Una confesión
Tengo miedo a la muerte.
Nada más normal que evocar este impronunciable al cabo de una contemplación desorientada de la naturaleza. Llega un momento en la vida en que el cinismo se impone al afán romántico de proyectar las propias emociones en el paisaje, de lanzarse a esa conquista de lo imperturbable que abarca desde el holismo cosmogónico de Friedrich hasta la domesticación lírica de Poe. Poesía que arropa paquetes turísticos a lugares de panorámicas y odios monumentales, ensoñaciones que se disipan al decir frío, calor, cansancio, lejanía, dolor... la exaltación romántica ante lo natural es el más bello prólogo al horror vacui que ha dado la humanidad.
Por otro lado, estrategias contrarias basadas en el abandono de la razón y los sentidos —alcanzable mediante el zazen y otras prácticas ascéticas— extirpan la angustia existencial como si se tratara de un tumor del intelecto, resultando en la ablación de todo goce susceptible de abrir una brecha de seguridad en nuestra psique. El paisaje y el yo se fusionan en el no-ser o, mejor dicho, en un ser reprimido por el miedo al miedo. Esta solución, a todas luces incompatible con la noción de humanidad enraizada en la cultura judeocristiana, aporta una claridad de términos acaso aprovechable para otras exploraciones: la disociación entre el ser humano y la naturaleza se presenta como el mal a batir en la mayoría de ellas. ¿Es posible conciliarnos con el mundo sin rendirle nuestro pensamiento?
La historia primitiva de los pueblos abunda en este tipo de vías intermedias, fruto de la convivencia forzosa con amenazas que no dejaban margen para la abstracción radical. Por ejemplo, en ciertas áreas de Japón se practica una variante del budismo conocida como shugendô o creencia de montaña. Derivado de la tradición animista autóctona, una de las claves del culto consiste en la entrada en la montaña o yamairi, mediante la cual el monje se somete a la prueba física de recorrer arduos parajes silvestres mientras toma conciencia de lo que le rodea. A través de experiencias que comportan sufrimiento o extenuación —algunas tan pintorescas como caminar sobre brasas o rezar al pie de una cascada en invierno— se persigue el reconocimiento del entorno y el yo como una misma cosa. Partiendo de la realidad tamizada por los sentidos (esa espesura hostil a nuestro alrededor) se pretende así llegar a lo más profundo de la mente sin disrupción en el tránsito. Una práctica inversa al proceso de concienciación cartesiano y desviada asimismo del zen (al menos superficialmente), puesto que se afianza en la realidad sensible para apaciguar la disonancia de nuestro foco racional.
Si hablamos de transmitir el impacto de lo sensorial en el ánimo, el medio de expresión por antonomasia es el cine. Y en cuanto a autores capaces de evocar vivencias físicas y espirituales como las que aludíamos más arriba, es normal que los primeros en venir a la mente sean orientales influidos por una cultura nativa de raíces budistas o animistas, Apichatpong Weerasethakul o Naomi Kawase entre los más aplaudidos. La naturaleza se adueña de las imágenes del tailandés hasta la eventual desaparición de los personajes; incluso las estampas extrañadas de estructuras arquitectónicas de Syndromes and a Century (Sang Sattawat, 2006) parecen dimanar del mismo origen que las leyendas de tigres, monos o espectros de sus relatos. Por su parte, Kawase ha llegado a plasmar sus creencias más allá de lo que le permitía un estilo homologado por los críticos, complacidos por sus planos contemplativos de la flora y fauna de Nara o la intimidad con que describe las relaciones afectivas, pero no tanto por su apología del parto en entorno no hospitalario (Genpin, 2010) entre otras vindicaciones de una condición femenina que ella siente igualmente arraigada en lo natural, hito ineludible en la cartografía de las esencias que constituye su filmografía.
¿Por qué es tan difícil encontrar triángulos equiparables estética-emoción-trascendencia procedentes del corpus judeocristiano, y en su manifestación cinematográfica en particular? Por el mismo motivo por el que no experimentamos la montaña como los monjes de shugendô. En contra de las apariencias, intentos de salto desde la esfera individual a la naturaleza como la que predica el ecologismo de nuestros días —digestión laica del animismo aderezada con posos de la mencionada era de los románticos— no escapan del antropocentrismo. Nuestro marco cultural establece al hombre como un referente inamovible sancionado por el Dios que nos mira, y nos conmina a proyectar en lo natural las mismas aspiraciones que gobiernan el centro de nuestra existencia, construido a su vez sobre relaciones interpersonales. El éxito de Interstellar (Christopher Nolan, 2014) radica en la reproducción de este esquema de ambiciones concéntricas, en que los lazos familiares son relativizados (¡incluso en sentido físico!) por el terror cósmico, trascendental, que inspiran paisajes ci-fi en sintonía con un sentir religioso disfrazado de destino circular. También la sensibilidad filocristiana permite a Andrei Tarkovski en Solaris (1972) revertir la crueldad del universo en una determinada configuración de espacio-tiempo esperanzadora para el ser humano. Ahora bien, el director ruso no revalida la singularidad de este oasis humanista ni, por tanto, resuelve la dicotomía planteada: el hombre no puede hacer nada por estar más o menos integrado en la naturaleza, y lo que llamamos humanidad acaso no sea más que una forma de alienación.
Entre los posicionamientos más conscientes acerca de la conciliación hombre-paisaje antropocéntrica se encuentra el de Werner Herzog. El terrorismo contrapoético que recorre Grizzly Man (2005) o Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007), por citar documentales recientes con la naturaleza como objeto, disuade no ya de mitificaciones espiritualistas de la misma, sino de la tentación de otros desvíos aparentemente más racionales. Mezcla de antropología fascinada, respeto temeroso a las manifestaciones de lo salvaje y reflexión sarcástica sobre la sociedad, la obra de Herzog cuestiona si somos algo más que un espejismo, esas fatamorganas que, como en su película homónima, inspiran mitos de la Creación. En lugar de conformarse con sobrevivir, empezando por los artistas neolíticos indiferentes a la historia de La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010), nuestra especie pretende una suerte de comunicación filosófica con el paisaje, como fantasmas adelantados a su muerte que, aun sin pretenderlo, atormentan bellos parajes proyectando el terror de sus últimas horas.
Los estúpidos que retrata el director son reflejos de nuestro fracaso al tratar de definirnos frente a lo que es indiscutiblemente real. El miedo a la muerte ulula entre las grietas de nuestras ensoñaciones paisajísticas, delatando la discontinuidad entre la conciencia y una materia que no hace otra cosa que asediarla. Para algunos cineastas es esta tierra de nadie, de la nada, un territorio salvaje donde arraiga lo poético.
La materia de la brecha
Reconocer el miedo es admitir la otredad que representa el paisaje, así como la posibilidad de expresarla mediante su estetización. La connotación de artificialidad de este último término (que de hecho alcanza a la palabra misma, no aceptada por la RAE) lo hace apropiado para subrayar el atajo que encierra el ejercicio: intentar llegar con la estética donde no puede la filosofía. De la incapacidad de extender la conciencia del propio cuerpo al entorno —en suma, de dejar de percibirlo como una amenaza— deriva la condición de objeto estético de este; por más que se empeñen los adscritos al catecismo rivettiano, la estética va de la mano del extrañamiento y no al revés.
Un caso ilustrativo de este trato distanciado del paisaje es la trilogía de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-2003), donde la fotografía de Andrew Lesnie instrumentaliza los escenarios naturales neozelandeses en favor de la inmersión en el imaginario de Tolkien. La trascendencia es negada por una concepción materialista de la geografía en tanto que atrezzo, mural de un lujoso patio carcelario donde se confina la fantasía de consumo. Jackson y Lesnie ruedan el paisaje como una puta pintarrajeada a gusto del cliente, circunscribiendo su imagen a la cita obligada con la evasión. La falta de pregnancia de esa poesía de helicóptero denota su sometimiento a modelos ficcionales solipsistas, sin contacto con la realidad. Ya no hablamos del romántico tiñendo aquello que contempla con sus emociones, sino directamente reescribiéndolo; la idea del paisaje se impone al propio paisaje, sepultado en imágenes anabolizadas que camuflan una relación frágil con la materia que supuestamente representan. No es casual que esta concepción paisajística se consagrase en Avatar (James Cameron, 2009), contenedor de utopías zombificadas de los noventa devenido vía muerta del audiovisual solo cinco años después.
Hay otra cara de este materialismo que suele gustar más a la cinefilia, y es la que se aprecia al despojarlo de carácter instrumental en documentales como los de James Benning. Caracterizados por la abundancia de tomas fijas e ininterrumpidas, el utilitarismo parece dar paso a un respeto escrupuloso por lo filmado. Sin embargo, por antagónica que pueda parecer su visión del cine respecto a la de los blockbusters citados, ambas comparten un mismo fondo de distanciamiento ante lo natural, resultante a su vez en un discurso de alienación de la materia: el de Hollywood, narrativo y reconfortante en tanto sucedáneo de la experiencia de lo real; el del cineasta de Wisconsin, contemplativo e inconsecuente por mor de los fenómenos incontrolados que registra la cámara.
¿Son los paisajes de Benning objetos estéticos al no verse supeditados a un storytelling? De ninguna manera. Como veíamos anteriormente, nuestra conciencia de seres vivos, el instinto de supervivencia y fuertes condicionantes culturales nos impelen a establecer por nosotros mismos una narrativa con el paisaje sin necesidad de que un tercero nos lo imponga. Por ejemplo, la observación de los firmamentos de Ten Skies (2004) se nos antoja exigente no por tedio, sino al contrario, por la fluctuación incesante de expectativas con cada cambio en la luz o la composición de las nubes. La suerte de unidad aristotélica "un plano/diez minutos" confiere un tempo interno a cada corte que permite hablar de narración (es decir, nudo y desenlace) dependiendo de la psicología del espectador y su lectura del escenario cambiante. La función auxiliar del relato que cumplían los paisajes de Peter Jackson se desplaza en la obra de Benning al centro diegético, solo que este es subjetivo, único para cada persona.
Este epicentro de autonarración se ve reforzado en 13 Lakes (2004) por la naturaleza de lo filmado. El comportamiento y disposición de las vistas de agua, tierra y cielo que anuncia el título sugieren una conexión profunda entre la materia y el espectador, estimulando su contemplación activa por la cercanía de la cámara al cuerpo acuático en primer plano. Estas masas líquidas, entre la indiferencia de Herzog y la solarística agustiniana de Tarkovski, contrastan con la estabilidad de la línea del horizonte y el orden fatuo que representan barcos y demás símbolos ocasionales de la presencia humana. Como en Ten Skies, la irrupción (a veces agresiva) de distintos sonidos destierran la idea de que nos hallamos en un reino de paz y armonía natural.
La materia parece bullir ajena a los valores intelectuales con los que tratamos de apaciguarla. No es casual que Bresson, Dreyer y sus epígonos del llamado cine trascendental optasen por aproximaciones pudorosas a la hora de filmar los cuerpos. Nuestros vínculos con el mundo físico lindan con lo subhumano, ajenos a ideales ilustrados, falsando cada paso de nuestro caminar erguido. En La mujer de la arena (Suna no onna, 1964) Hiroshi Teshigahara arma en planos detalle un microcosmos de tierra, insectos y figuras humanas, integrados orgánicamente al margen de la sociedad. Sin embargo, esta aparente comunión no es voluntaria, sino de sumisión psicológica a un estadio de la realidad que totalitariza las aspiraciones y sentido de la existencia del individuo. La curiosidad distante inicial del entomólogo protagonista hacia lo salvaje parece ajustarse mejor a su condición humana que su regresión a lo primitivo que le aguarda.
Volviendo a estos últimos años, pocas obras han expresado con la contundencia de Noé (Noah, 2013) la dislocación del espíritu humano respecto a la naturaleza como algo inherente al discurrir universal. Al diluvio apocalíptico que desata Darren Aronofsky le precede la descripción de un orden inmovilista, tanto por el lado divino o natural —evocando pasajes del Antiguo Testamento con una imaginería deshumanizada entre Lovecraft y Tolkien— como por el de los hombres, luchadores y cisnes negros enajenados en su épica de la miseria e inconscientes de esa suprarrealidad. El fresco bíblico de virtudes y bajezas de la humanidad tiene puntos en común con el de La pasión de Cristo (The Passion of the Christ, Mel Gibson, 2004), pero lo que realmente une a ambas es su motor estético: la crueldad. Un leitmotiv que se expresa de manera diferente dependiendo de si se centra en la figura del Salvador o en su ausencia: mientras que la puesta en escena del australiano incide en un gore riguroso con su visión del sacrificio del Mesías, la de Aronofsky parece gobernada por los pasajes más indolentes de las Escrituras. El célebre time lapse que narra la Creación o las islas de cuerpos aulladores anunciando el infierno desencadenado en la Tierra subsumen el factor humano en la escala cósmica de la naturaleza. Aronofsky se vale de la inclemente moral precristiana para cerrar en un primer momento la brecha entre hombre y paisaje; sin embargo, el individualismo de Noé y su familia —reflejado en la claustrofobia y la tensión psicológica de las escenas a bordo del Arca— deviene principio de negación de esta materia holística, reconociendo el problema de la separación entre hombre y Dios cuya conciencia origina el cristianismo.
Noé justifica la necesidad de un Nuevo Testamento con mayor rotundidad que siglos de escolástica, y nos abre un horizonte de reflexión retrospectiva. El icono puente del Mesías ha disfrazado a lo largo de la historia las dificultades de la estética para sellar la grieta entre hombre y paisaje, evidenciadas en todo tipo de manifestaciones artísticas que identifican lo divino con su encarnación humana, y no con el resto de la Creación. El materialismo paisajístico que encandila a la cinefilia, por consiguiente, no es más que embeleso por esta distancia insalvable en ausencia de lo religioso, el gozo de narrar nuestra parálisis ante la vida y la muerte. Si hubiera una película capaz de romperla y dar el salto de lo humano a lo real, sin duda habría que llamarla To the Wonder.
To the Wonder
Como hemos visto, nuestra cultura nos predispone a invalidar lo trascendente, a aceptar a un Redentor antes que salvar por nosotros mismos la brecha hombre-paisaje. Un conflicto que atormenta al padre Quintana (Javier Bardem) en To the Wonder (Terrence Malick, 2012) al acusar la ausencia de Dios a su lado mientras conforta a enfermos, convictos y otros marginados, o en sus servicios a una comunidad a la que debería guiar como figura pastoral. La dualidad entre su entrega tangible al prójimo y su vagar taciturno por lugares vacíos de significado expresa una vez más la escisión entre lo moral y lo trascendente. Si el padre Quintana no se siente incitado por un ente superior ¿por qué obra entonces en favor de los demás? Su comportamiento obedece a un amor de motivación incierta, como el que traza los vínculos entre Neil (Ben Affleck), Marina (Olga Kurylenko) y Jane (Rachel McAdams), respecto a los cuales las etiquetas de cualquier sinopsis ("matrimonio", "antiguo amor", etc.) nos alejan inmediatamente de su comprensión.
Porque expresar esta emoción, puente genuino entre los términos hombre-paisaje, hombre-mundo, hombre-Dios del dilema del padre Quintana, solo es posible en el plano estético. La única verbalización de su esqueleto conceptual nos la proporciona la Coraza de San Patricio que el sacerdote recita en los últimos compases del film —«[...] Cristo bajo mí / Cristo sobre mí / Cristo a mi derecha / Cristo a mi izquierda [...]». La fotografía de Emmanuel Lubezki evoca una belleza que envuelve a los personajes sin juzgarlos por sus actos, fragmentados estos hasta perder su sentido moral o racional. ¿Esteticista? Malick no adorna la realidad, la afirma tal como la entiende. ¿Relativista? Si nos quedamos en el plano individual, radicalmente: no hay premios o castigos definidos para la conducta humana. ¿Por qué entonces concitar el pesar de los errores, esos planos cerrados sobre cada gesto, esos movimientos que ejecutan una danza de la tristeza?
La tragedia personal de Jane, en particular, remite a un cosmos de sentido agregado, un orden divino al que se alude para intentar comprender desgracias como la muerte de un niño pequeño. Esa racionalización de lo existencial que gobernaba extensos pasajes de El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) confiriéndole el criticado look publicitario —es decir, orientado a satisfacer una necesidad del consumidor— desaparece en To the Wonder. El conjunto de los fenómenos se orienta hacia el Bien y, sin embargo, no justifica cada uno de ellos. Malick no trata de soslayar lo humano mediante fugas (excusas) estéticas; no hay un discurso apaciguador de fondo que corrompa al formal. La película toma otra vía para superar la estupefacción causada por la dicotomía entre lo monstruoso y lo bello, rayana, si se quiere, en la idiotez o pureza imposible de los personajes de Dostoievski. Malick desiste de abarcar un mundo inefable y se abandona a las texturas de lo local, al cambio frente a la estabilidad que implora la razón, al amor cuando se concreta, a su búsqueda cuando no.
Este cambio de actitud se refleja en la sofisticación de sus imágenes, pero sobre todo en una evolución de la narrativa que desconcierta a los que engullían sus obras como magna poesía visual. Sin los asideros de la leyenda de El Nuevo Mundo (The New World, 2005) o el trasfondo bélico de La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), el personaje de Kurylenko nos guía en calidad de espíritu dickensiano a través de la materia que van definiendo las formas de la película. La ingenuidad con que se deja conducir por sus emociones no tiene nada que ver con inspirar al espectador un good feeling al estilo Jeunet, como algunos han interpretado de sus carreras por el supermercado entre otras escenas. Su actitud, como la de Linda en Días del cielo (Days of Heaven, 1978), recuerda más bien a la doctrina taoísta de seguir el curso de la naturaleza, las vetas del jade en que se inscribe nuestra existencia, la fe reprimida por el silencio de un Dios que nunca fue lenguaje, para desesperación del padre Quintana. Ella es el eslabón perdido mesiánico, el único personaje que toma cierta conciencia de la belleza presente incluso en vidas extraviadas como la de Neil, Jane o nosotros mismos, a la postre.
Interiorizar la evidencia del cosmos a nuestro alrededor y obrar en consecuencia. Es el amor al que se refiere Malick, sí, pero también el tránsito de muerte de Blake en Last Days (Gus van Sant, 2005), el refugio en lo salvaje infinito de Mud (Jeff Nichols, 2012) o la destrucción gestionada de la susodicha Noé. En todas ellas la naturaleza plantea un umbral poscivilización a franquear por los espíritus libres, la recuperación de una memoria humana y natural conjunta que pone en solfa los actos apuntalados en un presente precario. El paisaje deviene anhelo de lo perdido, de recuperar el impulso conquistador de ir más allá del horizonte, de escapar de nuestra soledad moral. La comunión entre hombre y naturaleza en nuestro marco cultural, por tanto, pasa por llevar el humanismo a su expresión más radical e impetuosa, sin negar la razón pero tampoco aceptar sus excusas para la inacción.
La sociedad contemporánea acarrea su propio pecado original, imborrable por bautismo alguno, y es la certeza de que lo sobrenatural no es más que una enfermedad de la razón insatisfecha por la ciencia. Por más que acudamos a recetas espirituales de suplemento dominical —hoy simplificadas en los memes de las redes sociales— nunca volveremos a creer en una realidad trascendente, en Dios, en salvarnos de alguna manera de la corrupción absoluta de nuestro cuerpo. El acto en sí de trascender la condición humana, no obstante, es real. Más allá de nuestra esencia irreconciliable con el paisaje, en sus manifestaciones percibimos una belleza rebelde que convoca a ateos y creyentes para su causa. Es la razón temerosa de nuestros días, y no una sensibilidad superior, la que nos limita a contemplarla como una obra de arte en lugar de seguirla hasta las últimas consecuencias. Mecerse sin viento, trascender sin Dios, amar sin sentirse amado. Ese es el curso natural del ser humano.
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