Bruxelles-Transit y el espacio entre el presente y el pasado | por Borja Vargas Llopis

Bruxelles-Transit | Samy Szlingerbaum

1. Partida


¿Hasta qué punto puede el cine representar un pasado que no se menciona? ¿Son las imágenes capaces de sugerir (¿activar?) una memoria implícita? Sí, pero si una película decide callarse información, siempre será un peligro la sobreinterpretación. Cabos sueltos con los que estamos familiarizados pueden ser atados de una forma convencional, porque el espectador está acostumbrado a unirlos de una manera determinada. Los puntos ciegos corren el riesgo de ocultar la novedad que contienen, pues tendemos a las interpretaciones conservadoras de aquello que no entendemos. A menudo somos incapaces de detectar el desvío de la norma. En una suerte de relleno gestalt de huecos, tres líneas sin terminar no son siempre un triángulo. Pueden formar una estrella, una estrella preciosa que pase desapercibida porque solo hemos aprendido a ver triángulos.


La austeridad argumental de Bruxelles-Transit (Samy Szlingerbaum, 1982) incita a ser enriquecida con información externa a la película. Una judía polaca, la madre de Szlingerbaum, se fue a vivir a Bruselas con su familia a finales de los años 40. A lo largo de 76 minutos va contando la historia de su emigración. Y, además, narra en un idioma tan militante que se le otorga el protagonismo en el subtítulo de la película: récit en langue yiddish. Acotación cronológica de posguerra, origen semítico destacado con orgullo… No hay duda: ¡es una película sobre la Shoah! ¿O tal vez no? Apenas hay alguna mención indirecta a que los protagonistas son los únicos supervivientes de la rama familiar, no se dice nada de dolor ni se habla de la masacre. La única pena es la propia del emigrante universal. Porque, sí, se puede hacer una película sobre judíos en 1947 sin que trate de su exterminio por los nazis. De la misma manera que un secundario negro en el cine americano puede ser algo más que un mero chistoso, un judío tiene vida propia más allá de la tragedia de los suyos -que es la tragedia de todos. Pero es difícil escapar al arquetipo, que es invocado desde el imaginario colectivo en cuanto se conocen unos pocos detalles sobre el personaje. Sin duda, algún eco de la Shoah hay (¿Cómo no?), pero lo que prima en Bruxelles-Transit es la biografía individual y particular, no la étnica. No el apocalipsis nacionalsocialista, sino la dureza de la emigración obligada. Algo hacia lo que hoy muchos, en otros términos generalmente más amables, nos estamos viendo también  empujados.


Pero aunque el tema fuera el de las migraciones, elemento común con los gentiles, ese acercamiento universalista a una persona judía, que es persona antes que judía, favorece una empatía con la h/Historia. Aumenta la comprensión de sus dramas y hasta la compasión bien entendida. Sus desdichas no se muestran como directamente causadas por su origen étnico, ni por una circunstancia histórica extrema y, en apariencia, irrepetible a la misma escala. No. Sus dramas personales son los propios de cualquier emigrante: soledad, incomprensión, encuentros con la xenofobia encubierta, nostalgia necesariamente reprimida. Sin embargo, cuando el observador externo percibe emocionalmente que el día a día del personaje podría ser el de cualquier persona, es probable que también esté cruzando una entrada, la del camino que lleva a sufrir de manera espontánea los ecos del lager. Y digo espontánea porque aquí no se dirigen los sentimientos del espectador, ni se le recuerda el exterminio. Bruxelles-Transit consigue sugerir la tragedia de la Historia sin nombrarla. ¿Para qué? Ya son muy conocidas las tropelías alemanas antes de y durante la Guerra. Infinidad de testimonios reales o de productos culturales nos han descrito una y otra vez aquel infierno en la Tierra.


Al no dar un solo dato ni expresar en voz alta una memoria de los años genocidas, Bruxelles-Transit se mete bajo la piel de alguien que, probablemente, solo quiere olvidar. Y no quiere ser juzgado por ello. ¿Quién es nadie para someter a esa mujer, que tanto habrá sufrido, al escrutinio de un tribunal moral? Aquí se encuentra la vía del sionismo con la de las democracias liberales occidentales. En ambos casos, la víctima es presionada para identificarse como tal. Si no lo hace, corre el riesgo de ser vista como una traidora a los suyos (sea su tribu o el conjunto de la humanidad), incluso como una cómplice de los verdugos por no cumplir con su obligación de denunciarlos con suficiente vehemencia, ella que es testimonio. Szlingerbaum conoce a fondo qué es ser una víctima, hecha carne en su madre. Por eso entiende que presionar a quien tanto ha sufrido, para que toda su existencia gire en torno al recuerdo, para que todo sea un ni olvido ni perdón, es un movimiento de naturaleza tan autoritaria como el de quienes infligieron la violencia. Es, de nuevo, un totalitarismo sobre el sujeto. Por supuesto, no es lo mismo el genocidio que una cierta presión social, pero en el campo moral la diferencia no es tan grande: en los tres casos (nazis, sionistas y demócratas) se trata de una sociedad controlada por una ideología que se siente legitimada para decirle a la gente lo que tiene que hacer, cómo tiene que vivir. O cómo va a morir. O cómo no murió. La responsabilidad de la víctima para con la sociedad que la acoge es enorme, hasta el punto de hurtarle el derecho a ser algo más que una víctima. Si uno es judío, tiene que serlo en los términos que le ha impuesto la Historia, especialmente si vive entre 1945 y 1960. No le está permitido descansar ni tener historia propia.


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La dignidad del perseguido por el nacionalsocialismo se expresa aquí tangencialmente, al preferir obviar los hechos a cambio de elegir el yiddish como lengua narrativa. La madre de Szlingerbaum la habla para contar los episodios más destacados de su vida como inmigrante. Es su punto de continuidad y de apoyo, así como su epicentro identitario. Pero no lo es más que  la necesidad de irnos de cañas como gesto de añoranza de las raíces, para cualquiera de nosotros que haya tenido que irse a vivir al extranjero. En definitiva, aunque se detecta escondida la tragedia de la Shoah, y sin duda está ahí agazapada, parecería una sobreinterpretación adjudicarle ese sentido como el único, siquiera como el principal. Bruxelles-Transit se subtitula como récit en langue yiddish, pero su uso es contrario al de un manifiesto político o religioso. Es una utilización intensamente individual, sentimental, por la nostalgia de una identidad impracticable en el país de acogida. Una identidad que tal vez nunca fue muy marcada antes de la partida. Es incluso un uso pragmático del idioma, puesto que permite a la protagonista, en ese entorno sordo al polaco, comunicarse con alguien, en este caso con posibles judíos procedentes de otros países. Así, más que un canto del pueblo judío asesinado, el yiddish es aquí una lengua franca. O una propiedad familiar, que dispara la intimidad de los hechos narrados y, en consecuencia y gracias al talento de Szlingerbaum, aumenta la empatía con sus personajes. Pero, en fin, Bruxelles-Transit no es una película sobre la Shoah más que cualquiera de Woody Allen.



Bruxelles-Transit | Samy Szlingerbaum

2. Llegada


¿O sí lo es? Quedarse en la superficie es tan problemático como sobreinterpretar. Pero volveré a esto después. De momento sigamos el camino de la emigración. Bruxelles-Transit recoge dos fases del proceso: la llegada y la estancia. La partida la hemos puesto nosotros, con nuestro bagaje histórico y prejuicios. La película se divide en dos partes respectivas, ambas dominadas por la voz de la madre, que se fue de Polonia con su marido y un hijo pequeño. No quedan claros los motivos, lo que incita al juego de adivinar, que culmina inevitablemente culpando a Hitler. Sea como sea, ella le cuenta su historia a Szlingerbaum, su hijo director que pocos años después moriría de SIDA. Él escoge no mostrarla a ella, sin una imagen concreta su imagen es mucho más universal.


No es irrelevante que el director hubiera trabajado con Chantal Akerman, con quien negocia su estilización del existencialismo, y con Boris Lehman, compañero de temas, memorias y miedos. La primera parte cuenta el viaje a Bruselas con un lenguaje afín al de Akerman o Lehman, ilustrado por largos planos estáticos de estaciones o vías de tren. La mayoría son estampas nocturnas, apabullantes en su calma. El impacto físico de las luces de las farolas, del silencio de las calles, solo es superado por la sensación psicológica de soledad. La oscuridad del espíritu prevalece, y aun así Szlingerbaum reproduce obsesivamente esa emoción de la llegada a una nueva ciudad. Cualquiera que haya viajado la conoce. Al bajar del tren o del autobús por primera vez, cualquier detalle grita para acaparar nuestra atención. Un sentimiento de pequeñez invade al que llega a esos lugares banales, hacia los que el viajero proyecta sus prejuicios, como el espectador ha proyectado los suyos hacia los personajes judíos que se van (huyen…) de su país. Las estaciones y aeropuertos han sido falsamente denominados “no-lugares”, cuando en realidad son las partes de una ciudad en las que el espacio alcanza su plenitud. Gracias a su contexto humano, se perciben en toda su complejidad. Porque los que llegan a las estaciones son absolutamente conscientes de su relación con el espacio. Son lugares generadores de lucidez existencial. En consecuencia, Bruxelles-Transit los fotografía en todo su misterioso esplendor, aproximándolos al sentimiento de lo sublime que sin duda vive el emigrante en su llegada.


El fin del trayecto es un momento ambiguo. El aire vulgar que flota en las estaciones se ha transformado en total, abrumador en su lirismo. Como en toda experiencia de lo sublime, el ser humano se descubre inofensivo y minúsculo, notando a la vez el absurdo de su existencia y una especie de predestinación que le ha conducido a este momento. La contradicción está en que, pese a su poder, el espacio sublime sólo es tal ante el humano, por sí mismo no tiene ninguna propiedad reconocible. Szlingerbaum resuelve esto en términos estrictamente audiovisuales. Por un lado, muestra unas imágenes mudas, aberturas sin significado en mitad de una ciudad dormida. Por otro, sobre ellas, una voz cuenta su experiencia en esos espacios, que no hay que confundir con una experiencia de esos espacios. Si no hubiera emigrantes en el mundo, lo mismo habría dado filmar un guijarro, ¡eso sí sería un auténtico no-lugar! Pero los hay. Y lo que se oye es una biografía única, intensamente individual por ser contada en primera persona. Bruxelles-Transit despliega ambos canales a la vez. Llena la pantalla y obstaculiza que las estaciones grabadas traigan recuerdos privados al espectador. La vida narrada es tan interesante -y trae esas sugerencias de la Shoah, obligación moral para todo ciudadano…- que la del observador queda en un segundo plano. Szlingerbaum no provoca una experiencia de lo sublime en el espectador apelando a lo que este entiende como tal, sino que presenta esa misma experiencia de alguien que la ha vivido intensamente. No quiere ser sublime sino mostrar, artísticamente, una simbiosis concreta entre mundo y humano que sucedió de verdad y desembocó en catarsis contenida. Por lo tanto, lo que hay es narración (histórica) y no reflexión. Pese a ser una especie de docudrama, Bruxelles-Transit se activa como documento y no como ficción. Si tiene algo de ensayo, se da en la dimensión específicamente audiovisual. Pero es, ante todo, una gran memoria. La de una polaca judía que se fue de su país después de la Segunda Guerra Mundial. La de una emigrante sin cara, como tantos de mis amigos que están yéndose del país en estos años. Como yo mismo, que me iré. ¿No somos iguales que ella? ¿No es la emigración un fenómeno universal que nada tiene que ver con la Shoah?


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Bruxelles-Transit | Samy Szlingerbaum

3. Tránsito


Pues no. La propia película deja pistas. Me he pasado de listo: ¡claro que trata sobre la Shoah! Muchas huellas de la primera parte de la película son cenizas del genocidio. Nunca será suficientemente enseñada y recordada la barbarie nacionalsocialista. También invade Bruxelles-Transit. Su principal recurso es la comparación. Rememorando su viaje a Bruselas, la madre se acuerda de las sórdidas salas de espera, así como de los trenes llenos. ¿Cómo no pensar en el transporte al lager? Contado en yiddish, por una judía polaca que lo vivió a finales de los 40… muy distinto a cualquier otro emigrante. Aquí no hay nada genérico ni universal (aunque la tragedia sí sea universalizable). Szlingerbaum lo entiende bien y, aunque no lo indica visualmente, está todo en la voz y en el contexto.


La segunda parte de Bruxelles-Transit muestra que, pasado el shock de la llegada, no hay tranquilidad. Nada se vuelve a normalizar. Todo ha cambiado. Todo ha sido destruido. Todo es tránsito y espera. En la hora de película que resta, se reconstruyen los momentos clave de la vida como emigrante de la madre. Son recreaciones simples y calmadas, episodios cotidianos que condicionaron a la familia del director. Uno de ellos es muy trágico bajo su apariencia ordinaria. La madre no tiene horno en la casa, pero necesita cocinar unos bollos para celebrar una fiesta tradicional. Los lleva a una panadería para que le hagan el favor y, primero, no la entienden porque no habla francés; y, segundo, se niegan. Ella no insiste, lo acepta. Se va con naturalidad, ni siquiera con resignación. La hacen sentirse como una invitada en Bélgica y no quiere molestar. Pese a la sencillez de la escena, late fuerte la xenofobia. Incluso cabría extraer antisemitismo, que permanece en el ambiente aun después de la Shoah. Un segundo momento destacado es el encuentro del padre con otro judío polaco. El desconocido le ofrece trabajo y, a partir de ahí, las cosas les empiezan a ir algo mejor. Como todo en la película, los recuerdos contados por la madre sobrevuelan la secuencia. Aquí se conjuga de nuevo a la perfección la imagen con el sonido, con un resultado cargadísimo de emoción. La ayuda mutua que se ofrecen unos judíos que no se conocen, amigos solo por su cultura compartida -y, ¡lo sabemos!, el horrendo y reciente pasado-, concentra un sentimiento de comunidad que desborda la película y ataca de lleno a la realidad. Estamos presenciando la banalidad del bien. Pero en un mundo hostil: incluso cuando logran montar un taller propio, se ven obligados a trabajar durante todo el día encerrados en su casa. Las calles ni las ven, la casa a duras penas la viven. Esa cárcel fue habitada con laboriosidad y estoicismo, y es recogida por una elegíaca cámara en mano en los últimos minutos de película.


Bruxelles-Transit | Samy Szlingerbaum

La madre de Szlingerbaum ocupó durante décadas auténticos no-lugares. La propia película es uno de ellos, su testimonio que pocos verán. Detrás de todo está el tránsito del judío errante. En la segunda parte, los planos estáticos se han convertido en lentísimos travellings. Sin embargo, están incluso más carentes de vida que las estaciones congeladas. El presente se mueve lo suficientemente rápido como para no dejar espacio a la memoria, pero no avanza tanto como para crear nuevos recuerdos. Lo que sucede será rememorado como presente, sin nostalgia. Las reconstrucciones de Szlingerbaum son reconstrucciones que tienen la fecha de su película. La ciudad nunca será propia, ni siquiera los rincones que ha prestado.


“Samy, es suficiente por hoy”. Antes de que pasen cuatro minutos de monólogo, la madre le dice al director que está cansada, o es su manera de protestar porque prefiere no seguir recordando. Por primera vez en la película hay movimiento: después de unos segundos de silencio, pasa un tren, que se oye muy fuerte.


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