14 de diciembre de 1929, Ámsterdam, nuboso con lluvia
Cae una gota sobre el canal. Y otra. Y otra. Los círculos concéntricos que crea la lluvia al chocar contra el agua se expanden hasta las calles de la ciudad. Un hombre saca la mano del bolsillo de su abrigo y gira la palma hacia el cielo para comprobar si llueve. Sí, llueve. Se abren los paraguas, se cierran las ventanas. La lluvia empapa las calles de Ámsterdam, que pronto se quedan vacías al ritmo de las gotas de agua que caen sobre el cemento… el cristal… el metal. Tintineos y repiqueteos que solo escuchamos en nuestra memoria porque Regen (1929), como todas las sinfonías urbanas de los años 20, es muda, silenciosa, al contrario que la lluvia.
Dicen que a Joris Ivens se le ocurrió hacer Regen porque durante el rodaje de su anterior documental llovió mucho. El resultado, más que un documental, es una mirada poética de lente a lente, de la lente de la cámara a los millones de lentes de la lluvia. No en vano es la única sinfonía urbana en la que la protagonista no es la ciudad, sino una precipitación acuosa en forma de gotas originada en la condensación del vapor de agua contenido en las nubes. Una sinfonía urbana celestial.
27 de marzo de 1952, Los Ángeles, posibilidad de aguaceros
Esta noche la lluvia de California es más intensa de lo habitual. Kathy se despide de Don dándole un beso en la boca. Don está tan contento que se va a casa cantando y bailando, porque no hay nada que demuestre más felicidad que cantar bajo la lluvia. Cuando lo ve un policía, le llama la atención. Cuando lo ve Leonard Bernstein, declara que es «una reafirmación de la vida». Don es Gene Kelly, y Gene está más radiante, si cabe, que su personaje porque con Cantando bajo la lluvia (1952) acaba de conseguir la escena de lluvia más icónica de la historia del cine. Escena inspirada en otra pareja, otro beso, otra lluvia, otro policía malhumorado… Pero claro, Buster Keaton en The Cameraman (1928) no baila.
La lluvia y los charcos de Cantando bajo la lluvia no son inclemencias del tiempo, como los de Regen, sino exigencias del guion, y el trabajo más duro no es el de la estrella —al fin y al cabo, él solo tiene que bailar—, sino el de los técnicos que tienen que canalizar dos manzanas del decorado con atomizadores y el del cámara que tiene que rodar a través del agua. Hay que hacer agujeros en el decorado para crear charcos en los lugares exactos exigidos por la coreografía, oscurecer el área con lonas porque tiene que parecer de noche, añadir leche al agua para que la lluvia se vea bien…
El chaparrón del ensayo pone enfermo a Gene, el traje encoge. Cuando empiezan a rodar, Gene se ha mojado tanto que tiene fiebre, y los atomizadores casi no tienen presión porque es la hora de encender los aspersores en todos los jardines cercanos. Pero ¡el espectáculo debe continuar!
12 de mayo de 1996, Kyoto, tormentas vespertinas
Nagiko tiene seis años, camina sola bajo un paraguas al encuentro de su padre, quien está en la oficina de su editor. Cuando Nagiko está de cumpleaños, su padre le escribe una felicitación en la cara. Hoy cumple seis años, tiene la cara escrita. Años después, en memoria de su padre y de la escritora Sei Shōnagon, Nagiko decide tener solo amantes que le recuerden los placeres de la caligrafía.
Un anciano escribe en el torso de Nagiko. La palabra para la «lluvia» tiene que caer como la lluvia, y está lloviendo. Nagiko abre la puerta, sale y se rinde a la lluvia. El contacto de la tinta con la carne, el contacto de la lluvia con la piel. La lluvia desdibuja los caracteres de una historia que todavía no está escrita, igual que años más tarde desdibujará otra historia que se está escribiendo.
La lluvia moja, suaviza, limpia, desgasta, permea, inunda, estropea, destruye la obra… pero todo lo que destruye también construye: patrones, texturas, surcos de tinta entremezclada con lluvia que terminarán escribiendo The Pillow Book (1996).
25 de agosto de 1950, Kyoto, precipitaciones durante todo el día
La tinta escribe sobre el cuerpo, sobre el papel. La lluvia escribe sobre la tierra. Charcos de lluvia. Charcos de tinta. La puerta de Rashomon (1950) es tan enorme que para crear la lluvia necesitan camiones de bomberos. La cámara mira hacia el cielo, el contraluz no permite ver la lluvia artificial, la tiñen con tinta.
Llueve tanto que lo único que se puede hacer es resguardarse y esperar. La espera invita a hablar, a contar historias. Quizá la lluvia podría aclarar las cosas, porque la lluvia limpia el ambiente, purifica el aire.
Pero la lluvia también erosiona, erosiona el paisaje igual que la memoria erosiona el pasado. La realidad no existe, solo los recuerdos, las interpretaciones, los relatos. Prefiero escuchar la lluvia que un sermón, dice el plebeyo al sacerdote; prefiero escuchar una tormenta de evocaciones que una doctrina, dice el espectador. Al fin y al cabo, lo objetivo es siempre tan falso, tan líquido, como lo subjetivo. Tan líquido como la lluvia.
24 de abril de 1947, Mopu, monzón
«Se irán con la lluvia». La hermana Clodagh recuerda las palabras del Sr. Dean cuando se despide de él. Todavía no ha llegado el monzón y ya se están yendo, pero en cuanto el Sr. Dean se da la vuelta para volver a su casa se escuchan caer las primeras gotas, que pronto se convierten en un aguacero.
Narciso negro (1947) no tenía que terminar con el monzón, sino con la hermana Clodagh de vuelta en Calcuta culpándose por su fracaso, pero Michael Powell —guionista y director de la película junto a Emeric Pressburger— se quedó tan conmocionado con la lluvia que decidió prescindir de la última escena.
El inhóspito paisaje del Himalaya abruma a los personajes, solo puedes ignorarlo o rendirte a él. El viento y la altitud son tan desmesurados que quiebran la voluntad y la sensatez. Vuelve el pasado, el presente se agudiza, las emociones se desbocan y todo se termina con la lluvia.
Dicen que después de la tormenta llega la calma, pero cuando la tormenta es emocional la calma llega cuando rompe a llover.
23 de septiembre de 1927, Lake Arrowhead, diluvio
Mas la calma nunca es eterna. Cuando todo vuelve a su cauce, cae un rayo y se levanta un vendaval en la ciudad. El vendaval de la ciudad interrumpe el sosiego de la vida en el campo y un plácido paseo en barca se convierte en una pesadilla que horas antes fue un sueño.
La tormenta de lluvia debe llegar después de la tormenta de polvo, pero al rodar la escena la máquina de lluvia empieza a echar agua antes de que la máquina de viento termine su trabajo. El productor dice que no importa, el director dice que sí importa. Hay tres mil extras esperando, los hacen irse a casa y volver en tres días, el tiempo que tardará en secarse el decorado.
Cuando vuelve a caer otro rayo, ella se despierta. Comienza el diluvio. Las gotas de lluvia rebotan sobre las olas y en casa la niña llora como presa de una premonición. El paisaje centellea al ritmo de los relámpagos, la única alternativa es rendirse a la tormenta. Él termina en la orilla, entre las rocas, ¿dónde está ella? Grita su nombre. Ella ya no está, pero en algún momento entre el dolor y la ira ella reaparece con el Amanecer (1927).
6 de julio de 1961, campiña francesa, nuboso con lluvia
La naturaleza es cíclica, las nubes son raras. Cuando ocultan el sol, todo se vuelve negro y llega la tormenta. La lluvia tintinea sobre las hojas igual que lo hizo sobre el cemento, sobre el río igual que lo hizo sobre el canal. Los patos, las vacas, los corderos buscan resguardo igual que los hombres. Las calles de la aldea de La pluie (1961) se vacían igual que las de la ciudad de Ámsterdam.
Me gusta observar cómo cae la lluvia, cómo empieza creando música sobre los cristales para después cubrir todo el paisaje. La lluvia lo arrastra todo, pero también es lo que crea la vida.
Y después de la lluvia, sale el sol, porque por mucho que llueva, siempre brilla el sol en algún sitio.
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