La persistencia de instante en el cine francés | por Rubén León

Para empezar, permítanme darle la vuelta a esa famosa cita sobre el vino y el cine de Federico Fellini, que quedaría tal que así: “Una buena película es como un buen vino: dura un instante y deja en la boca un sabor a gloria; es nueva en cada sorbo y nace y renace en cada saboreador”. Una película, es cierto, no dura un instante, pero se compone de multitud de ellos, algunos importantes y otros no tanto. Unos pocos destacan sobre la media y hacen que la recordemos mucho tiempo después de haberla visto, como esos sabores especiales que se atesoran para siempre en el paladar.


Me fascina el instante. Por eso escribí durante años un blog a base de ellos (1). Cada entrada era una frase que resumía en un segundo de lectura una película, un hecho, quizás toda una vida. No inventé nada, se lo copié a Georges Perec, que a su vez se lo había copiado al escritor norteamericano Joe Brainard. El caso, mi modelo es una de las frases del libro de Perec Me acuerdo (2) que dice: “Me acuerdo de que Alain Delon era charcutero (¿o era ayudante de carnicero?) en Montrouge”. Un dato fútil. Eso es para mí el instante.


L'Atalante | Jean Vigo

En el principio, el cine francés estaba hecho de breves instantes. Los Lumière crearon peliculitas que se basaban en una pequeña anécdota, algo que cabía en un corto e intenso momento. Claro, en aquella época la sorpresa era el mismo cinematógrafo y no lo que se proyectaba. Por eso, algo tan trivial como la salida de los obreros de una fábrica se convirtió en un instante maravilloso al que los espectadores asistían asombrados, aunque la mayoría de ellos jamás se hubiesen parado a contemplarlo en la vida real. El cine elevó los instantes anodinos, vulgares, a la categoría de magia.


Quizás todo comenzó antes del cine. Quizás el principio fue el impresionismo. Este estilo pictórico no inventó el instante pero le otorgó una importancia desconocida hasta el momento en la historia del arte. “El predominio del momento sobre la duración y la persistencia, el sentimiento de que todo fenómeno es una constelación pasajera y única (...) Toda imagen impresionista es la expresión de un momento en el perpetuum mobile de la existencia”, afirma el sociólogo Arnold Hauser (3). Los pintores impresionistas fueron los primeros en alardear de pintar un momento único. Monet y sus variaciones de la luz sobre la portada de la Catedral de Ruan hubieran sido fenómenos inconcebibles el siglo anterior. Pero, gracias a (o por culpa de) la invención de la fotografía, la pintura no es ya un compendio de lo más hermoso de un paisaje, sino un instante determinado del mismo, aunque este no nos muestre su mejor cara en el segundo que ha decidido inmortalizar el pintor. El progreso hace que todo se mueva a velocidad de vértigo y, por ello, todo el mundo se apreste a capturar la fugacidad del paso del tiempo. Es curioso que Pierre-Auguste Renoir, un artista que contribuyó decisivamente a definir el impresionismo, sea el padre de uno de los cineastas franceses más importantes de todos los tiempos, Jean Renoir.


Me di cuenta de lo importante que eran los instantes para el cine francés cuando, leyendo un libro sobre François Truffaut (4), el malogrado director de Los 400 golpes habla del momento en el que en The woman on the beach, una película del exilio Hollywoodiense de Jean Renoir, la actriz Joan Bennett se arrodillaba en la playa y su melena morena era sacudida por el viento. El plano apenas dura un par de segundos y puede parecer de lo más banal pero Truffaut lo consideraba “uno de los planos más eróticos de la historia del cine”. Cuando vi la película, fui consciente de la importancia que los directores de la Nouvelle Vague daban hasta a los más nimios detalles del cine de sus autores más queridos, ya que cualquier cinéfilo, incluso los más avezados, habría pasado de largo por ese plano. El instante es una pasión pero también tiene algo de fortuito e inextricable. Unas personas resaltarán unos, otras, otros, sin que se encuentre un motivo aparente para cada elección.


Boy meets girl | Leos Carax

El instante está en el ADN del cine desde su creación. Si los Lumière usaron apenas un minuto de celuloide para sus peliculitas, los rusos atomizaron esta marca con la técnica del montaje. Sus cintas eran más largas, pero estaban compuestas de momentos mucho más breves. De allí al cine del resto del mundo, el montaje se impuso como la mejor forma de narrar una historia, fuese cual fuese. Así, en Francia, se recuperaba la filosofía de Henri Bergson, actualizada para encajar en los postulados del Siglo XX por Gilles Deleuze: “el cine constituye el sistema que reproduce el movimiento en función del momento cualquiera, es decir, en función de instantes equidistantes elegidos de tal manera que den impresión de continuidad” (5). El montaje es algo así como un engaño: quiere hacernos creer que estamos ante una sucesión de acontecimientos cuando en realidad podría no ser así. Es nuestro cerebro el que integra estas unidades y las ordena. Y el cerebro también es el que guarda determinados momentos, fotogramas, secuencias, que atesorará durante mucho tiempo, desechando el resto. El instante cinematográfico se transforma así en algo proustiano, el hilo de Ariadna que nos permite rememorar una película entera.


Tiendo a identificar el instante con un callejón sin salida en el argumento de la película. No puede llevar a otro. El instante es como una estrella fugaz que se agota en sí misma, es algo fortuito y fulminante que parece revelarnos el sinsentido último del cine. ¿Por qué hay tantas pequeñas escenas dentro de las películas que no tienen sentido, que no conducen a ningún sitio? ¿O sí lo hacen y nosotros los espectadores no lo podemos comprender? Quizás los espectadores del futuro sepan desentrañar el misterio de esos instantes para los que nosotros no estamos preparados. O quizás simplemente sean un cebo para que guardemos la película en nuestro interior y una noche de insomnio en el futuro mordamos la magdalena de Proust y recordemos ese todo del que solamente guardamos una ínfima porción.


Cléo de 5 à 7 | Agnès Varda

El primer cineasta francés que se dio cuenta de lo crucial del instante fue Marcel Carné. Construyó una de sus mejores películas sobre esta idea. Le Jour se lève es el recuerdo en retrospectiva de un personaje que repasa las circunstancias que le han conducido a su momento más aciago: rodeado por la policía, que va a echársele encima por un crimen que acaba de cometer, se debate consigo mismo en un intenso amanecer que parece no terminar nunca. Pero si tuviese que elegir un instante de la filmografía de Carné, me quedo con el apasionado beso de Jean Gabin y Michelle Morgan en Le Quai des brumes, uno de los más intensos de la historia del cine, a pesar de que dura apenas unos segundos. Carné sabía que no tenía que alargarlo demasiado para hacerlo inolvidable.


Otro de los héroes de la Nouvelle Vague fue Jean-Pierre Melville, el realizador de El silencio de un hombre. Cuando vi una de sus películas de los 50, Bob le flambeur, me llamó la atención el fugaz desnudo femenino. No porque fuese el plano de unos pechos, sino porque nunca pensé que en una película tan antigua una chica pudiese enseñar sus atributos tan alegremente. En Hollywood tardarían en descubrirlo unos cuantos años más, pero el cine francés vaticinó muy pronto que cuanto menos dure un desnudo en la pantalla, más permanecerá en nuestra retina. Quizás esto es lo que trataba de explicar Truffaut con su obsesión por aquel instante de Joan Bennett arrodillada en una playa.


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La collectionneuse | Eric Rohmer

Es probable que el cineasta que inventó la persistencia del instante en el cine francés (y en el cine en general) fue Alain Resnais. En su abstrusa El año pasado en Marienbad sus personajes parecen vivir en una especie de limbo en el que los momentos se repiten incesantemente, un eterno y enigmático purgatorio en el que la clave es la pieza que falta. El instante que no existe es el que explica qué sucedió en la habitación de la protagonista. Pero en realidad no importa lo que pasó, o siquiera si pasó algo, porque ese instante perdido es mucho más determinante que el deambular por los elegantes pasillos del resto de la cinta. Su peculiar concepción del tiempo, tan proustiana, tan bergsoniana, queda patente en su siguiente obra maestra, Hiroshima Mon Amour, en la que los amantes se narran a sí mismos a través de los instantes que les hicieron lo que son. En su infravalorada Je t´aime, je t´aime (el título ya revela tantas cosas), el protagonista vuelve una y otra vez a los mismos instantes de una fallida relación amorosa. Porque, si el cine imita a la vida, nuestras trayectorias vitales se pueden resumir en fugaces momentos que revivimos cientos de veces, para bien o para mal. Resnais fue el primer cineasta verdadero, absolutamente moderno, y allanó el camino a todos los experimentos que vinieron después. La Nouvelle Vague acababa de empezar.


La jetée | Chris Marker

Un instante entrevisto, que no sé si existe, pertenece a la cinta de terror Los ojos sin rostro, de Georges Franju. Es el momento en el que la protagonista se quita la máscara que oculta sus desfiguradas facciones. Creo que sí se entrevé pero no lo puedo asegurar con certeza. ¿Cómo son capaces los cineastas del género de jugar así no solo con nuestras percepciones sino con nuestros sentimientos? Deseamos intensamente ver la cara de la protagonista pero, al mismo tiempo, no podríamos soportarlo. Es como la escena cumbre de A l´interieur, que me han dicho que es de lo más sangriento. No he visto esa película, ni creo que nunca lo haga debido a mi delicado estómago, pero SÉ lo que pasa. Los instantes que más nos aterrorizan son los que no hemos visto.


Uno de los instantes que más me llaman la atención son las bofetadas. Hay cientos de bofetadas en el cine francés, tantas como puñetazos en el cine americano. No comienzan en la Nouvelle Vague. Por ejemplo, la gran Arletty ya era abofeteada sin compasión por su amante en el clásico de los años 30 Hotel du Nord. Y las bofetadas continuaron mucho después. Me acuerdo de la que le da André Dussolier a Daniel Auteuil en Un corazón en invierno en la escena del restaurante. Literalmente, lo tumba. Pero el cineasta que más y mejores bofetadas ha mostrado en la pantalla es François Truffaut. Desde su debut en Los 400 golpes hasta el bofetón que le da Jean-Louis Trintignant a Fanny Ardant en su última película, Vivamente el domingo, sus cintas contienen decenas de bofetadas, algunas justificadas. La mayoría, no. Mi favorita es la que le da Jeanne Moreau a Oskar Werner en Jules & Jim, en una de esas divertidas escenas sin sentido de las que está llena esta encantadora historia. No puedo encontrar el motivo por el que me fascinan las bofetadas. Es como si dejasen una marca en mi rostro, como si la mano agresora se estrellase contra mi cara. Quizás dejan un recuerdo muy nítido, aun al contemplarlas, aunque no las padezcamos, y por eso Truffaut las utilizaba con tanta frecuencia.


Pierrot le fou | Jean-Luc Godard

En Populaire, una cinta de hace un par de años que pasó sin pena ni gloria, también hay un par de soberanos guantazos en una escena que contraviene todas las leyes no escritas de las limpias y pulcras comedias románticas, género al que pertenece la película. En ella, los protagonistas se abofetean y luego se encaman sin el menor pudor. Esta secuencia es básicamente todo lo que recuerdo de ella. Pero estoy adelantando acontecimientos. Utilicemos el procedimiento proustiano de viaje en el tiempo y volvamos al pasado.


Godard es el maestro del instante, el de los planos preciosistas, tan breves como certeros, a los que imprime una cadencia especial, y que alterna con largas secuencias en las que no parece suceder nada. Aunque yo elijo una medida intermedia, al menos en su primera época: el momento musical. Godard solamente intentó hacer un musical una vez, con Une femme est un femme, pero en vez de incluir largos números con alambicadas coreografías, se decidió por pequeños fragmentos de canciones. En la mayoría de sus películas de los 60 hay momentos musicales más extensos. Mi favorito, el de Banda aparte, en el que el trío protagonista baila en un bar, y que retrata de una manera sencilla y admirable el hedonismo de la juventud. Godard, con los años, se volvió cada vez más complicado pero siempre le otorgó al instante la importancia que se merecía. En sus documentales comenzó a reivindicar la persistencia de un breve instante, por anodino que pareciese, perdido en la inmensidad de una película. Así construyo sus Histoire(s) du cinéma, una colección de grandes momentos de la historia del cine, algunos inolvidables, otros no tanto, que le sirvieron para reflexionar sobre el medio. Estos documentales eran como una prueba de verificación, en la que se constata que lo único que queda en nosotros incluso de las mejores películas son imágenes inconexas que parecen entresacadas de un sueño.


La belle noiseuse | Jacques Rivette

Éric Rohmer, quizás el cineasta francés por excelencia, o al menos el que muchos espectadores (sobre todo los poco versados en el tema) identifican con el cine francés, el de las largas disquisiciones, el de las películas en las que no pasa nada, también nos ha dado grandes instantes por el mismo procedimiento que Carné: basar en uno toda una película. Si Mi noche con Maud hablaba, como el título bien indica, de una noche completa como momento cumbre, en La rodilla de Clara este tiempo se reduce a lo que se tarda en alargar una mano hacia la rodilla de otra persona y acariciarla levemente. No es un título poético, la cinta gira en torno a esta articulación de una chica llamada Clara. A lo largo de la película no pasa nada. Los personajes hablan y hablan y, al final, el protagonista le toca la rodilla a Clara. Al igual que en El amor después del mediodía, la resolución del conflicto interior del protagonista se resuelve en una secuencia tan ágil e intensa que contrasta con la suave cadencia del resto del filme. Un instante en el que debe quedarse con una mujer que se le ofrece o serle fiel a su mujer y marcharse. ¿Qué decidirá? Solamente dispone de un momento.



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Pickpocket | Robert Bresson

Chris Marker es el cineasta que pulverizó el instante y que le dio la trascendencia que se merece. Nadie antes se había atrevido a llevar tan lejos esta idea. En La jetée construyó una película a partir de fotografías. Es la técnica de los rusos llevada al extremo. Pero lo importante no es la técnica revolucionaria, sino cómo se relacionan el fondo y la forma: La jetée habla de la fragilidad y arbitrariedad de nuestra memoria a través de imágenes breves pero tan potentes, tan obsesionantes que estoy seguro que muchos de los que hemos visto la película, si nos dieran un puzzle cuyas piezas fueran cada uno de sus fotogramas, podríamos ponerlos en orden uno detrás de otro con un porcentaje de fallos muy bajo. Marker acierta de pleno en definir la persistencia del instante como la imagen de un suceso banal ocurrido muchos años atrás pero que nos afecta de una manera que no podemos precisar. Así, el protagonista vuelve a ese extraño momento de su infancia solamente para descubrir que se trata de su propia muerte. Oh, segundo fatídico del que estabas advertido pero no pudiste evitar. Si hay una película en la historia del cine que puede servir como explicación de la persistencia del instante, es esta.


Hay tantos instantes memorables que nadie recuerda y que habría que reivindicar… Aunque, fuera de nosotros, seguro que nadie los considera relevantes. Por ejemplo, me viene a la cabeza uno al principio de L’enfer, el remake de Claude Chabrol, no el original de Henri-Georges Clouzot. Es un momento trivial, en el que la amiga de la protagonista le pide fuego a un obrero. Su fugacidad esconde una carga erótica tan intensa como la de una decena de escenas de sexo, pero quizás solamente para mí. Y, además, no tiene ninguna importancia para la trama. Por eso creo que los instantes cinematográficos que perviven en mí son aquellos que no tienen ninguna relevancia. ¿Le pasará a todo el mundo lo mismo? ¿Cómo puedo saberlo?


Les amants réguliers | Philippe Garrel

La persistencia del instante es algo subjetivo. Por eso, algunas películas nos marcan más que otras. Es como si el cine se adaptase a nuestra idiosincrasia, como si se cada filme fuera una prenda de vestir, que puede sentarnos bien o no. Uno de mis realizadores favoritos de la actualidad es Arnaud Desplechin, un cineasta que no cuenta nada original pero que lo cuenta de una manera que hace que la trivialidad parezca trascendente. Su obra maestra Un cuento de Navidad tiene todo lo que me gusta: sencillos y discretos números musicales, golpes (sobre todo, la espectacular caída de Mathieu Amalric) y otros momentos memorables que apelan a la memoria del espectador, como ese en el que Catherine Deneuve y Emmanuelle Devos se persiguen mutuamente por el museo de Roubaix, despertando en los cinéfilos el eco del Vértigo de Hitchcock… Sé que hay muchos cinéfilos que detestan a Desplechin y que lo consideran el anticine por antonomasia. Es decir, un digno heredero del cine francés de Rohmer. Pero yo creo que es un cine bueno y necesario. Por eso, sé que los instantes que recordaré serán los de películas como estas.


La science des rêves | Michel Gondry

El final de Los espigadores y la espigadora es una oda al instante. Agnès Varda decide colocar allí lo que no ha podido insertar en su relato sobre esas gentes que sobreviven recogiendo lo que otros desechan. Pero estas imágenes no son un simple epílogo: son los momentos que más profundamente han afectado a la realizadora a lo largo de su viaje. En el segundo, Agnès visita el Museo Paul Dini para poder filmar un cuadro que hay en su depósito y que conoce de haberlo visto una vez, en un libro, en blanco y negro: Espigadoras huyendo de la tormenta. El personal del museo lo saca a la calle para que ella pueda filmarlo a la luz. El viento sopla. Vemos ese hermoso cuadro durante un instante. Nunca he ido al Museo Paul Dini y no sé si llegaré a hacerlo. Y, aunque lo hiciese, puede que, en lugar de en sus paredes, esta pintura estuviese en su sótano. Pero, como la directora, después de verlo durante un instante en la pantalla, nunca lo olvidaré.


Les yeux sans visage | Georges Franju

Los instantes están de plena actualidad en esta época en la que nuestra atención audiovisual se dispersa. Nos acostumbramos a la brevedad de los vídeos de YouTube, de las webseries, etc. Ya la duración de una película estándar, una hora y media, comienza a parecernos excesiva. Quizás en el futuro solamente consumamos instantes. De momento, las nuevas tecnologías han permitido que el instante sea reivindicado por la cada vez más abundante cinefilia que pulula por la red a través de los gifs. Los instantes pueden encontrarse en miles de espacios, aunque yo creo que la expresión definitiva de su pervivencia es la red social Tumblr. Hubo un momento en el que creímos que los gifs animados estaban muertos, que habían sido una moda hortera y pasajera, pero ahora abarrotan los tumblrs cinéfilos de todo el mundo. Los gifs reivindican un gesto, una expresión, un momento que, fuera de contexto, parece no decir nada. Pero también nos muestran la inagotable belleza que cabe en unos segundos de metraje. Hay uno, de un cinéfilo anónimo, que recopila instantes del cine francés (6). En esta colección, descubrimos tanto aquellos que nosotros también guardamos como otros a los que no les dimos importancia. Quizás se la demos en un futuro, cuando la película renazca llena de vida si la volvemos a ver. Es toda una invitación a descubrir y redescubrir las grandes películas francesas. Pasen y déjense llevar.



Rubén León en Détour



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(1) Recuerdos de un joven cinéfilo


(2) Me acuerdo. Georges Perec (Berenice, 2006)


(3) Historia Social de la Literatura y el Arte. Arnold Hauser (DeBolsillo, 2009)


(4) François Truffaut. Filmografía completa. Paul Duncan, Robert Ingram (Taschen, 2008)


(5) La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1. Gilles Deleuze (Paidós, 1994)


(6) French cinema