“Yo también quise ser. Fue lo único que quise”
La Náusea, Jean-Paul Sartre
Recuerdo una vez, cuando tenía unos 16 años, haber escuchado en boca de mi profesor de filosofía aquella famosa frase del pensador José Ortega y Gasset, que decía algo así como “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Recuerdo haber levantado la vista de mi cuaderno, con la ceja más bien enarcada -en mí: sinónimo de curiosidad, novedad, pero también de titubeo, desconcierto-, esperando la explicación de aquella cita que, años más tarde, me llevaría por el camino del humanismo y el existencialismo.
Poco después, cuando ya había desarrollado el flujo de conciencia que me permitía razonar con madurez, mi madre soltó en la cocina, harta de alguna cosa: “hija, soy una esclava de mis circunstancias”. Entonces apunté en un papel el verbo ser y me vinieron a la cabeza numerosas frases célebres, como el “ser o no ser, esa es la cuestión” de la obra Hamlet de Shakespeare, tan mediatizada, satirizada e incluso infravalorada en boca del hombre; o el “I am: yet what I am none cares or knows, / my friends forsake me like a memory lost; / I am the self-consumer of my woes, / they rise and vanish in oblivions host, / like shadows in love’s frenzied stifled throes, / and yet I am, and live like vapours tossed (...)” (1), del poema I am (2) de John Clare, tan cargado de simbolismo, como esa frase de Calderón de la Barca en La vida es sueño que dice “el mayor delito del hombre es haber nacido”. Todo apuntaba a una reflexión como persona, ser humano: el ser, existir, pensar, saber. Por tanto me pregunté: ¿En qué se basa, realmente, la existencia del individuo? ¿Dónde aparece la razón y hacia dónde nos dirige esta en nuestra relación con el mundo?
Probé en buscar alguna respuesta en autores como Hesse, Kafka, Céline, Sabato o Camus. De aquí y allá saqué alguna conclusión reveladora, pero no del todo concisa. Hasta que me topé, bienaventuradamente, con el nihilismo de Nietzsche, que me llevó de una manera indirecta al pesimismo de Schopenhauer, y del pesimismo de Schopenhauer fui al de Heidegger y, de Heidegger, finalmente a la literatura de Sartre, el gran protagonista de este artículo.
Pero hagamos primero una breve aclaración sobre el humanismo y el existencialismo. Humanos somos todos -puede que algunos más que otros- y existir, existimos todos. De alguna manera, el humanismo se considera tan solo un mero debate social, ético y político. Por ejemplo, para Foucault, el humanismo debiera centrarse en la búsqueda de la libertad del propio individuo. Se trata, más que nada, de un pequeño punto de inflexión, donde volver a pensar, ya bien sea dicho, repensar, fortalece la idea de ir más allá de nuestras posibilidades: “pensar sea ya siempre pensar de otra manera” (3).
Sin embargo, existen contradicciones, como es el caso de Heidegger, quien piensa que el humanismo dificulta, en cierto modo, satisfacer las necesidades propias. Por eso rechaza la idea de encasillar al hombre en un mero animal racional. Para el alemán, la verdadera fórmula, el verdadero motivo, es su existencia. Heidegger es, además, de la opinión, al contrario que Schopenhauer, de que el hombre es dueño y señor de la naturaleza, la cual puede explotar a su antojo. Aunque en diversas circunstancias, el hombre pasa de ser sujeto natural a ser objeto, por lo que pierde todo aquello que le hace único. En otras palabras, es deshumanizado.
Llegados hasta aquí, no os debe extrañar que mencione el famoso nihilismo de Nietzsche, que tanto niega o recela de cualquier realidad que intente dar sentido a las cosas, incluso a la vida. Porque la existencia no engloba solo lo particular, sino también lo interno. Aquello que no da orden al individuo, sino a su querer. (4) La muerte de Dios es tan solo el redescubrimiento de uno mismo como hombre, su propia ambición de superarse a sí mismo.
De este modo entra en acción, al fin, la problemática existencial. Cuántas veces nos habremos parado a pensar en quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos -evitando el ritmillo de la canción de Siniestro Total-, apartando de nuestras cabezas la idea de que algún día moriremos sin saber si hemos podido llevar a cabo todas nuestras expectativas. Eso, o la alternativa de estar sin ser, quizá tiernamente rechazando todo cuanto nos rodea para intentar buscar el camino directo hacia la ataraxia. Ante esta situación, Kierkegaard -y ya paro con los pensadores- argumenta que la ausencia de interés por uno mismo, conlleva la posibilidad de su mismo fin como individuo. Nietzsche no opina muy diferente: el individuo puede permanecer extraño hasta el extremo de conseguir que cada uno sea un extraño para sí mismo. Por eso la relación humanismo-existencialismo se divide en una dicotomía donde encontramos, efectivamente, lo subjetivo y lo antropológico.
Mi primer encuentro con Sartre fue con La puta respetuosa. Ya había escuchado anteriormente alguna cosa sobre su necesaria reivindicación de la libertad del individuo gracias a Simone de Beauvoir, pero nunca le había prestado demasiada atención. Un par de meses más tarde, me topé con un ejemplar de La Náusea en una librería de segunda mano de Madrid. Fue entonces cuando comenzó mi verdadero interés por la filosofía del francés. Comprendí que para Sartre, el hombre tiene que ser libre para elegir, pues en el momento en que se le priva de ese derecho deja automáticamente de ser.
Me explicaré mejor. Sartre analiza la problemática de dicha libertad dividiendo al individuo en ser en sí (ètre en-soi), ser para sí (être-pour-soi) y ser para otro (l’ètre pour autroi). Digamos que el ser en sí es la voz de la conciencia rechazando la materialización de las cosas, pues son las mismas las que nos acaban simplificando. Así lo dice Roquetin, personaje principal en La Náusea:
Las cosas se han desembarazado de sus nombres. Están ahí, grotescas, obstinadas, gigantes, y parece imbécil llamadas banquetas o decir cualquier cosa de ellas; estoy en medio de las Cosas, las innominables. Sólo, sin palabras, sin defensa, las Cosas me rodean, Debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen; están ahí. (5)
Las Cosas existen para nosotros como meros elementos decorativos. Carecen de conciencia, son algo que adorna el espacio, “extrañas imágenes” que entorpecen la adaptación del individuo en el mundo que le rodea. Lo que es tiene que ser, porque tiene una representación física. Así retomamos la frase de Ortega y Gasset para darle a su idea de las Circunstancias, el significado del concepto sartriano de las Cosas.
No es de extrañar que en el ser para sí, el asunto se complique hasta el punto de envolver al hombre en una vorágine de reflexiones, donde se cuestiona a sí mismo por qué tiene conciencia (¿Por qué tenemos conciencia?). Sartre lo define como “es lo que no es y que no es lo que es”. (6) ¿Quién no se ha angustiado, de pronto, una mañana, por el mero hecho de existir? Nosotros estamos, podemos vernos, sentirnos, tocarnos, por lo que somos del mundo parte del ser en sí. De esta manera, lo abstracto, es decir, el no ser, se transforma en la Nada, que determina la verdadera existencia del hombre para sí. He aquí un ejemplo:
Aquello no tenía sentido, el mundo estaba presente, en todas partes presente, adelante, atrás. No había habido nada antes de él. Nada. No había habido momento que hubiera podido no existir. Eso era lo que me irritaba: claro que no había ninguna razón para que existiera esa larva resbaladiza. Pero no era posible que no existiera. Era impensable: para imaginar la nada, era menester encontrarse allí, en pleno mundo, con los ojos bien abiertos y vivo; la nada sólo era una idea en mi cabeza, una idea existente que flotaba en esa inmensidad; esa nada no había venido antes de la existencia, era una existencia como cualquier otra, y aparecida después de muchas otras. (7)
Parece lioso, pero lo absurdo de verse pequeño en la dualidad espacio-tiempo, suele manifestarse casi siempre en forma de angustia, imposible, para muchos, de explicar. Digamos que es algo intrínseco que produce una inconsciente repulsión hacia todo lo que nos rodea, incluyéndonos a nosotros mismos. Por eso Sartre dice que, cuando esta sensación aparece, el hombre se encamina hacia un conflicto interno que acaba en una guerra contra su propia naturaleza: “sí, es eso, es eso; una especie de náusea en las manos”. (8)
La Náusea aparece de forma repentina y, por desgracia, uno no se puede librar fácilmente de ella. El conflicto extremo del ser para sí se intensifica en su relación con las Cosas, produciendo en el individuo un rechazo y un hastío insoportable: “-¿Qué toma usted, señor Antoine? / Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee”. (9) Sartre dibuja en Roquetin la figura del repudio hacia un mundo en el que uno siempre se acaba sintiendo de más:
Por ejemplo, soy yo quien mantiene esta especie de rumia dolorosa: existo. Yo. El cuerpo, una vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh, qué larga serpentina es esa sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito… ¡Si pudiera dejar de pensar! (…) Mi pensamiento es yo, por eso no puedo detenerme. Yo existo porque pienso… y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento –es atroz- si existo es porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. (10)
Imagino que tiene que resultar bastante decepcionante saber que uno existe porque tiene que existir y que, incluso intentando encontrar la parte positiva, la propia existencia del individuo se vea totalmente carente de sentido. Se podría decir que se trata de un extrañamiento que conduce a la búsqueda insaciable de la libertad absoluta, produciendo esa incapacidad de adaptación en el mundo en que vivimos. Ya lo decía Eclesiastés (1:18): “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor”. Aprender a coexistir en un mundo que solamente nos produce sufrimiento es, para Sartre, un método de supervivencia. También lo es para Thomas Buddenbrook, personaje de Los Buddenbrooks: decadencia de una familia de Thomas Mann o Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Roquetin lo afirma una vez más en La Náusea: “Yo me sobrevivo”. Algo similar defiende Schopenhauer cuando alega que, en el momento en el que se acepta la voluntad, aparece la Nada. Soñar alto sería, en este caso, soñar con una vida sin el sufrimiento de existir. Pero la vida, en su mayoría, es solo sufrimiento, eso lo sabemos todos.
Sobrevivir es también parte de la problemática del ser para otro. Para que no resulte demasiado lioso, diré que, en esta ocasión, es el prójimo el enemigo del individuo, es decir, quien entorpece la virtud del hombre, empequeñeciéndola hasta hacerla insignificante. Aquí entra en funcionamiento el cuerpo, que es lo que no permite que el hombre en sí pueda llegar a conocerse y deshacerse de la Náusea o esa sensación de vacío, de la Nada. Esto se ve bastante ejemplificado en la obra teatral A puerta cerrada, donde el extrañamiento se produce por el concepto del espacio -Garcín, Inés y Estelle, tras morir, tienen que permanecer en la misma habitación toda la eternidad. El ejemplo de manipulación del semejante se ve en la figura de Inés:
INÉS.— Eres un cobarde, Garcín, un cobarde, porque yo lo quiero. Porque yo lo quiero, ¿lo oyes? Y, sin embargo, mira lo débil que soy, como un suspiro; solo esta mirada que te mira, este pensamiento incoloro que te piensa..., no soy nada más.
(Él va hacia ella con las manos abiertas.) Bueno, ¿y qué? Ahora van y se abren esas manos grandes, de hombre. ¿Y qué? ¿Qué esperas? Los pensamientos no se cogen así, con las manos. Mira cómo no puedes hacer otra cosa que convencerme... Eres mío.
ESTELLE.—¡Garcín!
ARCIN.—¿Qué?
ESTELLE.—Por lo menos, véngate.
GARCIN.—¿Cómo?
ESTELLE.—Bésame y verás cómo canta.
GARCIN.—Y ya ves, es verdad. Estoy en tus manos, pero tú también en las
mías. (Se inclina sobre ESTELLE. INÉS da un grito.)
INÉS.—¡Sí, cobarde, cobarde! ¡Vete a que te consuelen las mujeres! (11)
Y finalmente es Garcín quien afirma que “el infierno son los demás” (12), aquello que imposibilita la libertad de ser y de elección, porque son los otros quienes, con un simple gesto o una palabra, hacen que la existencia y la autenticidad del individuo se deshagan, convirtiéndolo en un mero proyecto obligado siempre a intentar construirse a sí mismo.
Todo esto desaparece con la muerte: el vacío de existir, la Nada como asfixia, la Naúsea como angustia. La guerra del individuo contra el presente y su debate con el yo, expresa sin duda el deseo de haber nacido (quizá) en otra época, o simplemente no haber nacido, o simplemente haber sido como los otros, no haber tenido el deseo de ser diferente, de no “haber visto”, de no haber palpado. Es como si existiera un duelo entre razón y emoción que no permitiera al hombre avanzar, sino estancarse en su crisis, cargando de un modo u otro, con un compromiso que lo martiriza.
A lo largo de toda su bibliografía, Sartre ha intentado exponer su teoría existencialista de distintas maneras. Si bien en La Náusea ha procurado hacerlo en forma de diario para mostrar mejor sus inquietudes e impresiones y conseguir una posible aclaración para el ego, en obras como A puerta cerrada, trata de ejemplificarlo a través de personajes que dialogan con el fin de mostrar las inseguridades a través de la perspectiva del otro. Como bien lo menciona en Las palabras: “Tú no habrías podido sobrevivirme; yo te sobrevivo”. (13) Ahora bien, ¿quién se atreve a vivirse?
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1 “Soy -pero a quién le importa, quién sabe lo que soy, / como a un vago recuerdo me apartan mis amigos; / soy el que se alimenta con sus propios pesares, / que suben y se esfuman en multitud de olvidos, / sombras en los ahogados espasmos del amor, / y sin embargo soy, semejante a vapores (...)”.
2 Traducción: Yo soy.
3 RODRÍGUEZ SUÁREZ, Luisa Paz: Pensar más allá del Humanismo con Nietzsche, Heidegger y Foucault. Revista de Humanidades. 2007. Pág: 188.
4 Íbid. Pág: 197.
5 SARTRE, Jean-Paul: La Náusea. 1983. Pág: 186.
6 SARTRE, Jean-Paul: El ser y la nada. Pág: 33.
7 La Náusea. Pág: 171.
8 La Náusea. Pág: 19.
9 La Náusea. Pág: 28.
10 La Náusea. Pág: 128.
11 SARTRE, Jean-Paul: A puerta cerrada. Pág: 34. Formato pdf.
12 Íbid. Pág. 35.
13 Íbid.: Pág. 23.