero al principio hacía las cosas que se suponía que uno tenía que hacer si quería ser actor (castings de cine, de publicidad, de televisión: audiovisuales). La mayoría de las veces odiaba hacer esos castings. Era la época del llamado “nuevo cine argentino” y el 70 por ciento de las pruebas consistían en que unos chicos pijos te explicaran cómo hacer de pobre. Y yo pensaba, ¿pero por qué no hablan de lo que conocen? Y después: ¿qué cosa estoy haciendo acá? Ahí entendí que el deseo no se puede forzar. Y que si para ser actor había que ponerse al servicio del deseo de los otros sin importar el propio, no me interesaba.

Después, en el teatro, conocí directores y equipos en los que sí importábamos todos y confirmé que me interesaba la escena y sus problemas en particular, y no la actuación en general. De hecho creo que es absurdo pensar la actuación escénica como la audiovisual y viceversa. Son modos expresivos totalmente distintos que por lo tanto requieren de técnicas distintas. Claro que esto muchas veces no se tiene en cuenta, y el audiovisual (la industria) manda. Entonces se llenan los escenarios con actuaciones que parecen sacadas de una serie.

Volviendo a Buenos Aires, para poder negarme a hacer los castings de publicidad o los que no me interesaran de cine, empecé a dar clases y a trabajar en gestión cultural. Esos trabajos fueron salvándome la economía mientras hacía obras en el circuito alternativo. Y si bien disfrutaba mucho de los períodos en los que por un contrato en el teatro público podía dedicarme sólo a actuar, el poder volver a las clases y a la gestión se fue convirtiendo en una necesidad. Las clases me permitían (y me permiten aún hoy) seguir preguntándome acerca de la actividad a la que me dedico y el trabajar en producción me ayudó a huir de un vínculo romántico con la actuación, y a poder imaginar obras posibles con los pies en la tierra.

¿Cuándo dirías que se produjo esa transición (o esa toma de conciencia) en tu obra entre trabajar más a conciencia el espacio y el tiempo como materiales expresivos y el trabajo sobre la dirección de actores?<

Fue en Los ojos. Después de haber tenido dos temporadas que fueron muy bien con Ahora, inaugurando la nueva sala 2 del Teatro Fernán Gómez, Mora Apreda (directora artística del centro en aquel tiempo) y Guillermo Womutt (su adjunto) me invitaron a dirigir una producción nueva para la misma sala.

 Yo tenía ya avanzada la escritura de un texto que había nacido a partir de la novela Marianela de Pérez-Galdós. En la obra, la tierra (como lugar de origen y como suelo que pisamos y que determina nuestro punto de vista) jugaba un papel fundamental. Entonces, al saber que contaría con la producción del Fernán Gómez pregunté si podíamos cubrir de tierra el suelo de la sala. Yo estaba acostumbrado a hacer obras con un par de muebles y unos paneles baratos e imaginaba que aquello sería carísimo y que me dirían que no. Pero lo presupuestaron y la idea fue aprobada.

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El día que llegó la tierra fue una fiesta. Tener que caminar sobre ella, gestionar el equilibrio precario, sentir su humedad, su perfume. De repente uno de los límites del espacio se hacía presente de un modo rotundo, y nos tocaba el cuerpo.

Y así como la tierra me reveló el espacio como material de trabajo, la música me reveló el tiempo. En todas mis obras hay música. Y ya en la primera se da una situación que luego repetí en casi todas: tener a un personaje escuchando un tema completo hasta que termine. Esto hace que el tiempo de la canción reúna a espectadores e intérpretes en una misma acción: en este caso, escuchar. Creo que ahí hay algo muy poderoso del teatro: conseguir que un grupo de gente que no se conoce ponga la atención en la misma cosa. Claro que no hace falta que la acción sea escuchar. Pongo el ejemplo de la música porque es un modo del tiempo, y porque revela el tiempo como convención al suspenderlo o expandirlo en la sensación del que escucha.

Las tres hermanas de Chéjov te han acompañado desde Un hombre que se ahoga, de Daniel Veronese, hasta Las canciones. ¿Qué significa para ti la obra de Chéjov y cómo ha evolucionado durante este tiempo en tu forma de hacer teatro?

Justamente en esa obra las cuestiones del tiempo y el espacio son materiales de los que se ocupa su dramaturgia. El tiempo va pasando, y el espacio va cambiando de acto a acto, contando la expulsión de esas hermanas de la casa (el cambio de estado de cosas dado por la llegada de Natasha) y el efecto del paso del tiempo en la memoria y los cuerpos.

Las obras de Chéjov, como todos los clásicos, tienen la cualidad de poder seguir resonando en presente, justamente por no estar atadas a su tiempo. Evidentemente nacen en un tiempo y se nutren de él y hasta a veces le hablan directamente. Pero no pierden de vista que la materia del teatro es el presente. Y que así como “pra fazer um samba com beleza/ É preciso um bocado de tristeza”, para hacer teatro con justeza hace falta no perder de vista la cuestión del presente, más allá o más acá de la actualidad que puedan tener los temas que nutran la dramaturgia. De lo contrario muy probablemente se termine haciendo un uso didáctico-moralista de una herramienta cuya materia es el presente. Y el presente no tiene moral.

Una cosa que llama la atención es tu gusto por la obra empezada; es muy habitual que los actores estén haciendo algo mientras el público accede al patio de butacas. ¿Lo haces para buscar una especie de continuidad con la vida?

Me gusta pensar el teatro como una dialéctica entre una realidad posible y otra. Realidad y ficción están hechas de palabras. Y ambas también de cuestiones que no se pueden nombrar. Separarlas, nombrar a la ficción como mentira, es no poder ver su singularidad, mucho más misteriosa e inquietante. Y es quitarle al presente del teatro el maravilloso vértigo de su imprevisibilidad.

Por eso me gusta que al entrar al teatro ya veamos esas otras vidas, que como las nuestras ya están siendo. Como diría Lispector (hablando de otra cosa) es la vida vista por la vida. 

Todo el tiempo del mundo me parece una de tus obras más logradas; además de en los tintes biográficos, me hace pensar en una idea de costumbrismo, de calidez o de memoria, que más adelante hemos visto en otras obras tuyas, pero quizá con una intensidad diferente. ¿Cómo surgió? ¿Qué era lo que buscabas?

Esa obra nace del deseo de detenerme a trabajar con el tiempo. Qué es esto que llamamos presente. ¿Y el pasado? ¿O el futuro? ¿Son algo más que palabras? ¿Es el tiempo una especie de espacio? Estas preguntas fueron el motor inicial, con el que empecé a trabajar la obra, cruzándolas con algunas anécdotas de la vida de mi abuelo materno.

Él se enteró al final de sus días que quien había pensado que era su madre era en realidad su tía. Que su madre había sido madre soltera y que la moral de la época la había obligado a esconder su embarazo en el campo y a darle su hijo a su hermana para que lo criara como propio.

Esta anécdota me parecía muy propicia para pensar la cuestión de la relación entre el tiempo y las palabras. ¿Existe algo si no lo nombramos? y ¿existe el presente, si hablar ya es dejar que pase?

En cuanto a la intensidad que mencionas, a mí me encanta el melodrama (por eso también me encantan las canciones), y me interesaba en una historia con elementos tan dramáticos no tener pudor a la hora de poder entrar expresivamente en ellos.

Creemos que el movimiento tiene cada vez más peso en el lenguaje dramático de tus obras. Además de por Las canciones o El temps que estiguem junts, por una obra como La distancia, de la que quizá no se habla tanto, que haría un poco de bisagra entre lo que podías explorar en trabajos como Las palabras y en tus últimas producciones. ¿Cómo has ido incorporando esa idea de movimiento en tu trabajo?

Creo cada vez más en la búsqueda de la precisión. Es decir, ver qué hace falta (no sólo en términos de movimiento, sino también de palabras. Qué necesita el sistema de la obra.

En cada obra procuro que el movimiento aparezca como repercusión de la palabra. Nombrar, y volver a nombrar, y volver a nombrar (ensayar) hasta que la palabra mueva al cuerpo. Por eso muchas veces empiezo por pedir quietud. Dejar que sólo se mueva lo que hace falta para hablar, sin comentar con ningún otro movimiento la acción, sin que esto genere una tensión no deseada, claro. Simplemente, no comentar con el cuerpo lo que la palabra dice. Si no dejar que esté receptivo a dejarse mover por la palabra. Luego, según estas palabras sean unas u otras, y según los intérpretes sean unos u otros, irá a pareciendo la singularidad de ese encuentro específico entre cuerpo y palabra.

En el caso de Las canciones, mi última obra, como la cuestión de la acción de escuchar fue el procedimiento-guía en los ensayos, empezó a aparecer la necesidad de un cuerpo quieto, de una cierta inmovilidad activa, que es la de la alerta de quien quiere escuchar.

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¿Cómo surgió el momento de My Sweet Lord en Las canciones? ¿Tenías desde un principio la idea de involucrar al público de esa manera?

Surgió en la última semana de ensayos. Yo tenía claro que la obra tenía dos partes (por cómo había ido saliendo, no por tenerlo previsto así). La primera era coral y tenía que funcionar como un reloj sostenido por el ritmo de todos, y la segunda, organizada mayormente en dúos, en la que nos enterábamos de las singularidades de cada uno de los personajes. A grandes rasgos, el primer acto tenía que ver con lo público (hacer público para las visitas) y el segundo con lo privado (lo que se va abriendo después de estar un rato largo bajo el influjo de la música). Entonces estaba barajando la idea de hacer un intermedio pero me parecían las dos partes demasiado cortas como para interrumpir la acción.

Hasta que un día apareció Nina (que por otra parte ya había estado presente en Antes, Muda, Ahora, Los ojos, Las plantas, Los brillantes empeños y La otra mujer).

En cada ensayo, y como parte del entrenamiento hacíamos escuchas de unos 20 minutos. A veces de alguna obra larga y otras de varias canciones. Un día hacia el final de los ensayos, llevé el My Sweet lord de Nina. Al ver el modo en el que esa música los transformaba pensé, esto tiene que estar. No sólo porque me parecía maravilloso como escena si no porque me encantaba el estado de éxtasis en que los dejaba para entrar en la segunda parte de las confesiones.  Fuera de sí, estarían más en sí que nunca. Pensando entonces en la necesidad de bisagra entre las dos partes, me pareció que Nina (una vez más) había llegado para quedarse.

En cuanto al público, tenía muy claro que la idea no era necesariamente hacerlo bailar.  Si no dejar ese estímulo sonoro para quien quisiera oírlo con la alternativa de la puerta abierta, teniendo en claro que aquello era la pausa y que por lo tanto era el espacio del espectador.

Me importaba mucho dejar clara la no obligatoriedad de un modo específico de respuesta a la escucha. Creo que es el espectador quien hace la obra, y son su mirada y su cuerpo los que le darán sentido y existencia.

Volviendo a La distancia, me pareció ver una cierta afinidad con lo que exploraste en Las palabras. En aquella, la palabra, la rima o las canciones eran un mecanismo o un salvoconducto para expresar la realidad de una plaga, de una enfermedad; en tu adaptación de la novela de Schweblin la palabra es como una tentativa para desvelar un misterio, casi un terror, que ha comprometido la realidad de todos los personajes. En este último caso, ¿cómo fue trabajar con un texto literario y llevarlo a un formato teatral?

Fue complejo y fascinante, porque me obligaba todo el tiempo a pensar qué es el teatro, cuál es su singularidad y por lo tanto qué cosas hacía falta trabajar en la trasposición. Había una pérdida inicial, que era la de la ambigüedad de la voz que permite la literatura al tratarse de una voz sin cuerpo. Ambigüedad que en este caso concreto de la novela de Schweblin era fundamental para el desarrollo de la intriga. Aceptando esa pérdida, tocaba ver cuáles podían ser las ganancias, o en otras palabras, qué sentido tenía hacer de una novela tan buena una versión escénica. Y la respuesta la encontramos por un lado en el tratamiento de la cuestión de la superposición temporal, que es un procedimiento de gran teatralidad, y por otro en la cuestión de la encarnación. Poder generar interés, a pesar del escamoteo de información, por ver la palabra encarnada.

Había algo de entrada que me interesaba mucho en la novela y que encuentro muy teatral, que es que a pesar de trabajar a partir de un tema de actualidad, no cae nunca en la tentación de la moraleja. Construye su obra llevando a su estructura (y no a sus contenidos) la cuestión de la que le interesa hablar: el ocultamiento de una realidad atroz.

Me gustaría preguntarte por el trabajo y la elección de los actores. Me sorprendió, por ejemplo, Francesco Carril en Bodas, porque lo tengo asociado a registros más cómicos (pienso en sus trabajos para Sanzol o Pablo Remón) o al cine de Jonás Trueba, y me pareció una decisión interesante. También Carlota Gaviño como la Novia, por ejemplo, cuyo personaje en Las canciones me parece uno de los más bonitos de tu teatro. En otro orden de cosas, ¿cómo fue trabajar con La Kompanyia del Lliure? ¿Qué aportaron a tu dinámica de trabajo?

Considero que la conformación del equipo es fundamental. Por eso a la hora de armar elenco, tengo muy en cuenta no sólo la potencia del encuentro entre determinado intérprete y el material a trabajar, si no la también la calidad del en encuentro posible entre los intérpretes.

Elegir un actor o actriz es hacer ya una lectura de personaje. Bodas (y Lorca) está cargada de ideas previas como mandatos acerca de cómo se supone que deberían montarse. Luego uno la lee y ve por ejemplo que está llena de colores (basta con leer las acotaciones). Lo mismo pasa con los personajes. El ejercicio que creo necesario hacer con los clásicos es leerlos como si fueran contemporáneos. Como si no tuviéramos más información que las palabras que están en ella. Y ver así qué imaginario despliegan hoy en nosotros. Luego claro que es estimulante e inspirador investigar, y leer todo lo que se pueda, para poder establecer con la tradición un diálogo a conciencia. La elección de Francesco y Carlota (a quienes admiro y amo) tenía que ver con dialectizar cierta idea fija y a mi juicio algo solemne con la que se suele leer a esos personajes.

A alguna gente le pareció maravilloso y a otra horrible (y no tengo nada que decir al respecto del gusto del respetable, en ninguno de los dos casos). Pero lo que sí fue muy revelador e inquietante, fue leer algunos comentarios que tomaban la propuesta como un agravio. Como si Lorca tuviera un dueño (ellos) y un sólo modo de hacerse. Y como si nuestro intento hubiera sido ultrajar a Federico. Que lo leamos de modos distintos y que algunos lo juzguen errado, lo celebro (¡viva la diferencia!) pero que se trate con violencia a ese otro modo de entenderlo y de amarlo: no ha lugar. También es verdad que después de todo, es lo que pasa con los amores. Todos nos creemos que amamos mejor que los otros. Aunque como dice Federico en la conferencia del Romancero Gitano, hay “amantes excesivos que a veces llenan de baba”.

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En cuanto a la Kompanyia Lliure me encontraba con una situación nueva que era tener que trabajar y escribir para un equipo de gente a la que no conocía. Por eso, Lluís Pasqual, generador del proyecto, me invitó a hacer un taller previo para revertir esta situación. Allí fui intuyendo o intentando conocer el tipo de intérprete que era cada uno y cada una. Y la verdad es que aquello fue un privilegio total. Poder contar con 8 intérpretes tan distintos y tan extraordinarios, poder ensayar desde el día 1 en la sala, contar con el equipo maravilloso del Lliure y su producción, tener carta blanca para la creación de la obra, que el elenco confiara ciegamente cuando los primeros quince días de aún no había obra, en fin: poder contar con dos cuestiones fundamentales para el teatro: libertad y confianza.

Con El temps que estiguem junts pienso en el teatro de Veronese o de Tolcachir (sobre todo en La omisión de la familia Coleman), en el sentido de un espacio escénico único, con todos los personajes compartiéndolo, sin casi transiciones dramáticas, pero en el que cada actor tiene su lugar propio. Por otra parte, pienso en hallazgos escenográficos como la caja de música de Las canciones, las planchas metálicas que rodean la celda de La piedra oscura o ese bosque de espejos de Bodas de sangre (quizá el hallazgo más hermoso de tu teatro). ¿Cuál es tu relación con la creación de ese espacio escénico?

Exceptuando Las canciones, cuyo espacio es obra de Alejandro Andújar, todos los otros son de Elisa Sanz. En ambos casos el trabajo se va gestando en el diálogo. Empezamos comentando ideas, intercambiamos referencias, probamos, movemos, pensamos, y del encuentro van a surgiendo los espacios.

Entiendo el teatro como un trabajo en equipo y con cada integrante del grupo procuro trabajar así, sin intentar imponer una idea si no buscando que aparezca algo nuevo que no teníamos previsto, dado por el encuentro generado por el trabajo.

También es cierto que algunas ideas vienen como propuesta y ya se quedan sin cambio porque nos gustan a todos (como el bosque de Bodas que mencionas, que fue propuesta de Elisa) pero en gran medida cada cosa va cambiando y revelándose distinta según avanzamos en el trabajo.

Hay una continuidad muy interesante entre Las canciones y El temps que estiguem junts. Ambas hablan de la convivencia, si bien la primera lo hace desde un núcleo familiar en descomposición y la segunda a través de otra clase de familia que se recompone, que se descubre, a medida que avanza la obra. En ambas la música, el acto de escuchar, tiene un papel casi catártico. Me gustaría que explicaras un poco más el papel que juegan todos estos aspectos en tu obra.

Creo que una de las cosas que más disfruto del hecho de hacer teatro, es justamente entrenar la convivencia. Ver quiénes somos como grupo, cómo nos transforma cada material, de qué se trata esto estar en el mundo compartiendo tiempo y espacio. El teatro es un dispositivo ideal para poner en acto estas cuestiones, ya que también se trata de eso: de estar juntos. Por eso en cada obra que hago la cuestión de la convivencia aparece como tema. De hecho, el título “El tiempo que estemos juntos” lo elegí antes de saber qué sería la obra. Por necesidades de agenda del departamento de prensa del Teatre Lliure, había que tener un título para poder anunciarlo en la programación y elegí ese porque sabría que le valdría a cualquier obra que hiciéramos. Que de algún modo u otro, en el teatro siempre estamos hablando del tiempo en que estamos juntos.

Y la patria en la que convivimos es el lenguaje. De ahí la necesidad de nombrar: para poder estar juntos. Ante el fracaso de ese intento, aparece la música como refugio. Ese otro espacio en el que nos podemos encontrar cuando las palabras faltan.

A propósito de la idea de convivencia, me parecía un concepto muy apropiado para hablar de tu trabajo de adaptación de Bodas de sangre. En la obra hay personajes, situaciones, voces que parecen directamente trasplantadas del texto y otros (pensamos en la fiesta de la boda, en la música de Bambino, en la forma de retratar todo ese pathos) que nos hacen pensar en ti. ¿Cómo convive el Messiez director de escena con los textos que adapta y con los que te encargas de escribir?

Pienso el trabajo con los textos de las obras como un diálogo. Intento ver cómo resuenan las palabras en los cuerpos de los intérpretes, ahí en presente.

Cada autor es un mundo y cada obra un modo de entender el teatro. A la hora de montar un texto ajeno intento leer todo lo que esté a mi alcance del autor (no sólo sus obras teatrales si no sus escritos en general) y ver cómo resuenan ahora esas ideas.

La maravilla de los clásicos es su contemporaneidad, el modo en el que aún nos hablan. Y ese diálogo es de tú a tú (por eso lo escuchamos).

Volver a leer a Lorca fue reencontrarme con su obra inmensa, pero además conocer sus cartas y entrevistas (gracias al maravilloso volumen Palabra de Lorca editado por Malpaso). Ahí se puede ver cómo Federico tenía muy claro que el teatro es en presente, y es muy vivificante descubrir la libertad con la que abordaba los clásicos que hacía con la Barraca, quitando textos, agregando canciones populares, haciendo en definitiva que resonaran en su presente.

Leer a Lorca es una experiencia exuberante, sensual, trágica, cómica, inmensa y entonces el diálogo que surge de esa relación está teñido de estas características.

Leer a Beckett, en cambio (por nombrar a otro autor que he tenido la suerte de montar), es entrar en la búsqueda de la precisión, y también del encuentro entre la tragedia y el humor. Y una vez más son estas características las que determinan el tipo de relación que nace de ese diálogo. Claro que el diálogo siempre es de a dos, y que cada director establecerá el suyo viendo lo que su mirada le permita ver y por lo tanto transformará la obra del autor en algo distinto. Para eso las hacemos otra vez, para verlas de nuevo, nuevas.

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En cuanto a los textos propios, es imprescindible poder tomar distancia y verlos como ajenos. No caer en la trampa de la autoindulgencia, y de dejar un texto porque nos gusta cuando la obra no lo necesita. Cada puesta en escena va generando un sistema determinado por cada una de las partes en juego (elenco y equipo artístico). Hay que poder ver qué es lo que ese sistema pide y ser riguroso a la hora de tomar decisiones con respecto al texto. No es tarea fácil. Ningún diálogo lo es, ya que todos miramos desde un punto de vista que fatalmente se pierde cosas. Pero creo que ya sólo el intento de tomar distancia cambia la calidad del diálogo.

En ambas obras, la música aparece ante la imposibilidad de callar. Ya que el silencio no es posible, que no sean las palabras (responsables del malentendido) las que sigan enredándonos. Entonces, ante el fracaso de la palabra y la imposibilidad del silencio, los personajes recurren a la música.

Tanto en La distancia como en La piedra oscura nos parece que está presente una búsqueda del ritmo. En el caso de la primera, debido a ese aire de thriller, de realismo raro, que fluye en la novela y que tú trasladas a escena; en la segunda, pensamos, porque Conejero hace un teatro más estático, con mucho diálogo. Otro tanto sucede con un trabajo tuyo que nos gusta bastante, He nacido para verte sonreír. ¿Cómo fue llevar a escena el texto de Santiago Loza?

El ritmo es uno de los elementos fundamentales con los que hay que trabajar en el teatro, ya que el teatro sucede en el tiempo. Tiempo, espacio y presencia son las cuestiones que procuro no descuidar en ningún montaje, sea cual fuere el procedimiento que organice el trabajo (por ejemplo la superposición en El tiempo que estemos juntos, o la escucha en Las canciones).

En el caso de He nacido para verte sonreír me interesaba dejar que fuera la lógica del melodrama clásico (tomando a Douglas Sirk como referencia) la que organizara expresivamente el material.

De ese trabajo, nació la amistad con Santiago (con quien volvimos a trabajar en la versión escénica de Cae la noche tropical de Manuel Puig que hicimos hace dos años) y con la maravillosa Isabel Ordaz con quien espero poder volver a coincidir. Con el resto del equipo ya nos conocíamos y ya éramos -y seguimos siendo- amigos. Esto lo señalo porque me parece fundamental para hacer teatro. No concibo un proyecto sin darle importancia al entendimiento (en todo sentido).

He nacido para verte sonreír es el diálogo de una madre hablando con su hijo que no contesta y del cual el texto no indica nada. Es decir, que esa presencia estaba por escribirse en el cuerpo del actor (Nacho Sánchez).

Una de las cosas que siempre me gusta definir en las funciones es el lugar del público. No sólo el físico (aunque la mayoría de las veces viene dado por la arquitectura del espacio), si no el lugar en el que la ficción lo ubica. Entonces, le propuse a Nacho que estuviera siempre en relación con todo lo que sucediera en cada función, pero no sólo en la escena si no también con el público de cada día. Que su atención estuviera en cada cambio de luz, en cada sonido, en cada movimiento que sucediera en cualquier parte de la sala. De este modo, esa ausencia de la que habla la madre, se convertía en otro modo de presencia (o en una presencia para otros). El hijo no estaba en la ficción que la madre reclamaba, pero sí en esa otra constituida por la mirada del público. Y de este modo el límite entre la ficción de la escena y la del mundo aparecía cuestionado.

En el trabajo con el texto vimos que hacia la mitad del texto había un clímax expresivo de la madre y que venía bien allí dejar que se ausentara, como quien se asusta de lo que ha dicho. Entonces apareció la escena del aria de Les pêcheurs de perles en las que el hijo, solo, recurre a la música como refugio (una vez más).

A propósito de la idea de presencia que comentabas tengo el recuerdo bastante fresco de algunas de tus obras, como Las canciones o El temps…, en las que muchas veces conviven en escena tres planos o espacios dramáticos, según el lugar del escenario en el que se posicionen, de los que siempre somos conscientes. El temps… solo la pude ver a través del streaming que habilitó hace unos días el Lliure, pero me fascinó la continuidad entre las situaciones y los personajes, la sensación de que, independientemente del plano o del lugar que ocupasen en el escenario (pienso en el personaje Raquel Ferri observando desde la distancia, expectante, como si no supiese lo que va a suceder, desde la ventana de la cocina el momento en el que se arrancan con la canción de Aznavour), se producía esa identificación, o cercanía, esa relación de la que hablabas con el espectador. Sirk decía, para resumir su idea del cine, que motion is emotion. Y creo que es algo que también se puede aplicar a tu obra porque, incluso cuando los personajes están quietos, siempre tienes la sensación de que hay algo que se mueve. Que quizá ese algo, que además está muy vivo, es el drama. 

Qué maravillosa la cita de Sirk. Y fíjate como ahí la forma es el contenido. En el sonido ya está el sentido. En la emoción, el movimiento (motion). De hecho la definición etimológica de conmover tiene que ver con poner en movimiento.

Por otra parte, todo lo que está vivo se mueve. Un cuerpo solo está quieto después de morir. Y ni siquiera inmediatamente después.

En algún sitio te he leído decir que la escritura casi aforística de Bresson o Chillida te nutre más a la hora de escribir que otros materiales o textos. Y creo que eso, también, se percibe en la depuración de tus últimas obras y en esa sensación de que parecen muy libres, muy livianas, sin por ello resultar menos profundas. ¿Hacia qué punto te gustaría que avanzara tu teatro? ¿Qué es lo que te gustaría explorar?

Poder componer poesía con el espacio y el tiempo como materiales. Honrar el medio expresivo que elegí haciendo obras que sólo tengan sentido en él. Y dejar que la precisión y el rigor guíen la búsqueda de una sencillez sofisticada.


Créditos de las fotografías: Vanessa Rabade (primera columna), Paul Rodríguez (tercera y quinta columna).

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