Hace ya más de dos años que se estrenó el Fausto de Sokurov. Es por ello que, antes de empezar, me siento con la obligación de justificar la aparición del presente texto, por cuanto el interés de lo que dictan las modas, de lo inmediato o de lo último ya no cuenta entre sus razones de ser. Antes bien, si me siento a escribir sobre la última película del ruso es porque, a diferencia de dichas tendencias sociales y culturales, el largometraje de Sokurov se niega a abandonar mi mente. Dicho de otra forma: se niega a pasar de moda, por cuanto jamás quiso formar parte de ella. La razón es simple: el marco temporal en el que se inserta, como producto y como obra, supera con creces el de otras superproducciones actuales: se concibió y se realizó con la vista puesta en la tradición humanista nacida prácticamente con la cultura griega, y es a través de ella que uno debe leerla y junto a ella que uno debe colocarla. El presente del Fausto sokuroviano es el del ser humano como sujeto a, como vehículo de y como última expresión del paso del tiempo. Por lo tanto, nunca es demasiado temprano, ni demasiado tarde, para dedicarle unos minutos de atención. Sumergirse en ella puede ser comparado perfectamente a bañarse en las aguas del famoso río heraclitiano. Sin embargo, de la misma manera que la obra se proyecta hacia un marco trascendental y a todas luces cuestionable, sujeto a múltiples cuestiones y consideraciones, también es cierto que nació como parte de un conjunto orgánico y ceñido a una serie de características propias, de ahí que para entenderla y analizarla sea necesario devolverla a su lugar de origen. En otras palabras: ponerla en relación con las otras obras de su director y así interpretar mejor los elementos que la conforman. Actuar así quizás convierta el presente artículo en una suerte de retrospectiva o, mejor dicho, de relectura de la obra sokuroviana. Pero eso de ningún modo nos preocupa: siguiendo a T. S. Elliot, no hay gran obra de arte que no suponga un diálogo directo con la tradición previa.
Si retrocedemos a sus primeros ejercicios como cineasta, Sokurov ha mostrado en múltiples ocasiones que su interés radica en la captación del tiempo plasmado de manera radical en los paisajes, en los interiores y en la captación del cuerpo humano. Así habría que entender, por ejemplo, los retratos sokurovianos de Hitler, de Lenin y de la madre moribunda de Madre e hijo: como investigaciones de ese presente absoluto, universalmente humano, que acompaña a cualquier criatura en su devenir. Lo importante, lo verdaderamente precioso de estas películas, consiste en percibir -en casi sentir- el respirar de los personajes, el bombear de sus corazones, el soplar del viento y el latido de la vida vegetal; en una palabra, en la expresión del peso de la existencia (humana o no humana) en cada uno de sus fotogramas. El punto de vista que se adopta en estas películas de finales de los noventa es la de una instantánea que busca la plasmación exacta y objetiva del vivir de sus protagonistas. No nos incumben los motivos por los que escoge a Hitler o a Lenin como tema: lo radicalmente sokuroviano es la necesidad de ir más allá de la imagen para mostrar lo invisible, lo mágico, lo divino del ser.
Con el cambio de siglo ese enfoque resulta insuficiente. A partir de Padre e hijo, y más aún en The Sun, el presente silencioso, impenetrable, custodio del secreto del ser, empieza a sufrir cambios notables: se pasa de un existir individual, aislado, casi poético, en un ahora que se diría eterno, a estar en constante relación con los demás, esto es, a una incursión en la vida comunitaria que aporta nuevas dimensiones al pensamiento del cine sokuroviano. Las razones son obvias: la comprensión del presente en todas sus dimensiones solo es posible cuando la perspectiva se abre a todos los “ahoras”; dicho de otro modo, cuando la vida individual no se muestra ya en sí misma sino también representada por instituciones, comunidades y movimientos sociales. De ahí que en Padre e hijo, The Sun o Aleksandra se amplíen tanto el número de personajes como de espacios, y que se incrementen los hechos narrados y la velocidad con la que se exponen. Resumiendo: del cuadro intimista y simbólico cambiamos a un tono épico en el que esa íntima conjunción de lo uno y lo múltiple, de lo interior y lo exterior, acaba por mostrar con mayor profundidad las bases del presente.
Fausto es la culminación de ese proceso. Junto con Aleksandra, su película inmediatamente anterior, busca encarnar de una manera completa esos procesos, esos poderes, esos fundamentos que recorren la vida de los seres humanos sin que estos puedan o quieran dominarlos. Asistimos pues a una comprensión del presente que ya no es solo individual ni social sino también política, cultural e histórica. Se diría que el director quiere revelar las estructuras, siempre esquivas al ojo humano, que permiten que seamos, pensemos y sintamos como lo hacemos, puesto que ahí radica la explicación del presente que estamos viviendo: en ese amalgama de elementos conscientes, fortuitos, subconscientes y sociales que producen los conflictos, que los refuerzan y que asimismo nos permiten reconocerlos como tales (la weltanschauung en Heidegger). Pero ahí donde Aleksandra era observadora, contenida y analítica -quizás como último vestigio de esa visión poética predominante en Madre e hijo-, el Fausto se entrega en cuerpo y alma a la disección y a la exposición. Vemos ante nosotros lo real y lo soñado, lo pensado y lo vivido, en un juego donde predomina el tono humorístico-macabro y que nos muestra un universo imaginativo y conceptual absolutamente cerrado. Sokurov acaba creando un muro de significado contra el que el espectador no puede hacer más que estrellarse.
¿Supone eso un éxito o un fracaso? Seguramente ninguna de las dos. A priori podríamos decir que el estilo sobrecargado en ocasiones resulta demasiado pedagógico, por cuanto repite lo ya comprendido, y en otras poco claro, por cuanto el comentario individual o la escena aislada pueden llegar a ser eclipsadas en el vórtice del discurso. Sin embargo, difícilmente podría darse voz a un presente completo sin esa densidad -que se lo pregunten a Joyce-, habida cuenta de que el objeto de análisis es una fuerza de la naturaleza del tipo de Fausto, símbolo por antonomasia de la hybris europea. Es más, a su favor aún podría decirse que la estrategia de Sokurov viene a reforzar su teoría de que no hay nada ni nadie capaz de controlar esas estructuras sociales, culturales y emocionales que tan pormenorizadamente ha intentado mostrar a lo largo de los años. Si los Hitlers, los Lenins y los Hirohitos aparecían débiles, enajenados y víctimas de su propia ansia de poder, era porque Sokurov nos los situaba en un post-presente, esto es, en un tiempo en el que las decisiones ya habían sido tomadas y los dictadores aparecían como los restos de algo que una vez fueron. En cambio, el Fausto nos muestra el proceso completo por el que la voluntad de poder se hunde en el fracaso más terrible, y habla porque es necesario decirlo todo, verbalizarlo todo, y así enseñar cómo ni los argumentos, ni las palabras, ni el pensamiento racional pueden entender, cambiar o dominar el destino. Las palabras acaban diciendo lo mismo que el silencio. De ahí que Mefistófeles sea el verdadero héroe de la función.
Más aún: Fausto consigue que lo sentido, lo pensado, lo ocultado y lo sugerido, lo personal, lo colectivo y lo cultural formen una única pasta, ese molde con el que dar forma a un espacio y a un momento. Su caso podría compararse al de Querelle de Fassbinder, pieza en la que el director alemán compaginaba de una manera muy brechtiana todos los elementos a su alcance para hacer del sentido de su película algo mucho mayor que la suma de sus partes. Tanto Fassbinder como Sokurov quisieron llenar cada fragmento, cada sonido y cada imagen de sentido y significado, en relación a la trama, en relación al discurso, en relación a la obra adaptada y en relación al momento en el que se produjo la película. El resultado, evidentemente, será caótico, abrumador e incluso demasiado obvio en su empeño por decirlo todo de todas las maneras posibles. Pero también será profundamente íntimo, profundamente personal, hasta extremos difícilmente comprensibles por personas ajenas al discurso del director -incluso para él mismo.
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