La animación en la encrucijada
A estas alturas de siglo, no debería sorprender que afirme que los últimos veinte años, de 1990 a 2010, por poner unos límites temporales, han supuesto un cambio trascendental en la historia de la animación, hasta el punto que se podría hablar de una reinvención de la misma, un nuevo nacimiento, como si todo lo anterior no hubieran sido sino torpes ensayos, vanos tanteos, y fuera ahora cuando realmente empezase la historia, la auténtica historia, de esa forma.
El detonante, como pueden imaginarse, ha sido el uso del ordenador para la síntesis de imágenes, tanto en 3D como en 2D. Esta herramienta ha llegado a ser omnipresente en su proceso creativo de forma que ahora mismo son excepcionales, auténticas rarezas, las producciones animadas, ya sean comerciales o independientes, mainstream o experimentales, que no recurren a sus posibilidades en un momento u otro. Por mucho que queramos engañarnos, pretender que nada ha ocurrido, ya no existe la posibilidad de una vuelta atrás (1), puesto que el ordenador ha influido y repercutido en todos los ámbitos de la animación, incluso entre aquellos creadores los que lo rechazaban hasta ayer mismo (2) y que han empezado a adoptarlo. Ya no es posible crear como hace veinte años, cuando las posibilidades de esta nueva tecnología eran imprevisibles, o al menos inexploradas (3).
Unido a esto, se ha producido una revaloración de la práctica de la animación tanto desde el punto de vista del público en general como de la crítica especializada. El espectador ha empezado, aunque sea tímidamente, a considerar la animación como algo más que un producto para amansar a la prole -piénsese en la explosión de series como Los Simpsons, South Park o Family Guy y sus múltiples spin-offs-, mientras que la crítica ha suavizado un tanto su desprecio por la animación -paradigma del anticine para el prestigioso Serge Daney- admitiendo el valor, aunque sea secundario, de algunas de sus producciones recientes.
No obstante, este aparente triunfo tiene más de un lado oscuro. Por una parte, la revalorización de la animación adulta se ha limitado a las supuestas series subversivas de la cadena conservadora americana Fox -si quieren hablar de paradojas, aquí tienen una para llenar tesis enteras-o los largos de animación 3D que Pixar llevó a su perfección y luego han sido copiados y saqueados hasta el hastío. Fuera de estas excepciones, el conocimiento que el gran público y amplios sectores de la crítica tienen de la animación es prácticamente nulo. Grandes nombres de la animación, técnicas de increíble expresividad o cortos que en su concentración y ambiciones superan a incontables largos -incluso aquellos que andan en boca de estudiosos y connaisseurs como hitos irrenunciables- permanecen en el más absoluto olvido. Peor aún, se encaminan a su completa desaparición, víctimas de la fragilidad de los soportes y la falta de recursos para su restauración, mejor utilizados -se argumenta- en obras más valiosas y relevantes que esos garabatos, entretenimientos y esbozos.
Por otra parte, la animación 3D ha llevado a un proceso de uniformización y despersonalización en el aspecto visual de las producciones animadas comerciales, de forma que todas parecen responder a un mismo modelo primigenio, ideal e intocable (4). Ya no es posible detectar las imprecisiones, los manierismos que identifican las manos involucradas en su creación, dotándolas al mismo tiempo de humanidad e individualidad. Estos defectos inevitables eran perfectamente visibles -en ocasiones incluso promovidos- en la animación norteamericana de la edad de oro (5), permitiendo al ojo experto identificar quién se encargó de cada sección de aquellas producciones. Pequeñas variaciones de estilo, en la plasmación y resolución de las escenas, que pueden pasar desapercibidas al espectador medio, pero que son las que finalmente convierten un corto en valioso o no, en divertido o no, en interesante o no, aunque no se perciban conscientemente.
Frente a esta reducción y uniformización de la 3D comercial se han producido varias reacciones. Hay animadores que se han enfrascado en la investigación formal de los auténticos límites y posibilidades de la animación por ordenador, no como un medio de alcanzar cuanto antes ese techo que consiste en ser indistinguible de la realidad, sino para utilizar sus capacidades metamórficas y su facilidad para mezclar materiales de muy diverso origen en un todo armonioso -sin que se le vean las costuras, que dicen los ingleses- y crear así imágenes nunca vistas, que permitan ilustrar con precisión esos conceptos abstractos y simbólicos tan difíciles de construir en el cine basado en la realidad.
Otra tendencia, con insospechadas ramificaciones en la animación comercial, ha perseverado en el desarrollo de las técnicas tradicionales, solo que incorporando en lo posible las facilidades que una herramienta como el ordenador ofrece para eliminar los pequeños errores e imperfecciones -temblores en la imagen, pequeñas variaciones en los colores, inconsistencias entre una fotograma y otro- que plagaban la animación de antaño y que constituyen parte de su encanto, vistos retrospectivamente. Los hay, por último, que han abjurado del ordenador e incluso de la propia historia de la animación, para remontarse a los inicios, ser primitivos por elección propia, en un intento de depuración y simplificación que permita olvidar lo ya conocido, ser capaces de mirar y abordar esta forma centenaria con los ojos inocentes de los pioneros.
Don Hertzfeldt pertenece a esta última tendencia.
La vía Hertzfeldt
Lo primero que llama la atención en un corto de Herzfeld es que sus personajes animados, reducidos a los que en inglés se llama stick figures -figuras de palo- parecen desprovistos de todo tipo de sofisticación técnica o embellecimiento estético. El modo que este animador ha elegido es de un abierto primitivismo, llamativo tanto para el público no avisado, para el que se sitúa en las antípodas de las dos referencias más conocidas, Disney clásico y Pixar contemporáneo, como para el conocedor, para el que ese estilo remite a pioneros fundadores como Emile Cohl.
Aparentemente -y repito: aparentemente- ese estilo tan simplón sería propio de un animador sin talento ni capacidad, alguien que tiene que recurrir a una forma excéntrica o ya periclitada -y solo por eso llamativa- para atraer sobre sí la atención de un público demasiado hastiado, demasiado sofisticado. Únase a esto una voluntaria aceptación de las imperfecciones del proceso de animación, como el temblor en la imagen o la inconsistencia entre fotogramas, además de un gusto por la grosería visual y la subversión temática, y se tendrá la imagen completa de un una personalidad que tiene que suplir su falta de ideas con la creación de escándalos multimedia que serán olvidados la siguiente temporada, excepto por anticuarios y bibliotecarios.
Esta clasificación sería impecable, inatacable, dadas las pruebas aportadas, si no fuera porque es completamente errónea. A pesar de su aparente estilo torpe y desmañado, de su aparente subversión huera, tan similar a tantos y tantos ejemplos televisivos que no hace falta recordar (6), la obra de Hertzfeldt muestra al ojo atento una investigación formal continua y aún no agotada, además de señalar a un animador que sabe mostrar cómo se mueven los seres humanos, puesto que sus criaturas esqueléticas se muestran dotadas de una rara individualidad y personalidad.
Si dejamos a un lado sus cortos estudiantiles, primeros ensayos, y nos movemos al que puede ser su primer gran corto, Rejected (Rechazado, 2000), que le anunciaría como gran figura de la animación, es posible darse cuenta de que se aún trata de un corto de transición, con una profunda cisura entre sus dos partes principales que no se consiguió resolver satisfactoriamente. En la primera parte -los cortos cada vez más escandalosos y ultrajantes que un animador ficticio envía a diferentes entidades, solo para verlos rechazados una y otra vez por razones obvias- sigue siendo aún en muchos sentidos una broma de estudiante, en la que el objetivo es ir subiendo la apuesta en la brutalidad de sus contenidos hasta ver dónde puede aguantar el público. Un corto así habría confirmado la falsa clasificación que mencionaba antes, pero es en la segunda parte cuando se muestra el auténtico -y por ahora definitivo- Hertzfeldt.
Esa sección final ilustra la crisis mental del animador tras el rechazo continuo y constante de su obra. El modo en que esto se consigue es un hallazgo genial de Hertzfeldt, ya que lo que vemos en pantalla son los efectos que la creciente locura del animador tiene sobre su obra y sus personajes animados. El resultado es un auténtico apocalipsis animado en el que se rompen las barreras entre el plano animado y el mundo real mediante dos sencillas soluciones, no por ello menos eficaces. Una consiste en practicar agujeros y arrugar el papel en el que están dibujados los personajes, de forma que se crean auténticos vórtices que los tragan, así como ondas de choque, similares a las de una explosión nuclear, que los derriban y revientan. El segundo hallazgo, muy breve pero demoledor, consistirá en mostrar a los supervivientes golpeando frenéticamente el muro invisible que nos separa de ellos, reclamando una ayuda que no podemos prestarles.
Lo apuntado en Rejected, hallará su confirmación en The Meaning of Life (El sentido de la vida 2005). Este corto anuncia a un Hertzfeldt pensador y filósofo, muy apartado del bromista subversivo de sus inicios, que se muestra obsesionado con las dos nadas, nacimiento y muerte, entre las que se desarrolla toda nuestra vida. Asimismo, supone un salto de gigante en su investigación estética y en la progresión hacia el dominio completo de sus recursos técnicos, como muestra la orgullosa y desdeñosa frase con la que cierra el corto: “No se utilizaron ordenadores en la animación o fotografía de esta película” (7).
Aparentemente, The Meaning of Life es una acumulación de escenas dispares e inconexas, levemente relacionadas, unidas por transiciones forzadas: los paseos obsesivos de individuos solitarios en medio de una multitud, el mundo tras nuestra desaparición, sistemas solares y galaxias en rotación, extrañas razas alienígenas de idiomas incomprensibles, el diálogo final entre dos de estos extraterrestres -¿Padre e hijo?- durante un largo atardecer, del cual solo alcanzamos a descifrar un par de frases.
Esta disparidad es engañosa, porque de ella se deriva un efecto de acumulación que convierte el corto en una profunda y sentida meditación sobre la inutilidad de la existencia humana, de una intensidad poco común tanto en el Herztfeld anterior como en todo el cine contemporáneo. Los paseos obsesivos de los humanos son en pos de sueños y objetivos inalcanzables -manías repulsivas, pero al mismo tiempo indistinguibles de las de los propios espectadores-, y se realizan en solitario, sin comunicarse con el resto de personas con los que se cruzan. Los escasos diálogos, por tanto, no son otra cosa que monólogos sin resultado alguno, confluyendo finalmente en una cacofonía visual y auditiva que solo se resolverá, tras un salto temporal de siglos, en la muerte y el olvido de todos sus participantes.
Las escenas espaciales, las ilustraciones de la vida en otros planetas remachan la idea de que nuestra existencia es otra más en el universo -¿dónde están el sol y las estrellas en esas corrientes de astros indistinguibles que vemos girar sin descanso?- sin nada que la haga especial, sin merecer un destino diferente y único; mientras que el diálogo entre las dos generaciones de extraterrestres solo sirve para confirmar que las explicaciones de todo tipo que damos al universo -religiosas, morales, científicas- no consiguen aclarar su inagotable belleza ni la infranqueable y obstinada indiferencia que muestra frente a sus criaturas.
Esta carga de profundidad temática habría bastado para hacer de The Meaning of Life un corto notable, pero lo que lo convierte en una obra casi maestra es el tratamiento estético que Hertzfeldt realiza con ese material de partida. Cada uno de los personajes que integran la multitud vagabunda con que se inicia el corto ha sido creado por separado, con un tipo de caminar peculiar y representativo, que luego sufrirá pequeñas variaciones cuando se produzca la integración final de su andar con el de otros personajes sobre una única hoja de papel, de manera que las decenas de figuras que componen la multitud parecen moverse teniendo en cuenta la posición y actitud de los demás.
Todo el que sepa un poco de animación sabe que conseguir ese efecto por medios tradicionales es una auténtica pesadilla, en la que cualquier pequeño error puede dar al traste con días y semanas de trabajo. Hertzfeldt no solo consigue la perfección en la resolución de ese reto, sino que le queda tiempo y fuerzas suficientes para lograr unos cuantos imposibles más, entre ellos, las escenas surreales de las estrellas moviéndose en la galaxia. Estas han sido conseguidas practicando agujeros en paneles opacos de cartón, fotografiando cada estrella -¡hay decenas y decenas!- por separado mientras cruza el plano visual, para luego empezar con la siguiente y así sucesivamente, componiendo el resultado final dentro de la cámara sobre el mismo fragmento de celuloide.
El refinamiento inventivo del animador americano culminaría con la fabricación artesanal (8) de una rudimentaria cámara multiplano -apilando láminas de cristal una sobre otra y moviéndolas levemente en cada fotograma- o la utilización de fragmentos de papel esmerilado para proyectar diferentes zonas de color en la imagen final, creando así la impresión de un crepúsculo que avanza lentamente en la secuencia del diálogo entre los dos extraterrestres.
Para muchos otros animadores, un corto como The Meaning of Life habría supuesto un punto y final a su obra, el non plus ultra que agotaría su talento y sus capacidades. Para Hertzfeldt, por el contrario, fue un punto de partida, un ensayo de nuevas técnicas y posibilidades que llevaría a la perfección en su trilogía de la vida.
Everything Will be OK (Todo irá bien, 2006): Nuestra muerte es la única verdad
Los tres cortos que componen esta trilogía de la vida -que comienza con Everything will be OK (Todo irá bien), continúa con I’m so proud of you (Estoy tan orgulloso de ti, 2008) y concluye con It’s such a beautiful day (Es un día tan hermoso, 2011)- son la obra maestra de Hertzfeldt (9), sin exageraciones. Entre muchas razones que iré desgranando, no es la menor el haber elegido como tema uno que parece haber sido olvidado por el arte contemporáneo, al menos el comercial: La Muerte.
Puede parecer extraña esta afirmación, dada la omnipresencia desde hace décadas de las muertes violentas en la cultura visual contemporánea (10). Sin embargo, esas muertes son siempre las de otros, muertes decorativas que no tienen repercusión alguna en la historia y los espectadores, si no es para reforzar un sentimiento de poder, dominación y victoria a ambos lados de la pantalla, o para participar de manera voluntaria, gozosa y consciente en rituales sádicos que no implicarán castigo alguno, sino más bien un título de orgullo frente a nuestros iguales.
La muerte de la que Hertzfeldt nos habla es nuestra propia muerte, esa en la que nos negamos a pensar y que no admitimos como posibilidad diaria, como suceso que puede ocurrirnos en cualquier instante, sin que nadie venga a avisarnos ni tengamos posibilidad de eludirla. De nuevo, puede alegarse que las parrillas de la programación están plagadas de ese tipo de muerte, que de hecho los telefilmes no hacen otra cosa que mostrarnos una y otra vez historias lacrimógenas de enfermos terminales. Así es, pero esas muertes teatrales son historias impersonales, narraciones de agonías vistas por los vivos, para los cuales sigue siendo algo que les ocurre a los otros, no a ellos, cuya finalidad es construir alambicados cuentos morales de solidaridad social, amor filial o, en los casos más repugnantes, crónicas de la victoria personal contra la enfermedad, sin que nadie nos explique cómo se consigue eso por mera fuerza de voluntad, si no es que, como niños encerrados en su mundo de fantasía, creemos que decir algo en alto supone indefectiblemente que habrá de cumplirse.
Por el contrario, en su crónica del lento deslizar hacia la nada de Bill, el protagonista de la trilogía, Hertzfeldt se convierte en uno de los pocos artistas occidentales que se han atrevido a contar todo el absoluto horror de ese proceso, según lo experimenta su protagonista (11). Un declinar cuya tragedia ineludible estriba por una parte en el descubrimiento de nuestra soledad infranqueable, en el hecho de que nadie va a ayudarte, todos van a abandonarte, puesto que esa no es su muerte. Poco a poco irás convirtiéndote en un objeto, completamente prescindible, como aquellos que tiramos a la basura cuando se rompen o ya no sirven, independientemente de lo mucho que lo hayamos gozado, de lo mucho que lo hayamos amado.
Esto aún sería soportable, si no fuera porque la enfermedad, el largo y doloroso camino hacia la muerte, te hace descubrir que tu enemigo, tu asesino, habita en tu interior, que tu cuerpo te ha traicionado, que él trabaja para conseguir tu aniquilación. Lentamente todo aquello de lo que te enorgullecías, de lo que presumías, te será inalcanzable, irrepetible, porque no tendrás las fuerzas necesarias para realizarlo; o bien desparecerá de tu consciencia, borrado por fuerzas sobre las que no tienes control, ni decisión alguna, hasta que el mundo sea tan extraño, tan indiferente, como tú lo eres para él. Al final el único camino que quede abierto, que tomarás por decisión propia, será el de la tumba.
Como puede imaginarse, en animación, especialmente en animación, el modo en que se narra una historia, el cómo, es tan importante como el qué. Desde los primeros instantes de Everything Will be OK es perceptible que Hertzfeldt ha asumido las lecciones de The Meaning of Life y ha sabido dar un paso más allá. La simplicidad de su animación, la crónica minuciosa de banalidades cotidianas del protagonista, la inclusión de una voz en off inexpresiva -mero notario externo de los hechos, cuya relación con él es desconocida- contribuyen a crear una atmósfera de desasosiego y desequilibrio, subrayada por la aparición, aparentemente sin relación alguna con lo narrado, de pequeñas cuñas musicales, esas que asociamos inconscientemente, nos gusten o no, con la belleza ideal en la que solían creer nuestros antecesores. A estas disonancias narrativas se une el uso flexible del espacio disponible en la pantalla, reflejo de la descomposición vital en la que se va sumiendo el protagonista, bien restringiéndole a un exiguo espacio iluminado, dentro de un plano completamente a obscuras - con el consiguiente efecto de claustrofobia- bien descomponiendo ese mismo espacio en zonas irregulares, sobre las que se desarrollan diferentes acciones, conexas e inconexas, que reflejan el absurdo de nuestra existencia cotidiana, cúmulo de rutinas que nos roban ese tiempo que no nos sobra y a las que la muerte vendrá a poner un pronto término.
Gradualmente, esa rutina, refugio conveniente que nos hace creer que somos eternos, va siendo desordenada, desmenuzada, hecha añicos por el progreso de la enfermedad -¿un cáncer cerebral?-, por la traición de nuestro cuerpo. El modo en que Hertzfeldt ilustra esto es sutil, pero no menos efectivo o impactante. Lo que vemos, lo que ve el protagonista, el mundo que creemos tan sólido, tan racional, tan predecible, va perdiendo su consistencia, se transforma en una serie de alucinaciones en la que es imposible detectar una secuencia lógica, mucho menos un antes o un después. De repente, la voz del narrador se interrumpe, substituida por una cacofonía de ruidos que intenta representar la tormenta que se ha desencadenado dentro de la cabeza de Bill. La propia animación deja de existir, tras un paroxismo en que el repentino descubrimiento de su destino final lleva a Bill a destruir lo que le rodea -sea en la realidad o en una alucinación creada por la enfermedad- substituida por imágenes reales desenfocadas en la que resulta imposible distinguir qué representan, salvo su horror ancestral y primigenio.
El mismo horror de esa muerte que es anterior a toda cultura, a toda civilización, a la misma raza humana, y para la que no somos otra cosa que un animal más, que pronto dejará de luchar y revolverse.
I’m so proud of you: Nada en tu poder habrá de salvarte
La primera entrega de la trilogía finalizaba con la aparente mejoría de Bill, realizada contra todo pronóstico tras haber estado a las puertas de la muerte, y que se continúa en esta segunda parte con su retorno a la vida normal. De nuevo, hay que señalar cómo Hertzfeldt se aparta de los caminos trillados, de las soluciones manidas, para dar una prueba indiscutible de su genio y su originalidad.
Digamos que esta premisa argumental la hemos visto infinidad de veces y aún una más. Un personaje anodino y anónimo que escapa a las garras de la muerte -sea con experiencia paranormal incluida o no- y que desde ese momento decide cambiar radicalmente su forma de afrontar la existencia, para descubrir no sé sabe qué lecciones morales, habitualmente conservadoras, y de paso restregárnoslas por la cara (12). El retorno de Bill por el contrario, se revela estéril, nada ha cambiado en su interior que no se hubiera modificado previamente a esa experiencia definitiva. En realidad, lo único que define ese tiempo nuevo es la espera sin término de un desenlace, similar a la de los condenados cuya sentencia ha sido ya pronunciada y que aguardan el momento en el que se les comunique el indulto o la marcha al patíbulo.
La forma en que Hertzfeldt narra este interludio, esta breve escala en el camino hacia la desaparición, es todo menos melodramática, permitiéndose incluso, aquí y allá, el breve rasgo de humor que nos permite olvidar un instante la gravedad de los hechos -como le ocurre al propio protagonista-, provocando una sonrisa que inmediatamente acaba congelándose en los labios. De hecho, lo que ocurre es que de forma muy sutil se nos va sugiriendo que esta mejoría que ha experimentado Bill es transitoria, que en cualquier instante, el monstruo adormecido y latente puede volver a manifestarse, devorando, destruyendo, aquello que aún estaba intacto.
Esa amenaza perenne se manifiesta mezclando por un lado los extraños sueños que Bill tiene por la noche, siempre con una conclusión en la que la muerte es absoluta protagonista, junto con un registro, en la voz del narrador desconocido, de la historia de la familia del protagonista. En esos sueños, en esos recuerdos familiares, se va haciendo patente la fragilidad de la personalidad de Bill, descendiente de una larga línea de enfermos mentales que explicarían por herencia genética su enfermedad presente. Con esos antecedentes, el caso especial de Bill nos alejaría de él, haría menos universal su peripecia, pero la ubicuidad de esas experiencias excéntricas, de esos absurdos vitales, en realidad no hace sino reafirmar el horror, la completa falta de significado de nuestras vidas, por mucho que nos esforcemos en dotarlas de una finalidad de la que en realidad carecen.
Por otra parte, muy pronto se nos revela que esa historia familiar no es fiable, que el narrador, al relatar los recuerdos de Bill, no está en realidad emitiendo ningún juicio sobre su verdad y realidad. Están en su mente, pero no tienen por qué haber ocurrido, disonancia sugerida en momentos muy precisos, como cuando la supuesta enfermedad mental de la abuela de Bill se ilustra en el modo visual utilizado cuando el protagonista perdía el juicio en el corto anterior, como si esos recuerdos fueran producto de su enfermedad. Por otra parte, gran parte de los recuerdos familiares de Bill no pueden haber sido presenciados por él, ni siquiera conocidos a través de terceros, puesto que nunca hubo testigos de esos hechos -caso del abuelo/hombre de los bosques-, despertando la duda sobre la veracidad del resto de sus declaraciones. Estas sospechas vendrán confirmadas más adelante, cuando nos enteremos de la muerte de la madre del protagonista, y Bill revise un antiguo álbum familiar en cuyas fotografías no puede reconocer a nadie, mudos testimonios de individuos que solo puede identificar como parientes, como personas que debería querer, porque están recogidos en el exiguo espacio de ese libro, del cual han quedado excluidos para siempre los motivos y razones que llevaron a conservar y atesorar esas imágenes.
La disociación entre nuestros recuerdos y los testimonios documentados, única verdad tangible, conduce hacia otro de los nudos argumentales de la trilogía. Se trata de que en realidad la muerte no es cosa de un instante, sino un largo camino hacia el olvido que tenemos que recorrer desde el momento en que fuimos arrojados a este mundo. La muerte es la única realidad, la única verdad, un fenómeno biológico que se produce diariamente en el interior de nuestros cuerpos, de manera que no somos sino eternos supervivientes de nosotros mismos, conclusión ilustrada de manera aterradora en el sueño en que Bill es testigo de su propia muerte. En esa pesadilla, rodeado de desconocidos, tan extraños para él como él lo es para ellos, Bill es incapaz de comunicación alguna, se convierte en un antepasado más, irrelevante e indiferente, cuya única prueba de que existió es una foto desde hace largo tiempo amarillenta.
Hay algo más, sin embargo, una idea que se nos ha venido insinuando durante todo este interludio y que incluso ha sido formulada en palabras. Esta confusión de planos, de recuerdos y testimonios, puede ser prueba de algo más profundo, que la manera en que percibimos el tiempo puede no ser la correcta. Esta sucesión de acontecimientos en la que nos hallamos atrapados, encerrados, no es sino una ilusión de nuestros sentidos, que en realidad todo, absolutamente todo, es simultáneo.
Pero cualquier disquisición metafísica tendrá que esperar. Porque los perros de la muerte han despertado.
It’s such a beautiful day: Tú eres el único señor de tu vida
En esta tercera y última parte, Hertzfeldt ilustra la recaída de Bill en la enfermedad que habrá de matarle. El modo es muy similar al que utilizaba Brakhage en algunas de sus obras, mediante una sucesión de imágenes desenfocadas o la ampliación de un detalle ínfimo hasta tornarlas irreconocibles, para plasmar en este caso a la perfección el estado de confusión, la lucha desesperada del cerebro del protagonista por encontrar un asidero, un apoyo que le permita hacer pie, sacar la cabeza por encima de las aguas que amenazan con ahogarle.
Y de repente el despertar. Sin razón alguna que explique por qué hemos sido indultados. Despertar a un mundo completamente distinto al anterior a la recaída, universo pasado que ha quedado completamente abolido, del que Bill ha sido desterrado para siempre, puesto que él mismo ha dejado de ser quien fue. Peor aún, ha perdido incluso el recuerdo, la consciencia de esa otra vida, de forma que durante el resto de su corta existencia, todo le será nuevo, distinto, incompresible. Es precisamente esa traición involuntaria a nosotros mismos, de la cual no somos conscientes, la que convierte en inútiles, en falsas, en perversas, todas las historias de supervivencia, de reafirmación frente a la enfermedad, de victoria en medio de la derrota, que utilizamos cual analgésicos a nuestra disposición, para poder así conciliar el sueño por las noches, como si el horror del mundo no existiera, como si no fuera a afectarnos.
Desde este instante, la historia que se nos narra es la de un nuevo Bill, alguien que, como nos habrá de ocurrir a todos, como nos ocurre diariamente aunque no lo percibamos, solo vive para olvidar de inmediato y que, con los pocos recuerdos que le quedan, teje historias sin sentido ni concierto, pero que él toma como reales, como auténticas, negándose a renunciar a ellas, por muchas pruebas que se le presenten, puesto que son lo único que le queda, lo único que es realmente suyo. Un individuo que se refugia en ciclos rituales, eternamente repetidos, en los que consume su vida, ya que no tiene la capacidad de concebir que haya algo más aparte de esas acciones obsesivas. Alguien a quien el continuo olvido le hace pensar que esas acciones son nuevas, nunca antes tomadas, recién inventadas, que habita en un presente continuo y eterno, del que nadie vendrá a rescatarle, del que nadie podrá salvarle.
Y entonces ocurre.
Bill acaba por olvidar todo. Todo lo que ha vivido y experimentado. Todas sus responsabilidades y obligaciones. Todo lo que le ata y le retiene. De repente el mundo es completamente nuevo, creado solo para él, dotado de esa belleza, de esa resonancia aterradora que hemos sido adiestrados para olvidar para que no turbe ni moleste a los demás. Una belleza, una singularidad que debe experimentar hasta apurarla, hasta la última gota, aunque mañana, o dentro de una hora, o al minuto siguiente, la haya olvidado por completo, o quizás precisamente por esa provisionalidad, por ese mismo carácter de efímero.
Nuestro protagonista abandona su hogar, se echa a la carretera y conduce y conduce y conduce, siempre adelante, de motel en motel, sin volver la vista atrás, sin pensar en cuál será su destino o qué podrá ocurrirle, buscando solo conocer ese mundo en el que hasta entonces había vivido como si ya estuviera muerto. Camino de perfección en el que la animación de Hertzfeldt va dejando lentamente paso a imágenes fugaces de lugares cuya cotidianeidad no hace que sean menos bellos, cuya presta sucesión no es otra cosa que expresión de la infinita variedad de este mundo, que nos lo tornaría inagotable, aunque gozásemos de siglos de vida.
Camino que solo tiene un destino, un motivo, una justificación, encontrar un lugar en donde morir, en el que nuestros ojos, antes de cerrarse, puedan contemplar una última vez esa belleza entre la que nos fue permitido vivir por una única vez.
O quizás no, porque Bill acaba por trascender la muerte, por devenir inmortal, por sobrevivir a la raza humana, a la tierra, al sol, al propio universo.
O quizás sí, porque puede que esta visión de la gloria fuera solo una última fantasía, el último sueño antes de cerrar los ojos para siempre, pero a pesar de eso, tan real y tan cierta como la realidad misma.
Conclusión
No creo que se pueda añadir mucho más, aparte de recomendar la visión de este corto imprescindible. Las pretensiones estéticas y narrativas de Hertzfeldt superan las de decenas de directores actuales sobre los que se escribe y se escribe, pero que no aportan nada. Al contrario que esos cineastas, tan visionarios que acaban por asemejarse a ciegos que guían a otros ciegos, el animador estadounidense vence en el reto que se propone y se eleva a alturas que muchos otros no es ya que no lleguen a rozar, sino que ni siquiera pueden soñar.
Mi único reparo es que creo que Hertzfeldt ha llegado tan, tan alto que ya no podrá seguir ascendiendo, que su siguiente corto será un fracaso, una decepción. Honestamente, no sé qué más se puede crear -de substancia, digo- tras haber construido algo como esta trilogía de la vida.
Pero no me hagan caso. Miren los cortos. Eso es lo que realmente importa, si son auténticos cinéfilos, no mis palabras torpes e innecesarias que nada añaden a la grandeza de Hertzfeldt.
Twittear |
|
(1) A menos que un cataclismo (guerra nuclear, agotamiento de los recursos naturales, calentamiento global) nos devolviera a una era preindustrial. Pero claro, en ese caso, poca animación (o cine) iba a poder hacerse.
(2) Un caso paradigmático es el del suizo Georges Schwizgebel, cuya técnica de animación, la pintura sobre cristal, no podía ser más refractaria al ordenador, pero que ha sabido traérselo a su propio terreno.
(3) Soy consciente de que con anterioridad a 1990 ya se habían creado grandes obras para ordenador, como fue el caso de Peter Foldes, la productora Halas/Batchelor o los primeros cortos de Pixar, pero es a partir de 1990 cuando la animación por ordenador abandona el ghetto de las curiosidades técnicas y se convierte en la favorita de público y crítica.
(4) Lo mismo ocurre en el cine de personajes reales, donde la invasión de los CGI ha provocado que transcurran en un mundo permanentemente crepuscular, como si la luz del sol debiera cruzar gruesas capas de smog antes de iluminar la escena.
(5) Pensemos en un maestro como Jim Tyer, que casi no pudo rodar ningún corto en solitario, pero cuya mano es visible en los muchos cortos en los que figuro como animador de 1940 a 1970.
(6) De verdad, no hace falta. Todos los conocemos. Todos hemos sido engañados por ellos en un momento u otro.
(7) No computers were used in the animation of photography of this motion picture.
(8) La magia de la animación es que está al alcance de todos y que todo, absolutamente todo, es susceptible de ser animado, si se tiene la imaginación y las fuerzas necesarias. Todo animador es, por mor de su trabajo, un auténtico héroe, que normalmente no alcanza el reconocimiento que merece.
(9) Explicaré más adelante por qué me parece imposible que Hertzfeldt vuelva a crear otra obra maestra de este calibre.
(10) Lejos quedan los tiempos en que se voceaba la preocupación por el daño mental que esa catarata de muertos visuales tendría en nuestra sociedad.
(11) La lista casi se podría reducir a uno, el Tolstoi de La Muerte de Ivan Ilich.
(12) Defecto que no es propio únicamente de los telefilmes, sino de muy excelsos y venerados maestros.