Freddie Quell, Alexander Supertramp y la vida errante: crónica de un viaje inacabado | Jordi Revert



Paul Thomas Anderson | The master

“Si uno atiende a las más leves pero constantes sugerencias de su propio espíritu, ciertamente genuinas, no aprecia a qué extremos, e incluso locura, ello puede conducirle; y sin embargo, así se fragua su camino, a medida que se hace más resuelto y fiel” (1)



Origen del viaje


El rastro del Alethia dibuja anárquicas y mansas formas de espuma tras sus motores. El paso del barco que concentra la promesa de una nueva vida es firme y armonioso para con su entorno. Y su huella es la de un viaje ya en marcha hacia aguas desconocidas. Las tres primeras imágenes de The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) son los puntos cardinales de un relato fundado en el trauma, un trauma que a su vez se debe a su tiempo: los surcos en el manto marino como inicio del perpetuo movimiento; el rostro atento de Freddie Quell (Joaquin Phoenix) tras la pared de lo que es probablemente una barcaza a punto de arribar a las playas de Normandía; Freddie, subido a una palmera intentando bajar un coco a machetazos. Tres tiempos y tres lugares indefinidos que en su yuxtaposición activan la imagen de una generación descarriada por la guerra. La cacareada por Tom Brokaw como la más grande hoy vagabundea desnortada por las playas de Estados Unidos, incapaz de ingresar en una sociedad que les ha dado la espalda. La oscuridad a plena luz del día es el principio de su historia. Pero el viaje ya había empezado.


Christopher McCandless (Emile Hirsch) comparte una comida con sus padres y su hermana tras su ceremonia de graduación. Sus progenitores, orgullosos del logro académico escuchan felices la posibilidad de que su hijo vaya a Harvard para estudiar derecho. Pero en realidad Christopher lleva años concibiendo su futuro fuera de la férrea e hipócrita estabilidad familiar, realizando escapadas con la mochila a cuestas. La insinuación no es más que una vana esperanza que acerca posiciones de forma pasajera, pero que pronto deja paso al definitivo punto de ruptura. Ellos proclaman su intención de hacerle un regalo: un coche nuevo que jubile a su viejo Datsun amarillo. La proposición le irrita, pues no entiende porque habría de deshacerse de un vehículo que funciona perfectamente. Pronto la conversación sube de tono y Christopher les reprocha su fijación por lo material. Pocas semanas después, abandona el Datsun en la cuenca de un río y camina desierto a través hacia rutas salvajes, dejando atrás todo vínculo con la civilización. En su travesía, toma el ejemplo de otros viajeros y adopta un seudónimo: Alexander Supertramp será su nombre de guerra en el camino.



Impulso del movimiento perpetuo


A partir de entonces, ambos inauguran un viaje de destino y motivaciones inciertas, pero seguramente relacionadas con la inquietud del ser. Henry David Thoreau, desde su refugio en Walden, sus baños en la laguna y sus cultivos, documentó ese impulso del espíritu a buscar las esencias perdidas entre los constructos sociales. Y sin embargo, recordemos que la fuerza que lo movía no era necesariamente la de la llamada a la vida errante: en una de las cartas a Harrison G. O. Blake declina una invitación a visitarle y en su lugar extiende otra a su amigo para venir a verle a Concord. En su correspondencia, Thoreau parece rechazar el influjo del mundo exterior, las noticias que llegan a los rotativos de la Guerra de Crimea o cualquier información que le extraiga de su paraíso particular en Nueva Inglaterra. En lugar de eso, centra su búsqueda esencial en cada semilla que planta, en cada paseo matutino y cada golpe de hacha que propina a un tronco con la intención de preparar leña para un fuego. Thoreau concibe cada acto como alimento de su espíritu, un paso más hacia un encuentro con sí mismo que solo adquiere sentido alejado de los vínculos sociales. Su trascendental experiencia es recogida al detalle en las páginas de Walden, la vida en los bosques. En torno a siglo y medio después, será uno de los últimos libros que lea Alexander Supertramp antes ser encontrado sin vida en un autobús abandonado en las hostiles tierras de Alaska. La conexión entre ambos se evidencia en sus documentadas actitudes hacia la vida material y su vocación por retomar el contacto perdido con la vida salvaje. La diferencia estriba en que Alexander, al contrario que Thoreau, necesita del perpetuo movimiento, la incerteza que depara el camino hacia lo desconocido. En su ruta halla rostros desconocidos que pronto se tornan amigos, y que no pueden sino sentirse embaucados por el inusual gesto que representa el joven viajero: la necesidad de volver al primigenio descubrimiento, en un tiempo en el que ya no quedan territorios por explorar; un gesto quizá temerario pero en definitiva puro, despojado de redenciones personales y justificaciones dramáticas. Aun si es parcialmente consciente de ello, Alexander se lanza a transitar una ruta abandonada de Alaska en el desafortunado momento del deshielo primaveral o desciende el río Colorado por afluentes equivocados con la intención de llegar a Méjico. Su renuncia a la civilización forja una identidad aventurera y esquiva que encuentra afinidades ascéticas con las rutinas de Thoreau en Walden y las predicaciones de Léon Tolstói, otra de sus lecturas imprescindibles. Y ese rechazo no es caprichoso ni impostado, sino la expresión diáfana de una búsqueda inmaterial que fija en cada recodo de un bosque, cada paso en el desierto la celebración de una comunión natural con el paisaje en la que quizá se cifra el misterio de nuestra existencia y finitud.


Sean Penn | Into the wild

El movimiento perpetuo que impulsa a Freddie, en cambio, es el de los descastados, el de los parias que no pueden celebrar la vida porque se la han arrebatado violentamente. Al principio de The Master, las notas retorcidas de Jonny Greenwood presentan a un personaje sumido en un alcoholismo que le lleva de un lado a otro sin poder asentarse: copula con sirenas de arena, se introduce clandestinamente en un taller para robar combustible que utilizará en las bebidas que prepara, es despedido en su fugaz trabajo como fotógrafo por intentar agredir a un cliente, y poco después se dará a la fuga tras envenenar accidentalmente a un anciano con uno de sus licores. Durante las primeras secuencias, Freddie Quell vaga perdido, sin hogar al que volver ni relaciones personales que mantener. Solo tumbos etílicos, esporádicas visitas al psicólogo para determinar el trauma bélico y fallidos encuentros sexuales. Es el reflejo del Dean Moriarty terminal, aquel que en la conclusión de En el camino aparece por vez última frente a Sal Paradise para certificar que ya solo él sigue en el camino, movido por una fuerza inenarrable mientras los demás vuelven a aceptar las reglas. Se halla lejos de cualquier estabilidad, pero también de cualquier ilusión de futuro en una sociedad que celebra el final de la II Guerra Mundial mientras empieza a olvidar a sus veteranos. Es el Alethiael que aparece en su camino para ofrecer una promesa de verdad en el horizonte. Trasunto ficcional del Apollo de Ron L. Hubbard, la intromisión de Freddie en el barco como polizonte le permitirá conocer a Lancaster Dodd (Philip Seymour-Hoffman) y dar con un triple referente para una realidad que se le antoja ingobernable: un maestro, una comunidad y una guía. La Causa le acoge en su seno y le ofrece un relato de vida al que aferrarse, del mismo modo en que lo ofrece a una nación desorientada tras la guerra y necesitada de promesas. Esa causa detiene el movimiento perpetuo al que Freddie parece entregado, pero la estabilidad es solo transitoria: pronto lo que se cristaliza es un modelo de sociedad cerrado en el que la cacareada ciencia se diluye en el culto. Pronto la abrazada tutela del maestro, la doctrina aprehendida se revela solo un apósito insuficiente para cubrir la herida. En uno de los ejercicios, en el que a lomos de una moto debe alcanzar la máxima velocidad a través de una llanura desértica, Freddie no da marcha atrás y continúa hacia el horizonte abandonando La Causa. La escena expresa como ninguna otra la esencia del personaje, un individuo no movido por el deseo de encontrar su propia esencia en el exilio de la estructura social, sino ya gobernado por ella, arrebatado y torturado por ella. Su rostro sereno y concentrado atravesando el desierto revela, no obstante, que ahora sí ha asumido amargamente su condición de desterrado. Impulsado a seguir errando en busca de una certeza que seguramente jamás alcanzará.



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Los demás


En su relato breve A Little Cloud, incluido en Dublineses, James Joyce resumía en dos personajes el eterno diálogo que revela posiciones divergentes frente al mundo. Dos viejos amigos, Ignatius Gallaher y Little Chandler, se reencuentran después de ocho años. Ignatius se ha convertido en un periodista de éxito y habla de su vida en Londres y sus viajes a París. Little Chandler le corresponde hablando de su monótona vida de casado, mientras secretamente sus pensamientos se ven dominados por la melancolía. Cuando ambos amigos se despiden, el episodio deja un halo de amargura en Little Chandler. En su casa, fantasea con esa vida perdida y relee un poema de Byron de un libro olvidado en su estantería. Pero su hijo de corta edad rompe a llorar y le impide concentrarse en la lectura, hasta que un grito de irritada desesperación lo asusta y hace que la intensidad del llanto sea aún mayor, atrayendo la presencia de la madre y produciendo un profundo pesar en él. En la conversación entre los dos amigos, queda certificado el desajuste entre la perspectiva de una existencia y la misma existencia en sí. La oposición de una vida de aventuras y de motivaciones artísticas frente a una doméstica y conformada es la fuente del conflicto en un cuento que podría parecer anecdótico frente a otros como The Dead, en apariencia de mayor peso y calado dramático. En él se confirma la contundente cita de Thoreau: «Los hombres vuelven mansamente al hogar por la noche, sólo desde el campo próximo o vía cercana, donde flotan los ecos domésticos, y su vida languidece de tanto respirar siempre su propio aliento» (2). Little Chandler es testigo impotente de cómo su rutina familiar ha diluido lentamente sus sueños, reavivados enérgicamente en la cita con su amigo. Ignatius, por su parte, encarna esa búsqueda constante de movimiento que le alinea con Freddie Quell y Alexander Supertramp. Describe la alegre vida de París y anima entusiastamente a su viejo compañero de fatigas a descubrir el mundo que espera más allá de Dublín y la Isla de Man -el único lugar en el que Little Chandler reconoce haber estado en su vida más allá de la capital irlandesa. Hay, sin embargo, en la conclusión de A Little Cloud un matiz que desestabiliza la sencilla dualidad que plantea: la lágrima de vergüenza que nace del protagonista al asustar a su hijo. El idealismo identificado con esa entrega constante a la aventura es puesto en duda desde las profundas implicaciones emocionales del llanto de un bebé.  El vínculo entre un padre y su hijo es la hermosa esencia a la que Joyce da voz solo al final del texto para multiplicar la complejidad de la historia.


En las diversas paradas de su largo viaje, Alexander Supertramp establece vínculos emocionales que no se permite mantener durante mucho tiempo: padres huérfanos de hijos, adolescentes embelesadas por su vida de caminante, granjeros arraigados en el día a día del jornalero. El recorrido que narra Jon Krakauer, primero, y Sean Penn, después, no es solo a través de los paisajes interiores de Norteamérica, sino de una cartografía repleta de vidas ambiciosas y conformadas, serenas e inquietas que dibujan un paisaje humano cuyo efecto Alexander se niega a aceptar plenamente. En una carta a un amigo, escribe: «No eches raíces, no te establezcas. Cambia a menudo de lugar, lleva una vida nómada... No necesitas tener a alguien contigo para traer una nueva luz a tu vida. Está ahí fuera, sencillamente» (3). Ese credo que intenta predicar apenas puede ser comulgado con éxito por esas personas que encuentra en la carretera: el sentimiento está huérfano del propio Alexander, de la imposibilidad de compartir esas rutas salvajes con él. Y si bien él se muestra aparentemente impermeable a esa necesidad, en sus últimos días de vida, antes de morir en el aislamiento del autobús abandonado en Alaska, se abre paso una conclusión entre sus lecturas. En una de las páginas de Doctor Zhivago, de Boris Pasternak, garabatea: «La felicidad solo es real cuando es compartida». En su último aliento, el viajero ha comprendido que la experiencia humana del viaje corresponde a una búsqueda que se revela incompleta sin los demás. Frente a la abrumadora inmensidad y belleza de lo que supera nuestro entendimiento, la celebración solo es plena si se comparte con alguien querido, la llave para encontrarnos un poco menos huérfanos ante el paisaje.


Sean Penn | Into the wild

El final de The Master deja entrever que el viaje errante de Freddie Quell no puede concluir, pues está en su naturaleza la inconclusividad del gesto. Hay, empero, un conato de rebelarse contra el abismo de lo infinito que desemboca en decepción: Freddie visita la casa de un antiguo amor, Doris, con la vana esperanza de recuperarlo siete años después. En él se abre, por primera vez, la aspiración de abandonar su movimiento perpetuo y restablecer una relación que haga más soportable su estancia en el mundo. Sin embargo, es la madre de la chica quien lo recibe y le comunica que Doris se ha casado y vive en Alabama con su marido y sus dos hijos. Freddie abandona la casa invadido por cierta amargura, pero también alegría. Ella ha podido encarrilar su vida, él continuará indefinidamente vagando por una realidad que le ha desahuciado, pero al menos ahora es más consciente de ello. Su último encuentro con Lancaster Dodd en Inglaterra apunta a la fricción entre dos posturas irreconciliables. El maestro y su esposa Peggy (Amy Adams) deciden que el antiguo discípulo no tiene intención de mejorar su vida y que deberá seguir su propio (e incierto) camino, el cual queda descrito en las palabras de Dodd: «Free winds and no tyranny for you, Freddie, sailor of the seas. You pay no rent, free to go where you please. Then go, go to that landless latitude and good luck. If you figure a way to live without serving a master, any master, then let the rest of us know, will you? For you'd be the first in the history of the world» (4). En ese punto, Freddie explicita la imposibilidad de integrarse en una estructura social al servicio de un puñado de ilusiones y sueños, pues ya no hay sendero de vuelta a la inocencia. A pesar de ello, es consciente de que hay una parte de él que sigue buscando respuestas, y cuenta a Dodd que tuvo un sueño en el que él le anunciaba que sabía cómo se habían conocido incluso antes de conocerse. El maestro revela al discípulo que ha viajado a vidas pasadas y hallado ese encuentro original: en una vida anterior, ambos enviaban mensajes con globos a través de las líneas enemigas durante el sitio de París en invierno de 1870, en los días de la Guerra Franco-Prusiana. Dodd recurre a una de las teorías de La Causa, por la que cada ser humano vive varias vidas en distintos tiempos y lugares, e identifica el vínculo establecido entre Quell y él como eco de aquel primer encuentro de una existencia pasada. Acto seguido comienza a entonar la canción Slow Boat to China, una vieja melodía que conmueve a Freddie, como si sus sonidos activaran efectivamente una profunda conexión pretérita. En ese punto, The Master ofrece un giro radical frente al escepticismo que ha venido construyendo en torno al gurú y sintetiza en una lágrima el margen para la duda, la incertidumbre que nos recorre al no poder explicar ciertos sobrecogimientos del alma frente a rostros, personas. La siguiente secuencia no hace sino alimentar la complejidad de esa conclusión. Freddie conoce una chica en un bar y tiene sexo con ella. Durante un coito lento y delicado, él le pide que conteste a unas preguntas mirándole a los ojos sin parpadear, la misma prueba a la que le sometió Dodd para introducirlo en La Causa. Tras un par de preguntas, ambos estallan en una carcajada y se despierta una cariñosa complicidad. La película termina con Freddie tumbándose junto a la sirena de arena presente en las primeras escenas mientras suena Changing Partners cantada por Helen Forrest. La oposición entre el eventual sexo que podría suponer una revelación y la vuelta al inicio del viaje errante certifica el lema que T.S. Eliot tomó prestado de María Estuardo para concluir su East Coker (5): en el final encuentra de nuevo el principio, o la vertiginosa infinitud del presente en la que siempre continúa ese viaje. La errancia del descastado tiene lugar bajo el sino de la condena, pero en ese movimiento perpetuo Freddie acaba por descubrir un resquicio de esperanza en la conexión con los demás. Poco importa si el discurso oficial de La Causa lo atribuye a las sucesivas reencarnaciones del ser humano, pues lo verdaderamente relevante es la inestable conclusión extraída de ese tránsito tortuoso: el viajero, errático o no, vive en el apremio del tiempo y en la angustia de nunca alcanzar la completa comprensión del mundo y de la existencia por los que camina. Y ante esa ansiedad, solo la identificación con los otros, compartir la esencia de lo humano puede servir de pasajero alivio en la irrevocable incertidumbre.




Jordi Revert



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Paul Thomas Anderson | The master

(1) Henry David Thoreau, Walden, la vida en los bosques (edición digital de EspaEbook), pág. 199.


(2) Henry David Thoreau, Walden, la vida en los bosques (edición digital de EspaEbook), pág. 193.


(3) Jon Krakauer, Hacia rutas salvajes, Ediciones B, Barcelona: 2008, pág. 51.


(4) «Vientos libres y ninguna tiranía para ti, Freddie, marinero de los mares. No pagas alquiler, eres libre de ir donde te plazca. Pues ve, ve a esa latitud sin tierra y buena suerte. Si encuentras la manera de vivir sin un maestro, cualquier maestro, háznoslo saber al resto. Porque serías el primero en la historia del mundo». La traducción es mía.


(5) «In my end is my beginning». En la edición anotada de Cátedra, el traductor Esteban Pujals Gesalí explica que el verso es una traducción modificada del lema bordado en francés del trono de la reina, «En ma fin est mon commencement». T.S. Eliot, Cuatro cuartetos, Cátedra letras universales, 2009, pág. 99.