Bucear el cine en busca de una esencia, abrirse paso entre las imágenes. Texto tras texto consagramos la letra a esa exhumación quimérica supeditada a la técnica, a los márgenes para una construcción del discurso. Y cuando rastreamos esencias en las películas de Terrence Malick somos perseguidores de sombras, las de unas imágenes que a su vez están comprometidas con la búsqueda de algo más allá de la representación. Malick persigue la vida, alcanzar la etérea conexión con un mundo que se toma todo el tiempo para observar. En esa persecución, suceden fogonazos de humanidad, el misterio del gesto acompañando al del viento. La luz filtrándose entre la vegetación de un plano que mira al cielo. El agua y el fuego envuelven los paisajes y los cuerpos para constatar su presencia milenaria. Recientemente, el cineasta coreano Kogonada proponía un breve vídeo ensayo que recorría en paralelo escenas del cine del realizador protagonizadas por ambos elementos. Del paralelismo entre dos torrentes de imágenes brotaban hermosos contrapuntos: bajo el signo del fuego, la noche y la desesperación, la destrucción y la muerte, los cuerpos inquietos como sombras entre las llamas o ya inmóviles; el agua, sin embargo, invade las secuencias más luminosas y exultantes, invoca la celebración y acoge figuras radiantes, en comunión con la naturaleza que hallan a su alrededor, como el soldado Witt (Jim Caviezel) flotando en La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), o los pequeños O’Brien adentrándose en un lago en El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). No es casual que el agua los recoja, los haga fluir a través de las imágenes como espectros del pasado que viven pletóricos en la fugacidad del instante. Para el director, es el elemento clave que canaliza la vida, allí donde se permite su poesía más eufórica y sus personajes trascienden desde su dicha la idea de un relato que dicte sus pasos.
Incluso cuando el elemento acuático no está presente en la pantalla, este se filtra en sus imágenes para acompañar explosiones de júbilo. En uno de los momentos más bellos de El árbol de la vida, la banda sonora da paso a Vlatva, uno de los seis poemas sinfónicos compuestos por Bedřich Smetana para su Má Vlast (Mi Tierra). En él, el compositor checo describe el curso del río Vlatva, desde su nacimiento a partir de dos manantiales hasta la majestuosa consolidación de su caudal que atraviesa los paisajes de Bohemia. Malick recoge todo el primer tramo de la composición y lo utiliza para puntuar un torrente de imágenes que narrará el paso de la primera infancia de los vástagos de los O’Brien a una etapa ya próxima a la pubertad. En ellas vemos a uno de ellos, de corta edad, en brazos de su entregada madre señalando al cielo, allí donde vive Dios. Una noche en familia iluminada por pequeñas bengalas. La visita de un anciano pariente al que los niños miran desde el punto de vista subjetivo de la cámara. Una tarde de juegos en el que uno de ellos salta repetidamente sobre la cama. El tercer hijo varón, de la quietud de la cuna a los primeros espasmos en mitad de un sueño. La luz cálida de una habitación que se apaga y se enciende, que ve pasar la sombra constante de la figura materna. Los tres hermanos, ya crecidos, escalando hacia el cielo por las ramas del árbol titular. Destellos de vida, todos ellos, que se suceden a gran velocidad en los compases más exultantes de Smetana, aquellos en los que el Vlatva se compone como imagen sonora. El agua del río está presente en las imágenes en tanto que idea de flujo que acarrea las emociones concentradas de los años de la niñez, que no pueden sino ser el agua corriendo en el infinito y el instante. Curiosamente, la presencia más o menos explícita del elemento acuoso solo se asoma a través de una manguera con la que la Señora O’Brien juega a salpicar a sus pequeños mientras riega el jardín, justo antes de que la imagen prácticamente se funda con las bengalas de la noche, en una yuxtaposición en la que, por una vez, agua y fuego significan lo mismo para el director. Pero la idea fundamental que subyace en todo el pasaje es la de un continuo de vida llamado a contener la esencia del misterio de la existencia en la inmensidad del cosmos. En su texto Things to Look Into: The Cinema of Terrence Malick, Adrian Martin integraba esta idea de continuidad en los paisajes del cine de Malick: «Esa es la razón por la que, en el cine de Malick, como en el cine de Godard, nos sentimos cautivados por los susurros y murmullos del mundo: el viento entre el césped alto, los oscilantes cambios en la luz, las ondas de sonido sobre la Tierra. Los seres humanos existen en el mismo continuum que toda esa materia natural» (1). Para Martin, como para Stanley Cavell, antiguo maestro de Terrence Malick, esta idea da pie a una distinción entre lo terrenal y aquello a lo que se abre el cielo, cuya división marcaría el horizonte. Tomando las palabras de Michel Chion citadas por Martin, «todo co-existe, pero permanece separado, nada se une» (2). Resulta interesante aplicar esta teoría a los primeros trabajos de Malick, y en particular se hace explícita en Malas tierras (Badlands, 1973) y Días del cielo (Days of Heaven, 1978). Los textos de Chion y Martin, sin embargo, fueron publicados cuando aún no se habían estrenado los dos últimos largometrajes del realizador, El árbol de la vida y To the Wonder (2012), los cuales bien podrían entenderse como la confirmación de un viraje ya presente en El nuevo mundo (The New World, 2006), y que incluso comenzaba a intuirse en La delgada línea roja. En el inicio del monumental relato bélico de Malick basado en la novela de James Jones, el soldado Witt vive refugiado en un recóndito rincón de la Melanesia todavía no alcanzado por las ramificaciones destructoras de la guerra del Pacífico, en el que convive armoniosamente con una tribu indígena. En ese pasaje tiene cabida uno de los momentos más hermosos y, al tiempo, más misteriosos del cine del director. Witt evoca la muerte de su madre y las imágenes nos transportan a ese episodio pasado: «Recuerdo a mi madre cuando se estaba muriendo. Se veía encogida y gris. Le pregunté si tenía miedo. Tan solo movió la cabeza. Yo tenía miedo de tocar la muerte que veía en ella. No veía nada hermoso ni noble en su regreso a Dios. He oído hablar de la inmortalidad, pero aún no la he visto» (3). En la habitación que recoge ese lecho de muerte, Malick filma a las presencias que se concitan a su alrededor como fantasmagorías, figuras evanescentes y prácticamente inmóviles que asisten a un alma que se desprende al fin de lo terrenal. El cineasta esquiva los rostros, mira con su cámara las manos envejecidas que acarician otras más jóvenes. Una pequeña jaula de madera en la que dos pájaros se mueven inquietos. Un primer plano del camisón a la altura del pecho que viste una chica joven. La cámara observa fascinada y en calma los motivos florales de esa prenda, antes de que otro plano muestre a la niña reposando su cabeza feliz sobre el pecho de una mujer adulta. Por último, la cámara recorre la habitación con un movimiento lento hacia el techo, en el que detecta un reloj de pared que impone el tiempo como silencioso juez en medio de la serenidad. Lo llamativo de ese travelling es que no culmina en el techo, pues este no existe. El interior de la habitación se funde con el azul cielo melanesio que devuelve el relato a la playa de Witt. Ese sencillo movimiento articula la última exhalación de una vida, y el espacio abierto, lejos de ser un mero recurso de raccord, se postula como vaso comunicante entre lo humano y lo divino, lo terrenal y lo eterno. Por eso, ya desde el mismo prólogo de La delgada línea roja, el cine de Terrence Malick deja de proponer el horizonte como esa promesa bellísima e inalcanzable para Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek), en Malas tierras, o Bill (Richard Gere) y Abby (Brooke Adams), en Días del cielo. Ya no es esa línea imposible en la que el paraíso espera.
Antes al contrario, las películas del director explorarán ese vínculo íntimo entre Dios, la naturaleza y el ser humano. Y en esa inmersión en lo inefable, el agua será uno de los elementos naturales en los que forjar la lírica de esa comunión y tránsito. Una de las imágenes más recurridas en su filmografía encuentra su primera expresión, precisamente, en La delgada línea roja. Los niños indígenas que acompañan a Witt en su retiro se sumergen en las aguas del Pacífico. La cámara bucea con ellos, los observa curiosa como parte de una cotidianeidad que desprende pureza, inocencia. Los cuerpos se contornean, se desplazan moviendo brazos y piernas como siluetas silentes y llenas de vida envueltas por la música sacra de Gabriel Fauré. No por casualidad el segmento elegido de su réquiem es el último, In Paradisum, aquel en que las voces del coro celebran la entrada en el paraíso. Las mismas imágenes se repetirán al inicio de El nuevo mundo, elevadas esta vez por el preludio a El oro del Rin, la primera de las cuatro óperas que conforman la tetralogía de Wagner: una danza subacuática de sombras que parece pertenecer desde tiempos inmemoriales a ese medio. De hecho, todas ellas son filmadas desde el contrapicado, como si la cámara viviera en ese lecho marino, como si ya hubiera estado ahí desde mucho antes. Es desde ese fondo que advierte las figuras aún más lejanas de la superficie señalando hacia el horizonte, lo cual antecede al punto de ruptura de ese paraíso efímero, este es, la llegada de los barcos ingleses a las costas de Virginia en 1607. Se trata de la misma irrupción que la que representa la llegada de una división militar a la isla donde Witt y su compañero permanecen ajenos a la guerra, aunque con un matiz distinto. En La delgada línea roja esa ruptura llega con el cariz trágico que acompaña a la llegada del conflicto. En El nuevo mundo, en cambio,ese choque entre fuerzas civilizadoras y puras desprende en principio un halo de maravilla, lanza la promesa de un encuentro pacífico entre culturas que luego acabará por degenerar. Sea como sea, no deja de ser indicativo que ambos puntos de ruptura se produzcan tras la presentación de dos respectivos paraísos. No hablamos de limbos en la Tierra, pues se trata de espacios en los que la acción civilizadora y del progreso del ser humano no ha transformado aún las condiciones previas. Malick recorre la Historia para buscar aquellos últimos bastiones en los que el paisaje, el ser humano y Dios se funden en un ideal panteísta que rebosa paz y equilibrio. Y la verdadera narrativa de esos largometrajes descansa en la tensión de este con el progreso de esa Historia, en su supervivencia. Quizá por ello, Kit y Holly, Bill y Abby son figuras del pasado atrapadas en un presente al que no pertenecen. Cuerpos que han quedado atrás, que perdieron el paraíso y que luchan sin éxito por volver a él. Kit y Holly no pueden celebrar su amor si no es huyendo hacia ese horizonte que nunca alcanzarán. Bill y Abby se verán atrapados por el peso y la organización social del primer capitalismo.
Algo se ha transformado en El árbol de la vida cuando los jóvenes O’Brien irrumpen joviales en el agua de un río. En su más ambiciosa y polémica obra, el director ya no se muestra tan interesado en esas tensiones y sugiere que podemos volver a ese paraíso. Está en cada gesto, en cada manifestación de vida que brota a nuestro alrededor. En el pequeño sobresalto de un bebé en cuya nariz una mariposa se ha posado fugazmente. En el jardín de esa familia de Waco, Texas, en los años 50. Aquí el contrapunto, el Edén perdido, lo pone un futuro/presente de rascacielos acristalados y metrópolis silenciadas. La narración, sin embargo, se centra en los O’Brien, interrumpida entre el drama de la pérdida y la recapitulación de la infancia por un interludio que se remonta a los orígenes del universo para alcanzar el instante anterior al nacimiento del ser humano. Ese salto de millones de años nos recuerda la inserción de esas vidas como destellos en un relato superior cuyo alcance apenas podemos imaginar. Las dilataciones y elipsis temporales que propone Malick en el paralelismo quieren subrayar esa conexión inefable entre el día a día familiar y el infinito que permanece ignoto, irresoluble en su incógnita. Y hay indicios que unen lo cotidiano y lo antediluviano. Por ejemplo, el gesto de piedad de un dinosaurio que deja huir a su presa se homologa con el de un padre que muestra su afecto a su hijo después de haber sido demasiado duro con él. Pero sobre todo, el agua como elemento de presencia constante en esa historia del mundo, en los primeros paisajes en formación de la Tierra, en las gigantes cascadas que se precipitan hacia el vacío, en las burbujas que anteceden a las primeras formas de vida o el océano que acoge un estallido de fauna y flora submarina. El agua siempre estuvo ahí en su quietud y en su violencia, fluye desde el principio de los tiempos hasta ese río en Waco en el que los niños se bañan ajenos a ese origen. La idea de ese continuo cristalizado en la forma de un río es casi obsesiva en El árbol de la vida, incluso en su banda sonora, en la que el río de Smétana va a desembocar en el de Alexandre Desplat. En El árbol de la vida el montaje compila esa conexión y señala el agua como algo cuya presencia pertenece a otra época, un pretérito hacia el que no podemos remontar en la corriente pero con el que compartimos una cierta inmanencia al mundo, que sigue derrochando belleza aun cuando esta se ve acorralada. La esencia del ser, en medio de lo inenarrable, la utiliza como conducto que atraviesa la historia de nuestro planeta. Así pues, no es descabellado emplear esa recurrencia para equiparar lo macro y lo micro. Las primigenias formaciones celulares se tornan en ese viaje en la metáfora del nacimiento dada por la imagen de un niño nadando hacia la superficie a través de la puerta de una casa inundada, en la que resuenan los ecos del hijo recién nacido de Stan Brakhage en la bañera de Window Water Baby Moving (1959) –Brakhage, recuerda Martin, era de hecho un ferviente admirador de Malick (4). El dinosaurio que a punto está de ser ejecutado por su captor será la vida arrebatada por el río de uno de los infantes amigo de los pequeños O’Brien. Tampoco es extraño que el limbo metafísico de Malick, allí donde todo se reúne, sea una playa de aguas cristalinas, las cuales acarician los pies de esa procesión de almas presentes y pasadas: es el elemento cohesivo de los caminos de la naturaleza y lo divino, del ser humano y Dios en un paseo que atrapa en la felicidad colectiva la trascendencia de ese vínculo.
To the wonder construirá sobre el agua de otra playa un paraíso efímero para el amor entre Neil (Ben Affleck) y Marina (Olga Kurylenko). Hablamos, si cabe, de uno todavía más frágil, en el que el sentimiento lucha por ganar la eternidad en un segundo y amenaza con perderse en el siguiente. El escenario es la versión más fantasmal y melancólica del Monte Saint-Michel, en la Normandía francesa. El pueblo que alberga esa montaña solitaria permanece espectral, desolado, y la pareja recorre sus rincones sin noción del tiempo, entre las palabras susurrantes de Olga Kurylenko que hablan de unos pasos que caminan sin saberlo hacia la maravilla. Neil y Marina culminan su paseo en las cenagosas arenas que rodean el monte. Es allí donde su amor alcanza su clímax, un instante cargado de afecto en las miradas, de fascinación por el otro. Existe una conexión espiritual, anímica que queda resaltada por su soledad en el paisaje. Las figuras vagan de un lado a otro del plano acariciadas por el vaivén de las aguas, que anuncia la subida de la marea. El agua es, en ese contexto el sinónimo de la pureza del enamoramiento, el escenario íntimo en el que se dirime la comunión de un sentimiento, su efervescencia y también su fugacidad. No es casual que, una vez la pareja se desplace a Oklahoma, Estados Unidos, Neil acepte un trabajo como inspector medioambiental y asista a la podredumbre de las aguas locales. En paralelo, el amor con Marina ya ha dejado atrás el Monte Saint-Michel y se enfrenta a la rutina, a la erosión del tiempo. Ese desgaste les lleva a bordear el odio y a tantear o incluso consumar la infidelidad. En el punto más crítico de la relación, la voz en off de Kurylenko puntúa las imágenes de la pareja en una piscina. Ella se pregunta cómo el odio llegó a reemplazar al amor. Vemos por primera vez asomarse el rechazo, el dolor. La banda sonora que el cineasta escoge para la secuencia es La isla de los muertos, poema sinfónico que Sergei Rachmaninoff compuso inspirándose en el célebre óleo de Arnold Böcklin. Los primeros sonidos, consagrados por el compositor ruso a los pesados golpes de remo de Caronte en el río Estigia, aquí enfatizan la desesperación por lo perdido, lo quizás irrecuperable. La necesidad de que en el contacto con la piel del otro vuelva a ser como la primera vez, vuelva a significar lo mismo. Sin embargo, la relación ya ha sido reconstruida sobre nuevos cimientos de afecto y respeto, y un nuevo revés pondrá de manifiesto la imposibilidad de volver a aquel día en la playa normanda. La conclusión de To the Wonder es significativa a este respecto. Tras la despedida en el aeropuerto, muestra las vidas ya separadas de Neil y Marina. Él mira al horizonte en el jardín de una casa por el que corretea un niño. Ella yace en un bosque de hojas caídas, como si la danza exultante que ha ejecutado durante toda la película se hubiera agotado ya. Se levanta y dirige su mirada a todas partes, en busca de algo. Ese algo es un rayo de luz del sol que ya se esconde en el horizonte, y que le insufla una segunda vida para que reanude esa danza con timidez, con melancolía. El plano-contraplano con el que concluye la narración es la certificación de ese paraíso perdido, ya lejano: la luz se proyecta sobre la cara de Marina y ella se gira para encontrar el Monte Saint-Michel dominando su bahía. Allí es donde se sitúa la maravilla, donde el amor permanece inexplicable y celebrado, en pretérito. Son las aguas del mismo océano que unen lo terrenal a lo divino al final de El árbol de la vida. Las mismas en las que una diminuta planta sobrevive en pie en el último plano de La delgada línea roja. Instantes, destellos comunicados por un elemento común en los que Terrence Malick ha perseguido durante décadas una belleza esencial, la síntesis etérea de todos los misterios que nos definen sin definirnos.
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(1) «That is why, in Malick’s cinema like in Godard’s, we are captivated by the rustles and murmurs of the world: the wind in the long grass, the sweeping changes in light, the waves of sound over the earth. Human beings exist on the same continuum as all this natural matter». En MARTIN, Adrian (2006). «Things to Look Into: The Cinema of Terrence Malick». Rouge. Disponible en: http://www.rouge.com.au/10/malick.html. La traducción es mía.
(2) «Everything co-exists, but remains separate, nothing joins up». En CHION, Michel (2004). The Thin Red Line. London: British Film Institute.
(3) «I remember my mother when she was dying. Looked all shrunk up and grey. I ask her if she was afraid. She just shook her head. I was afraid to touch the death I seen in her. I couldn’t find nothing beautiful or uplifting about her going back to God. I heard people talk about immortality, but I ain’t seen it». Diálogos y traducción extraídos de la edición DVD de La delgada línea roja.
(4) En MARTIN, Adrian (2006), op. cit.