«Pobre Europa.
El sufrimiento no los purificó, los corrompió.
La reconquista de la felicidad no los hizo dichosos, los humilló»
(Film Socialisme, 2010)
I. Safe european home
El 1 de noviembre de 2013 se cumplieron veinte años de la entrada en vigor del Tratado de la Unión Europea. Hoy contemplamos con desidia su fracaso. Concebida y exhibida como fábrica de intereses y burócratas, Europa camufla su incompetencia bajo las docenas de millones de muertos de dos guerras mundiales y varios conflictos civiles. Enmoquetar implica extremar las precauciones con los líquidos, incluida la sangre. El terrazo aceptaba la fregona y la lejía, pero las fibras de una alfombra tienen memoria química. Sobre las alfombras ya no suenan los sables. En la nueva superficie, uno puede cuadrarse a la sordina.
Superada la fase de inocencia ciudadana y voluntarismo político, la Unión Europea ha perdido esa inmunidad con la que las instituciones tratan de ungirse. Europa no puede existir como unidad fuera de criterios tecnocráticos. Los intentos de otorgarle valor simbólico como entidad supranacional, se reducen a su ridículo lema “Unida en la diversidad” y a los empeños del iluminado de turno para que consten no sé qué raíces cristianas del territorio. Europa tiene una estructura postiza, es decir, Europa es un mal documental.
Uno de los grandes errores en la construcción europea fue no incorporar un documentalista al grupo de trabajo. En el improbable caso de que lo hicieran, eligieron al equivocado. Antes que guionistas de discursos, Europa necesitaba un ojo que registrara y cuestionara el proceso. Un ojo hastiado de la pereza, las trampas y los atajos, a los que con tanta facilidad se entrega el documental. Un género que ha esquilmado la prosopopeya y que ha disimulado la falta de talento con las estrategias más bastardas del suspense y del melodrama. Como todo mal documental, Europa está hueca. Madriguera perfecta para alimañas. Pozo ciego donde la serpiente sigue depositando los huevos.
Europa parece haber sido filmada por un documentalista rutinario, sin pasión por el oficio y el material. Por un frívolo que busca coartada artística en la pátina. Por un desagradecido que despacha de forma altanera a aquellos que le facilitan el trabajo. Por un Schettino del oficio. Esta quimera europea habría sido más creíble si la hubiera dirigido Jana Sevciková.
II. Fondos de cohesión
2013, 1993 y 1953. Jana Sevciková cumplió sesenta años el 22 de abril. Estudiante en la célebre FAMU de Praga, se gradúa en 1984 con el que será su primer trabajo: Piemule. Desde entonces apenas ha dirigido cuatro documentales. Escueta filmografía integrada por obras cuya duración contrasta con el tiempo dedicado a su elaboración. Sevciková empleó dos años en realizar Piemule, de 43 minutos. Cuatro en Jakub (1992), de 65 minutos. Cinco en Staroverci (Old believers, 2001), de 46 minutos. Tres en Gyumri (2008), de 68 minutos. Para los 55 minutos de Svecení jara (The rite of spring, 2002) desconozco el tiempo exacto de la preparación y el seguimiento del artista japonés Min Tanaka.
Sabemos que Sevciková se gradúa en 1984 con Piemule. Información que debemos completar añadiendo que no será hasta 1992 cuando, posproducción mediante, sea aireada. Piemule es, por lo tanto, un proyecto de estudios que queda como tal hasta que inicia su carrera “comercial” con Jakub. La venta de los derechos televisivos de este último para Francia y Alemania será una de las limitadas fuentes de financiación -junto a fondos estatales- con las que contará para levantar Staroverci. Sevciková ironiza sobre el dinero diciendo que, además de los cauces descritos y de la generosidad de los colaboradores, su tercera vía de ingresos es la del resto de mortales, las deudas. En cualquier caso, su independencia es incuestionable.
III. Hombres errantes
El cine de Sevciková es el de los desplazados y el de los desposeídos. El de la ruina identitaria. El de los extranjeros perpetuos. El de unos parias que deberían haber encontrado el hogar ideal en esta Europa glaseada por la caspa del aldeanismo.
Tal preocupación es el punto de partida de su rotunda trilogía de la diáspora. Una trilogía de madera, cieno y gorrinos lanudos. En Piemule son los emigrantes de la Bohemia del siglo XIX, que se establecen en los hostiles Cárpatos del Bánato. En Jakub son los rutenos quienes bailan a finales del mismo siglo entre Ucrania y el Maramures. Por la noche ucranianos, despiertan tras la Gran Guerra como rumanos. Y tras la Segunda Guerra Mundial vuelven a hacer el hatillo para repoblar los Sudetes desalojados por los alemanes. Rutenos que en Rumanía eran vistos como bolcheviques y en los Sudetes como rumanos. En Staroverci son los descendientes de la comunidad ortodoxa que no aceptó la reforma de Nikon (1654). Hijos de un cisma de tres siglos que fueron a parar, entre otros muchos lugares, a los pantanos del delta del Danubio.
Esta identidad borrosa o borrada también flotaría -nótese el condicional. Presumo, no he visto estos dos filmes- sobre los peregrinos que visitan la granja de Min Tanaka en Hakushu y sobre la devastación causada por el terremoto de Gyumri. Una destrucción que hizo difícil reconstruir hasta los afectos más primarios. En este último caso, Sevciková recupera y actualiza el fenómeno natural del seísmo como icono irremplazable del cine armenio desde los tiempos del periodo silente.
IV. Carta Magna
Los tres primeros documentales de Sevciková son irrompibles. Para cada uno encuentra la estructura adecuada. Sabe que sin estructura no hay discurso. Ajena a las estrategias ya mencionadas, maneja con destreza un arsenal de técnicas audiovisuales y figuras retóricas. Alegoría y analogía, ironía y elipsis, metáfora y sinestesia. Lo hace sin banalizar, con una voluntad de estilo admirable y sin traicionar ninguna de las ciencias implicadas en el proceso, del lenguaje a la etnografía pasando por la etología y la meteorología. El relato de Sevciková es gramaticalmente fértil.
Sevciková no confunde estructura con hilo narrativo ni con planteamiento y resolución de conflictos. El cimiento debe ser más profundo, conceptual. Es ahí donde acude a las fuentes religiosas de los pueblos, para ofrecer paralelismo crítico entre letra sagrada y vida cotidiana. Sevciková tiene un gran sentido del humor y no duda en utilizarlo para vadear estos trances. El pecado original en Piemule, el personaje de Jakub como antimesías, y el Panenteísmo -que no Panteísmo- de Staroverci.
La acumulación de metraje en un documental ya debe poseer cierta coherencia antes de acudir a montaje. Los de Sevciková están repletos de soluciones brillantes y ella no figura como montadora. Firma guion, producción y dirección, y se rodea de colaboradores de confianza como el excelente fotógrafo Jaromir Kacer o la montadora Lucie Haladova.
La directora no revela su presencia. Apenas se cuela alguna de sus palabras en campo sonoro. Entrega el encuadre al paisaje y a unos habitantes a los que mueve con inteligencia. Preguntas recurrentes sobre la muerte, los orígenes del pueblo, sobre dios y el futuro. Sevciková no se limita a ilustrar las respuestas, coteja con la cámara para certificar, desmentir o matizar. En este sentido, la cineasta se vale de la dialéctica ojo-oído para combatir el sensacionalismo al que empuja el contexto. Dentro de comunidades regidas por atavismos y supersticiones, hurga en aquellos personajes que se expresan con la sabiduría del instinto. Más allá de la circunstancia y el folclore, lo que sí termina revelando son universales de la naturaleza humana y de sus formas sociales.
Sevciková nunca está de paso. Los documentalistas terminan abandonando al anfitrión, pero ella lo hace tras el deber cumplido. Sus personajes seguirán a la intemperie, pero ella les ha ofrecido lo que estaba en su mano: estudio, respeto y retrato. Alejada del pintoresquismo y de la etnografía de garrafón, el trabajo de Sevciková es riguroso. Rigor que no es ni maximalista, ni frío ni tedioso. Su obra sirve para comprobar que para que algo resulte hermoso y divertido es probable que haya que invertir quintales de seriedad y esfuerzo. Digna prolongación de uno de los conceptos más importantes y malinterpretados de la Teoría del arte: la grazia. Toda la tramoya física e intelectual, al servicio de una imagen que debe ser transmitida en su esplendor y con la mayor naturalidad posible.
V. Notre musique
Teniendo en cuenta las implicaciones de una formación específica y la enorme tradición cinematográfica de su país, la propuesta de Sevciková es de una originalidad manifiesta. Porque a sus virtudes debemos sumar la ausencia de cinefilia exhibicionista. Podríamos afirmar que sus imágenes nacen del cine mudo documental y sería tan cierto como incompleto. Los sonidos, la música y el poder de la palabra son determinantes.
Las referencias inmediatas para entender su trilogía son los orígenes del cine etnográfico de la antigua Checoslovaquia con Karel Plicka a la cabeza. El folclore de la Eslovaquia rural de Plicka, a pesar de transmitir cierto vitalismo y valorando su condición pionera, resulta demasiado académico. Po horách, po dolách (1929) y Zem Spieva (1933) son precedentes históricos innegables, pero menos conseguidos que el diminuto retrato ruteno de Jaro na podkarpatské Rusi (1929). El lado bucólico que predomina en Plicka es la antítesis del tratamiento paisaje-persona que quiere Sevciková. Un enfoque más alejado todavía del de otro de los padres del experimental checoslovaco, Alexander Hammid y su querencia por lo urbano.
La sensibilidad de Sevciková sí está más cerca, en geografía y estilo, de Písen o smutné zemi (1937), la obra maestra filmada por Jirí Weiss y Vaclav Hanus. Aquí ya vemos -y sobre todo escuchamos en la magnífica narración off del poema de K. M. Walló- algunos motivos presentes en la obra de nuestra directora: los cementerios, la guerra, las religiones, dios, la tristeza, las ceremonias, la comunidad, el hambre, la dureza del trabajo y del clima, el esparcimiento, la corteza de los árboles, el telurismo, etc. A pesar de la relación, la trilogía de Sevciková luce como si la pieza de Weiss y Hanus hubiera sido exhumada después de sesenta años de entierro. Periodo durante el cual habría mutado en su esencia narrativa y visual, generando una evolución de la especie.
En Sevciková se rastrea algo de Posledni z rodu (1977) de su compañera Drahomíra Vihanová y del Dusan Hanak de Obrazy starého sveta (Retratos de un viejo mundo, 1972). Hace guiños a Dovzhenko, no teme al fantasma de Flaherty y se gana la confianza de las gentes con la sinceridad del Epstein bretón. El respeto que Loznitsa fundamenta en la distancia, lo consigue Sevciková mediante la interacción. Cruda como un Prometheus de Weimar, se vuelve tan luminosa como Haanstra. Enigmática como Aristakisian, termina siendo tan recta como Ivens. El sturm und drang de Herzog templado por la naturalismo de Nestler.
VI. Bodas, bautizos y entierros
Todas las celebraciones reveladas como siniestras. Ritos ásperos y desagradables que Sevcikova no necesita condimentar. El llanto que une pila bautismal y tumba. Plañideras infatigables. El miedo y la muerte como estrategia vehicular del poder. La necesidad de recordarnos que vivimos de prestado y que nuestra única herencia es un pecado. El folclore es el baile, el acento, la arquitectura, la música y el alcohol, pero también el culto al tirano y la mortaja. Escuelas donde recitar letanías evangélicas y loar a la patria. Canteras de una juventud que ni siquiera tendrá la posibilidad de emigrar a otro país, solo a una fábrica. Chicos que ya no quieren bailar la polca y el vals.
Todos los fanatismos desnudados por un encuadre. Un primer plano de Staroverci extraordinario por duración, cercanía y expresividad. Antes de que el Mike Oldfield del pueblo taña por última vez las campanas, Sevciková atiende a los ojos del único hombre capaz de aventurar que sí hemos estado en la Luna. Una composición con la que recarga de valor la escala del plano. Una imagen que nos devuelve a la grandiosidad de los años diez. Una cuestión de tamaño, de cuerpo y de semántica. En esos ojos asoma la duda.
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