El instante que nos persiste | por Paula Pérez

Abdellatif Kechiche, Roberto Rossellini | La vie d'Adèle, Viaggio in Italia

Existen, en el mundo, muchas personas a las que no les gusta Soñadores (2003), la carta de amor al cine escrita por Bertolucci. A mí me encanta por infinitas razones pero, sobre todo, me gusta por haberme regalado recuerdos que no son míos. Yo nunca me habría grabado a fuego lento, por ejemplo, esa escena de La reina Cristina de Suecia (1933) en la que Greta Garbo empieza a deslizarse por las paredes de la habitación donde pasó la noche con su amante, tocando cada grieta, cada objeto, mientras recita con su acento imperial, con esa voz grave que se quiebra en las erres,” I’m memorizing this room. To remember it always. So I never forget this moment”.


Nunca olvidar el momento. Se dice rápido. Y sin embargo, la vida se nos antoja como una sucesión de olvidos. La mayor parte son forzados, porque si a ti te duele que alguien te rompa el corazón, si a ti te duele que se muera tu perro, tu padre, imagínate cómo soportar el dolor de todos los abandonos y muertes de todos esos personajes que has conocido a lo largo de tu vida, en esa Tierra paralela llamada ficción. Es por eso que cada vez que acabo una película, me sumerjo inmediatamente en un proceso de olvido, en el que elimino toda la tristeza que cargaban esos personajes, no vaya a ser que me contagien. A veces olvidar es una cuestión de supervivencia.



Abdellatif Kechiche, Roberto Rossellini | La vie d'Adèle, Viaggio in Italia

En el amor


Hablando de amor. Hay una escena irresistiblemente perfecta en Te querré siempre (1954), en la que Ingrid Bergman se encuentra en la cama matando el tiempo con una baraja y mirando el reloj nerviosa. Está esperando a su marido, desesperada, sin poder dormir. Él se ha ido a Capri a “divertirse”, después de una crisis que les ha llevado a decir que han terminado como pareja. Se han dicho, también, que una vez abandonen Italia y esa casa que tienen que compartir en lo que dure el viaje, se divorciarán.


Sabemos que él ha estado con chicas, y que alguna le ha gustado más que otra, y que sí, se ha divertido, mientras Ingrid Bergman se ha dedicado a arrastrarse solitaria por los más desoladores escombros y vestigios de la humanidad, recorriendo la villa italiana y echándose a llorar en cada esquina como si estos fueran una metáfora de su amor desgastado.


Pues bien, ahí nos encontramos, en la cama con Ingrid Bergman, y nos estremecemos al escuchar el coche. Él está ahí, ha llegado, ¿qué habrá hecho? ¿Con quién? ¿No se va a meter en mi cama? ¿Es capaz de irse a dormir sin decirme nada? ¿De verdad todo ha terminado para siempre? Podemos casi ver el corazón de Ingrid Bergman latiendo y retumbando por toda la pantalla, completamente desgarrado, como si un sádico cirujano se lo hubiera extirpado solo para darnos a nosotros espectadores el dudoso placer de verla sufrir.


Ella tira las cartas y apaga la luz para hacerse la dormida. Él entra en casa, enciende las luces, abre la puerta, pero al contrario de como tú pensaste, no es la habitación en la que duerme ella, es otra estancia. Y así sucesivamente, continúa abriendo puertas de la enorme casa y encendiendo luces, y nunca es ni la puerta ni la luz de Ingrid Bergman. Cada puerta que no es la tuya es un disparo a quemarropa.


Finalmente ella le llama, y él acude refunfuñando. Ella le pregunta alguna banalidad, una excusa esperando encontrar en sus palabras un resquicio de amor. No encuentra nada, y la entiendo, porque yo tampoco lo encuentro. Tiene lugar la conversación más desoladora del universo entre dos personas que han dejado de quererse. Él se va y ella se queda derrotada, queriendo morirse, echando de menos a una persona que duerme a unos metros, como si esta se hubiera fundido y desvanecido con Italia. Duerme con una mano dentro de la garganta llamada orgullo, que le impide decir todo aquello que realmente siente o piensa.


Él hace un gesto dubitativo y vuelve a entrar en su habitación. Ella al oírle apaga la luz de nuevo, conteniendo la respiración, esperando aquello que todos esperamos con ella: que le diga que no se divirtió, que la echó de menos, que todo esto es un horror, un error, que vaya a dormir con él. Pero él, en lugar de todo esto que debería ser dicho, solo añade que se ocupe de que nadie le despierte al día siguiente, que ha dormido muy poco en Capri. Ella, como el más herido de los animales, vuelve a encender la luz, y enfrentándose a la peor noche de su vida, pasa las horas llorando con la boca cerrada para no hacer ruido. Esta escena no existe. No la vemos, pero porque conocemos qué es el dolor de todas las mujeres, lo sabemos.



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Más allá de la identificación está la empatía emocional, que no es más que la capacidad de sentir lo que los personajes sienten e implicarse afectivamente de forma vicaria. Hay, para los más temerarios, otro nivel llamado absorción en el relato, consistente en tener la sensación de volverse el personaje, una especie de pérdida temporal de la autoconciencia, imaginar esta historia como si fuéramos uno de los personajes. Creo que eso es lo que tiene que sentir cualquier mujer al ver esta escena de Ingrid Bergman. Que Ingrid Bergman es, sin duda alguna, todo el dolor de todas las mujeres del mundo. Un dolor callado, compartido, imposible de definir con palabras, algo que solo nosotras podríamos entender, que duele más allá de todo eso que se hace llamar dentro, y que nos conecta de algún modo desde siempre y para siempre.



Abdellatif Kechiche, Roberto Rossellini | La vie d'Adèle, Viaggio in Italia

Como en la guerra


Ahora que ya hemos hablado de amor, hablemos de la guerra. Yo, que nunca he estado en una guerra, que nunca me he escondido tras las trincheras, que nunca he guardado una foto de mi marido en el liguero, soy capaz de cerrar los ojos y escuchar los fusiles de asalto del bando enemigo, puedo recordar el polvo y la tierra en la boca, el sabor metálico de la sangre que nunca he tragado. Recuerdo también cuando Ernst Graeber, un soldado alemán de permiso, quiso llevar a Elizabeth Kruse a cenar a un sitio de lujo en Tiempo de amar, tiempo de morir (1958). Ernst les preguntó a sus camaradas si todavía existían esos lugares, entre los escombros. Ellos le dijeron que en tiempos de guerra no están permitidos, salvo para las autoridades. Luego le vistieron como a un cabo rico y le especificaron el vino que tenía que pedir, dándole un último y sabio consejo: “Y recuerda que es más fácil morir que vivir”.


Una vez allí y tras una velada encantadora, sonó la alarma que les obligó a todos a esconderse en el refugio. Abajo, una alegre bailarina cantaba por encima del bombardeo para entretenerles, cuando cayó una bomba que desplomó el techo. La bailarina, recomponiéndose y recuperando la alegría, volvió a su posición inicial y dijo: “Señoras y caballeros, lamento decirles que la última nota estaba desafinada. Disfruten de la guerra, amigos, la paz será mucho peor”.


Cae otra bomba, y otra bomba más, y la gente se retuerce en el suelo y rueda en llamas mientras la bailarina sigue cantando.


Solo vi esta película una vez en mi vida, y sin embargo guardo esas frases en mi boca como si fuera yo quien alguna vez las hubiera pronunciado, y me sintiera muy orgullosa de mí misma. Yo, que olvido lo que comí ayer, recuerdo el color envejecido y amarillento de esta escena, esta danza sobre los escombros, esta alegría forzada bajo el techo que se derrumba. Puedo volver a casa y quitarme las botas destrozadas, llenas de barro y sangre. Tomar una ducha, darle un beso a mi esposa, sujetar a mis hijos entre los brazos. O cambiar de vida, irme a Alemania (año cero) y haberlo perdido todo. Ya sabéis: soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma.



Abdellatif Kechiche, Roberto Rossellini | La vie d'Adèle, Viaggio in Italia

Todo vale


Hablando de dolor. Parece que los únicos instantes del cine que se nos quedan son aquellos que hacen daño. Los finales felices no son capaces de llenarnos. Nos guardamos los finales suspendidos, los bruscos, los tristes, los decadentes, pero ya no nos tragamos las perdices del final del cuento. Pienso en La vida de Adèle (2013), vaya vida. Pienso, concretamente, en el último plano de la película, en el que vemos a Adèle alejarse derrotada y tambaleándose por una calle cualquiera que parece no tener fin. Pienso en este plano banal que tiembla, el preludio a su muerte, una muerte que no existe, y que a la vez nos duele como si fuera la nuestra.


El plano con más fuerza de La vida de Adèle, el instante que he guardado para mí, es ese que no existe. El que va tras el fundido a negro, el que nos sigue cuando cerramos los ojos, cuando la película se acaba. El instante que tenemos que llevarnos puesto, con el abrigo, con el bolso, con el alma. Una angustia inherente, por y para siempre con nosotros a partir de este momento.


He llevado una buena vida. He perdido mil guerras, perdido a mil hombres, matado a mil mujeres, amado a tantas otras. He bailado It’s raining con el amor de mi vida, al que acabo de conocer. Me he escapado de la cárcel, he vuelto a ella. He cocinado langostas con Annie, he vivido envuelta en terciopelo azul y he besado a cámara lenta. He sentido vértigo, he tenido arrebatos. Todos estos instantes me pertenecen, me han construido tanto como mis genes. Sin embargo no los he vivido, yo no he estado ahí, ni aquí. O sí. ¿Quién podría saberlo?



Paula Pérez



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