Detroit nos pertenece | por Óscar Brox

La ciudad invisible


Nunca he estado en Detroit y, sin embargo, la siento cerca de mí. Recuerdo que me reía cuando un amigo me explicaba, absolutamente convencido, que el azul de la línea de costa de Caro Diario, de Nanni Moretti, era el mismo que, una y otra vez, había recorrido con su moto cada fin de semana. La distancia media entre Lipari y Valencia era un sueño, una mirada, un recuerdo. Tan cercanas, que podrían tocarse con la mano, como si ambas realmente fuesen la misma costa, el mismo azul, el mismo recuerdo. Ahora ya no me río, porque he sustituido en la fórmula a Lipari por Patton Street, Detroit, y tampoco consigo convencerme de que no he estado en ese lugar. Esa calle, capturada con todo su detallismo por Google Maps, con sus casas de ladrillo cara vista y su carretera de dimensiones reducidas por las que conducir un Volkswagen Santana plateado de 1985. Esa calle, con su alta concentración de nubes que interrumpen la calma del azul perfecto del cielo, que distraen, en su movimiento, del olor a cemento fresco de la obra de una futura urbanización o de la tierra removida esperando a que la trabajen. Esa calle. Yo (nunca) he estado allí.


Detroit Detroit

 
¿Por qué escribir con paréntesis? ¿Acaso no tengo motivos suficientes como para asegurar que nunca he pisado Detroit? En efecto, los tengo. Porque Detroit es una ciudad invisible, es decir, un espacio construido a partir de estímulos, cuyas imágenes nos remiten a otras imágenes, y así sucesivamente, las cuales terminan correspondiendo a las imágenes que, en verdad, forman parte de nuestro pasado. Entre Patton Street y mi Patton Street sólo hay una diferencia: toda la sustancia y la consistencia de la primera han acabado devoradas por el recuerdo de la segunda. He aquí una de las cláusulas fundamentales de nuestra manera de recordar: Importa más el cómo que el qué. Así, cuando hacemos memoria de lo que ya no está, no dudamos en sobreinterpretar sus atributos, porque hay que colmar ese vacío material con una imagen mental capaz de resucitarlo de entre las ruinas. Y cuando hablamos del pasado, no podemos evitar construir su imagen a partir de unos estímulos que interpretarán caprichosamente lo que queda.


Mi Patton Street es un estado mental, un determinado conjunto de recuerdos que ha coagulado en una imagen de lo que no fue que, paradójicamente, encaja perfectamente con lo que es. El artificio convive en armonía con la realidad. Y es, tal vez, ese detalle el que me lleva a pensar que, más allá de nuestra manera de recordar, queda el proceso mediante el que hemos aprendido a recordar, a capturar un momento y desdeñar otro, a subrayar mentalmente un gesto y banalizar cualquier detalle. A construir una ciudad invisible que, sin embargo, no podemos dejar de visitar.


Google Maps o Yo anduve como un zombi


La arquitectura de la mente que ha explotado Christopher Nolan en Origen ha conseguido que la retórica y la voz acusmática de El año pasado en Marienbad ya no sean necesarias para convencernos de que hemos estado en un sitio que no recordamos haber pisado. Como una versión sofisticada de su Street View, los bulevares se extienden a lo largo de nuestra mente tomando forma y relieve gracias al manojo de estímulos que almacena nuestra ciudad invisible. Y su perfección es tal que podemos dormir en su interior sin notar la diferencia. Es el ejemplo total de una ciudad hiperreal.


En La sociedad del espectáculo, Guy Debord señala que “todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación”. En su prólogo a la obra de Debord, José Luis Pardo incide en cómo el destino de la globalización ha sido su aldeanización. Y para ilustrar la tesis cita la imagen de la ciudad de Brasilia según el arquitecto Niemeyer. Grandes edificios, sensación de irrealidad, progreso técnico brutal, pero, sobre todo, dificultad para habitar la ciudad, no para poblarla. Si tiramos del hilo etimológico, no cuesta nada alcanzar la consecuencia lateral de esa incapacidad para habitar un lugar: sin lugar desde el que broten nuestras acciones, la ética se paraliza, y nosotros con ella. Y lo que antes vivíamos directamente, ahora es una representación, una fantasmagoría proporcionada por la técnica, por esa clase de progreso que ha hecho que nos caguemos en la herencia de la Ilustración.


Detroit

Si el protagonista de Origen fuese vecino de la futura Brasilia, estoy seguro de que abrazaría todavía con más ganas la alternativa ofrecida por sus sueños. Porque a través de ese conglomerado de estímulos, deseos y recuerdos lograría conformar lo que en realidad supone un proyecto inconcluso; lograría, una vez más paradójicamente, habitar su realidad. Por eso la precisión que ofrece una herramienta como Google Maps tiene un acento doloroso. Mientras recorremos las calles de nuestra ciudad, lo viejo entra en tensión con lo nuevo, y como si arbitrásemos la pelea entre ambas cosmovisiones, nos toca decidir cuál de las dos acabará imponiendo su manera de habitar la ciudad. No podemos reprimir ese sentimiento de que deambulamos, como zombis, por las aceras de un proyecto de vida que aún no ha completado su imagen. Y la sensación de eterno work in progress es tal que la ciudad resulta más hiperreal que nunca.


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Apuntes para una poética de la violencia callejera


En los compases finales de Superdetective en Hollywood 2, de Tony Scott, uno de los personajes secundarios del relato le sugiere a Axel Foley que debería pedir que lo trasladasen a la comisaría de Beverly Hills. Antes de que la imagen se congele con su sempiterna sonrisa, Eddie Murphy tiene tiempo para sintetizar el objetivo de su búsqueda: «Creo que volveré a Detroit, a por un poco de violencia callejera». Si Beverly Hills es el Disneyworld de un detective de homicidios, o sea, el espacio casi edénico en el que el trabajo policial es retribuido con la satisfacción de verse valorado como un auténtico héroe; Detroit es la realidad, el terruño y la patria chica, aquella por la que, cada vez que la dejamos atrás, sentimos una ligera melancolía. Porque Beverly Hills mola, pero siempre le acabamos viendo la tramoya a sus escenarios y nuestra forma de expresión parece depender de lo que nos chive el apuntador. Pero Detroit es otra cosa. Es nuestra casa.


Para un esteta como Ridley Scott, trasladar el color flúor de los decorados de Blade Runner a los de Black Rain no suponía un problema. La continuidad estilística no dependía de la continuidad narrativa, porque ni Blade Runner tenía lugar en Los Angeles ni Black Rain en Tokio, sino en las ciudades imaginarias urdidas por el detallismo milimétrico de su realizador. En otras palabras, en el edén privado de, respectivamente, Rick Deckard y Nick Conklin, en el que demostrarse a sí mismos su capacidad de sobrevivir a un proyecto (la existencia, el deber) que amenaza con engullirlos en su interior. Por eso, la violencia callejera de Detroit es tan invisible como el propio Detroit, limitado a la representación, y poco más, de su Departamento de policía. Tokio o Los Angeles abonan la condición de posibilidad de la hiperrealidad. No podemos representar de esa manera a nuestro hogar; no vivimos en Beverly Hills.


En una película de Paul Verhoeven, Axel Foley moriría a los diez minutos, masacrado por el producto de la violencia callejera que tanta nostalgia le despierta. Y Detroit, ciudad de la industria pesada, del techno de Derrick May o de la casa de GM, se transformaría en Delta City, la ciudad del futuro. Robocop es, en este sentido, la ilustración de cómo un extranjero da cuenta de una urbe que no es la suya y de un sueño, el americano, que no existe. No tarda ni dos escenas en destrozar la maqueta de Delta City mientras cae sobre ella, tiroteado hasta que la humanidad lo abandone, uno de los ejecutivos de la OCP. A partir de ese momento, Delta City será un lugar tan fantástico como la Brasilia de Niemeyer, el Tokio de Ridley Scott o el París de Christopher Nolan. Basta con oír las palabras de El viejo, presidente de la OCP: «El viejo Detroit tiene cáncer; el cáncer del crimen. Y debe ser extirpado antes de que contratemos a los 2 millones de obreros que, de nuevo, le den vida a esa ciudad». Detroit ha muerto. La ciudad ha muerto. ¡Viva nuestra hiperrealidad! Sólo necesitamos un poco de violencia callejera para construir esa magnífica fantasía.


Juventud en marcha


A veces, para contar lo mismo, necesitamos centrifugar las imágenes para obtener un resultado diferente, que separe al canon de su excepción. Así la progresiva espectacularización que ha devenido pauta para representar el Apocalipsis de un modo de vida. En los últimos años, sea a partir de la obra de Roland Emmerich o de cualquier apasionado de la demolición a gran escala, nos hemos hartado de ver cómo nuestras urbes vuelan en pedazos mientras aplaudimos cada nueva explosión, a pesar del signo trágico que ya no pueden despegar. The Drug, de That Go, arranca justo después del Apocalipsis, de uno de tantos. El viejo Detroit, que todavía se mantiene en pie, se convierte en la prueba de vida de una civilización que se resiste a desaparecer. Así, las tres teenagers protagonistas, auto-extrañadas de su contexto familiar, recorren las ruinas de las antiguas edificaciones de la ciudad mientras, en su camino, se topan con los mutantes que han hecho vida en su interior.


La ansiedad que en Soy leyenda le provocaba a Neville sentirse otro donde antaño había sido uno más es equiparable al imperativo que dicta un Apocalipsis: El mundo sigue en marcha, y no podemos dejar de comprenderlo. Aunque comprenderlo implique entender que podemos pasar de inductores a insurgentes y de nosotros a ellos, sin solución de continuidad ni, añado, solución de comunidad. Por eso, hay algo de rebeldía en ese gesto de dedicar al Detroit ruinoso todo el metraje de The Drug, como también lo había en la integridad moral con la que Pedro Costa radiografió el barrio de As fontainhas. El cuerpo de Ventura, como el de los mutantes o el de Robert Neville, es el último recurso para explicar la Historia de ese mundo que (se) marcha: Son leyenda.


Dicen MGMT en The Youth:


La juventud está empezando a cambiar /
¿Estás empezando a cambiar? /
¿Lo estás?


Fuera del viejo Detroit nos queda Delta City, ciudad despiadada, fuertemente tecnologizada y diseñada para asegurar el éxito completo de sus ciudadanos (que no habitantes). Porque es el progreso el que produce la marcha del mundo y, al mismo tiempo, el que desplaza a ese otro mundo que se marcha. He ahí su dolorosa precisión. La que nos invita a aceptar que la representación o el simulacro que nos aleja de la realidad es siempre más preferible a la propia realidad. MGMT lo expresan perfectamente. Nos encontramos en un punto de nuestra Historia en el que no importa si estamos preparados para el cambio, sino para que empecemos, de una vez, con él. Esa es la cláusula secreta de la juventud en marcha.


Mi Detroit


Esta no es una historia sobre Detroit, ni tampoco sobre mi (imaginaria) estancia en la ciudad. Es una historia sobre el valor de la propiedad, es decir, sobre cómo nos cuesta un poco más añadir al nombre de nuestra ciudad la partícula mi. Porque, eventualmente, todo lo que queda de mi ciudad ha desaparecido entre los recuerdos; recuerdos de una ciudad que ha dejado de ser. Al principio, como una provocación, me preguntaba qué importancia puede tener escribir entre paréntesis. Después de recorrer, a golpe de estímulo, la geografía de una ciudad imaginaria, de una ciudad hiperreal y metaficcionada por el cine, he llegado a una conclusión: Dudar, vacilar en consonancia con la tensión con la que convive lo viejo y lo nuevo, a la espera de ver cuál de los dos inclina la balanza a su favor. Esa es la razón de ser del paréntesis; nos alerta de que esa tensión todavía tiene lugar, de que la juventud está verdaderamente en marcha, en una pelea por lograr que sus recuerdos no se transformen en fantasías. Ese es el gran peligro de la representación.


Mientras doy, a través de Google Maps, mi última vuelta por Patton Street, me pregunto si este sentimiento mío podría compartirlo con alguien que, viviendo en Patton Street, encontrara un rastro de familiaridad en una calle de Valencia. Si, en definitiva, es posible articular una simetría tal. Ante la duda, siempre recurro a las posibilidades de la ficción. Porque sé que es la única herramienta que me permite escribir, sin paréntesis, que Detroit me pertenece.


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