Si pronunciamos la palabra fantasma y a continuación el nombre de Joseph Mankiewicz, la asociación siempre nos conducirá al mismo resultado: El fantasma y la Señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947). Siguiendo con los supuestos, si sustituimos el segundo factor de la operación por otro más genérico como “película”, todavía tendremos muchas opciones de obtener la misma respuesta. La deliciosa aventura del capitán Daniel Clegg y la viuda Lucy Muir es, con toda justicia, uno de los filmes más conocidos de su autor y el que de manera más directa lo identifica con el difuso género de fantasmas. Y decimos difuso no por el sugerente enlace semántico, sino porque la representación convencional del fantasma -la figura del espectro ideada desde la literatura gótica del XVIII en adelante-, es sólo una de las formas fantasmales utilizadas por el director de Ellos y ellas (Guys and Dolls, 1955). En manos de Mankiewicz, el fantasma heredado del romanticismo sufre diversas mutaciones, pero mantiene intacto el poder de sugestión sobre aquellos que le rodean.
Con la introducción de esas variantes en el repertorio del fantasma, la primera consecuencia que observamos en su cine pasa por un enorme valor pragmático, por aprovechar todos los recursos dramáticos, plásticos y narrativos derivados de los cambios. Porque, si nos fijamos en cuantas de sus películas pertenecen de pleno derecho al género, sólo vemos dos entre veintiuna. Un porcentaje casi insignificante, más si notamos que una de ellas ni siquiera estaba destinada a las pantallas de cine, sino que fue un pequeño filme para televisión: Carol for another Christmas (1964) (1).
Explorando su cine en pos del fantasma, podemos rescatar al espíritu de Julio César perturbando el sueño de Bruto. Un fantasma que, más que al propio Mankiewicz, pertenece a la influyente dramaturgia de Shakespeare, por la que sentía admiración. Esa inclinación del Bardo hacia el fantasma como herramienta para profundizar en el aspecto psicológico de los personajes, será una de las enseñanzas fundamentales que el cineasta aplicará en sus refinados guiones. En este caso lo podemos comprobar en la torturada conciencia de Bruto, pero de igual manera está presente en las etílicas visiones de Macbeth o en el vengativo padre del príncipe Hamlet.
Nada más, ni un solo fantasma “visible” en toda su filmografía. Ni siquiera en una de las obras que, teniendo en cuenta su punto de partida literario, parecía más adecuada para ello: El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946).
1. De carne y hueso
¿Por dónde vagan entonces los espectros? La gracia empieza a surgir ahí mismo, en la interrogación y en la desaparición –lógica- del fantasma. Pero, sobre todo, en el contraste y en la inversión de términos aplicada por Mankiewicz. Mientras en los filmes específicos sobre fantasmas, los espíritus son encarnados hasta las últimas consecuencias, en el resto de su obra utilizará los atributos tradicionales del fantasma para caracterizar a ciertos humanos, es decir, les atribuirá una naturaleza marcada por la ausencia o por una presencia evanescente. La carnalidad de los fantasmas en las dos películas citadas es rotunda, para los protagonistas –bueno, para casi todos- y para el espectador. El fantasma desea, interactúa, sufre achaques, alegrías y decepciones, como una continuación natural de su vida anterior.
La existencia cotidiana de un fantasma alejado de cadenas y alaridos, que quiere seguir viviendo en su casita junto al mar en lugar de mudarse al tétrico caserón de turno (2). Fantasmas dolientes que recuerdan el desvío cómico-quijotesco de Canterville (The Canterville ghost, Oscar Wilde, 1887). Fantasmas que, además de sentir, ayudan al resto a hacerlo, ya sea relatando la barbarie de la guerra o unas picantes memorias de marinero. Fantasmas que abandonan las sábanas blancas por la ropa oscura y el traje de faena. Fantasmas nacidos y contagiados de la racionalidad del director, apartados del sentimentalismo en el que en ocasiones caía el melodrama gótico. Fantasmas sinceros que proyectan sombra, como magistralmente -con un hermoso encuadre- nos muestra Mankiewicz durante la primera conversación entre Daniel Clegg y Lucy Muir.
2. La estrategia del fantasma
Así construye Mankiewicz sus fantasmas, volteando las rutinas iconográficas y dramáticas, para volver a ellas una vez abandonado el género. Los modos del fantasma gótico regresan para ser aplicados sobre las personas en un elegante proceso de fantasmalización, donde el rol inicial del fantasma, lejos de superficial o de simple charada maliciosa, deviene maestro de marionetas. Él será el encargado de despertar a la entidad psíquica que reside en el interior de cada personaje. No debe extrañar que en la madurez de su carrera, para urdir Mujeres en Venecia (The honey pot, 1967), haga explícito ese interés por la orquestación del drama, por la manipulación demiúrgica de los personajes, recurriendo a Volpone (Ben Jonson, 1606).
Atemorizados ante ese poder invisible o engañoso, incapaces de descifrar las intenciones últimas de la ceremonia y sin la inteligencia suficiente para atisbar la tramoya, los personajes iniciarán la imposible caza del fantasma. Una búsqueda que terminará, de manera irremediable, en el interior de cada uno de ellos. El fantasma es un agitador, su introducción genera movimiento y produce ambigüedad, y todos sabemos que nada se soporta peor que la incertidumbre. En esa lucha emprendida por los implicados para normalizar la situación, radica la verdadera función dramática del fantasma. Una vez iniciado ese camino, los cambios harán imposible cualquier intento de restauración a un momento anterior; el fantasma siempre será el motor de un proceso evolutivo.
Evolución marcada por el cuidado absoluto de la estructura del guión, donde la dosificación, el escamoteo y la redistribución de la información, comportará la adecuación de los puntos de vista de los personajes a dicha información narrativa. Todo se irá conociendo gracias a la aparición de un fantasma que dicta las reglas del juego. Un perverso manejo de los tiempos que nos lleva a la equivalencia entre fantasma y espía; al maravilloso Ulysses Diello de Operación Cicerón (Five Fingers, 1952).
Addie Ross, la narradora de Carta a tres esposas (Letter to three wives, 1949), es el fantasma perfecto del cine de Mankiewicz. Pero, en diferentes grados y maneras, su figura se extiende por toda la filmografía. Será esa capacidad para las variaciones sobre un mismo tema, lo que le permitirá sortear la alargada sombra de Charles Foster Kane y de aquel guión que su hermano mayor –Hermann- realizara para Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Mankiewicz, en lugar de quedar reducido a epígono, convertirá una fórmula eventual en sistémica. Los fantasmas maquinados por Mankiewicz, se moverán entre esa polifonía wellesiana y la solista voz de ultratumba de Joe Gillis (William Holden) en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), a la que, con matices, se adelanta en el tiempo.
En este punto podemos encontrar unos cuantos fantasmas ejemplares, a difuntos resucitados con o sin la necesidad del flashback. Gino Monetti en Odio entre hermanos (House of strangers, 1950), María Vargas en La condesa descalza (The barefoot contessa, 1954), al anónimo americano tranquilo (3) (El americano tranquilo, The Quiet American, 1958), a Sebastian Venable en De repente, el último verano (Suddenly, last summer, 1959), al último Cecil Sheridan Fox de Mujeres en Venecia y a Julio César como fantasma edípico por partida doble, primero de Bruto en Julio César (Julius Caesar, 1953) y luego de Marco Antonio en Cleopatra (1963).
Pero Mankiewicz, como avisábamos, introduce variables según las cuales el fantasma no será siempre un muerto entre los vivos o un muerto reescrito por estos, sino un vivo entre los que están muriendo: el acosado Larry Cravat de Solo en la noche (Somewhere in the night, 1946), la esquiva Addie Ross de Carta a tres esposas, la pérfida Eve Harrington de Eva al desnudo (All about Eve, 1950), la inseparable y enigmática pareja Praetorius-Shunderson de Murmullos en la ciudad (People will talk, 1951), la irresistible Cleopatra, el primer Cecil Fox y ese elíptico objeto del deseo que es Marguerite Wyke en La huella (Sleuth, 1972).
Otras tácticas empleadas por el cineasta, pasan por su brillante dedicación llegado el momento de explotar los recursos audiovisuales. Derrotando, de paso, el mantra cinéfilo que siempre lo clasifica como un director despreocupado o rutinario en ese apartado. Veamos algunos de esos detalles que nos avisan de su profunda implicación en la puesta en escena.
Mankiewicz recurre a la mencionada recuperación iconográfica del fantasma clásico. Sebastian Venable en su último día de vida, aquel cuando todo se volvió blanco, empezando por la fotografía sobreexpuesta y el desenfoque, el aire, la tierra, las píldoras y las calles, para terminar con su impoluto traje blanco de seda. El monumento fúnebre de Maria Vargas, un fantasma canónico, ensabanada de mármol blanco. La tenebrosa -y profética- presentación de Eve entre tinieblas, versión femenina de Hary Lime bajo un dintel, con gorro y una amplia gabardina, ¿fantasma o vampiro? Cleopatra envuelta en la alfombra. Shunderson con su cabellera cana y con un lenguaje corporal fantasmagórico.
La insistencia en la imagen y en sus medios de reproducción, le lleva a sembrar la escena de innumerables retratos y fotografías. Imágenes que serán utilizadas por los personajes casi como invocación espiritista. Al resultar imposible atrapar o descifrar al fantasma, se acude a las huellas –fotoquímicas y pictóricas- dejadas por éste. El poder de la imagen, su falta de cuerpo y su caprichoso grado de iconicidad respecto del referente, como mejor herramienta para transmitir y perpetuar el influjo ejercido por los fantasmas en el mundo material. Como extensión, como imposible vía para alcanzar la inmaterialidad y la grandeza del fantasma, también buscarán los espejos. Phoebe, la heredera de Eve, recurrirá a la unión de ambos puntos, al célebre juego de espejos y a la vestimenta fantasmal.
La voz en off, junto a la fragmentación y el escamoteo visual, también son rasgos a destacar. El juego con el fuera de campo y los sonidos en El castillo de Dragonwyck, en la embajada de Operación Cicerón y en el palacio de Mujeres en Venecia. El furtivo brazo de Addie Ross y el terrorífico collage de Sebastian Venable, despedazado a partes iguales por la cámara y por los hambrientos muchachos.
3. Cazafantasmas
Otro de los efectos determinantes de la estrategia del fantasma, lo encontramos en los problemas de identidad que provoca. Como decíamos, todos los personajes emprenden un baile en torno al fantasma, codician descubrir al otro mientras ignoran su suerte. Con esta maniobra, Mankiewicz les ofrecerá la única vía posible para el conocimiento propio. Una toma de conciencia –no necesariamente amable- que habrían sido incapaces de lograr sin mediar la ayuda del personaje interpuesto.
Se alcanza y se preserva, así, uno de los valores innegociables para Mankiewicz: la libertad y la identidad del individuo. Identidad que, apartada de gruesas implicaciones políticas (4), queda amenazada por otro tipo de fantasmas, ahora de carácter negativo. A saber, la figura del wrong man (Escape, 1948), las disfunciones cerebrales (la amnesia de Larry Cravat, la lobotomía a Catherine Holly, la epilepsia de Julio César) y la disolución/castración ejercida por diferentes colectivos: la familia y su paso previo, el matrimonio, los grupúsculos sociales y los gremios, los inquisidores, los conspiradores y el poder.
Como conclusión, podemos decir que Mankiewicz conjuga con acierto lo fantasmal y lo fantasmático. A partir de la dimensión “material” y funcional del primer concepto, consigue las representaciones mentales (en los personajes afectados) y estéticas (en el espectador) del segundo. Esto es, resultaría imposible acudir directamente a los problemas formales o ideológicos de su cine, sin conocer antes toda la serie de mecanismos que ha ido desplegando durante su elaboración.
NOTAS
(1) Adaptación de A Christmas Carol (Cuento de Navidad, Charles Dickens, 1843), escrita por uno de los padres del género fantástico en televisión, Rod Serling.
(2) Estos se los dejan a los hombres, al amargado Daniel Grudge (Sterling Hayden) de Carol for another Christmas, a Nicholas Van Ryn (Vincent Price) en Dragonwyck o a la demente Violet Venable (Katharine Hepburn) en De repente, el último verano.
(3) Que siempre me ha parecido una muy mala traducción del “quiet” original.
(4) Sin obviar el paranoico contexto americano de la primera mitad de la década de 1950, ni su conocido enfrentamiento con Cecil B. DeMille dentro del Screen Director’s Guild.