Aún queriendo saber cómo de culpable fue, tendido en aquella camilla, sin habla, llorando por fin la pérdida de ella, a destiempo, consciente de que la quiso y de que pudo dejar de ser un subproducto mezquino de sí mismo.
Qué extraño final para quien solo pensó en él, para quien solo tuvo oídos para sus propias palabras.
Cambiarán los atrezzos, la música o el vocabulario, pero tan pronto podríamos estar en dominios de Borzage y Ray como en tierra de Eustache y Garrel.
O de Alain Resnais.
Por la pasión, por el deseo, por las razones y sinrazones del amor, transitan muchas obras del gran cineasta francés, desde la fundacional Hiroshima mon amour (y aún antes, quizá desde que se embriagó del cine de su profesor Jean Grémillon, todavía sin haber rodado su primer corto) hasta la postrera Aimer, boire, chanter/Life of Reily, reapareciendo cada poco tiempo en su filmografía algunas de las facetas que le interesaron del romanticismo.
No resulta sin embargo fácil “categorizar” un concepto como ese en su cine, entresacar una idea más o menos constante al respecto, de entre unas imágenes como las suyas, diría que en exceso asociadas a la intelectualización de las pulsiones más irrefrenables.
Si hay un film suyo que trata de entender realmente qué es querer a otra persona, por qué a veces no hay sincronía, qué huellas deja la pérdida, ese sería sin duda Je t’aime, je t’aime, teóricamente el más evidente filme “de ciencia ficción” de su autor, dentro de una filmografía pródiga en fantasías.
El fragor de las batallas de aquel año 1968 tronaba momentáneamente muy lejos, pero al mismo tiempo, certeramente, la película anticipaba la depresión y el desconcierto en que se iban a sumir algunos de sus compatriotas y colegas merced a los acontecimientos allí gestados. Aislada, abstraída, Je t’aime, je t’aime era la segunda colaboración entre Resnais y el escritor Jacques Sternberg, con el que había probado su afinidad en el episodio para el filme colectivo Loin du Vietnam unos meses antes. A Resnais le gustaba tanto la escritura de Sternberg como ganas tenía de reinterpretarla y hacerla cine desde que terminó Muriel ou le temps d’un retour.
Con este “nuevo Claude Ridder” -distinto actor, muy distinto personaje, opuesto propósito al encarnado por Bernard Fresson en el mencionado cortometraje- practicarán el cineasta y su guionista un doble experimento: el que imaginan -un instante, casualmente de felicidad, es restituido pero encalla y entra en bucle, abriendo paso a multitud de recuerdos que llevan a Ridder al colapso- y el que no pueden prever, la respuesta al propio filme.
Doble fracaso.
Ni el efecto provocado por la misteriosa solución inyectada en el cuerpo del suicida protagonista, aún enfermo, para hacerlo viajar a su pasado, ni la acogida que tuvo el filme podrían calificarse de otra manera.
Prácticamente ninguna de las aproximaciones de los compañeros de generación de Resnais a “otras dimensiones” (bastante acotadas a los 60 o primeros 70 y asimilables a varios géneros más. Recordemos: Fahrenheit 451 de Truffaut, Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution”, Anticipation ou l’amour en l’an 2000” o Il nuovo mondo, de Godard, La jetée de Marker, L’homme au cerveau greffé de Doniol-Valcroze, Les yeaux sans visage de Franju, Les soleils de l’ille de Pacquês de Kast, varios Garrel primerizos, más de un Astruc, algún Chabrol o Rivette ya muy posteriores, etc.) salvo el mencionado largo de Godard, comparten con Je t’aime, je t’aime un abordaje tan desnudo, ingenuo incluso, a los sentimientos amorosos en el ambiente menos “propicio”, la frialdad del intelecto fuera del presente, donde se hace fuerte la selección de lo que pasó o pasará, donde no cabe la debilidad de la duda.
Aunque en realidad solo Je t’aime, je t’aime es un auténtico (quizá el único rodado) rompecabezas, recomponible sin que sobre nada (hubo un montaje lineal, desechado), mejor pareja de baile es la que forma el filme con uno anterior.
No precisamente con el célebre L’année dernière à Marienbad, que casi se opone a Je t’aime, je t’aime en todo, ni tampoco con un puro vanguardismo como Deux fois de Jackie Raynal, -auspiciado por Sylvina Boissonnas- sino con un paseante norteamericano por Normandía como Two for the road de Stanley Donen -donde ya salía fugazmente la Catrine de Resnais, Olga Georges-Picot-, puzzle de gran reputación durante años, clave incluso en la nueva mirada a las relaciones amorosas, íntimamente conectadas quizá hasta las palabras de Frederic Raphael con las de Sternberg.
La aventura de Je t’aime, je t’aime debía haber viajado al pasado (hasta un año antes en la vida del indolente Ridder, concretamente) y así coadyuvar al progreso (bastante “secreto”, extranjero y cualquiera sabe al servicio de qué último propósito), probando por fin que también en humanos era posible retrasar las agujas del reloj y restituir un auténtico trozo de la memoria, pero tan pronto escapa al control de los técnicos (médicos, investigadores y psicólogos antes muy seguros de todo y ahora inermes, como en una torre de control rastreando un avión perdido en la niebla) ya tampoco puede ser cabalmente entendido por los espectadores.
Es fundamental en Je t’aime, je t’aime cómo se comunica cuanto sucede fuera del “sueño” del protagonista.
La planificación ordenada, expedita, casi marcial -lo más preciso y elíptico que nunca rodó Resnais- de las escenas que preceden al experimento, parecen anticipar una peripecia dinámica y que, tal vez, sugerirán alguna hipótesis sobre el funcionamiento de una mente “enamorada”, pero Alain Resnais las opone, sin solución de continuidad, a un laberinto de imágenes sin secuencia temporal definida ni patrón reconocible de montaje por muchas visitas que puedan hacérsele.
Así, el aspecto cronenbergiano -blando, vivo, orgánico- de la cápsula en que introducen a Ridder para someterlo a la droga T5 -¿una futurista biopsia del recuerdo?-, y las pistas sobre el pasado del protagonista, caprichosas, repetitivas o dispuestas para que colisionen unas con otras, provocan que el filme no se postule como un frío enigma ni como una invitación a restituir su orden, sino más bien como una muy carnal visión acerca de cómo de aleatoriamente discurrimos ante un estímulo que despierta una parte convenientemente oscurecida del subconsciente.
Que Catrine muriese accidentalmente, que Claude no sintiera mientras estuvo con ella que la quería más que a otras mujeres con las que alimentó su ego o endulzó su existencia, poco importa ya.
Si no es en presente, ninguna felicidad va a poner de acuerdo al cerebro y al corazón.
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