“C’est trop dur à penser un corps sans commencement ni fin, c’est insupportable à penser”
Roland Barthes
“La littérature est même, comme la transgression de la loi morale, un danger. Etant inorganique, elle est irresponsable. Rien ne repose sur elle. Elle peut tout dire”
Georges Bataille
Preguntarse con el viejo Platón de la Gran Crisis: ¿existe la Idea del vello púbico, del lodo, de la inmundicia o de lo excrementicio? ¿Hay algún saber que pueda enredar entre sus mallas conceptuales la mierda y el vómito? ¿Pueden siquiera nombrarse los movimientos corporales que asociamos con lo sórdido, con los humores del bajo vientre? Si la respuesta es sí, ¿de qué tipo de jerga pringosa habríamos de servirnos? ¿Qué saber puede ser este? ¿Y qué sentido tiene?
Lo que se descompone, lo que me descompone, lo que trago y excreto, que es mío y luego ya no. A lo que llamo YO pero luego ya no. Lo que me pone en cuestión, lo que me saca de quicio y pone mis fluidos en comunicación con el fluir perpetuo del ser, lo que me disuelve en la corriente continua de una intimidad sin límites. La intensidad de la vida en una tensión insoportable, el deseo de la aniquilación que engendra la aniquilación del deseo. Lo que ansío hasta romperme y que por eso me angustia.
Bataille lo sabía bien: se trata de buscar en los límites del lenguaje un lenguaje de los límites que irremediablemente terminará por abocarnos a un silencio extático. A la postre, una experiencia inefable y de lo inefable. Así también, Historia del ojo.
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Uno empieza por imponerse ciertas reglas. Me digo: “hace falta un método”. O lo que viene a ser lo mismo: hace falta una matriz de lectura en la que apresar el sentido último del texto de Bataille. Su verdad incontestable. Me digo: “además hay que ser original”. Y de esta suerte me dejo guiar por un prejuicio absurdo, a saber: la verdad incontestable de ese texto tiene necesariamente que haberse mantenido inexpresada, silenciada hasta el momento en que escribo estas palabras. Y así, lo uno por lo otro: se precisa un método inédito, o lo que es lo mismo, un camino no transitado que lleve hasta un lugar desconocido: un claro en el bosque, ese espacio en el que la claridad se consolida en el redondel iluminado de un albero. En último término, otro empeño imposible.
Cabe tal vez invocar la vis mágica de ciertos nombres, buscar amparo en algunos autores, y provocar la fricción entre textos en principio inconmensurables. Un azar más o menos buscado y rebuscado quiere que Boris Vian, siempre tan bien dispuesto y siempre tan disponible, acuda en mi auxilio. Me viene a la memoria aquel personaje de Les Bâtisseurs d'empire que, palabra arriba palabra abajo, se preguntaba: ¿y si las palabras estuvieran hechas para jugar? Es más, ¿y si estuvieran hechas para jugar a juegos perversos?, se me ocurre violentando el sentido original de la frase. Jugar con las palabras para gozar más allá de las palabras. De hecho, los personajes de Historia del ojo juegan con las palabras igual que los niños juegan con sus secreciones, y con sus secreciones del mismo modo que los poetas juegan con las palabras. ¿Y si las palabras, en fin, estuvieran hechas para acercarse danzando a lo indecible? De ser así, nada impediría que “soleil” se transformase en “seul oeil” o incluso en “sale oeil”. Ese “ojo sucio” que es el “ojo fecal” que nos observa desde el cielo y al mismo tiempo se nos caga encima: el “ojo del culo”, sí, pero también “el ojo en el culo”: el ojo enucleado de Marcelle en el coño mojado de Simone.
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Valga, si no, este ejemplo extraído directamente de la novela:
«Comme je lui demandais à quoi lui faisait penser le mot uriner, elle me répondit Buriner, les yeux, avec un rasoir, quelque chose de rouge, le soleil. Et l’œuf? Un œil de veau, en raison de la couleur de la tête, et d'ailleurs le blanc d’œuf était du blanc d’œil, et le jaune la prunelle. La forme de l’œil, à l'entendre, était celle de l’œuf. Elle me demanda, quand nous sortirions, de casser des œufs en l'air, au soleil, à coups de revolver. La chose me paraissait impossible, elle en discuta, me donnant de plaisantes raisons. Elle jouait gaiement sur les mots, disant tantôt casser un œil, tantôt crever un œuf, tenant d'insoutenables raisonnements» |
“Y, al preguntarle yo en qué le hacía pensar la palabra orinar, me respondió Burilar, los ojos, con una navaja, algo rojo, el sol. ¿Y el huevo? Un ojo de ternera debido al color de la cabeza; además, la clara era el blanco del ojo, y lo amarillo la pupila. Según ella, la forma del ojo era la del huevo. Me pidió que, cuando saliésemos, rompiese a tiros huevos en el aire, al sol. La cosa me pareció imposible, pero ella me lo discutió, dándome razones satisfactorias. Jugaba alegremente con las palabras, diciendo unas veces romper un ojo y otras aplastar un huevo (1), manteniendo razonamientos insostenibles” |
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“Burilar los ojos con una navaja”: me imagino un fino punzón tallando las nervaduras de un iris, el lagrimal transformado en meato, y fantaseo con la posibilidad de que uno de los ciento treinta y cuatro ejemplares de la primera edición clandestina de Historia del ojo (1928) llegase a las manos del joven Buñuel. En las páginas que en su Último suspiro consagra al movimiento surrealista primigenio, Luis Buñuel le dedica apenas un párrafo a Bataille. Según dice, fue Jacques Prévert quien los presentó a ambos porque el escritor quería hablar con el cineasta en ciernes del ojo sajado al comienzo de Un perro andaluz (1929). Pero me pregunto si la memoria o el ego no traicionan a Buñuel y si Buñuel no conocía ya antes el libro, si no sufrió el contagio de las obsesiones de Bataille, en las que seguro no le costaría reconocer sus propias obsesiones. Digámoslo así: los fantasmas y las ensoñaciones del uno emponzoñando, sin quererlo y sin saberlo, el torrente onírico del otro. Quién sabe y, por lo demás, qué importa.
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La presencia aquí de Barthes se antojará sin duda menos inesperada, aunque nos atrevamos a coger a Barthes por donde menos se lo espera. Estamos en 1972, Philippe Sollers ha convocado a un puñado de intelectuales franceses a un congreso al que da el título de Hacia una revolución cultural: Artaud, Bataille. Habla Barthes y se cuestiona: ¿cómo hacer hablar al cuerpo? De los tres medios posibles, es el tercero el que nos interesa ahora, aquel al que Bataille parece recurrir de manera sistemática, y que “consiste en articular el cuerpo –explica Barthes-, no sobre el discurso (el de los demás, el del saber o incluso el mío propio), sino sobre la lengua: dejar que intervengan los idiotismos, explorarlos, desplegarlos, representar su letra (es decir, su significación). […] Ojo suscitará una exploración completa de todos los idiotismos en los que esta palabra entra en juego”. Y así sucesivamente.
Volvemos, pues, al juego para descubrir que el primer juego erótico en el que Simone implica al narrador de Historia del ojo es antes que nada un juego de palabras que, lamentablemente, se pierde en la traducción al castellano. “Les assiettes [platos], c’est fait pour s’asseoir [sentarse]”, dice Simone y después invita a su amigo a que apueste. “Je m’assois dans l’assiette”. Apuesta a que me siento en el plato. En el párrafo inmediatamente anterior, se nos ha informado además de que el plato es un plato de leche para el gato [chat]. Le chat, la chatte [“gata”, pero también “coño”]: es decir, el plato es un asiento para el coño.
Juegos de palabras, juegos de niños. No se olvide tampoco lo siguiente: en el ensayo sobre Emily Brontë incluido en La literatura y el mal, Bataille afirma el carácter heterogéneo de los juegos infantiles, juegos que cabría calificar de una crueldad inocente, y se refiere al reino absolutamente soberano de la infancia. Por pertenecer a ese mundo, que es también el mundo de lo sagrado, de la “sinrazón” –dice Bataille-, se opone al mundo bien asentado de lo razonable. Y por eso puede decirse también de los personajes de Historia del ojo lo mismo que Bataille sostiene sobre el Heatcliff de Cumbres borrascosas: encarnan “una verdad primaria, la del niño que se rebela contra el mundo del Bien”.
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Es la tensión entre el estilo terso y nítido de la narración, una suerte –digamos- de “escritura blanca”, eso que conforme a los términos de Roland Barthes constituiría el plano sintáctico o metonímico del relato, y la violencia descoyuntada del plano paradigmático o metafórico, o si se quiere, la tensión entre la ferocidad de los encuentros eróticos y la limpidez de la prosa, la que sin duda hace de Historia del ojo un texto tan singular, por no decir único. Se diría que Bataille, el apóstata novel que acaba de descubrir a Nietzsche, somete a duras penas los elementos dionisíacos a la austeridad de una disciplina apolínea. Desde este punto de vista, el libro podría contemplarse como una tragedia, o como la parodia de una tragedia. Como un delirio tragicómico.
En algún momento, el protagonista afirma de sus aventuras que se trata de una “excursión en lo imposible”, y lo cierto es que todo el libro tiene un tono entre alucinado y feérico, cuyo ejemplo más logrado tal vez sea el capítulo cuarto, ese que lleva por título Una tache de soleil [Una mancha de sol]. Marcelle, “la más pura y conmovedora” de las muchachas y objeto del frenético deseo de los dos protagonistas, ha sido encerrada por su familia en un sanatorio para locos, un castillo rodeado por un parque y aislado al borde de un acantilado que domina el mar. Brama un viento violento en estas cumbres borrascosas. Afuera, el mar encrespado es una proyección de los furores internos que agitan a los personajes. Aunque quizá lo más ajustado sería decir que las fronteras entre el adentro y el afuera se han diluido en un continuo de fuerzas desatadas. De repente, una extraña aparición: el ruido de una enorme sábana blanca azotada por la borrasca se impone incluso al fragor del mar y del viento. ¿Bandera de rendición o fantasma? En principio no queda claro. Era –dice el narrador- “como si la demencia acabase de izar su pabellón en lo alto de aquel lúgubre castillo”. Pronto sabremos que se trata de una sábana manchada de orines que Marcelle ha sacado a la ventana de su celda de enajenada para que se seque al viento. La luz de la luna atraviesa la mancha de humedad y el narrador prorrumpe en un estallido de sollozos infantiles.
El manicomio es desde luego un castillo, pero además es un castillo encantado. Hay algo grotesco e incluso ridículo en el efecto que el “castillo” tiene en quienes se adentran en él. Lo natural sería descalzarse para poder avanzar con mayor sigilo y evitar ser descubierto por los eventuales guardianes de la fortaleza, pero en lugar de eso los personajes se quitan aquí toda la ropa a excepción de los zapatos. El mundo real es un mundo compuesto por personas adultas y vestidas, aquí sin embargo los muchachos caminan desnudos y con los zapatos puestos, y disparan orina, semen, balas al claro de luna. Marcelle la Blanca y Simone la Negra: la una el reflejo de la otra en el espejo de la ventana de un torreón embrujado.
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Un huevo es un ojo con cáscara. La pupila es la yema, el sol, la orina. La clara, el blanco del globo ocular, tiene la textura untuosa del semen. Un armario normando es un urinario, una prisión, una guillotina y un cadalso. La celda de un manicomio. Pero también un ataúd y un confesionario. Como bien conocen los lectores, El armario normando es además el título del segundo capítulo de Historia del ojo, aquel que encierra la escena primordial que sella la complicidad bestial entre los dos personajes principales. Nos encontramos en la casa familiar de Simone. Además de ella, están presentes el narrador, tres bellas jovencitas, un par de adolescentes y, por supuesto, Marcelle. Corren el champán, la sangre, el esperma, la orina, el vómito. En plena orgía, Marcelle se encierra desnuda en el armario. Se masturba, se mea, llora. En el capítulo ocho, una vez liberada de su encierro en el castillo encantado, Marcelle retornará además al armario para darse muerte.
Decía que un armario puede ser un mingitorio o una cárcel, pero también y por eso mismo, se me ocurre que sus puertas se podrían interpretar como la vía de acceso hacia otro mundo. De este lado, el mundo de los adultos, el mundo prosaico de las cosas y los cuerpos exentos. De la razón, el cálculo, la servidumbre, la finalidad y la trascendencia. Del otro, el mundo de la lubricidad pueril, de la generosidad violenta y sin cálculo, de la gratuidad, la inmanencia y el instante soberano. Ya se sabe: lo profano y lo sagrado. Traspasar el umbral es transgredir las normas del orden sobre el que se asienta la chata normalidad cotidiana, y es un movimiento que entraña un enorme peligro. Marcelle, criatura débil, lo pagará al precio primero de la locura y finalmente de la muerte.
“Puede decirse del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la muerte”: se trata de uno de los comienzos más ilustres y más citados de la literatura en lengua francesa del siglo XX. Bien es verdad que cuando Bataille se sirve del término “muerte” no se refiere solo ni siempre al cese de la vida en términos biológicos, esto es, a esa muerte clínica que decretan los electroencefalogramas. La muerte, pequeña o grande, es más bien la aniquilación, pasajera o irremediable, de los límites cutáneos del individuo particular, de ahí que a menudo aparezca vinculada en sus textos a los conceptos de “comunicación”, “sacrificio” y “soberanía”. Lo cierto, con todo, es que en Historia del ojo las efusiones eróticas más intensas de los protagonistas están siempre ligadas a la muerte violenta y a la destrucción del cuerpo del otro. Piénsese en la ciclista a la que el narrador decapita con su coche en el primer capítulo de la novela: “El horror y la desesperación que se desprendían de aquellas carnes, en parte repugnantes y en parte delicadas –apostilla-, recuerdan al sentimiento que experimentamos al conocernos”. O en el ahorcamiento de Marcelle en el interior del armario normando, que coincide en el tiempo con la rotura del himen de Simone, a la que más tarde exaspera la descarada exhibición del cadáver de su amiga: “No podía soportar que aquel ser de la misma forma que ella ya no la oyera. Le crispaban sobre todo sus ojos abiertos”. Una vez más, pues, los ojos, abiertos y muertos.
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Piénsese, si no, en la muerte del diestro Manuel Granero:
Siete de mayo de 1922. Georges Bataille, archivista paleógrafo recién egresado de la parisina École des chartes, está en Madrid, donde lleva a cabo una serie de estudios bibliográficos auspiciados por la Escuela de Altos Estudios Hispánicos (futura Casa de Velázquez), y esa tarde se encuentra en la plaza de toros de la Fuente del Berro. Es la cuarta corrida de abono y comparten cartel con Granero, Juan Luis de la Rosa y Marcial Lalanda, que confirma alternativa. Al día siguiente, Eduardo Palacio, cronista del periódico ABC, narraría así el acontecimiento: “Al lancear, a Granero no le fue posible lucirse, porque el bicho, pegajoso y burriciego, se paraba en seco sin seguir el viaje que el diestro le marcaba. “Pocapena” quedó frente al dos, con la cabeza hacia el tres, y allí fue Granero a su encuentro, tanteándole con un pase ayudado, recargando el diestro cuanto pudo; volvió rápido el bicho, y prendiendo al espada por la parte posterior del muslo derecho lo arrojó contra la barrera, quedando la cabeza del diestro bajo el estribo, al lado derecho (del espectador) de la puerta del tres, y como a unos metros de ésta. “Pocapena” dio sobre el bulto una nueva cabezada, entrando un pitón por el ojo derecho del herido y levantándolo muy poco del suelo. El cuerpo del diestro se sacudió en un leve estremecimiento, y los que estábamos cerca adivinamos la catástrofe”.
En la (per)versión de Bataille, todo transcurre bajo el tórrido cielo de España, de una destellante y a ratos irreal luminosidad, y el toro acaba asimismo transformado en una bestia solar que, al levantar al caballo y al picador con cada cornada, parece que se los estuviera ofrendando al astro en las alturas. Simone tiene el capricho de que le sirvan en un plato los cojones del toro muerto. Los huevos del animal son como los huevos de gallina con los que Simone jugaba en el cuarto de baño de su alcoba de niña enferma; los rayos que el sol derrama sobre la plaza de toros evocan el color dorado, el calor de la orina; el albero es redondo y blanco como un ojo, como el plato de leche en el que bebía la gata, es decir, en el que Simone se empapaba el coño. Simone quiere sentar sus posaderas sobre el plato con los testículos del bicho del mismo modo que, en el primer capítulo, quería sentarse sobre el plato de leche del gato: devorarlo todo con la boca ciega de su sexo.
El párrafo que abre el capítulo siguiente merece de nuevo citarse por extenso. Escribe Bataille: “Dos globos del mismo tamaño y consistencia se habían animado con movimientos contrarios y simultáneos. Un testículo blanco de toro había penetrado la carne “rosa y negra” de Simone; un ojo había salido de la cabeza del joven torero. Esta coincidencia, vinculada a la muerte a la vez que a una especie de licuefacción urinaria del cielo, me devolvió por un momento a Marcelle. En aquel inaprensible instante me pareció tocarla”. La muerte del torero, el éxtasis de Simone: dos movimiento disjuntos pero fundidos en la imaginación fantasmática del narrador que nos hacen pensar en las primeras páginas de El ano solar, otro texto de Bataille escrito en la misma época que Historia del ojo. Allí el autor afirma que los dos movimientos principales son el movimiento rotatorio y el movimiento sexual, y los dos pueden transformarse recíprocamente el uno en el otro. La tierra al girar hace copular a los animales y a los hombres –dice Bataille-, y los animales y los hombres hacen girar a la tierra copulando.
Pero sin duda son los tres últimos capítulos del libro los que albergan el crimen más atroz de todos. Simone y el narrador, en compañía de su protector inglés Sir Edmond, se han trasladado de Madrid a Sevilla. Cierto día pasean por las calles de la ciudad andaluza y van a toparse con la Iglesia de la Santa Caridad, mandada edificar por el pecador arrepentido Miguel Mañara, al que el mito romántico –y también Sir Edmond- identifica con la inspiración del Don Juan de Tirso. Simone se mea –literalmente- de risa sobre la lápida de Mañara, que el libertino contrito había hecho colocar a la puerta del templo para que su tumba fuera pisoteada por los pies incluso de los seres más viles, y después los tres entran en la iglesia. Allí, un joven sacerdote, don Aminado, rubio y muy atractivo, con las mejillas hundidas y los ojos pálidos de un santo, toma confesión a una devota. (Al menos en dos ocasiones, el narrador se refiere al confesionario con el término “armario”). Después será el turno de Simone. Lo que sigue es una orgía feroz en la que se mezclan el martirio del cura (“carroña”, “miserable”) con una parodia del sacramento de la eucaristía, en la que se produce la transustanciación del pan y el vino en el semen y la orina de Cristo. Omito los detalles del ritual para no mermar el placer de quien quiera leer o releer el pasaje; tan solo diré que el ojo del joven cura acaba instalado como por ensalmo entre los párpados del sexo de Simone. Torsión del sacramento que tiene el valor de un sacrilegio definitivo: Bataille daba muerte así a la fe de su juventud.
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Parece que Historia del ojo fue escrita en el reverso de ciento setenta fichas de lectura de la Biblioteca Nacional de París, donde trabajaba Bataille, y que en cierto modo es el resultado de una suerte de grafoterapia dirigida por el doctor Adrien Borel, su psicoanalista a la sazón. Como ya se ha dicho, Bataille condenó su libro a una distribución exigua y clandestina y jamás lo firmó con su propio nombre. Prefirió servirse de un pseudónimo: Lord Auch = Lord aux chiottes = el Señor en el cagadero. En la parte final del libro, que lleva por título Reminiscencias (o Coincidencias, dependiendo de la edición), Bataille evoca la figura de su padre, ciego y paralítico a causa de la sífilis: “Si orinaba, generalmente los ojos se le tornaban casi blancos; asumían entonces una expresión de extravío; no tenían por objeto más que un mundo que él solo podía ver y cuya visión le sugería una sonrisa ausente. Así pues, es la imagen de aquellos ojos blancos la que asocio a la de los huevos; durante el relato, cuando hablo del ojo o de los huevos, suele aparecer la orina”. He aquí pues a Dios Padre en su trono, un patético diosecillo invidente y en proceso de putrefacción que se hace sus necesidades encima.
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