Si creces y vives en una gran ciudad, no ignorarás esa sensación de sentirse solo, pese a estar rodeado de miles de personas. Obviamente, residir en una urbe tiene muchas ventajas, un montón de servicios a tu disposición y unas cuantas propuestas culturales interesantes. Sin embargo, a medida que pasan los años, pienso más que la metrópoli se configura de una manera que nos haga creer que vivimos mil experiencias a la vez, cuando, en realidad, somos manipulados a hacer determinadas acciones: trabajar, consumir, descansar; volver a trabajar, consumir cada vez más y, en contra, descansar menos. Pese a este modelo sencillo de vida, el ritmo de las grandes ciudades conlleva cargas económicas que nos atormentan cada noche como si se tratase de un demonio postrado a los pies de nuestras camas.
Sin embargo, este concepto de ente que tan solo es uno más de la masa no es cosa del siglo XXI. Edward Hopper, uno de los pintores que más ha influido al séptimo arte, concibió la mayor parte de su obra alrededor de la soledad del individuo. Muchos de los personajes aparecían en cafeterías, solos o acompañados, con la mirada perdida. ¿Cuántas veces hemos permanecido en un lugar físicamente sin estarlo mentalmente? Demasiadas, ¿verdad?
Hopper se adelantó a las consecuencias del sistema capitalista, ese orden económico que cada vez parece más un juego sin normas, en el cuál vence el más fuerte y poderoso y los más débiles, al más puro estilo de la selección natural, acaban por desaparecer. El pintor norteamericano creó la mayor parte de su obra durante la primera parte del s.XX, vivió la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, de este modo, fue testigo de cómo Estados Unidos pasó de ser un país sumido en la miseria a convertirse en la gran potencia mundial. A Hopper no le importaban los grandes acontecimientos ni los héroes, se centraba en la gente común, quería espiarles, actuar de voyeur -al más puro estilo Hitchcock en La ventana indiscreta (1954); el artista deseaba introducirse en sus casas, en sus habitaciones, como en el cuadro Sol matutino (1952) una de sus obras más célebres, más íntimas y mejor ejecutadas de su carrera.
Además, Hopper siempre me ha parecido un artista lleno de vida, por la luminosidad con la que inunda sus obras. Aunque Caravaggio, estilo opuesto a Hopper, me provoca el mismo sentimiento. Si bien su tratamiento de la luz se distingue bastante del norteamericano, el autor italiano crea mundos cerrados y asfixiantes; los personajes de sus obras aparecen entre las tinieblas y son ejecutados de una forma realista y nítida que contrasta con la negrura que abarca el fondo. Dicho estilo me conmueve e impresiona de la misma manera que el gusto de Hopper por una iluminación que ensalza a los personajes y que está acompañada por sombras (no tan opacas como el método de Caravaggio) que resaltan la obra.
No es de extrañar que Hopper haya influenciado a diversos cineastas: Terrence Malick se dejó embaucar por sus paisajes, como se puede comprobar en Días de cielo y ese caserón que remite al cuadro House by the Railroad, que, a su vez, se relaciona con la famosa casa de Bates en Psicosis -tan solo mirarlo produce escalofríos. No me sorprendió cuando oí hablar acerca de Shirley: visiones de una realidad (2014); “sí, esa que son cuadros de Hopper todo el rato”. Es cierto que su autor, Gustav Deutsch, se nutre de la técnica de tableau vivant, la reproducción exacta de la pintura; de hecho, eso es lo primero que llama la atención del filme, la copia exacta de las obras de Hopper. Sin embargo, muchos otros directores también llevaron a cabo este método, como el gran Pasolini que representó El juicio universal (1304-1306) de Giotto en su película El Decamerón (1971).
Mi primera impresión tras visionar Shirley: visiones de una realidad fue que Deutsch había reflejado a unos personajes demasiado fríos. El autor abusaba de una voz en off debilitaba las interpretaciones. No obstante, el cineasta austriaco es un ente totalmente diferente a mí; ambos podemos contemplar la misma obra, pero obtenemos diferentes emociones. Pese a que los personajes de las pinturas de Hopper sugieran cierto afecto, para Deutsch puede suponer un sentimiento totalmente opuesto. El director se puede quedar más con la parte autómata de los protagonistas de la obra del norteamericano. Por lo tanto, no solo juzgamos la perspectiva del mundo de Hopper cuando asistimos a Shirley: visiones de una realidad, sino que también atendemos a la lectura que hace Deutsch sobre el universo del pintor norteamericano y del suyo particular. Así, deberíamos dejar de lado nuestro juicio sobre la obra de Hopper para atender con todos los sentidos al filme del austriaco. Si despejas tu mente, podrás contemplar a una protagonista, Shirley, una actriz que sufre la incomunicación de las grandes ciudades no solo con su pareja, sino con ella misma. Se halla perdida, divaga entre décadas, lugares y situaciones dispares. Deutsch se encarga de reflejar una sociedad habitada por androides, más que humanos, que no difiere de la civilización actual, en la que tanto la individualidad como el egoísmo son pilares de los núcleos urbanos.
Como he mencionado antes, hablando sobre el tableau vivant, el director austriaco copia exactamente los cuadros de Hopper, sin duda, una delicia en cuanto a iluminación y uno de los puntos claves del pintor. Deutsch parte del aspecto técnico de la obra del norteamericano para continuar con su visión personal, de lo más general a lo más particular: de unos Estados Unidos debilitados y después invencibles, a una amante desorientada en la era contemporánea. Una visión en la que el público ha de apreciar la parte visual de la película, sin duda, el elemento más mimado de la cinta. Y, también, pensar que lo mágico de cualquier arte es la libre interpretación que tiene la persona sobre la obra.
Asimismo, el espectador debe reflexionar sobre el tema que se trata, la soledad del individuo en las grandes ciudades. Nos dejamos arrastrar por la masa sin pararnos y pensar sobre nuestra propia felicidad. Quizás sea muy utópico luchar por tus sueños y encontrar así el verdadero bienestar. Sin embargo, es mejor apartarse de la muchedumbre y comenzar a vivir y dejar de sobrevivir, buscar el entusiasmo y la satisfacción, en vez de la comodidad económica que no aportará nada a nuestro ser. Tanto Hopper como Deutsch nos advierten con sus obras que la jungla de asfalto puede destruir los sueños del individuo. Las presiones a las que somos sometidos nos hacen rendirnos y formar parte del sistema capitalista que nos absorbe hoy en día, olvidando nuestros sueños y aniquilando nuestro espíritu poco a poco. Comencemos a brillar, como la obra de Hopper, pese a coexistir en un entorno urbano e impersonal. Tengamos luz propia y no permitamos que nadie nos debilite y aplaque nuestra razón de ser.
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