Si bien la Ciencia-Ficción se constituye ya durante el siglo pasado en el lienzo más propicio para proyectar nuestras visiones del porvenir, con el advenimiento del nuevo milenio reforzará poderosamente este estatus, dado el imparable avance tecnológico posibilitador de que, por primera vez en la Historia del Cine, todo pueda recrearse en una pantalla con total verosimilitud; de ahí que los márgenes de su estimulante relación con el Fantástico se hayan difuminado sobremanera. No olvidemos que una de las pretensiones principales de las obras adscritas a este género no es otra que soliviantar nuestros sentidos alumbrando imágenes, subyugantes y/o terribles, vulneradoras de nuestra percepción de la realidad. ¿Podría establecerse entonces una diferenciación cualitativa entre los seres de fábula que pueblan la Tierra Media de Peter Jackson, sin ir más lejos, y los nativos -plasmados con todo lujo de detalles por James Cameron- del planeta Pandora? De matiz quizá, pero poco relevantes para el tema que nos ocupa; podemos apelar al supuesto científico para justificar la profusión de lisérgicas criaturas y parajes de ensueño que pueblan Avatar (2009), pero resulta evidente que la intención de sus responsables es, por encima de cualquier otra consideración, deslumbrar al espectador de todas las maneras posibles. Fantástico y Ciencia-Ficción hermanados pues en una entente dinámica, profundamente movilizadora.
Firmemente instalados en el siglo XXI, ese acerca del cual tantos creadores literarios y cinematográficos elucubraron cuando aún constituía una dudosa utopía, tiene uno la impresión de que el margen para el asombro resulta cada vez más estrecho: a poco que rasquemos en la rugosa superficie del día a día y leamos, observemos, meditemos sobre lo que nos rodea llegaremos a la inevitable conclusión de que, sin necesidad de periplos espaciales y coches voladores, nos encontramos desde hace años firmemente instalados en ese futuro imperfecto definido, da igual la vía, por la ruptura con nuestra ecosistema primordial. A la espera de que las consecuencias definitivas de este hecho inapelable -que comenzamos a atisbar- se concreten, la labor del cine de ciencia-ficción sigue siendo contextualizar el zeitgeist de nuestra contemporaneidad en un pasado mañana creíble, sugerente o desestabilizador, eco de nuestro presente. Ni que decir tiene que el audiovisual de última generación, valiéndose de su potencial iconográfico, ha legado un generoso puñado de títulos en los que podemos atisbar, experimentar, ¡sentir!, lo que nos depara la posteridad.
El planeta de los prodigios
Resulta obligado aludir a Matrix (1999) dado su estatus de obra seminal de la revolución digital de nuestro tiempo, bisagra entre el pasado milenio y el actual. Lo que no es tan habitual es referirse al descorazonador panorama que depara a la raza humana, atrapada en un simulacro de existencia, remedo virtual de la caverna de Platón. Y es que al elegir Neo (Keanu Reeves) mirar cara a cara a la realidad, lo que nos devuelven las desestabilizadoras imágenes no puede ser más terrible: un apocalipsis regido por todopoderosas máquinas con lo que antaño fueron considerados seres humanos relegados al papel de pasivos suministradores de energía. En este paisaje de pesadilla, émulo de la lóbrega imaginería del Dante más cruel, el muro de nubes grises impide ver la luz del sol, y hasta donde alcanza la vista millones de cuerpos inertes se suceden apilados, atrapados en una ilusión de vida dentro de grotescos úteros mecánicos. Aunando con audacia extrema existencialismo radical y estética de la maldad, el futuro que nos depara Matrix constituye la visión más terrorífica, deshumanizada y desalentadora del tiempo venidero.
Pese al brutal correctivo implícito en este aviso para navegantes, lo cierto es que la humanidad ha venido contemplando con esperanza ese porvenir hipertecnificado, en el que los avances tecnológicos posibiliten que nuestra vida resulte más cómoda gracias a dispositivos progresivamente más complejos, en último término humanizados. Tan sólo dos años después de que Matrix nos advirtiera de los peligros inherentes a jugar al aprendiz de brujo virtual, Inteligencia Artificial (2001) eleva la cuestión a una disyuntiva moral, toda vez que la civilización plasmada a partir de sus bellísimas imágenes ha alcanzado, a pesar del cataclismo climático, el cénit de su desarrollo: ¿Qué responsabilidad ostenta entonces el creador hacia la criatura creada? A tenor de lo narrado, escasa por no decir nula; esto es, insensatamente relativizada por las emociones del hacedor: la mezcla de soberbia y culpa impelen al profesor Hobby (William Hurt) a fabricar un niño-robot dotado de la capacidad de amar y, por pura empatía, elicitar idéntica respuesta en su potencial comprador. El periplo de David (Haley Joel Osment) en pos de quien le convierta en un ser de carne y hueso, profundamente subjetivado por su mirada ingenua, virginal, permite recrear al fondo del plano la visión en absoluto complaciente que, del mundo que nos espera, atesora el tándem Spielberg-Kubrick: la intimidad del hogar familiar sutilmente violentada por el progreso, sanguinarias ferias en las que dar rienda suelta a lo peor de la condición humana a costa de los sufridos meca, ciudades trufadas de psicodélicos neones consagradas a los placeres de la carne, y del bolsillo; el fin de la civilización tal cual la conocimos simbolizada en esas postales, de esplendorosa carga iconográfica, de New York sepultada bajo las aguas. Al final de los tiempos, en definitiva, un mundo helado donde la memoria de lo que fuimos persiste, maravillosa paradoja, en los circuitos integrados de un pequeño androide.
El que la segunda obra definitoria de las líneas maestras de la ciencia-ficción del siglo XXI llegase a nuestras pantallas en el icónico año 2001 supone una sinergia añadida, me atrevería afirmar que en nada casual, de la entente creativa de dos de los mayores cineastas de la pasada centuria. El carácter recapitulador de Inteligencia Artificial deviene así reconocible en un legado, presente en una nutrida serie de títulos posteriores que aúnan cierto carácter reflexivo y/o especulativo con una impronta urbana, definitivamente asentada la Metrópolis (estadounidense) de un futuro no demasiado lejano como territorio ficcional propicio para ambientar narraciones proteicas, permeables a registros genéricos cercanos al thriller de acción y aventuras. No es de extrañar entonces que en tan sólo cuatro años pasemos de recorrer en Minority Report (2002) un Washington bajo cuya pulida superficie hi-tech anidan paranoia y manía persecutoria -cortesía nuevamente de un Spielberg en plena forma, con la inestimable colaboración de Philip K. Dick- al Chicago de las sublevaciones robóticas de Yo, Robot (2004) para culminar nuestro viaje en el L.A. saturado de contrastes lumínicos y artefactos voladores de La isla (2005). Toda una sucesión de deslumbrantes geografías arquitectónicas en las que anidan, empero, totalitarismo estatal y estulticia consumista; ante la renuncia de sus habitantes a volver la mirada hacia sí mismos, sobre un androide de última generación y dos clones acosados por las militarizadas fuerzas del orden recae la labor de recordarnos que en ese tiempo venidero ética y emociones primarias ya no caracterizarán, en exclusiva, a una especie en franca involución.
Claro que cuando hipotetizamos acerca del futuro de la Tierra no todo son deslumbrantes megalópolis en las cuales progreso y desigualdades sociales van de la mano; ese inquietante, cada vez más plausible apocalipsis medioambiental que nos acongoja desde nuestro cerebro reptiliano, por mucho que tratemos de negarlo, condiciona otras miradas acerca del porvenir considerablemente menos utópicas, en las cuales el factor humano -¿Cómo podría ser de otro modo?- aflora de modo preeminente. El año 2013, especialmente potente en lo que a Sci-Fi se refiere, nos legó dos películas fundamentales para abundar en el estado de la cuestión: En Oblivion Jack (Tom Cruise) sobrevuela un terreno yermo, interminable extensión de áridas llanuras salpicadas por las ruinas de nuestra otrora orgullosa civilización, lejos de sospechar que en sus ocasionales visitas a estas maltrechas edificaciones extermina sin pestañear a los escasos supervivientes de su propia raza. En After Earth, a su vez, nuestro planeta es visualizado como un espacio selvático, en el que la naturaleza virgen, que se ha enseñoreado de toda la superficie, supone una amenaza mortal para la humanidad, expulsada de su propio hábitat; en esta epopeya intimista no exenta de generosas dosis de justicia poética, Kitai (Jaden Smith) deberá hacer frente a su particular rito de iniciación para salvar la vida de su padre moribundo, accediendo por añadidura al estatus de adulto de pleno derecho. El espléndido, sumamente evocador apartado formal de ambos filmes amplifica la reacción emocional del espectador ante el postulado último que, por vías diferentes, Oblivión y After Earth esgrimen: llegado el fin del mundo, sólo el amor -sea de pareja o bien fraternofilial- atesora el potencial de recordarnos que, pese a todo, seguimos siendo humanos.
El espacio, la próxima frontera
En las cálidas noches de verano de nuestra niñez, y no está de más recordar que esta puede -y debe- ser un estado de ánimo que nos alimente toda la vida, mirábamos a un cielo cuajado de estrellas con esa mezcla de deslumbramiento y curiosidad netamente infantil, dejando volar nuestra imaginación a otros mundos posibles, situados a millones de años-luz de distancia, habitados por seres de ensueño y criaturas de pesadilla. Un interés, cuando no anhelo, que ya desde los pioneros del cinematógrafo ostenta un lugar destacado en la disciplina artística que nos ocupa, y que con el transcurrir del siglo XX irá construyendo unos códigos representacionales propios, que permitan fabular plásticamente con naves especiales, lunas coloristas y bizarros extraterrestres; la permeabilidad de las grandes sagas de la space opera al sense of wonder ha garantizado pues su continuidad en el nuevo milenio, potenciado aún más si cabe por los ya mencionados avances en el terreno de la imagen digital, posibilitadores de que la fantasía más desatada sea plasmada de manera convincente en la gran pantalla: ¿Puede concebirse un trozo de celuloide más arrebatado que la batalla final entre Anakin (Hayden Christensen) y Obi-Wan (Ewan McGregor), espada de luz en ristre, en la superficie de un planeta en combustión permanente? El listón de imágenes deslumbrantes y emociones límite está situado muy alto, como vemos, lo que no atenúa la vigencia de que siguen gozando hoy en día Star Wars y Star Trek como referentes principales de la ópera del espacio, ambas por cierto con nuevos títulos en diferentes fases de producción. El intento de llevar estos postulados a otras variantes genéricas, sean más -Guardianes de la galaxia (2014)- o menos -John Carter (2012)- exitosos desde el punto de vista de sus réditos económicos, no hacen sino abundar en el (en apariencia inagotable) interés del gran público por seguir disfrutando del componente netamente experiencial que estas ofrecen en una sala de cine.
Visto lo exitoso de mezclar el lado más amable del positivismo científico con la ensoñación del cuento de hadas sideral, podríamos pensar que todas aquellas ficciones ambientadas en territorios inexplorados reniegan sistemáticamente del tono, entre descreído y deprimente, que caracteriza a las desarrolladas en la Tierra del mañana; y estaríamos equivocados, pues la esencia de la especie humana, para bien o para mal, viaja con nosotros en la conquista del espacio. Pese a lo que pudiera apuntar la impronta eminentemente entertainment de Avatar, su monumental aparato técnico y estético no sólo no enmascara sino que amplifica un elegíaco discurso en defensa de la Naturaleza, esa Madre de todos los seres vivos que para el incontrolado progreso tecnológico, vuelve a subrayar el artífice del díptico seminal de Terminator, siempre será un obstáculo a erradicar. La carga metafórica de una narración que no rehuye en ningún momento un maniqueísmo de raíz arquetípica se ve sublimada por la plasmación de un planeta-vergel en el que todos sus habitantes viven en comunión con su hábitat. Y es que la mirada de James Cameron es en esta ocasión la del etnólogo, tan maravillado por la edénica sucesión de paisajes de ensueño -en los que los Na´vi cazan, se alimentan o rezan a su deidad- como su alter ego ficcional Jake (Sam Worthington), un outsider hastiado de la civilización al que el colonialismo espacial ofrece una segunda oportunidad: la maravillosa secuencia en que este ve por vez primera la realidad de Pandora a través de los ojos de su avatar, contagiada de una vitalidad exultante, constituye uno de esos momentos mágicos que, si se disfrutan en la intimidad compartida de una sala de cine, ya nunca se olvidarán.
Resulta evidente que esta humanidad del futuro no renuncia a sus rasgos distintivos, que son los nuestros: sobrevivir, arrasar insensatamente ecosistemas ajenos, sentir intensamente las emociones… y hacerse preguntas, difíciles de responder, acerca del sentido de la existencia. Los científicos que en Prometheus (2012) comandan una expedición a los confines de la galaxia para encontrarse con nuestros supuestos creadores, haciendo gala de una soberbia intelectual merecedora del correctivo que recibirán, no pueden siquiera sospechar la sucesión de horrores que les aguardan, deudores de esa añeja tradición literaria -y por extensión fílmica- del Fantástico que nos recuerda como el conocimiento de saberes vedados al entendimiento humano condena irremisiblemente al temerario a pagar un alto precio. Como no podía ser de otra manera, la luna donde moran los Ingenieros es un satélite yermo, cuya rugosa superficie -surcada de escarpadas montañas y azotada por brutales tormentas- constituye en sí misma una inapelable señal de aviso; un entorno sumamente hostil a la vida que prefigura los espacios lóbregos, erigidos en malsana exaltación de la poética de lo biomecánico, de la nave-pirámide. Merced a las excelencias del diseño artístico Ridley Scott entronca Prometheus con los leit motiv visuales de la saga Alien, reincidiendo con acierto en ese insondable horror cósmico que, magistralmente filtrado por las macabras ensoñaciones de H.R. Giger, remite inequívocamente al nihilismo preternatural presente en las creaciones de H.P. Lovecraft.
Dado el mensaje de los dioses, en el fondo tan terrenales en su inconsistencia irresponsable, parece claro que el futuro de nuestra especie radica en olvidarnos de hipotéticos demiurgos y trascender, en el sentido más humanista de la palabra, por nuestros propios medios: Interstellar (2014) visualiza un porvenir inquietantemente plausible, en el que el agotamiento de los recursos naturales condena a los habitantes de la Tierra a la extinción… salvo que seamos capaces de emigrar a otros mundos potencialmente habitables, abandonando para siempre nuestro sistema solar. Lo maravilloso de su planteamiento es que ese salto cualitativo de la ciencia se materializa a partir del vínculo emocional establecido entre un padre y su añorada hija, sólidamente mantenido, pese a sus desencuentros personales, a través del espacio y el tiempo. El periplo de Cooper (Matthew McConaughey) y su tripulación en busca de planetas aptos para la vida les lleva a visitar parajes recreados desde la proverbial óptica realista de Christopher Nolan: mares surcados por olas de cientos de metros, yermos de cegadora blancura en los que la soledad se torna insoportable, aumentando la añoranza por los que quedaron atrás, a millones de años-luz de distancia: el espacio insondable, que extiende su infinita negrura al otro lado del reducido habitáculo de la nave, realidad inaprensible al ser humano, desestabilizadora de mentes y cuerpos.
Con Interstellar concluye nuestro recorrido, personal e intransferible como no podía ser de otra manera, a través de un puñado de obras de género las cuales presentan como elemento común el interés de sus factótum por proyectar temáticas de hondo calado humano a escenarios definidos tanto estética como conceptualmente; postales ciertamente verosímiles de nuestro porvenir: el niño-robot que juguetea con el cabello de su ¿madre? en una simulación virtual del hogar canónico, mientras es observado con suma atención por seres extraterrestres interesados en conocer lo que una vez fue la vida en nuestro planeta; la crepuscular conversación de dos viejos exploradores, el uno joven tan sólo en apariencia, el otro un androide de anguloso diseño y envidiable sentido del humor, que tiene lugar en el porche de una granja desde las que no se observan las estrellas sino la bóveda que preserva una gigantesca estación espacial median tres lustros de progresos en todos los ámbitos del saber, que nos han acercado, quizá más de lo que podemos siquiera imaginar, al momento en que estas experiencias -o bien otras similares- formaran parte de nuestra cotidianeidad.
Aquí reside el quid de la cuestión: ¿Cómo plantearnos los caminos a seguir por la Ciencia-Ficción cuando vivimos los albores de ese mañana hipotético con el que fabulaban los creadores que dieron forma, en el extinto siglo XX, a sus títulos más emblemáticos? La respuesta pasa por establecer una inequívoca continuidad con el presente inmediato, priorizando el factor humano a partir de contextos emocionales y éticos reconocibles. Pintar paisajes que, sin renunciar a la imaginación más desbordante, nos resulten cercanos, verosímiles; deseables o atemorizantes. El cine de ciencia-ficción tiene la función, a mi entender fundamental, de mostrar hacia donde nos dirigimos de seguir apretando el paso, y si bien quizá sea tarde para evitar un porvenir cuando menos desasosegante, permitirnos conocer el terreno que pisamos… terminando por el principio, hace tiempo que vivimos atrapados en nuestro Matrix particular, a la espera de ingerir la necesaria capsula roja, también conocida como concienciación global: lo llamamos Capitalismo.
FUENTES
ALDISS, Brian W.1969. Los superjuguetes duran todo el verano. Plaza & Janés. Barcelona.
DICK, Philip K. 1956. El informe de la minoría, incluido en Cuentos completos IV. Minotauro. Barcelona.
ASIMOV, Isaac. 1950. Yo, Robot. Edhasa. Barcelona.
LOVECRAFT, Howard P. 1931. En las montañas de la locura, incluido en Obras completas. Valdemar. Madrid.
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