« Celui qui ne sait pas rire, ne doit pas être pris au sérieux.»
Philippe Sollers
Topor: el azar y la necesidad
Es curioso cómo el azar –qué cabrón- acaba convirtiéndose en destino. Dejen que les cuente, las cosas –creo- fueron más o menos así. En 2014, Juan Jiménez García tuvo la ocurrencia de publicar en Détour una reseña sobre un libro de relatos que yo, por mi parte, había tenido la impertinencia no solo de escribir sino también de dejar que publicasen. El libro en cuestión se titulaba Convertiré a los niños en asesinos y a Juan le parecía que rezumaba Topor por todas sus costuras, tesis elogiosa que, por supuesto, él razonaba y justificaba muy sabiamente. A lo que parece, la semejanza radicaba sobre todo en el trato que ambos dispensábamos a nuestros personajes y en el modo que teníamos de sazonar sus desabridas existencias: auténtica gastronomía caníbal, en resumidas cuentas. ¿Roland Topor? ¡Pero qué demonios!
Tres años y tres libros después, Juan y yo deambulamos por los alrededores del mercado de Mosén Sorell, en el corazón mismo del barrio valenciano de El Carmen. Por fin caro et sanguis, después de tanto tiempo existiendo solo como fantasmas digitales. Estamos en invierno, ya ha anochecido y por las callejas del casco antiguo circula un viento que es más escocés que levantino, otro intruso en la ciudad: se diría que hasta el edificio del mercado tiene algo de castillo gótico en miniatura. El espectro de Topor también nos acompaña, como es natural. “Oye, ¿pero de verdad habías leído a Topor o eran solo cosas mías?”, me pregunta. “Pues claro que lo había leído, ¡por quién me tomas! Lo leí por primera vez siendo adolescente. Todavía conservo mi vieja edición de Acostarse con la reina (Anagrama, 1982) para demostrarlo”. Pero también es cierto que lo tenía un tanto olvidado y que, desde luego, no lo tenía presente cuando escribí Los niños asesinos. O al menos no conscientemente presente. “Tú eres el culpable de que haya vuelto a Topor -le acuso-. O de que el fantasma de Topor haya vuelto a nosotros, no sé”. Luego le recuerdo una anécdota que sin duda él ya conocía, pero calla como si no:
En 1962, Arrabal y Jodorowsky, los otros dos vértices del triángulo pánico, que llevaban algún tiempo frecuentando a los surrealistas, decidieron llevar a Topor a La Promenade de Vénus, un café cerca de Les Halles en el que pontificaba Breton. Topor huyó escopetado a los cinco minutos. “Salí rápidamente a comprarme clínex -cuenta él mismo-. ¡Me ahogaba! Cuando Breton profetizaba, no se podía estornudar. Las chorradas [conneries] se castigaban con severidad. Uno no tenía derecho a elegir a sus amigos. Breton era el único juez del bien y del mal. Era un verdadero director de escuela”. Juan y yo admiramos a Bataille y Leiris y parece que estamos de acuerdo en que, como pasa con cualquier otra iglesia, lo más interesante del grupo surrealista son precisamente sus apóstatas y sus heresiarcas. También en cuestión de disidencias, Topor se reveló como un plusmarquista mundial.
“¿Sabes lo que más me gusta de Topor? -le suelto después a bocajarro- ¿Lo que más le envidio? ¿No? Su risa.” Y le explico: no su comicidad ni la risa que puedan provocar sus dibujos o sus textos, nada de eso. Lo que me causa mayor envidia es su propia risa, sus carcajadas, esas explosiones de hilaridad -tan francas, tan terribles- que le sacudían cuando el interlocutor menos se lo esperaba y que dejaban al otro como noqueado y desarmado. “Eso es”. Y apenas lo he dicho me doy cuenta de que no sé de dónde ni a qué viene todo esto, de que en un torpe intento por exhibir cierta agudeza mental me he metido en un berenjenal del que no sé si podré salir. Y así me hallo ahora, toporizado hasta el tuétano en buena medida por obra de Juan Jiménez, embarcado en el proyecto de una Biblioteca Roland Topor cuyo primer volumen habrá de llegar a las librerías en los próximos meses y, para colmo de males, en la necesidad de dar razón de mi fascinación, no ya por el humor toporiano ni por la risa en la obra de Topor, sino por las risotadas de nuestro gran déconneur. Decía Voltaire en su Diccionario filosófico que “los que buscan las causas metafísicas en la risa no son alegres”, así que en las próximas líneas intentaré evitar la murria en la medida de mis fuerzas. Ya veremos.
Ellos lo vieron reír
Empecemos, no obstante, con un hecho luctuoso: Roland Topor murió el 16 de abril de 1997, lo cual significa que acabamos de terminar el año del vigésimo aniversario de su fallecimiento. En Francia algunos se dieron por enterados. La Biblioteca Nacional, por ejemplo, le consagró una magna exposición que pudo visitarse en París durante cerca de cinco meses y el Consejo de la ciudad decidió honrar su memoria dándole su nombre al de una callecilla del distrito X, precisamente aquel en el que Topor se crió. En España tuvimos que conformarnos con una pequeña muestra de sus dibujos en la Sala Municipal de las Francesas de Valladolid y con un breve homenaje en el festival de cine de la misma ciudad. Pero que Topor tuviera la torpeza de morirse a una edad muy por debajo del límite fijado por las estadísticas también significa que nos privó de asistir en directo al estruendo de sus carcajadas. Estamos tristemente obligados, en consecuencia, a recurrir a ese puñado de vídeos que pueden encontrarse en la Red, al remedo de risa de su caracterización de Renfield en el Nosferatu de Herzog, o bien al testimonio de muchos de aquellos que en vida compartieron con él copas y chanzas. Lo que sigue es un inventario no exhaustivo de algunos de ellos.
Salim Jay, en su Merci Roland Topor, comienza con una advertencia: “Sobre todo, no reducir a Topor a su risa, puesto que el hombre no era reductible a nada”. Sea. Sin embargo, monsieur Jean, que se encargaba de recibir a los clientes en la Brasserie Lipp de Saint-Germain-des-Près, recuerda: “La cervecería es mi vida. A veces sueño con ella. Dormido, oigo en ocasiones las risas prodigiosas de Henri Salvador y Roland Topor”.
Fernando Arrabal, en Champagne pour tous, también alude a la voz autorizada de los camareros: “- ¡Sigues riendo, Topor! ¡A carcajadas! - Ni tú ni nadie va a impedir que ría. Con Topor -me dijo ayer el camarero del café-, no hacía falta poner la televisión para distraerse de verdad. Su risa… ¡menuda fiesta!”. Y el escritor y pederasta Gabriel Matzneff reconoce en Boulevard Saint-Germain que esa risa, “tan asombrosamente viva”, le ha inspirado un poema.
Algo a lo que en efecto se asemeja el panegírico que le dedicó Claude Confortès en L’Avant-scène del 15 de mayo de 1997: “Ríe. Risa de gigante. Se derrumban las murallas de la estupidez. Caen las máscaras de la falsa humanidad. Se desintegra el caparazón de las costumbres embusteras. El hombre que se encuentra frente a este estallido de hilaridad aparece desnudo en su verdad. Es el “efecto Topor”. […] Era la misma deflagración: reía y uno no veía, no escuchaba nada más que a él, aunque él no lo quisiera”.
Por su parte, el actor y dramaturgo Jean-Michel Ribes evoca cierta velada en casa de Arrabal en el año 1969: “En aquella época, para ser reconocido había que haber puesto en escena una obra de Arrabal. Era un paso obligatorio. Así que yo había montado una obra titulada La leche de Barrabás. Estaba cenando en casa de Arrabal y él me dijo: “Tengo un amigo que va a unirse a nosotros. Se llama Roland Topor”. Yo lo conocía de nombre, sobre todo por su participación en Hara-Kiri. Así que llega Roland y le oigo decir: “¡Ay, ay, ay! Estoy muy mal. Tengo la sensación de tener pus en el cerebro”. Yo estaba comiendo y aquella imagen me quitó por completo el apetito. Me dije: “Tengo que irme. Es demasiado violento. No puedo verlo”. Y luego le oí soltar una carcajada. Y esa risa, que vencía cualquier angustia, cualquier miedo, cualquier aprensión, hizo que de inmediato me acercase a él y que nos hiciéramos amigos”.
En su contribución a Topor, l’homme élégant, Laurent Gervereau reconoce también el carácter antiséptico de la risa toporiana: “No me hablen de la risa de Roland Topor. Topor no reía. Topor estornudaba delante de los intrusos o de una pregunta que le mosqueaba. Frente a la estupidez humana, él sabía escabullirse, huir”. Una valoración que, en fin, está muy próxima a la que hace Borys Cyrulnik, neuropsiquiatra y compañero de liceo de Topor, en Sauve-toi, la vie t’appelle: “[Roland] no perdía ninguna ocasión de reír, algo que para él, por cierto, era una forma de protesta. Cuando una orden le disgustaba, cuando un argumento le irritaba, reía tanto que así salía victorioso”.
La risa según Bergson
En 1899, Henri Bergson publicaba tres artículos en la Revue de Paris que algo más tarde aparecerían en forma de libro con el título común de Le rire (La risa). Con el paso del tiempo el texto se convertiría en un pequeño clásico de la filosofía, una disciplina que por lo general -hay que reconocerlo- es muy poco dada al jolgorio. El objetivo que se propone Bergson es, para empezar y como es obvio, dar respuesta a la pregunta “¿qué es la risa?” y, en segundo término pero igual de importante, determinar cuáles son los procedimientos de fabricación de lo cómico. Dicho de otro modo: qué es la risa y a qué fines sirve, cómo se genera y cómo puede provocarse.
Bergson parte de tres observaciones fundamentales que serán los tres puntales sobre los que se sostenga el desarrollo posterior de sus razonamientos. En primer lugar -afirma-, no hay nada cómico fuera de lo que es propiamente humano. Los bípedos implumes no solo son animales que ríen, sino que además son bichos risibles y tendentes a hacer el ridículo. En segundo término, la risa y la emoción son enemigas irreconciliables. Lo cómico se dirige a la inteligencia pura y, para que surta efecto, tiene que producirse una momentánea anestesia del corazón. Y, en tercer lugar, la risa, el disfrute de la comicidad, exige la presencia de los otros. Nadie ríe en soledad a no ser que, como el Renfield de Nosferatu, no esté en su sano juicio.
Freud, en las últimas páginas de El chiste y su relación con lo inconsciente, reprochaba a Bergson que toda su teoría del carácter cómico podía encerrarse en las fórmulas de la “mecanización de la vida” y la “sustitución de algo natural por algo artificial”. Por muy reduccionista que nos parezca la observación freudiana, vamos a aprovecharla para sintetizar lo esencial de la teoría bergsoniana de la risa, pues en cierto modo es verdad que todo el texto de Bergson está construido sobre variaciones en torno a los temas de la rigidez, la cosificación y el automatismo como opuestos al fluir perpetuo, la variedad y la variabilidad como características fundamentales de lo vivo.
Lo cómico -dice, por ejemplo, Bergson- aparece en un espacio en el que el hombre se ofrece simplemente como espectáculo al hombre y en el que queda cierta rigidez del cuerpo, del espíritu y del carácter, “que la sociedad quisiera también eliminar para obtener de sus miembros la mayor elasticidad y la mayor sociabilidad posibles. Esa rigidez -sentencia- constituye lo cómico y la risa es su castigo”. Si se quisiera ofrecer una definición negativa de lo cómico aproximándolo a su contrario -continúa Bergson-, habría que oponerlo a la gracia, más que la belleza. No es tanto fealdad, como rigidez. En cierto modo, podríamos decir que lo que provoca risa no tiene gracia.
Si la vida no se descuidase a sí misma, sería “continuidad variada, progreso irreversible, unidad indivisa”. Lo cómico, pues, es el automatismo instalándose en la vida e imitándola, y por automatismo hay que entender, según Bergson, la movilidad de la vida regulada por la inmovilidad de una fórmula. “Esa desviación de la vida en dirección a lo mecánico es la verdadera causa de la risa”. Llama la atención que el propio Freud, inspirándose en Jentsch, encuentre también aquí una de las fuentes de lo siniestro. Según Jentsch y Freud, la sensación de lo siniestro se despierta en nosotros cuando sentimos que se difuminan las fronteras entre lo animado y lo inanimado, entre lo orgánico y lo mecánico. Sin duda me repito, pero tal vez el humor y el horror no estén tan lejos como pueda parecer a simple vista. Basta con asomarse a algunos dibujos de Topor para confirmarlo.
De oficio, déconneur
En un vídeo sin datar, aunque es harto probable que se trate de una grabación de la década de los setenta, vemos a Jacques Sternberg y Roland Topor sentados a una mesa del Café del Flore, el viejo bastión dadá-surrealista. Los dos hablan con el entrevistador, que permanece fuera de cuadro, sobre los puntos que ambos tienen en común. Topor niega que haya tal cosa y añade: “Los dos hacemos lo que nos da la gana. No tenemos rigor”. Lo que les gusta es déconner -concluye- y puntúa su ocurrencia con una carcajada humeante. La risa se revela así, en primer lugar, como un eficaz antídoto contra el rigor, y sobre todo -como veremos- contra el rigor mortis.
En L’artiste multiple, una parodia de entrevista publicada en 1966 en la que hace a la vez de interrogado y de interrogador, Topor se cuestiona el sentido de las muchas disciplinas que cultiva. A preguntas como “¿por qué pinta usted?” o “¿por qué escribe usted?”, el entrevistado responde invariablemente: “para parecerme a un pintor”, “para parecerme a un escritor”, respuestas que justifica después con una sarta de tópicos asociados con cada uno de esos oficios -la oreja cortada del pintor, la botella de bourbon en el cajón del escritor, etc.- y cierra siempre con la misma fórmula: “es tan triste ser pintor, es tan triste la literatura, es tan triste hacer cortometrajes”. El texto termina, sin embargo, con un paradójico malabarismo muy propio de un déconneur: “¿Por qué no hace usted nada? Para parecerme a un héroe. ¡Es tan bello, es tan triste un héroe! ¿Y tiene usted tiempo de hacer todo eso? Sí, duermo mucho. Usted no es ni pintor, ni escritor, ni cineasta ni héroe; usted es humorista. ¡Es tan gracioso [drôle] un humorista! -remata Topor-”.
Demos otro brinco espaciotemporal. Vamos allá: estamos en 1991, en el programa de televisión T’as pas une idée, que conduce la presentadora y crítica de cine France Roche, y ahora es el público presente en el plató el que somete a interrogatorio a Topor. De nuevo a vueltas con su identidad profesional. “Me encantan los detectores de gilipolleces [conneries]”, dice Topor. De acuerdo, ¿pero cómo se definiría a sí mismo? Definirse es algo que uno hace en las aduanas, delante de la policía, ante alguien que te pide los papeles. “Artista” es una palabra que le merece más respeto que, por ejemplo, “creador”, pero aún así… “A veces pongo ‘artista’ en las fichas de hotel”. ¿Qué tal un touche-à-tout (metomentodo)?, propone uno de los inquisidores. Tal vez, solo que uno nunca puede meterse lo que se dice en todo. “Déconneur no es un oficio -zanja Topor-; si no, ¿por qué no?”.
Déconneur es un término de difícil traducción al castellano. Podríamos echar mano de “bromista”, “guasón”, “cachondo” o incluso “metepatas”, pero nos quedaríamos cortos o nos saldríamos del espacio semántico que cubre el vocablo francés. Déconneur está emparentado con el verbo déconner, y este con con [“coño”, pero también “gilipollas” o “imbécil”] y con connerie [eso que hacen y dicen los gilipollas]. Los diccionarios, que por lo común lo tachan de vulgarismo, recogen al menos cuatro acepciones diferentes del susomentado verbo. Déconner es: 1. Retirarse del coño de una mujer una vez terminado el acto sexual. Acepción arcaica. Su antónimo es enconner, que consistiría en el movimiento contrario. 2. Hacer o decir tonterías o gilipolleces. 3. Divertirse, olvidar las buenas maneras, desfogarse. 4. No funcionar, tener un fallo. Déconneur es pues el que déconne; no un gilipollas, sino todo lo contrario: un desgilipollizador, si se me permite el neologismo; es decir, un guasón dotado de un fino olfato para detectar las solemnes gilipolleces que por lo general oculta toda la seriedad normalizada. “La seriedad vuelve a la gente gilipollas -sentencia en otro momento Topor-; las vuelve tristes. Hace falta mucha pasión para renunciar a la seriedad”.
¿Y usted, señor Topor? ¿Nunca se ha puesto serio? -le preguntan en otra entrevista para la televisión belga-. “¿Serio? Una vez, cuando me di con el pie contra un bolardo”. Palabra de déconneur.
La risa de Topor según Topor
Al final de la exposición en la Biblioteca Nacional de Francia mencionada más arriba, Le monde selon Topor, los visitantes se topaban con una pantalla en la que se proyectaba una entrevista de unos veinte minutos de duración. En ella el interrogador le espeta a Topor: “¿Ha habido alguna entrevista en la que no se haya reído?”, a lo que Topor responde con una clamorosa risotada. “No creo en las clases magistrales -continúa-. Ahora bien, en una entrevista clásica, me ponen en la situación de dar una clase magistral. […] Las cosas no son algo fijo, y yo tampoco soy algo fijo. […] No consigo verme como alguien completamente terminado, hecho, muerto. Me veo como alguien que todavía se mueve, vivo, con sus contradicciones”. Una declaración que Bergson habría suscrito de un extremo a otro.
Como tantas otras situaciones, una entrevista establece un escenario social altamente codificado. Las preguntas ya están escritas, y también lo están en cierta medida las respuestas. Más que un diálogo, una entrevista suele ser una encerrona. “Me gusta jugar -reconoce Topor-, pero no me gusta verme acorralado. Ahora bien, en las entrevistas a menudo te llevan a simplificar tu pensamiento, a empobrecerte, en realidad. A menudo hay tres o cuatro razones para hacer las cosas. Pero en las entrevistas te llevan de algo que era bastante rico, divertido y no muy grave a algo seguro. […] Así que me río”. La risa vendría a funcionar así como un recurso defensivo, como una técnica de defensa personal: frente a la esclerosis y el envaramiento, una buena carcajada en los morros del preguntón.
A Topor le gustaba citar un aforismo de los Silogismos de la amargura de Cioran: “Lo Real me produce asma”. “Cuando suelto una carcajada -afirma, por ejemplo, en Courts termes (1994)-, rara vez es a causa de una situación cómica deliberada. Es más bien porque me veo enfrentado a una realidad que me provoca una reacción alérgica”. Una risotada tiene, pues, también algo de sacudida involuntaria o de reflejo incondicionado. Como un estornudo, se trata de la respuesta ante un elemento virtualmente patógeno que quiere penetrar en nuestro organismo: la seriedad y la gilipollez en toda su pompa. Bergson habría dicho que se trata más de un gesto que de una acción. “Son los códigos poco permisivos los que acarrean este tipo de reacción para escapar a un comportamiento previsto por adelantado, para escapar a la petrificación”. A menudo no se ríe de lo cómico -reconoce Topor en otro lugar-, sino de lo trágico. “La naturaleza sale por donde hay fugas; pues bien creo que tengo una fuga por la boca. Y por otros lados también, sin duda”.
El viejo Bergson señalaba que es de temer una infiltración de lo cómico en cuanto interviene una preocupación por el cuerpo. Cuando el cuerpo se antepone al alma, la carcajada asoma las orejas; por eso los héroes de las tragedias no beben ni comen ni se excitan, e incluso procuran no sentarse. Basta con sugerir la posibilidad de un pedo mientras se elucubra solemnemente sobre la esencia y la sustancia de lo cómico para que la risa se nos escape por la boca.
Tres cuentos, o cuatro. Una guía de vida
En Je me sens drôle, un breve texto incluido en Vaches noires, el último libro de relatos de Topor, publicado póstumamente, el narrador se confiesa: “Jamás he intentado encontrar a la vida un sentido moral o estético ni tratado de conducir a la humanidad por el buen camino”. Todos los sentidos de la palabra drôle [“gracioso”, pero también “extraño”; un poco como funny en inglés] le sientan como un guante, añade. Y “si por ventura río, los estridentes sonidos que se escapan de mi garganta me irritan los tímpanos”. Tres notas que sin duda podrían servir para dibujar un retrato apresurado de su autor. Su contraparte la encontramos en Pas chatouilleux. Aquí la voz narrativa pertenece a un burgués que no tiene cosquillas. Por lo visto, cosas de la herencia: de la banca, por parte de padre; de la industria pesada, por parte de madre. “Ningún ser verdaderamente civilizado debería reír -sentencia-. La vida es un asunto serio”.
Le temps, incluido en el mismo volumen, es un relato que está a mitad de camino entre la disquisición filosófica un tanto bufa y la parodia de un manual de autoayuda. En cierto modo, es un cuento de raciocinio a la manera pessoana. En él Topor trata de dar respuesta al siguiente problema: ¿cómo jugar con la elasticidad del tiempo y hacer que los buenos ratos se estiren todo lo posible y los malos pasen como un suspiro? Constatación preliminar: el tiempo vuela a fuerza de hablar y pensar, por eso a las piedras el tiempo debe durarles una eternidad. De aquí se derivan dos preceptos: 1. callarse cuando todo va bien, charlar cuando la cosa se pone aburrida, como hacen los críos en el colegio; 2. no pensar cuando todo va bien, pensar únicamente en caso de necesidad. Solo que de inmediato surgen dos dificultades, también emparejadas: 1. si no pensamos cuando todo va bien, ¿cómo saber, precisamente, que la cosa va bien?; 2. ¿cómo hacer para dejar de pensar? Solución a 1: definir por adelantado el estado de “todo va bien”, lo cual resulta harto sencillo: “todo va bien” cuando nos acercamos al encefalograma plano, cuando se produce “una regresión vegetal de todo el organismo”. Solución a 2: poner los ojos bizcos para mirarse la punta de la nariz. “Cuando bizqueamos -concluye Topor-, el tiempo pasa menos rápido”.
Ahora bien, ¿qué hacemos cuando nos encontramos en un estado de euforia? Cerramos los ojos, y al cerrar los ojos de nuevo acecha el demonio de la reflexión. “Hay que desaprender a cerrar los ojos cuando todo va bien”, pues. Para que el tiempo pase rápido, la operación ha de ser la opuesta: “hablar, cerrar los ojos y pensar. O si adoptamos otra formulación: pensar en cerrar lo ojos mientras se habla”. Como puedes ver, el camino hacia la felicidad es terso y cuesta abajo, querido padawan. Solo tienes que tener cuidado de no tropezar mientras tuerces los ojos.
La risa es también el tema central de un textículo incluido en el anecdotario Les combles parisiens y que lleva por título Stalingrad. Topor evoca, en este caso, una vivencia infantil. Cierto día su madre recibe una carta desde Moscú en la que su hermana, superviviente del exterminio nazi, le comunica que su hijo, piloto de caza, ha muerto en Stalingrado. La mujer se ha enterado de que en París existe una estación de metro con el mismo nombre y le pide que, cuando pase por allí, tenga un recuerdo para su pobre Choura. “Debo decir -rememora Topor- que mi hermana y yo pasábamos cuatro veces al día precisamente por Stalingrado. Para ir y venir del instituto. Durante los días siguientes adoptábamos un gesto grave dos estaciones antes de llegar a Stalingrado. Pero cuando el tren se detenía, era más fuerte que nosotros y el ataque de risa hacía que nos dobláramos por la mitad. Y eso que hacíamos esfuerzos desesperados por mantenernos serios. Nada que hacer. La risa acababa siempre por imponerse. Una risa formidable, inextinguible, que nos dejaba rotos, con el estómago dolorido y el rubor de la vergüenza en la cara”. La reacción -apostilla Topor- sigue siendo la misma hasta el día de hoy. El relato tiene apenas una docena de líneas, pero funciona como un apretado compendio temático del mundo toporiano. Están París, la familia, la Shoah, el recuerdo del horror… y también la risa. La risa como reacción espontánea e irresistible frente al terror y la risa como guardiana de la memoria. “Mi tía se ha salido con la suya -termina Topor-: pensamos en Choura”.
Epílogo: Roland, el quimérico inquilino
En agosto de 2011, en un encuentro para Libération, el actual editor de los textos de Topor en Francia, Frédéric Brument, recordaba la figura del gran déconneur junto a Cabu y Wolinski, dos antiguos colegas de Roland en los tiempos de la revista Hara-Kiri que poco después serían asesinados en los atentados de Charlie Hebdo. Brument reconoce la franqueza de la risa de Topor: “Su risa no era forzada, era de verdad una risa de angustia, incontrolable. Trabajaba mucho con sus propias angustias infantiles: lo que había vivido como judío escondido en Saboya, en una familia de campesinos católicos”. Y Cabu comenta: “Tenía problemas con su vecino de arriba o de abajo, que arruinaron los últimos días de su vida. Lo denunciaba porque vivía de noche y se reía demasiado alto”. Maldita la gracia.
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