Movimiento perpetuo. Breve recorrido por la obra de Jean Rouch | Álvaro Bretal



Jean Rouch | Jaguar

- ¿Qué pensás del matrimonio entre africanos y europeos?
- No estoy en contra… Pero yo, personalmente, sé que no me voy a casar con un africano.
- Pero podría ocurrir.
- No lo sé, si algún día me enamoro de verdad de un africano, ya veremos…
- ¿Sabés que el amor es ciego, no?
- Sí, por supuesto.



I. Primeros acercamientos (en blanco y negro) a costumbres africanas


La obra de Jean Rouch comenzó a mediados de la década de 1940 con una serie de cortometrajes estrictamente documentales, en los cuales intentaba capturar y comprender rituales realizados por pueblos de Níger, un país del noroeste de África que por aquellos años era colonia francesa. Nacido en París en 1917, Rouch focalizó gran parte de su interés cinematográfico en África. El atractivo de su obra no debería acotarse al carácter etnográfico de sus películas o a su valor antropológico: el cine de Rouch es luminoso, agraciado y dueño de una belleza singular.


Los primeros films de Rouch son documentales estrictos, no muy novedosos en su puesta en escena. Son documentales descriptivos –como bien sugiere Steven Feld en la introducción del libro Ciné-ethnography–filmados en 16 mm, con grandes limitaciones técnicas. Es posible imaginar, sin embargo, que ver cortometrajes sobre rituales africanos debía ser algo bastante inusual para el público francés de fines de la década del cuarenta. La caza de hipopótamos, la circuncisión de niños y la danza de posesión de una joven son algunos de los tópicos que abarca Rouch en la primera etapa de su obra. Los textos que lee la voz en off son claros y estrictos en su abordaje científico. La cámara se mueve en busca de cercanía y calidez: muchas veces, incluso, se posiciona al lado o detrás de los protagonistas mientras andan en canoa por el río Níger o recorren largos caminos al rayo del sol con animales muertos sobre los hombros.


Estos documentales inaugurales, al margen de su belleza y su interés antropológico, son atractivos porque permiten ver una serie de prácticas que rara vez han sido abordadas cinematográficamente por fuera de la explotación. Me refiero, por ejemplo, a los rituales de posesión de En el país de los magos negros (Au pays des mages noirs, 1947) e Iniciación a la danza de los poseídos (Initiation à la danse des possédés, 1949) o a las muertes de animales en La caza del hipopótamo / Batalla en el río grande (Chasse à l'hippopotame / Bataille sur le grand fleuve, 1950). Se trata de actividades que, décadas más tarde, serían explotadas sin reflexión ni compromiso en el marco del subgénero mondo. La mirada de Rouch es lo suficientemente honesta como para que esos hechos puedan ser observados y pensados mucho más allá del supuesto pavor que le deberían provocar a las buenas conciencias occidentales. En términos de representación de la otredad, es abismal la distancia que hay entre la fascinación científica de los estos films y títulos como Mondo Cane (Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti, Franco Prosperi, 1962), que oculta su racismo tras un catálogo de curiosidades pretendidamente violentas y bizarras, u Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, Ruggero Deodato, 1980), que lo oculta tras la fachada del divertimento del cine de terror. Justamente por eso, resulta sugerente que los documentales del cineasta francés nunca hayan despertado el tipo de polémicas que sí despertaron las otras películas nombradas: el llamado shock value suele residir menos en los hechos en sí que en cómo son mostrados cinematográficamente.


En realidad, el cine de Rouch sí despertó polémicas, pero no entre los periodistas sensacionalistas y los amantes del shock value, sino en el campo de la antropología y entre aquellos documentalistas interesados en el cruce entre etnografía y cine. Por un lado, sus cortometrajes se encontraban teñidos de los debates teóricos propios de cualquier campo académico. Por otra parte, Rouch se exponía a la crítica mucho más que un antropólogo típico, en el sentido de que algunos de sus colegas ponían en duda que el cine fuera un medio válido para la investigación antropológica. Si en cualquier etnografía la presencia del investigador resulta un componente básico de alteración de las actitudes de los actores, es difícil imaginar el impacto que podía tener una cámara en los contextos en los cuales filmaba Rouch. Lo que es indudable es que estos primeros cortometrajes tienen un enorme valor documental, aunque rara vez se despeguen de una estructura consistente en imágenes de los rituales junto a una voz en off amable pero austera, que narra lo que ocurre y teoriza un poco sobre los fines y sentidos de los ritos. Algunos momentos se apartan de esta lógica, como la tierna adopción del hipopótamo bebé en La caza del hipopótamo / Batalla en el río grande, pero se trata de excepciones.


Un último aspecto para destacar del período inicial de la obra de Rouch: él contaba que filmando estos cortometrajes aprendió sobre el carácter invasivo e innecesario que tiene mucha música en el cine cuando, tras mostrarle la versión definitiva de uno de estos films a sus protagonistas, uno de ellos destacó que ciertos sonidos seleccionados por Rouch –sutiles, por cierto– para musicalizar la caza del hipopótamo debían ser eliminados porque, para no ahuyentar a los hipopótamos, era fundamental evitar todo tipo de ruido. Es decir: algo que el cineasta había elegido durante la postproducción para darle color a la escena hubiera sido terminantemente prohibido durante el proceso de filmación. La lógica que seguían los cazadores, y que también siguió Rouch, era que en consecuencia esos sonidos podían –y, de hecho, debían– ser evitados. Así, gracias a personas que nunca habían tenido relación con el cine, Rouch aprendió a ser coherente en el uso de los recursos cinematográficos, algo que algunos cineastas tardan años en aprender y muchos no aprenden jamás.



II. Juventud en marcha


El quiebre fundamental de la obra de Rouch llega a mediados de los cincuenta, con un documental de poco más de media hora llamado Los amos locos (Les maîtres fous, 1955). Si bien ya Mammy Water (1953) intentaba alejarse del estilo de representación descriptiva de los documentales anteriores, Los amos locos es el primer film de Rouch que verdaderamente impacta. Desde el uso del color y la advertencia inicial (“El productor avisa que estos documentos sin concesiones ni disimulos contienen escenas de violencia y crueldad”) Rouch logra sumergirnos en un universo estrictamente cinematográfico, por momentos casi fantástico, cuyas imágenes se distinguen de la obra previa del director en que aquí empieza a verse, en palabras de Jonathan Rosenbaum, “una contradicción entre la postura supuestamente imparcial del antropólogo que documenta y el estilo personal y la visión de un autor” (1).



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Los amos locos fue filmada en Accra, capital de Ghana, y presenta un ritual de la secta Hauka que consiste en una imitación de las ceremonias militares de los ocupantes coloniales franceses y británicos. Las hipótesis varían: algunos antropólogos entienden a estos rituales como una forma de resistencia a la autoridad, mientras que otros afirman que la finalidad es extraer la fuerza vital de los colonos. Lo cierto es que las imágenes son más poderosas que las de cualquier película anterior de Rouch. Más allá de las evidentes mejoras técnicas, la puesta en escena es más consciente y su fuerza se potencia por un arco narrativo con introducción, nudo y desenlace. Las imágenes de los hombres en trance danzando y babeando construyen el terreno para un clímax que incluye el sacrificio de un perro. De fondo, gritos que nos resultan incomprensibles contribuyen al caos. El espacio reducido a cielo abierto genera claustrofobia y sólo una voz en off clara y prístina ofrece algo parecido al control. Rouch consigue, así, su obra más interesante hasta la fecha y la que abre la puerta para las experimentaciones formales de films como Yo, un negro, Jaguar o La pirámide humana.


Jaguar (filmada en 1955 y estrenada recién en 1967) es el paso siguiente en la obra de Rouch, su primer largometraje y, según él, el que lo marcaría permanentemente. “Todas las películas que hago ahora son siempre Jaguar”, dijo una vez, y se trata de una afirmación comprensible: la puesta en escena de un grupo de africanos narrando aventuras escritas por ellos mismos como comentarios a posteriori le abrió numerosas posibilidades estéticas y narrativas, que alcanzarían su pico en Yo, un negro (1958) y La pirámide humana (1961). Se trataba de una forma de producción que daba como resultado una mixtura de ficción y documental fascinante, sobre todo para quienes entendían al cine como una forma de aproximación a lo real, y que luego se expandiría para popularizarse bajo el término –demasiado abarcativo, por cierto– de docuficción. No es casual que Roberto Rossellini haya quedado enamorado con el método de Rouch y le haya propuesto producir una película juntos. Finalmente el proyecto no se concretó, pero la anécdota es interesante para pensar en la cercanía entre ambos cineastas: una pasión por la realidad –principalmente en un sentido sociohistórico– que los llevaba a repensar constantemente la forma de sus films.


Al igual que sus primeros documentales, Yo, un negro resultó una película controvertida. No tanto por su forma, sino más bien porque, según sus críticos, la intención de Rouch de filmar a nativos africanos dándoles un lugar creativo central y dotándolos de voz se veía afectada por algo que podríamos llamar miserabilismo. Algo que, a la distancia –geográfica o temporal–, puede quedar oculto es que lo que muestra Rouch en sus películas no es África en su conjunto. Esa pequeña porción que Rouch decide representar, económicamente pobre y de estilo de vida nómade, trabajadora y despreocupada, no parecía ser el rostro de África que ciertos africanos querían que se viera en otros países. Tal vez el problema no sean los personajes en sí, ni qué África muestra Rouch ni cómo la muestra, sino el hecho de que recién en los cincuenta, seis décadas después de los inicios del cine, ciertas zonas africanas se convirtieran en territorios cinematográficamente existentes. Y, para peor, que lo hicieran de la mano de un francés.


La historia de Yo, un negro es bastante conocida: un grupo de amigos viaja desde Níger hasta Abidjan en busca de trabajo. Allí viven una serie de aventuras cotidianas, pero no por eso menos adorables: trabajan, conocen chicas, salen a bailar y tocan en bandas, boxean y se pelean en la calle, van a la playa y juegan al fútbol. Nuevamente, Rouch se desprende de una estructura narrativa definida, pero esta vez no para caer en las garras del documental convencional, sino para borrar definitivamente las fronteras entre el documental y la ficción. La cámara inquieta y libre y el montaje caótico son el correlato del proceso creativo detrás del film: Oumarou Ganda fue no sólo un creador activo, coguionista tácito de la película, sino también quien introdujo a Rouch a los bajos fondos de Abidjan. El mundo que se muestra en Yo, un negro es el mundo que Ganda vivía a diario y los no actores que participan son, efectivamente, personas a las que Ganda se iba cruzando en su camino. En una entrevista realizada en 1980, daba un indicio de hasta qué punto su participación en el film había sido clave: “en cierto modo, yo fui codirector de la película, compartí mis experiencias para la película” (2). A través de la narración agregada a posteriori, en la cual Ganda se inventa un personaje llamado Edward G. Robinson y Petit Touré –el otro protagonista del film– uno llamado Eddie Constantine, esos límites difusos entre fantasía y vida cotidiana dan lugar a algo novedoso que se dio por llamar etnoficción.


A Jaguar y Yo, un negro se le suma La pirámide humana como culminación del período más feliz y arriesgado de la obra de Rouch. No sólo por el fuerte carácter experimental y por ese sol todopoderoso que domina gran parte de los metrajes (sol que, en realidad, está presente en toda su filmografía y constituye una suerte de clave secreta de su estética), sino sobre todo por el ritmo refrescante que las impulsa. Un ritmo que parece tener su chispa creadora en una serie de motivos: la geografía africana, mezcla de río y ciudad, el choque cultural entre blancos y negros y el retrato de una juventud menos ingenua que esperanzada. “Sabíamos que no había una solución fácil al problema del racismo”, dijo Rouch sobre las preocupaciones que compartía con Ganda, “lo único que podíamos hacer era tratar de compartir nuestros sueños en una película”.


Jean Rouch | Les maîtres fous

La gran capacidad de Rouch es advertir la complejidad de esa situación e intentar mostrarla en sus aspectos menos evidentes. Donde cualquier otro cineasta mostraría violencia, Rouch pone el foco en cómo las relaciones raciales aparecen con sutileza en los vínculos amorosos y entre amigos. De eso se trata, básicamente, La pirámide humana: las relaciones dentro de un grupo de jóvenes de ambos sexos y racialmente mixtos. En esta oportunidad, la creación colectiva se maximiza: el guión fue construido junto a un número mayor de jóvenes, a quienes se puede ver al comienzo del film charlando con Rouch al lado del río, dándole forma a la ficción que se va a mostrar luego. Una ficción que buscará ser un reflejo lo más fiel posible de las auténticas preocupaciones de los adolescentes. Esto no implica, por supuesto, que no exista distancia entre las problemáticas de esos jóvenes y las películas de Rouch. Es más: una noción tan ingenua y peligrosa como cinema-vérité debería ser evitada y, poco a poco, borrada del léxico cinematográfico. La búsqueda es, como se dijo más arriba, dar voz. O, para usar una expresión aún más amable: construir puentes.


La pirámide humana es una película más pasiva que Jaguar y que Yo, un negro: la acción tiene un lugar más acotado y, en cambio, cobra una fuerza inusitada la voz. El intercambio de opiniones, el debate constructivo, vinculan ocultamente a La pirámide humana con el cine de Éric Rohmer: las relaciones hombre-mujer tienen su eje en la conquista y la sensualidad. Desde el trabajo de cámara relativamente calmo hasta la ropa que usan los personajes, todo confluye en pos de potenciar el erotismo y el deseo. En palabras de Rouch, se trata de un juego. Según dice una placa al comienzo del film, una vez que el juego comenzó él sólo se dedicó a filmarlo. De igual modo, podría pensarse que su filmografía se abre cada vez más hacia el terreno de lo lúdico: sin cambiar de eje, su obra muta formalmente, abriendo el juego más y más, sumando opciones y variables.


Entre tantas películas filmadas en África, en la filmografía de Rouch hay algunos paréntesis franceses. El más conocido es un largometraje filmado en París en el verano de 1960 llamado Crónica de un verano (Chronique d’un été). Realizado junto al sociólogo Edgar Morin, se trata de un documental sin rastros de ficción, aunque no por eso menos particular. El documental gira en torno a entrevistas realizadas a parisinos de diferentes edades y clases sociales. Un año antes de La pirámide humana, Rouch ya jugaba con la fuerza de las palabras, aunque en un contexto diferente. Una diferencia subrayada, entre otras cosas, por la fotografía: si a partir de Mammy Water Rouch había decidido filmar todas sus películas africanas en colores, el blanco y negro de Crónica de un verano enfatiza cierta tristeza urbana. Algunas de las preguntas que Morin y Rouch hacen durante la película son “¿Cómo vivís?”, “¿Qué hacés durante el día?” y “¿Sos feliz?”, todos interrogantes que reflejan típicas preocupaciones metropolitanas, donde el uso del tiempo y la realización personal (profesional, académica) tienen un lugar clave.



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Crónica de un verano alterna entre interiores y exteriores. Es como si, en cierta forma, Rouch necesitara estar en la calle. El film podría haberse resuelto con entrevistas realizadas en livings y habitaciones (de hecho, Morin consideraba que la gente se suelta más cuando está sentada alrededor de una mesa, lo que llevó a que hubiera varias escenas de diálogo y debate en comedores y restoranes), pero sin embargo varios pasajes transcurren en las calles parisinas. Rouch y Morin filman interacciones sociales, personas caminando solas por la calle, creando así un diálogo entre aquello que piensan y sienten los parisinos, y lo que hacen en la vía pública. A través de la subjetividad se busca construir un mapa social. Al final de la película, el sociólogo y el antropólogo-cineasta se reúnen en una sala de cine con los entrevistados y les proyectan sus respuestas, dando lugar así a un debate grupal. Los entrevistados opinan sobre sus respuestas, sobre las respuestas ajenas y sobre las decisiones de los directores. Es un final curioso para el experimento, pero absolutamente coherente con la ética cinematográfica de Rouch: acá no sólo genera un juego colectivo de expresión, sino que aparte habilita la película como un espacio para debatir sobre sus propias decisiones como cineasta.



Jean Rouch | Petit a petit

III. Más allá de la etnoficción


Durante el resto de la década de los sesenta Rouch se dedica principalmente al género documental, sin acercarse a eso que se había denominado etnoficción. Recién retoma plenamente sus aventuras cinematográficas hacia el final de la década con Poco a poco (Petit à petit, 1970), un film no tan visto como los que había filmado entre Jaguar y La pirámide humana. De hecho, Poco a poco inaugura el período menos reconocido y revisitado de su filmografía, si bien en estas películas se pueden ver frutos muy interesantes de su trabajo de décadas junto a actores y técnicos africanos. En Poco a poco retoma a los tres personajes de Jaguar, aprovechando para jugar con su propia condición de cineasta francés en un país extranjero, pero invirtiendo los términos: acá, dos nativos africanos que tienen una compañía importadora-exportadora y quieren construir un rascacielos para instalar su emprendimiento, viajan a París para ver cómo son y qué usos les dan a los rascacielos en la capital francesa.


La aventura es absurda y humorística. En muchas escenas los protagonistas dialogan con los parisinos, interrogándolos sobre sus propias costumbres y actividades, en un formato casi documental. Nuevamente, aparece la palabra como una herramienta clave de creación artística, aunque en este caso atravesada por la sorna y la irreverencia. En el comienzo de su viaje, Damouré Zika se para en la vidriera de una confitería y anota en su cuaderno impresiones sobre cuatro chicas que están merendando: “Las chicas de París son muy blancas y muy lindas, con muy lindo pelo y caras empolvadas vaya a saber con qué”. En seguida se exalta: “¡Pero de abajo no valen nada! ¡Son hijas del demonio! ¡Esa no es forma de vestirse!”, mientras señala horrorizado sus polleras cortas y sus piernas a la vista. Como pocas veces desde el siglo XIX, el “choque de culturas” entre africanos y europeos se invierte, y el lugar de extranjero analizando una cultura ajena es ocupado por un nativo de África.


La ligereza con que se mueve el film, la despreocupación de las situaciones, es algo que va a continuar en la siguiente película, absurda desde su título: Cocorico Monsieur Poulet (1974, cuya traducción al español sería Quiquiriqui Señor Pollo). Nuevamente con Damouré Zika en el rol protagónico, el film trata sobre un grupo de hombres que quieren comprar pollos en la selva para luego venderlos en la ciudad y así ganar dinero. El problema es que el auto en el que se transportan, un arruinado Citroën 2CV llamado Paciencia, no está en condiciones de embarcarse en semejante aventura. Cocorico Monsieur Poulet es una road movie delirante, que coincide en varios aspectos con Poco a poco. En ambas películas los personajes son comerciantes que intentan sacar adelante sus emprendimientos, aunque cuentan con pocos recursos económicos. Cosas que en el primer mundo serían relativamente fáciles de realizar, como construir un edificio o transportar mercadería, para ellos es de una complejidad inaudita. Con Cocorico Monsieur Poulet se reavivó una vieja discusión en torno a la obra de Rouch: volvió a decirse que sus films sólo mostraban la pobreza y la miseria africana sumando, en el caso de Cocorico, una representación de los africanos como ventajeros sin ética comercial.


La intención de Rouch, Zika y el resto de los protagonistas de las películas (con un rol creativo relevante, considerando la gran cantidad de improvisación que hay en ambos films) parece ser muy diferente y hacer, de hecho, caso omiso a cualquier debate sobre qué tipo de africanidad se está “exportando” al resto del mundo. Un dato extra, no menor, es que Cocorico, una película hoy casi olvidada, fue muy exitosa en su momento, sobre todo en los cines africanos. Lo más interesante de la despreocupación típica de Rouch es que da como resultado un cine fresco, innovador, que lo relaciona con el de algunos de sus contemporáneos franceses, pero a la vez representa algo novedoso.


En general, los acercamientos al cine de Rouch refieren, o bien a los avatares técnicos que debió afrontar durante el primer tramo de su carrera, o bien a las relaciones entre antropología, etnografía y creación cinematográfica. Esto hace que su obra termine acaparada por una suerte de exotismo al cual él se oponía completamente. La lógica pareciera ser: como Rouch no filmaba a parisinos de clase media como tantos de sus contemporáneos franceses, entonces es imposible pensar a sus películas en los mismos términos que las películas de Godard o Truffaut. No se trata de que los debates entre cine y antropología no sean interesantes. Creo, sin embargo, que en el cine de Rouch hay mucho más. Su interés en el mundo de la vida y en los conflictos cotidianos lo lleva a romper con la pomposidad y el contenidismo de los “grandes temas” tanto como a otros cineastas de su generación. A partir de fines de los cincuenta, en consonancia con otros cineastas franceses, su obra abre las puertas a un estilo de vida joven y definitivamente moderno, donde los paseos en bicicleta y las horas escuchando música en un bar son tanto o más relevantes que las tramas en sí mismas.


Al mismo tiempo, la creación de un universo propio es inseparable de este interés por los pequeños problemas cotidianos. Parece una contradicción, pero no lo es. Las obras de Rossellini y Rohmer, sin ir muy lejos, son otros ejemplos claros. Si, como dicen algunos de sus críticos, el África de Rouch es “producto de sus propias manipulaciones”, es porque es imposible que no lo sea. ¿Cómo se podría hacer una película que muestre al mundo (o a África, en este caso) tal cual es, sin alteraciones? Consciente de esto, Rouch se entrega a la libertad de la invención y la fantasía, e invita a sus actores y sus espectadores a que hagan lo mismo. No es casual que la propia filmografía de Rouch haya vivido un proceso de creciente “ficcionalización”, donde la improvisación y ciertos abordajes heterodoxos a lo documental nunca quedan al margen, pero son cada vez más matizados. La fascinación por la juventud en sus primeras etnoficciones lleva a vincular directamente a los films de Rouch con las ideas de movimiento y cambio. Sus personajes siempre están, o bien moviéndose (de un país a otro, de una ciudad a otra, de la selva a la ciudad), o bien aprendiendo en su relación con los otros, creciendo y descubriendo mundos nuevos. Es interesante notar que uno de los poquísimos films en los que esto no ocurre es Crónica de un verano: crecer en una metrópolis, parece decir Rouch, puede llevar al aburrimiento y el conformismo. No es casual, por lo tanto, que él haya elegido pasar la mayor parte de su vida en el corazón de África.



Álvaro Bretal



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(1) Anthropological Auteur


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