¡La calma! ¿Quién nos dará la calma? ¿Quién hará adormecer el insomnio de nuestros deseos, y entibiará el frío de nuestras ambiciones inútiles?
Fernando Pessoa
Campos y bosques nevados. Un ciervo. Se escucha, cada vez más fuerte, un viento tajante, desolador. Nos movemos, despacio, hacia la ciudad: algunos negocios, casas, una camioneta, ropa tendida. El cielo es una capa gris, indiferenciada, que proyecta tristeza y quietud. Los planos son fijos, igualmente estáticos, distantes. Se escuchan voces de niños. En algún lado hay vida, pero no la podemos ver. El entorno es hostil hacia los seres que lo habitan. Árboles, vehículos, edificaciones, animales, parecen abandonados desde hace siglos. Una placa nos avisaba, minutos atrás, que nos encontramos en Plainfield, Wisconsin, el 16 de diciembre de 1957. Ese día helado, nos muestra la película, colgaban ciervos asesinados en medio del bosque. Luego, un plano fijo desde un auto, gracias al cual vamos viendo el bosque desde el camino. Es de tarde. ¿Cómo va a ser la noche?
James Benning, en Landscape Suicide (1986), construye una narración tímida pero segura. Tras la descripción visual de la ciudad de nieve y muerte, Benning nos muestra papeles, documentos, un edificio gubernamental y, a continuación, una entrevista al asesino serial Ed Gein. Obra de ficción radical, Landscape Suicide sugiere: el ambiente nos habla, el clima nos afecta. Hay exploración cinematográfica, no discursos. La voz de Gein es monótona, sus ojos están cansados. Podemos leer en sus gestos la rutina que corroe, las nubes que se ciernen grises, año tras año, concretando un proceso fatal de desolación interna. Benning no muestra al hombre matando al hombre. Sabe que no es necesario; el destripamiento del ciervo hacia el final de la película funciona como un cuchillazo en el estómago. En medio del interrogatorio, le piden a Gein que muestre cómo manipuló la escopeta durante uno de sus crímenes. El plano se mantiene fijo. Gein se para. Benning mantiene nuestra atención focalizada en las manos de Gein, que sostienen el arma. El arma -oscura, distante, camuflada entre la ropa del asesino gracias a la iluminación apagada- está fría.
* * *
De vez en cuando, cuando no estoy ocupado y el clima está lindo, espontáneamente le pregunto a las personas que están a mi lado si quieren viajar a algún lugar conmigo. Pero tampoco es algo que haya sucedido tantas veces. Todo lo que hacemos, finalmente, es llegar, comer un plato de sashimi y volver. Pero tampoco es que viaje a tal o cual lugar sólo por la comida. No es divertido ir a algún lugar con un plan, incluso para comer bien. Lo que para mí es importante es la atmósfera, cómo es y cómo afecta a la gente con la que estás.
Hong Sang-soo
I
Aguanieve. Besos entre las sombras. Caminatas, diálogos, discusiones, risas. Emborracharse, sufrir, llorar, fumar, gritar. Entre camperas de invierno y un blanco y negro seco, impresionista, The Day He Arrives (Book chon bang hyang, 2011) es otro intento de Hong Sang-soo por acercarse a la vida tal cual es, o tal cual muchos creemos que es. Rutina y repetición. Desgano y simetría. Aceptar la existencia de malos momentos sin por eso estetizar lo desagradable. Encontrar lo atractivo en lo cotidiano sin caer en el costumbrismo. La nieve sutil, que se invisibiliza cuando roza los cuerpos, marca a The Day He Arrives. Los personajes que importan van desdibujando el entorno, como se desdibuja la música de Yongjin Jeong en la escena en que cuatro personas intentan parar un taxi. La ciudad se vuelve recovecos, esquinas claves, espacios significativos. Hong se nutre del invierno, de los abrigos, para construir una Seúl que tiene potencia emocional y suena familiar, como si estuviera moldeada en el formato de esos mapas mentales de las ciudades amadas que uno va construyendo año tras año, a medida que aprende a habitar.
El interés por los espacios urbanos y por cómo se desenvuelven en ellos los personajes, es algo que Hong toma, en parte, de cineastas de la Nouvelle Vague como Jacques Rivette y Éric Rohmer. No es casual, por ejemplo, que el primer largometraje de Rivette se llame París nos pertenece (Paris nous appartient, 1960). En el caso de Rohmer, tanto el campo como la ciudad (al igual que otros elementos, como el clima) tienen formas muy puntuales de incidir en el estado de ánimo y la conducta de los personajes. En Cuento de invierno (Conte d’hiver, 1992), la dificultad de Felicia por tomar decisiones de peso en su vida amorosa se da entre pulóveres de lana, camperas gruesísimas, gorros y guantes. Durante viajes en auto y micro, visitas al teatro y el cumplimiento forzoso del horario laboral, Felicia duda, no se decide por un hombre u otro, se descubre plagada de contradicciones. Su autodescubrimiento está trabado, como el tren de la canción de Luis Alberto Spinetta, “inmóvil entre el hielo de la estación”.
II
“Cambia la luz de una manera tan tremenda… El sol empieza allí y acaba allí, entonces quiero coger un poco el centro del día, con toda esta zona alta iluminada por el sol. Pero en este momento está todo el membrillo en la sombra. Un poco antes, sí, da la luz aquí, que es cuando lo quiero yo coger…”, dice el pintor Antonio López García en una escena de El sol del membrillo (1992). Se trata de una de esas raras oportunidades en que podemos ver cómo el tiempo va avanzando a la par que el metraje de una película. El sol del membrillo comienza en otoño y termina en invierno, y en el transcurso de las casi dos horas y media de película podemos acompañar al clima madrileño, observando cómo afecta al patio del estudio de López García.
Sol y frío se complementan en la película de Víctor Erice aunque, a medida que el otoño se desvanece y el invierno gana potencia, el cielo se va encapotando, al punto que una camisa y un pulóver dejan de ser suficientes, y López García y las demás personas deben cubrirse con abrigos más gruesos: camperas, sacos, bufandas. El clímax de El sol del membrillo es el relato de un sueño, que es narrado junto a planos del pintor durmiendo. Tras el invierno, el ciclo no vuelve a comenzar: la decadencia del árbol de membrillo que López García quiere pintar tiene su correlato en el ocultamiento definitivo del sol, la aparición adormecedora -definitivamente adormecedora- de la noche.
El árbol puede ser vibración que se extiende del cuerpo; el vínculo puede adoptar formas diferentes. Donde en El sol del membrillo hay un vínculo de calma, tenso pero siempre creativo, en Rosetta (1999) encontramos al cuerpo huyendo entre los matorrales. El árbol es un momento fugaz; la cámara cassavetiana de los Dardenne está siempre buscando la piel humana para recorrerla, pero en el medio se anima a investigar. Tiene ciertos ejes, pero es lo suficientemente hambrienta como para querer descubrir más. Así nos marca la escena de Rosetta en el bosque, escapando, y la de Rosetta en el agua, chapoteando, desesperada. Niños en el agua: los Dardenne repiten la imagen en El niño. Cine de los límites emocionales, en los Dardenne también abundan las camperas deportivas: inviernos grises de clase trabajadora apaleada. La chica sale de la ducha y adivinamos su piel de gallina. La piel rosada es la persistencia de la esperanza. Las camperas zarandeadas, rasguñadas, tironeadas, señalan el patrón de una adolescencia. La libertad cinematográfica es representada por un comienzo y un final vigorosos: vemos un momento, un fragmento. No es visible qué pasó antes ni qué pasará después, pero adivinamos -con dolor, dientes apretados en el cine- la perseverancia del frío insensible.
III
En Meantime (1984), filme de Mike Leigh para la televisión inglesa, el ritmo de la vida cotidiana de una familia de clase media-baja está signado por abrigos y tés. La cámara de Leigh se aproxima al frío invernal de los suburbios ingleses con el mismo detallismo con que se aproxima a los modismos de las clases sociales retratadas. El hielo en el lenguaje y en las miradas, las dificultades para comunicarse y exteriorizar los problemas. “Tu café está frío”, le dice a Colin, el protagonista, su tía Barbara. La campera gruesa, también oscura, de Colin, le sirve para refugiarse, para hacer intentos infructuosos por esconder la cabeza y así escapar de un entorno social y familiar agotador. Los interiores son casi siempre departamentos. El sol se filtra por las ventanas, cálido, pero bufandas y sacos no nos permiten engañarnos: el invierno inglés presiona con furia y enmarca los gritos, la desidia, la rutina, la violencia contenida y explícita.
Un par de años después, en Hannah y sus hermanas (Hannah and her Sisters, 1986), Woody Allen plasmaba el otoño/invierno neoyorquino, tal como era vivido por sus característicos personajes intelectuales de clase media. La indumentaria, por supuesto, tiene un rol central en la conformación del espectro cromático de la película. Pero al margen de los tonos elegidos por Allen para vestir a sus personajes, hay elementos que marcan el hecho de que Hannah y sus hermanas transcurre durante días de frío, y lo vuelven un aspecto clave de la película. Allen camina por un parque, mientras la gente a su alrededor trota, hace ejercicio: “Mira a toda esta gente corriendo, intentando evitar el deterioro inevitable del cuerpo”. Y Allen reflexiona, toma conciencia de ese deterioro, no gracias al frío, pero sí enmarcado en él. No se resignifica la postal de los árboles sin hojas en parques nublados; se la vuelve icónica. Las reflexiones humorísticas del pensamiento de Allen logran una coherencia con el jazz que suena de fondo y los resabios de lluvia en el suelo. Aprendemos a lidiar con el clima triste. El cielo plomizo, la densidad grisácea y tormentosa, pueden volverse parte de la comedia de la vida cotidiana. Es una sutil construcción de nuevos íconos culturales. Como muchos críticos señalaron en su momento, se trata de un juego mucho más personal que el que Allen intentaba en sus películas bergmanianas, como Interiores. En Hannah y sus hermanas, como suele ocurrir en la vida cotidiana, no hay una concordancia exacta entre clima y estado de ánimo.
* * *
En la vida habitual, la vista asegura la perennidad del entorno, su inmovilidad, por lo menos aparente. Para conocer la fugacidad del instante es preciso dejar de contemplar el río y adentrarse en él, mezclarse con su corriente y escuchar, gustar, palpar, sentir.
David Le Breton
El horror en agua profunda, oscura, nocturna. El misterio inexorable, con movimientos constantes. Nunca agotarse, siempre seguir, hasta la muerte que no llega. El mar tiene su ritmo incansable. Leviathan (2012) muestra la llegada de la máquina; el barco pesquero, creador de cadáveres. Las cámaras de Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel se sumergen entre las olas, espían las gaviotas, se revuelcan en la sangre de los pescados, se golpean contra los costados del barco, y pasan de mano en mano, con agilidad de equilibrista. En un momento, unas rayas agonizantes están a punto de ser desechadas del monstruo de acero. La cámara está del lado de adentro, acompañando a los bichos, que respiran con dificultad. Lo que más sorprende del plano -turbio, inestable, y sin embargo apenas en movimiento- son unos dientes metálicos; la vía por la cual los animales deben ser expulsados del barco. Una gota de luz se refleja en la punta de uno de los dientes, y a través de ella sentimos el amanecer helado en medio del océano.
Acá no hay posibilidad de calidez; no hay departamentos con calefacción, no hay abrigos ni bufandas, ni siquiera cuerpos amables para abrazar. En casi todos los planos de Leviathan nos encontramos cara a cara con un abismo abierto en medio de la Tierra. No es el frío de la nieve, ni el de la desesperanza social. Es mucho peor: es el frío del vacío, de la nada, de la oscuridad absoluta donde algunos pocos bichos se guían como a ciegas, y nada más puede tener lugar. Lo ajeno es el hombre, que sin embargo tiene un rol central y curiosamente esperable: el ocio del navegante es la televisión; los desechos más visibles son latas de cerveza vacías. Podemos ver, en Leviathan, los colores múltiples que adquiere el agua helada: tonos que parecen siempre lo mismo, pero sin embargo van del blanco al negro total, pasando por rojos y celestes. El océano nos grita, ahoga. El ruido de los motores no frena; se confunde con el murmullo invencible del agua. El universo es negro, hostil, recóndito. Es de peces y monstruos.
Twittear |
|