Capital de fastos y reivindicaciones, la ciudad de Madrid encuentra acomodo en su idiosincrasia a cualquier acto o celebración: desde un certamen de chotis a la #SpanishRevolution, todo proyecto aspira a su propio nicho de libertad indiferente donde desarrollarse. Después de 8 ediciones constatamos que Documenta Madrid ha conseguido el suyo en tanto lo permite la zozobra económica, consolidándose como el festival cinematográfico más importante de la región. El tamaño del evento —una cuenta rápida nos da más de 130 títulos repartidos entre las también numerosas secciones— y la saludable ausencia de ínfulas identitarias sitúa al cinéfilo ante una encrucijada de itinerarios, en la tesitura de confeccionarse él mismo la experiencia más enriquecedora que la programación pueda brindarle. Este ejercicio previo de selección asimismo invita a reflexiones sobre el género que trascienden el ámbito del festival, y que creo que merece la pena compartir antes de entrar en materia.
Un primer vistazo a las secciones nos lleva a preguntarnos ¿tiene sentido a estas alturas de lo global separar las obras a competición en nacionales e internacionales? Aunque no se puede hacer un reproche duro en un panorama festivalero genuflexo ante los mecenazgos locales, conviene ser conscientes de la degradación del primer grupo a la categoría de especie protegida que acarrea. La sensación de manto amigo se refuerza al comprobar que se reserva la Cineteca de Matadero (sede del festival) para todas las películas nacionales a competición, mientras que algunas de las extranjeras son desplazadas al Círculo de Bellas Artes. Sin ser menos digno como espacio de proyección, no hay color entre presentar trabajos en las inmediaciones del Banco de España y hacerlo en el «Centro de Creación Contemporánea» más guai de la Comunidad. La segregación, insisto, no perjudica a los artistas de otros países, sino a aquellos españoles que merecerían medirse con Planet of Snail en lugar de comer los brotes de bambú que les echen. La decisión se antoja aún más absurda al comprobar que afecta a los largos exhibidos, pero en cambio encontramos producciones españolas (en idioma extranjero) dentro de la sección de Cortometrajes Internacionales. Se entiende la necesidad de dar salida a la ingente producción patria sin visibilidad, pero no sin ajustarla a los resultados y ambiciones de cada filme.
Entrando en apreciaciones más subjetivas, la a priori placentera tarea de prepararse la agenda de sesiones a las que asistir —ayudado por la siempre concisa web del festival— derivó en cierta decepción por la falta de expectativas respecto a otras ediciones, compartida incluso con amigos críticos reacios a sustituir su propio programa con el que ofrecía Documenta Madrid, si se me permite el comentario anecdótico. Era obvio que no se repetiría una experiencia comparable a la del visionado en 3D de La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams, 2010); la ausencia de lo herzogiano —o la vida llevada al límite de su misterio— se palpaba en las temáticas escogidas y, cabía temerse, en su enfoque. Nos esperaba una muestra de cine de lo pequeño, de investigar familias y explorar terruños, de revelaciones anunciadas e imágenes sometidas a su objeto, a menudo con la excusa del compromiso enarbolada desde los espacios de la programación dedicados a ONGs. Un cine de la era Youtube presto a entregarse a las fantasmagorías de este mundo inaprensible, (1) cuyas interacciones con lo que filma hallarían su correspondencia política en las ruedas de prensa sin preguntas de nuestro gobierno. (2)
Visiones de Marte, cineastas en la luna
Para no andarnos con rodeos, el éxito del paradigma descrito en el párrafo precedente se lo adjudicó É na terra não é na Lua [Es la Tierra, no la Luna, 2011], multipremiado retrato de una pequeña isla de las Azores en 15 capítulos. El trabajo del portugués Gonçalo Tocha muestra el daño que han hecho muchas escuelas de cine: el director declara desde el principio su intención de «filmar todo, cada vaca y cada cerdo» y va cumpliendo su amenaza a lo largo de más de tres horas. Digo amenaza no porque se encadenen hechos sin interés que induzcan al aburrimiento, algo que quedaría al juicio de cada cual —una vecina le comenta a otra acerca de los realizadores «me están siguiendo como tontos»—, sino por la intuición de una carencia de perspectiva disfrazada de curiosidad inabarcable. Tocha graba de la misma manera los recuerdos de una anciana, el discurso de un político local o la matanza de un gorrino. Su ejercicio de turismo cinematográfico termina por quemar la isla, echando a perder todo su potencial con sus secretos. Tan solo quedan en pie los sobrecogedores paisajes naturales, es decir, lo que no necesita el discurso del hombre para sostenerse. Tras cuatro años de rodaje en que los habitantes de Corvo cultivaban patatas, por su parte Tochaha cosechado el premio al Mejor Largometraje de Creación, el aplauso del público y un gorro cosido a mano por una lugareña. Sí, es la Tierra, no la Luna.
Dentro del ciclo dedicado a Jean-Henri Meunier, una respuesta a esta concepción del cine podría hallarse en Y’a pire ailleurs [Hay cosas peores en otros sitios, 2012], otro bosquejo de un microcosmos rural. Sin dejarse intimidar por el alcance del estudio, el autor concreta su interés en una galería de personajes fuertemente definidos por su función o sus rotundas interacciones con el resto. Meunier intenta expresar la belleza del sentimiento religioso y de comunidad que caracteriza al pueblo sin caer en tintes bucólicos, particularmente exorcizados durante un extenso fragmento abundante en casquería que nos remite a Las Hurdes (Luis Buñuel, 1933). Por desgracia, un fallo de proyección nos privó de los últimos cinco minutos de metraje, al que se suma el de las dos otras dos partes que no pude ver de esta trilogía dedicada al pueblo de Najac, por lo que considero prudente no profundizar en el análisis. En la misma línea prefiero hablar de The Marsdreamers (Richard Dindo, 2009), otra obra sobre una colectividad unida por vínculos especiales, en este caso un anhelo común de colonización del planeta rojo en el futuro. La comparación con la Antártida que apuntan sus propios protagonistas abre un diálogo con Encuentros en el fin del mundo (Encounters in the end of the world, 2007); sin embargo, la sencillez de la aproximación del suizo —como la de otros filmes suyos que pudieron verse en la retrospectiva— la aleja de Herzog tanto como le acerca a los visionarios que retrata. Las afables entrevistas, la música de planetario o la ensoñación con paisajes marcianos en la Tierra conforman un templado documental militante, propio de alguien dispuesto a cruzar el desierto con un pesado traje espacial y, claro está, todo el oxígeno del mundo.
También la utopía modela la más modesta e irregular Christmas in Icaria (2011), un ejemplo de película con motivo vaporoso que no amedrenta a sus autores. Con la excusa de seguir los pasos de una expedición que partió desde Francia en 1848 para fundar una comuna en Texas, Daniel García y Aurelio Medina hacen una exploración breve pero intensa de parte de la geografía americana, con cierta vocación telúrica apoyada por la disociación de diálogos y unas imágenes más evocadoras que narrativas. La renuncia a utilizar material relativo a la misión (apenas existen documentos gráficos) no impide recorrer los puentes entre aquélla y el presente, acaso caminos de conciencia nacional olvidados entre la maleza, raíces perdidas que no pueden más que llevar a un callejón sin salida imposible de sortear para los directores.
Estos debieron de encontrar poco grato el contraste entre la tibia acogida de su obra en la sala y el entusiasmo en la misma sesión por Un principio (David Testal, 2011), deudora de la óptica timorata y servil que denunciaba al comienzo. La definitiva separación física de una pareja tras su ruptura sentimental se agarra a una tesis de renacimiento (como el título sugiere) impuesta por sus protagonistas en flagrante contradicción con las imágenes, rodadas durante sus últimos días juntos en el piso que comparten. El autor convierte inconscientemente el documental en una ficción acorde con sus prejuicios, tan porosa que la realidad se filtra desautorizándola. Testal pretende optimistas secuencias en certero blanco y negro donde el dolor se estaña en miradas y gestos, sugiriendo la dialéctica oculta entre víctima y victimario a la que gustamos de degradar las relaciones. En el coloquio posterior director y ex-amantes nos ratificaron con desigual convicción su elogio a una cultura que permite a uno reinventarse a cada momento, a la manera de las más bellas declaraciones de amor con un ojo morado.
Pueblos de los malditos
Menos visibles a nivel de superficie, los problemas de gestión de lo real también inundaban las arterias de otro tipo de trabajos, amplias panorámicas cohesionadas por el destino común de los que las habitan. Sus autores suelen abandonarse a una pulsión de zeitgeist, arrollados por acontecimientos tan grandes que superan y diluyen su mirada entre otras muchas. Dentro de la retrospectiva de cine uruguayo pudimos ver un ejemplo relativamente reciente en La sociedad de la nieve (Gonzalo Arijón, 2007), un pormenorizado relato sobre la llamada «tragedia de los Andes» ya abordada por Frank Marshall en ¡Viven! (Alive, 1993), aquel accidente áereo en la cordillera que obligó a 16 jóvenes a la ingesta de carne humana para sobrevivir. Sin riesgo alguno en su dramatización vía bustos parlantes y recreaciones al son de un piano melancólico, sorprende comprobar cómo apenas se aparta de la narración canónica de la de Marshall quince años después de su estreno. Arijón se inclina por la dimensión intragrupal del suceso en lugar de la religiosa, preferida por su antecesora, y quizá ello haga más obvio que ambas soslayan el episodio necrófago en favor del discurso consensuado entre los supervivientes, quienes se limitaron a «resistir con las escasas reservas alimenticias que poseían». (3) Entre la experiencia colectiva real y la visión externa del cineasta se interpone el filtro del lenguaje de los que viven la primera, así que la corrección política viene de río arriba.
A este respecto, Tahrir 2011. The Good, the Bad and the Politician (2011) —quizá la obra más representativa del ciclo de Panorama Árabe Contemporáneo— propicia un debate sobre si participar de lo que se filma es una garantía para eliminar dicho filtro. De los tres cortos que componen este fresco sobre la primavera egipcia que llevó al derrocamiento de Hosni Mubarak, el de Tamer Ezzat ofrece la respuesta más clara: el montaje y los segmentos seleccionados se acompasan a la evolución de los eventos en la plaza Tahrir, los cuales constituyen en sí mismos una suerte de puesta en escena. La traslación directa al medio cinematográfico del discurso popular nos permite observar rotundos paralelismos entre un pueblo que aún hoy pide la cabeza del ex-dictador y nuestro más pacífico 15-M, así como sinergias entre colectivos dispares, desde izquierdistas utópicos a los Hermanos Musulmanes. Aún más claramente se percibe la asunción acrítica de la corriente revolucionaria en la pieza de Amr Salama dedicada a Mubarak, cuya ironía de brocha gorda apunta la inquietante expansión del lenguaje de Michael Moore al nivel de esperanto audiovisual de denuncia política. Ayten Amin, en cambio, toma distancia en su examen de las fuerzas de seguridad al servicio del régimen derrocado, pero no la suficiente para extraer comparaciones entre las jerarquías autárquicas que se dan a uno y otro lado del conflicto. Un año después, se evidencia que el integrismo que el documental deja fuera de plano no era ni bueno, ni malo, ni político. Es Egipto ahora.
Y probablemente nada como el nuevo documental chino ilustre la dificultad de resistirse a un entorno abrumador. Conforme el capitalismo nacionalista que ha adoptado la casta dirigente va acabando con la igualdad de la población en miseria, los aún elevados niveles de ésta y el corrupto entramado político y económico han enmarañado la percepción de la realidad, hasta tal punto que muchos directores tratan de capturarla mediante extensos metrajes (Wang Bing), minimización de la puesta en escena (Cui Zien) u otras técnicas extremas. La galardonada con el Premio Honorífico del Jurado The Vanishing Spring Light (Xun Yu, 2011) no llega a tales cotas de atrevimiento, de lo cual derivan sus problemas de concreción de metraje válido de entre el material bruto filmado, como por ejemplo ocurría en la primera etapa de Jia Zhangke. La historia de los últimos días de la anciana Jiang suscita en principio más interés antropológico que sociológico, el que acapara la foto fija de una organización humana —su familia— sobre las inferencias acerca de la sociedad donde radica. ¿A dónde se remontan las asperezas en el trato entre parientes? ¿Por qué vemos a gente jugando al mahjong con un cadáver en primer plano? Las claves biográficas que nos da la propia Jiang, exitosa empresaria tras ser desahuciada de su pueblo natal junto a los demás aldeanos, devendrían insuficientes de no apoyarse en la imagen de su cuerpo agonizante: su penoso tránsito a mejor vida abre una vía de escape al discurso atrapado del autor, y quizá también a la comunidad que la llora.
Cristales con que no se mira
Aparte de salvar el filme de Xun Yu, el potencial del género para identificarse con puntos de vista extraordinarios apenas emergió en esta edición del festival. Aunque a nadie sorprende que desde las más diversas imposturas artísticas se termine haciendo apología de la normalidad, se agradece que de vez en cuando el ánimo de descubrimiento haga acto de presencia, incluso en obras tan mediocres como Deseos (2011). Yolanda Olmos construye su corto sobre testimonios de prostitutas en Huesca de cariz reflexivo, espejados en la desolada naturaleza de los alrededores antes que en los night club u otros ambientes de trabajoapenas evocados. Nuevamente nos topamos con la solidaridad como limitación del esfuerzo creativo, (4) expresión de esa empatía ensimismada tan característica de la filmografía de Fernando León y demás adalides de la conciencia social. De haber profundizado en los sueños de sus protagonistas, como sugería su título, posiblemente sus resultados no habrían quedado lejos de Charlotte, Vie ou Théâtre? [Charlotte, ¿vida o teatro?, 2003], otro de los trabajos de Richard Dindo que pudimos ver en su correspondiente retrospectiva. Tanto la pintora Charlotte Solomon perseguida por los nazis como las esclavas económicas de Deseos dan rienda suelta a sus fantasías para sostenerse en su opresiva realidad; la de Dindo además saca ventaja de no poder recrearse en planos de su difunta protagonista, orquestando en su lugar un relato en viñetas estáticas a través de su obra pictórica, tan solo puntuado por arbitrarios insertos de parajes en la actualidad que beben de Claude Lanzmann y su Shoah (1985). Si Dindo pretendía aportar otro mártir al museo audiovisual del Holocausto, (5) tamaña subordinación a los materiales originales puede celebrarse como un paso exitoso por la mesa de autopsias.
Una aportación incontestable del festival al capítulo de miradas insólitas fue L'hypothèse du Mokélé-Mbembé [La hipótesis del Mokele-Mbembe, Marie Voignier, 2011], donde acompañamos al explorador Michel Ballot en una de las muchas expediciones que ha dedicado a la búsqueda de una criatura prehistórica en la selva de Camerún. Ya solo la localización y el misterio criptozoológico excitan una curiosidad casi infantil que echábamos de menos, lo que mereció una alusión a Uncle Boonmee (2010) por parte de mi acompañante Rosendo Chas. Sin embargo, una distancia irónica respecto a la obra de Apichatpong Weerasethakul se manifiesta en las conversaciones con los lugareños, entre la exageración y la creencia transportada por meandros antropológicos desde tiempos remotos. Como el río que discurre inalterado por los enigmas que esconde, Ballot se muestra imperturbable ante sus respuestas, sean fantasiosas, escépticas o directamente incomprensibles. El sentido de su búsqueda infatigable e independiente (que no romántica) se ve reforzado por vídeos de expediciones pasadas; entonces y ahora, el secreto del animal legendario permanece fundido con el de las gentes que lo imaginan.
Ante la escasez de sujetos fascinantes, algunos autores compensaron esta carencia con manipulaciones creativas dignas de mención. La brecha más honda entre fondo y forma se vio en Grossvater hat das Meer nie gesehen [El abuelo nunca vio el mar, Christine Huerzeler, 2011], un collage de found footage autobiográfico más orientado a conformar un mapa de la psique que un relato coherente, y que pone en jaque a la familia como institución. Mediante el montaje y la música se despoja a los recuerdos de su carácter inocente, sugiriendo significados ocultos ajenos a la idílica armonía familiar. En su brevedad el discurso deviene pura inquietud sin definición, lo que deja su lectura definitiva a expensas de la filmografía venidera de su autora. Y similar defecto con peor fortuna el de Spring Yes Yes Yes (Audrey Ginestet, 2011), un Hiroshima, mon amour atragantado que parte de una no aceptación de la ruptura con la pareja. Si bien no hay contradicción entre discurso e imagen como en la mencionada Un principio, el intento de redefinir poéticamente el estado actual de la relación se salda con un relativo fracaso, el cual por lo menos nos deja bellas estampas de invierno en la memoria.
Uno de los manejos formales más efectivos a la par que sutil nos lo ofreció An American swan in Paris (2011) de la española Arantxa Aguirre, reconocida con un Premio Freak de Distribución (envío del corto a cincuenta festivales internacionales) que sin duda mereció su temática universal y asequible para todos los públicos. Centrada en Kathleen Thielhelm, una bailarina americana que tiene la oportunidad de actuar en la Ópera de París con su compañía, con muy poco material la película cuenta una historia acontecida de improviso durante la filmación. Con lo que parecía una obra de personajes sin perfilar —rostros y cuerpos al servicio de un ideal estético inclemente con ellos—, Aguirre controla las expectativas del espectador para construir un planteamiento hitchcockiano en torno al suceso. Tras su abrupto final nos percatamos de la meritoria instrumentalización de nuestras nociones preconcebidas y lugares comunes en torno al ballet, como ya hiciera Darren Aronofsky en Cisne negro (Black Swan, 2010) con diferente propósito.
Y hablando de juegos fílmicos, se advierte en la arrojada narrativa de Nessa (Loghman Khaledi, 2011) un intento de superar el miserabilismo al que se resiste la sociedad iraní. La lucha de una joven talentosa contra la represión del nido familiar por su futuro como actriz se halla en sintonía con Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, Asghar Farhadi, 2011), hasta el punto de que da la impresión de querer una ficción para sí, más acorde con su estudiada progresión del montaje sin apenas tiempos muertos. Son los hechos filmados los que sacan al director del callejón sin salida en que se ve metido por sus limitaciones con el formato: moratones, humillantes sesiones de trabajo o fraternales bienvenidas a hostias al llegar a casa son retazos suficientes para retratar una dinámica de vida en extinción, toda vez hombres y mujeres sustituyan las cadenas que afectan a sus relaciones por otras que elijan ellos libre y estúpidamente. Esperemos que Khaledi y Nessa sean testigos de ese cambio en vida, y disfruten la libertad de reflejarlo en películas con números al estilo de Bollywood.
El planeta de los caracoles
Como daba a entender en la introducción, hay muchas maneras de pulsar la actualidad de la escena documental, pero solo en las propuestas de riesgo se percibe el nivel artístico del periodo que nos toca vivir. Muy pocos proyectos presentados en Documenta Madrid demostraron gran ambición en la elección de su tema, y de entre ellos algunos lo traicionaron por un enfoque conservador. Es lo que le ocurre a la chilena Katherina Harder Sacre en Memorias del viento (2011), que aborda el angustioso presente de Rafael Egaña, un hombre que padece ceguera progresiva. ¿Cómo proteger un acervo de recuerdos visuales condenado a disminuir con el paso de los años? La problemática de la memoria la emparenta con la mencionada Grossvater hat das Meer nie gesehen; sin embargo, se sostiene en exceso sobre las inquietudes verbalizadas por el infortunado protagonista, subrayadas por soluciones de cámara obvias como desenfoques o fueras de campo. Entender la desgracia de Egaña y trasladarla a la pantalla no estaba a la altura de cualquiera.
De no haber disfrutado la espléndida Planet of Snail [El planeta de los caracoles, Yi Seung-jun, 2011] habría pensado que tampoco lo estaba la del sordo y ciego Young-chan. ¿Desgracia? En el filme surcoreano solo hay cabida para la dicha de almas tan grandes como para hablar con los árboles. Puede mover a la risa, pero lo que aquí escrito suena ridículo no es más que la sombra de la historia de amor entre Young-chan y Soon-ho, la compañera de la que depende físicamente tanto como ella emocionalmente de él. Soon-ho se sabe afortunada de tener a su lado a un superhombre, alguien con un pensamiento muy por encima de lo que la naturaleza le niega y la sociedad admite. Su lenguaje corporal en la comunicación con los demás, sus ambiciones de literato no reconocidas o las obras de teatro que escribe —aun incapaz de juzgar sus deficientes representaciones— señalan al Hombre Superior del que hablaba Confucio, una persona conectada con el Cielo y la Tierra. ¿Es la realidad o una imagen distorsionada? Como sea, el director de la descarnada Children of God (2009) trata de hacer por todos los medios justicia cinematográfica a la idea que quiere transmitir de la pareja: el cuidado con que elige los encuadres de las manos, la información que aporta cada contraplano, secuencias sin cortes que transmiten la inseguridad de transitar por este mundo... Después de cuarenta años, por fin un director da la réplica sobre discapacidad a Kazuo Hara (Sayônara CP, 1972), (6) un choque de trenes que obliga a replantearse certezas sobre el amor y otras dependencias por las que respiramos. Seguramente el jurado de Documenta Madrid no apuró muchos cafés para declarar Planet of Snail Mejor Largometraje Internacional.
Terminamos nuestro repaso a premisas inasibles con L’archivio a Oriente [El archivo a Oriente, 2011], un ejercicio propuesto a cuatro directores asiáticos por parte del Instituto Luce, que puso a su disposición viejos fondos de archivo rodados por realizadores italianos en el país de cada uno, con la finalidad de que los reinterpretasen según su visión en respectivos cortometrajes. Como era de esperar, los resultados son tan interesantes como desiguales. Firouzeh Khosrovani se queda en el documental informativo sobre la historia reciente de Irán, donde el paso de una generación liberal a otra conservadora queda patente en la evolución del vestuario femenino y otros rasgos superficiales pero significativos. (7) En cambio, tanto Goutam Ghose (India) como Makoto Shinozaki (Japón) parten de un montaje casi propagandístico al que apostillar, revertir o aniquilar en la segunda parte, alterando la unidad semántica del total mediante la edición. Shinozaki además hace explícita su interpretación de lo filmado, lo que empobrece una mirada sarcástica que hasta entonces conjugaba con destreza los kimonos con los rótulos en italiano. Por último, Wang Xiaoshuai sigue tan corrosivo y poco formal como siempre. A diferencia del resto, rompe las reglas para añadir metraje actual rodado por él mismo, todo para plantear una falsa dicotomía entre las imágenes de archivo y los recuerdos de su abuela. Como denota su cine desde Frozen (Jidu hanleng, 1997), Wang sabe como pocos que donde no hay seres humanos no existe el pasado ni el presente, y así nos deja como llegamos. De vuelta en el desierto de lo real.
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(1) Referentes como esta toma del paisaje nocturno de Tokyo, grabada desde una cámara instalada en el monorraíl de la línea Yurikamome: Youtube.
(2) O casos más extremos como la reciente comparecencia del líder de los neonazis griegos, donde a la orden de uno de sus lacayos la mayoría de periodistas se puso en pie: Youtube.
(3) Ver la página oficial del accidente (sic).
(4) El filme está apadrinado por Cruz Blanca, fundación católica dedicada a ayudar a personas en situación de exclusión social (más información en Fundación Cruz Blanca.
(5) De hecho la obra de Solomon está expuesta en el Museo Histórico Judío de Amsterdam.
(6) Sin estar a la altura de estos trabajos, es obligado mencionar el precursor El país del silencio y la oscuridad (Land des Schweigens und der Dunkelheit, Werner Herzog, 1971).
(7) La transformación es patente para cualquiera que acceda a documentos visuales previos al régimen del ayatolá Jomeini, por ejemplo aquí.