Librando guerras mediante intermediarios: cine, guerra fría y memoria | por David Flórez

Peter Davis | Hearts and minds

Introducción


Puede ser una impresión mía, pero tengo la sensación de que apenas se estrenan ya películas dedicadas a ese largo periodo de enfrentamiento entre EEUU y la extinta URSSS que llamamos la Guerra Fría (de 1948 a 1989, aproximadamente). No quiere decir que haya pocas películas sobre esa época, al fin y al cabo  ocupó casi toda la segunda mitad del siglo XX, sino que su recuerdo parece haberse atenuado y difuminado hasta casi desaparecer, mientras que otros periodos, como la Segunda Guerra Mundial, continúan siendo visitados por la cinematografía mundial.


Por supuesto, hablar de la Segunda Guerra Mundial es mucho más sencillo que de cualquier otro conflicto, especialmente desde el punto de vista norteamericano/aliado. Ellos, nos dicen, liberaron al mundo de las garras del fascismo, para traer la democracia a todas las tierras que cubre el cielo. En ese combate, como en los tebeos de superhéroes, ellos fueron siempre los buenos y sus acciones estuvieron más que justificadas, porque los crímenes, ya saben, siempre los cometen los otros, especialmente los perdedores.


Se me podría objetar que la  ilustración reciente de la Guerra Mundial ha sido cada vez más naturalista, más negra y brutal, pero ese giro estético no supone ninguna contradicción con el contenido ideológico que anticipo arriba. Uno los mitos recientes promovido por el neoconservadurismo americano es el de la generación de la década de 1940 como el de la Gran Generación, así, en mayúsculas. Un a modo de nuevos padres fundadores que tuvieron que sufrir pruebas y penalidades sin cuento -por supuesto ocultando las causas y causantes de ese sufrimiento-, pero que vencieron y sobrevivieron a todas ellas, apretando los dientes, por pura fuerza de voluntad. Esas gentes se elevan así a la categoría de modelos ante los cuales deben compararse todos sus descendientes, que deben pugnar por mantenerse a su altura, con lo que cuanto más gráfica sea la descripción de los peligros a los que se enfrentaron, mejor.


A esa contaminación ideológica no ha escapado ninguna de las películas recientes de Hollywood excepto contadas excepciones. En Pearl Harbour (2001. Michael Bay), bombardear japoneses era un derecho inalienable del pueblo americano. Para Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1999, Steven Spielberg), todo el horror de la guerra estaba justificado si se conseguía salvar la vida de un solo soldado americano. Hermanos de Sangre (2001, varios) realizaba ímprobos esfuerzos para demostrar que la guerra había tornado ciudadanos modelos a los paracaidistas protagonistas, mientras que The Pacific (2010, varios) malgastaba un tercio de su metraje en glosar al héroe de una pieza cuya muerte gloriosa cantan los cantares.


Frente a tanto ejemplo, tanta virtud, tanta hombría, la Guerra Fría poco tiene que ofrecer. Ese tiempo, para los que aún lo recordamos, no fue otra cosa que una espera larga y angustiosa, hasta que alguien se le ocurriera apretar el botón de una vez y erradicarnos de la superficie de la tierra. Hasta ese instante, durante la larga partida de ajedrez entre EEUU y la URSS cuyo tablero era el mundo, todos los trucos, todos los engaños, marrullerías y traiciones, estaban permitidos, es más, eran necesarios.


De esa manera, para conseguir una ventaja o para arrebatársela al contrario, las potencias occidentales no dudaron en apoyar a dictaduras sangrientas como las de Pinochet o Videla, derribar experiencias democráticas que no evolucionaban a su gusto, caso de  Moshadeq en Irán, o financiar a sus enemigos futuros, caso Al Qaeda o los Talibanes. En el caso del bloque comunista, su aparente unidad ideológica monolítica era solo apariencia, de forma que las ramas maoísta y soviética acabaron enfrentándose en la larga frontera sinosoviética, en Indochina -Camboya, Vietnam, y China-, o en África -la larga guerra civil de Angola o el enfrentamiento abierto entre Etiopía y Somalia por un cacho de desierto. Sin contar, por supuesto, con las intervenciones soviéticas en su patio trasero europeo para defenderlas de la subversión occidental o para evitar que quedaran despobladas, caso de la RDA.


No obstante ¿es necesario rememorar ese tiempo? Otros periodos históricos han quedado como escenario de narraciones intercambiables, las llamadas historias de “época”, donde representar las mismas funciones estereotipadas -chico busca chica, chico combate malo, chico salva el mundo. Así ha comenzado a ocurrir con la propia Segunda Guerra Mundial como bien vino a demostrar la serie de filmes de Indiana Jones y sus nazis malísimos que solo servían para que el bueno los eliminase y el público disfrutase, mientras que, para esa misma serie la guerra fría solo fue una excusa para repetir los mismos tics, solo que con comunistas y la KGB. De manera similar, en el imaginario popular, James Bond y John Rambo son más recordados que los presidentes americanos o los secretarios del Politburó soviético.


El destino de la Guerra Fría no sería ya otro que el de la historia antigua, que solo sirve para aburrir a los alumnos en las escuelas, sino fuera porque los engranajes de la historia han vuelto a ponerse en marcha, en contra de las profecías apresuradas -e interesadas- tras la disolución de la Unión Soviética. El mundo en el que vivimos asiste al cuarteamiento del modelo de estado nación -consagrado por la Segunda Guerra Mundial y la descolonización, mantenido como pieza fundamental del sistema toda la Guerra Fría-, de manera que Somalia, Irak, Siria y Afganistán han dejado de existir como entidades estatales, siendo substituidas por entidades que, aunque nuevas, son de venerable antigüedad. De la misma manera, la guerra ha vuelto a convertirse en la continuación de la política por otros medios, como vendría a demostrar la no-guerra-civil de Ucrania, mientras que la superioridad política, económica e ideológica de Occidente ha comenzado a resquebrajarse, en un mundo que parece destinado a ser dominado por Asia, sea China o India quien lo lidere, y donde la religión en sus formas más extremas y radicales ha resurgido con fuerza incontenible.


Un tiempo presente de confusión e incertidumbre, anterior al siglo XX, que se asemeja ahora a un paréntesis, una pausa, en un movimiento histórico de mayor rango. O mejor dicho, donde la incertidumbre y la confusión en la que el combate entre las dos superpotencias sumía a las regiones fronterizas de sus imperios, es extensible ahora a todo el orbe, sin excepción, en un mundo en el que no hay liderazgo claro, en el que ninguna civilización, ningún poder es dominante. Donde ese poder, y las políticas que inspira, se han quitado finalmente la careta y ya no necesitan excusas ideológicas o humanitarias para justificar sus auténticos objetivos, dominar más territorios, acumular más riquezas. Donde el combate entre la modernidad y entre la tradición, entre los diferentes disfraces y variantes que ambas posturas políticas adoptan es una realidad que cruza fronteras, divide países, convierte en enemigos a los que creían ser aliados, alía a quienes solo tienen en común el mismo enemigo.


Por ello, estudiar -y recordar- la Guerra Fría es más necesario que nunca, para reconocer el horror que infligimos a otros bajo el disfraz de mentiras convenientes, de palabras tornadas huecas a base de repetirlas: libertad, justicia, prosperidad, que solo servían para justificar la muerte y destrucción, tanto mayores cuanto más tecnificada y avanzada era la potencia que las causaba. De manera imperfecta y fragmentaria, esto es lo que se propone este artículo, estudiar tres documentales sobre este periodo, dos recientes, uno estrictamente coetáneo a los hechos, para revelar la abyección moral de ese tiempo, del cual algunos fuimos testigos, pero todos somos hijos.


Y también para señalar cómo la memoria y su compañero el olvido, modifican, deterioran y deforman una realidad que quizás no existió más que en la mente de sus participantes, pero que es necesario, mantener, limpiar y restaurar. Aunque solo sea para que no continúen engañándonos.



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Los asesinos son los héroes. Joshua Oppenheimer y The Act of Killing (2013)


The Act of Killing es una película desconcertante. A primera vista parece una plasmación en imágenes de las fantasías, entre kitsch, pornografía y ultraviolencia, de las personas cuyos relatos y entrevistas constituyen la base del documental. Estas personas, no obstante, no son unos cualesquiera. Como el documental nos revela casi desde el primer instante, vamos a pasar las siguientes dos horas y media -en el montaje largo, sobre el que se basará este análisis- en compañía de los perpetradores de un genocidio olvidado por el mundo, el que tuvo lugar en Indonesia tras el golpe militar realizado en 1965 por el general Suharto contra el presidente Sukarno, líder de la independencia indonesia de la metrópoli Holanda y uno de los fundadores del Movimiento de Países no Alineados.


No obstante, la clave para entender la película no se encuentra en ella misma, sino que como ocurre en muchos documentales, lo que vemos es solamente un punto de partida, la base necesaria para explorar una realidad mayor. En el caso de The Act of Killing, según declaraciones de su propio director, lo que se pretendía en principio era narrar mediante la voz de las víctimas el desarrollo de la represión posterior al golpe, en la que fueron asesinados al menos de un millón de indonesios, acusados de pertenecer al partido comunista, pero en realidad para desarticular y descabezar así cualquier posible organización opositora al nuevo régimen. El régimen de Suharto se construyó así sobre un baño de sangre -y la connivencia de las potencias occidentales, preocupadas por asegurar la zona en el contexto de la guerra del Vietnam- que le permitió perpetuarse hasta 1999, cuando Suharto tuvo que dimitir ante las protestas que estallaron en todo el país… y el temor de los sectores que le apoyaban a una revolución de mayor profundidad y calado.


El plan original de la película era por tanto más cercano al de Shoah (Claude Lanzmann, 1985), en el que son las propias víctimas las que narran el horror al que sobrevivieron. En el caso de la película de Oppenheimer, sin embargo, existía un problema que estuvo a punto de paralizarla antes de tiempo: a pesar de la revolución, las estructuras de poder del régimen siguen en pie, atentas a suprimir cualquier intento de subvertir su predominio o cuestionar su versión de los acontecimientos. En esas condiciones, rodar a las víctimas o a sus descendientes, dar nombre y rostro a sus quejas, era volver a ponerlas en peligro, situarlas bajo el punto de mira de un estado, que si bien esta vez no pretendería su eliminación física, no dudaría en condenarlas al aislamiento social o, en los casos peores, encarcelarlos. Un hecho expresado en la inmensa lista de colaboradores anónimos con la que se cierra la película.


Enfrentado a estas circunstancias, Oppenheimer decidió entrevistar directamente a los perpetradores. En principio, y si juzgamos por la experiencia de Lanzmann, esto debería ser aún más difícil, ya que los responsables de los crímenes deberían negarse a dar testimonio, bien por remordimiento, bien por miedo al castigo social o judicial. Sin embargo, como bien señala el propio director, la situación en Indonesia no es similar a la de la Alemania Contemporánea. Más bien se parece a la de una Alemania Nazi que hubiera ganado la guerra, en la que los comandantes y los guardias de los campos se hubieran jubilado cargados de medallas y recompensas, y sintieran, ya en su vejez, la necesidad de relatar los sacrificios en los que se embarcaron por el bien del país. Relato que, por supuesto, sería escuchado con admiración y orgullo por las nuevas generaciones de alemanes, asombradas ante el heroísmo, valentía y entrega de sus mayores.


Tal es la situación que muestra el documental de Oppenheimer. Un país donde los asesinos tienen fuertes conexiones con el poder, a cuyas organizaciones de base pertenecen, y que les consideran como el puntal sobre el que reposa su estructura, sin el cual no podría pervivir. El gobierno post-Sukarno, formado por los descendientes de los generales y políticos que apoyaron el golpe, continua así promoviendo las mismas organizaciones paramilitares y como Pemuda Pancasila, que desencadenaron la represión en 1965, en cuyo seno los asesinos de entonces son presentados como héroes, como ejemplo de cómo deben actuar los verdaderos patriotas, de los sacrificios que deben asumir para salvaguardar a su patria.


No obstante, la película podría haberse derrumbado sobre su propio peso -de hecho la versión larga es un tanto reiterativa- si no fuera por la intervención de uno de los perpetradores, Anwar Congo, que se hace con la cinta y se erige en su auténtico protagonista, anulando a los demás y obligándolos a danzar a su ritmo. La diferencia está en que otros perpetradores -el periodista que pasaba los nombres de los disidentes a Anwar Congo para que fueran eliminados o el mismo coordinador de las operaciones-  son conscientes de la gravedad de los acciones que cometieron y bien tratan de disociarse de los mismos -yo solo fui un espectador- o señalan que el documental, en los términos en que está rodado, les mostrará como perros rabiosos, asesinos sin escrúpulos de incontables inocentes.


Joshua Oppenheimer | The act of killing

Desoyendo todo consejo y precaución, Anwar Congo se muestra colaborativo, sincero hasta la ingenuidad. La impunidad de decenios, el respeto y admiración con el que se siente arropado por parte de las organizaciones gubernamentales, le llevan a explicar con todo detalle cómo se organizó la matanza, cómo la fueron llevando a cabo de forma artesanal, mejorando los métodos de ejecución para que fuera lo más limpia y rápida posible, tanto para la víctima como para el verdugo. Su obsesión por ilustrar las acciones en las que se vio envuelto le lleva a reconstruirlas en persona, como si él fuera un actor -el héroe- en una producción cinematográfica, mostrando paso por paso los detalles de los métodos de tortura y ejecución, llegando incluso a organizar con sus amigos de Pemuda Pancasila, como si fuera una excursión de fin de semana,  la reconstrucción de cómo arrasaron una aldea de campesinos. Este deseo por testimoniar, por protagonizar, acaba por no conocer medida, por llevarle a tomar el papel de víctima, por querer experimentar, aunque sea en simulacro, lo que debió suponer morir a sus propias manos, sin esperanzas, rodeado de criminales.


El resultado final es tremendamente ambiguo y desconcertante. Frente a la idea tranquilizadora de que los genocidas son monstruos psicópatas, aislados del resto de la humanidad por su propia deformidad psíquica -un error en el que han caído películas como La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993, Steven Spielberg)-, Anwar Congo se revela como una personalidad de extrema complejidad. El antiguo maleante de poca monta, enamorado del cine de gangsters americano, catapultado repentinamente a una posición de poder casi omnímodo por los que ordenaron el genocidio, es perfectamente consciente de lo injustificable de sus actos. De hecho, ese esfuerzo por describir detalladamente sus propias acciones, por ponerse incluso en el lugar de aquellos a los que asesinó con sus propias manos, por querer mostrarlo al mundo entero -tras cada escena, Anwar Congo muestra el material rodado a sus hijos y nietos- termina siendo un esfuerzo patético por buscar algún tipo de perdón o expiación. Por reconciliarse, si eso puede ser posible, con los espíritus de sus víctimas y escapar así a la venganza que teme le espera una vez muerto.


Tan poderosa es la presencia en pantalla de este hombre, que la película, el director y, nosotros, los propios espectadores, acabamos fascinados por él. Sin quererlo ni poderlo evitar, llegamos a compadecer al monstruo, que nos parece más casi digno de conmiseración que sus víctimas anónimas de las cuales no hemos llegado a ver sus rostros, ni oír sus voces. Este proceso de identificación lleva a que la escena más poderosa de la cinta sea el largo monólogo de Anwar en el que este se derrumba ante las cámaras, olvida todas las excusas con las que se ha ido protegiendo a lo largo de los años, deja caer las múltiples máscaras con las que se protegía y nos confiesa el inmenso vacío, la desesperación que llena su vida, puesto que ya no le es posible engañarse por más tiempo. No es un héroe, no es un puntal de la sociedad, no es un modelo. No es más que un asesino sin piedad al que otros le encargaron hacer el trabajo sucio con el que ellos no querían mancharse, lacra que seguirá pesando sobre él y sus descendientes.


Es esta quiebra final de Anwar el gran triunfo de la película y su mayor derrota, puesto que en el camino nos hemos olvidado de los muertos, por y para quienes se quiso rodar esta película. También, al mismo tiempo, ha quedado difuminada la inmensa responsabilidad de Occidente en esa masacre. Todo ello, no nos olvidemos, para defender la civilización y el progreso, la tranquilidad de nuestros hogares, aunque sea destruyendo los de otros.



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Lo que no se ve no existe. Rithy Panh y L’Image Manquante (2013)


Si algo caracterizó a la Guerra Fría es que ningún bando fue inocente, ni pudo arrogarse la primacía moral. Durante la larga guerra de Vietnam, las potencias occidentales no dudaron en apoyar a cualquier gobierno, por muy dictatorial o corrupto que fuera, siempre que sirviera para contener el avance de los movimientos comunistas en Asia. Al golpe de estado de Sukarno en 1965 precedió el realizado contra Diem en Vietnam en 1963, que culminó con su asesinato, el apoyo continuado a los regímenes autoritarios de Chiang Kai Shek en Taiwan o de Sygman Ree o Park Chung Hee en Corea, o la desestabilización del gobierno de Norodom Sihanuk en Camboya, con las consecuencias fatales que tuvo sobre el destino de ese país y que constituye el tema de la película de Panh.


El bloque comunista, por otra parte, utilizó ese mismo conflicto no solo para desgastar a los Estados Unidos, sino para librar en paralelo una guerra encubierta entre la URSS y China, imposible de librar de manera abierta entre potencias con armas nucleares. Mientras Vietnam era apoyado ante todo por la URSS, llegando incluso a formar parte del COMECON, el supuesto mercado común soviético, China esparcía la ideología del maoísmo y la revolución cultural por esa misma zona. Una infiltración del maoísmo que curiosamente sería favorecida por los bombardeos masivos sobre Camboya y Laos favorecidos por las administraciones Johnson y Nixon, seguidas de las operaciones de desestabilización de ambos países para situar gobiernos amigos de los EEUU.


El resultado final de esta partida de ajedrez a múltiples bandas fue que cuando el gobierno de Vietnam del Sur se derrumbó en la primavera de 1975, la guerrilla de los Jemeres Rojos se hizo con el poder en Camboya, iniciando uno de los experimentos de ingeniería social más terroríficos del siglo XX. En pocas palabras, se intentó aplicar a la letra los principios del maoísmo, según el cual la sociedad ideal debía ser una sociedad campesina en la que todas las diferencias entre sus habitantes, incluidas las visuales, habrían sido erradicadas. La primera medida del gobierno de Pol Pot, por tanto, fue vaciar la capital Phnom Penh, deportando a la población urbana a campos de reeducación, donde se persiguió sin piedad a todo elemento supuestamente contrarrevolucionario o simplemente refractario. En general cualquiera que conociese un idioma extranjero, tuviera estudios o simplemente supiera leer, crímenes contra el estado que se castigaban con la muerte, hasta totalizar una cifra próxima a los dos millones de muertos.


La película de Rithy Panh se estructura como un relato de esos años de pesadilla, de 1975 a 1979, mediante el testimonio del director mismo, un niño por aquel entonces y único superviviente de toda su familia al proceso de reeducación al que fueron sometido por el régimen de Pol Pot. En este caso, al contrario que la película de Oppenheimer, tenemos un relato en primera persona por parte de una de las víctimas, pero nos encontramos con un problema que afectó también a Lanzmann y acabó convirtiéndose en una de las virtudes de su película: la ausencia de testimonios gráficos de los hechos.


Evidentemente, ningún régimen dictatorial reúne pruebas que puedan ser utilizadas en su contra, por lo que pudiera pasar. En el caso de los Jemeres Rojos, no solo evitaron dejar un registro de sus actividades, sino que debido a su fijación por hacer borrón y cuenta nueva de la historia, destruyeron activamente las filmaciones anteriores a su año cero o simplemente dejaron que se descompusiesen en el clima húmedo del país. Aun así, no bastaba con eso, había que reescribir la historia, demostrar tanto al exterior como al interior, que fuera del nuevo sistema no había otro posible, que de su aplicación estricta y rigurosa se habrían de derivar los mayores beneficios, que la felicidad humana, el paraíso en la tierra, solo estarían asegurados siguiendo las consignas del partido, único que sabía, único que predecía.


Rithy Panh | L'image manquante

Una de las armas de la película de Panh, en su combate contra el régimen asesino que exterminó a su familia, es precisamente la deconstrucción de la propaganda Jemer. Una y otra vez sobre las imágenes de líderes sonrientes, de los miembros del partido que confraternizan entre sí, de los campesinos cuya vida se abre a la ciencia y al progreso, de las multitudes de trabajadores que construyen canales y plantan arrozales sin descanso, la voz de Panh nos revela la durísima realidad que se esconde tras ese espectáculo de la sociedad perfecta e ideal. Cómo esos trabajadores eran todos forzados, obligados a trabajar con una dieta insuficiente durante jornadas interminables, hasta que caían extenuados, hasta que no podían ya levantarse. Cómo todos esos ejemplos de progreso, de humanidad en marcha, estaban destinados exclusivamente a los miembros del partido, a quienes podían presumir de pureza ideológica, a aquellos privilegiados que no estaban manchados por el pecado original de haber vivido en una ciudad, de haber recibido una educación, de ser familia de X.  Solo podrían optar a esos beneficios tras haber purgado sus crímenes, dejar de ser lo que era, frase que había que entender literalmente.


Con solo ese material, sin embargo, no se puede montar una película. O al menos, no se puede ser la voz de los que ya están muertos. Al proyectar las imágenes rodadas por los Jemeres Rojos, en el fondo se está corroborando su versión, que por muchas precauciones que se tomen terminará por ser la única existente, la única válida. Es necesario rectificar el relato, pero para ello no valen las imágenes, porque no queda ninguna, y aunque hubieran existido, sería imposible encontrarlas, como bien muestra Panh en una de las mejores secuencias de la cinta, cuando abre lata tras lata de película, para encontrar rollos destruidos por el tiempo, borrados por la humedad, apelotonados en masas que al tocarlas se convierten en polvo.


Forzado por la necesidad de testimoniar, frustrado por la ausencia de medios, Panh toma una decisión radical que cuestiona y niega la teoría del documental. Su testimonio, la larga narración del proceso en el que dejó de ser quien era, en el que perdió todas su referencias humanas en este mundo, hasta convertirse en un miembro más de la masa indistinguible a la que aspiraban los Jemeres rojos, es ilustrado mediante dioramas, a través de la reconstrucción minuciosa con maquetas talladas en madera de las diferentes situaciones que atravesó en aquellos años, de la deportación primera, de los muchos campos de trabajo que atravesó, de todos aquellos otros cuerpos y rostros que fueron desapareciendo, de un mundo que al final solo era sufrimiento y muerte.


Unas maquetas que, curiosamente, por su propia artificialidad, por su condición de reflejo, de reconstrucción, de interpretación personal de lo que ocurrió, subrayan, hacen tangible la condición de irreal del régimen de Pol Pot. Su gobierno, los efectos catastróficos que tuvo sobre la gente normal, se muestran así como uno de esos imposibles de la historia, que nadie habría creído que pudieran suceder antes de los hechos y que aún nos negamos a admitir largo tiempo después, pero que tuvieron lugar y cuya huella seguirá influyendo durante años y decenios en las vidas de los supervivientes, tanto víctimas como asesinos, y de sus descendientes y de los descendientes de estos. Un legado que solo consiste en muerte y destrucción, en largo lamentar todo lo perdido, todo lo irrecuperable, en el deseo irrealizable de restaurarlo, de revivirlo aunque sólo sea en una mínima parte.


Implícita, queda la idea más terrorífica de todas. Esos crímenes, esas atrocidades, no fueron cometidos por extraterrestres, ni por monstruos, ni por enajenados, ni por fieras con forma de hombres venidas de no se sabe donde. Seres humanos fueron sus ejecutores, personas como nosotros, que creyeron que con esos métodos se alcanzaría la justicia y la felicidad, que combatieron por esas ideas hasta su último aliento, que siguieron haciéndolo una vez derrocado ese régimen asesino, una vez conocido su horror hasta en los últimos rincones del mundo.


Y lejos, muy lejos, en sus despachos y casas, calientes y bien alimentados, a salvo del horror inexpresable, otros lo aprobaban y lo defendían.



Trincheras interiores. Peter Davis y Hearts and Minds (1975)


Al contrario que las películas anteriores, narración, recreación o rememoración de un pasado lejano, la película de Davis es estricta contemporánea de los hechos que relata, esa guerra de Vietnam fondo y causa de las obras de Oppenheimer y Panh. En su tiempo, Hearts and Minds (Corazones y Mentes) fue un golpe demoledor en la consciencia de un país, los EEUU, destruido y dividido hasta lo más profundo por las consecuencias de un conflicto sin sentido ni final.  Una guerra en la que se había involucrado para, decían, detener la infiltración comunista en el sudeste asiático, cuando en realidad, se trataba de una jugada más dentro de la larga y cínica partida de ajedrez que fue la Guerra Fría.


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El carácter de obra de combate de la película de Davis, motivada por unas circunstancias muy concretas y atada indisolublemente a ellas, podría haberla relegado pronto al olvido, pero de forma inesperada, su método y sus conclusiones siguen siendo más que válidas en un mundo que ya ha visto varias intervenciones masivas de los EEUU que también han culminado en fracaso o en callejón sin salida. De hecho, si me permiten la exageración, Hearts and Minds puede ser la obra definitiva sobre Vietnam, al mostrar sin pretenderlo la mentira y el desconocimiento de la realidad del conflicto presente en otras ficciones egregias, para las cuales el foco siempre estaba en los soldados americanos y su sufrimiento, mientras que el otro bando, y sobre todo la población civil, quedaba reducido al papel del decorado o la fauna local, exóticos, pero por ello mismo ajenos y prescindibles.


Davis tuvo el valor, insospechado en ese tiempo, de dejar hablar y expresarse a los propios vietnamitas. Quedaba desmontada así la falsa dicotomía propagada por la propaganda americana, según la cual en ese país solo había dos bandos: los comunistas y los nuestros. La consecuencia de esa división era que todo aquel que criticase al régimen apoyado por los EEUU debía ser necesariamente cómplice de la subversión, mientras que la mayor parte del país apoyaba silenciosamente las acciones americanas, justamente encaminadas a protegerles. Frente a esta división simplista e interesada, las entrevistas recopiladas en Hearts and Minds mostraban que en Vietnam existía un espectro político bastante más amplio y complejo, donde personas y movimientos que en los EEUU serían consideradas como parte valiosa y activa de la comunidad, eran perseguidas por un gobierno tiránico que solo buscaba perpetuar su dominio por métodos dictatoriales, incluyendo las detenciones ilegales y la tortura.


Ese enfoque en la población civil, convertida de masa informe a personas con rostro reconocible y voz propia ayudaba también a demostrar el absurdo de las operaciones militares americanas. El documental muestra los efectos destructivos de los bombardeos sobre pueblos y aldeas, cuyas víctimas son precisamente los campesinos a los que la propaganda decía proteger de la amenaza comunista. Peor aún, esa destrucción, esas muertes, no pueden ser achacadas a los consabidos “daños colaterales”, tan socorridos para cubrir patinazos o acciones deliberadas. El método operativo que nos revelan las imágenes documentales, en su mayoría filmaciones oficiales del propio ejército de EEUU, se limita a utilizar las bombas más grandes para causar el mayor daño posible, sembrándolas un poco por doquier, lo que hace imposible la aplicación de cualquier procedimiento para disminuir las bajas civiles. Incluso las operaciones terrestres, en las que la identificación del enemigo o al menos la del amigo sería posible, se revelan como aplicación de una política de tierra quemada,  puesto que llegamos a ver a los militares estadounidenses quemando aldeas -en escenas extrañamente similares a las de la tropas nazis en sus acciones en la URSS-, dentro de las políticas de reasentamiento promovidas por el gobierno de EEUU para restar apoyos a la guerrilla del Vietcong.


Peter Davis | Hearts and minds

Davis no se detiene en la simple proyección de estas imágenes. Su película es una obra de combate, de manera que para sacar adelante sus tesis realiza un continuo ejercicio de contrapunto entre lo que cuentan sus entrevistados y lo que las imágenes nos muestran, o entre las declaraciones de diferentes testigos. Ejemplos claros son la contraposición del relato aséptico de las operaciones aéreas por parte de los pilotos implicados con las imágenes de la destrucción, material y personal, que esas acciones causaban en el terreno. De especial significación asimismo es la comparación entre las declaraciones oficiales -de hermandad y solidaridad con el pueblo de Vietnam- con el discurso público de un veterano, constelado de condecoraciones, señalando que ese país sería hermoso si no estuviera lleno de vietnamitas. O el  momento estremecedor en que el general Westmoreland, comandante en jefe de las tropas americanas de 1965 a 1968, justifica la altísima cifra de bajas vietnamitas señalando que los orientales no sienten la muerte con tanta intensidad como los occidentales, la cual es seguida con la imagen de una madre desesperada durante el entierro de soldados del ejercito sudvietnamita.


La película podría haberse quedado aquí, en denuncia del rigor y la crueldad con la que los EEUU estaban conduciendo la guerra, además de revelar las mentiras con las que se estaba justificando esa intervención. Sin embargo, la cinta es también la crónica de la profunda cisura que ese conflicto interminable estaba causando en la sociedad americana. Central a su tesis es señalar que los americanos estaban quizás combatiendo al enemigo equivocado, que muchas de esas personas a las que se etiquetaba como subversivos, como comunistas, en realidad sostenían posturas con las que cualquier ciudadano estadounidense podría sentirse completamente identificado, es más, que debería defender necesariamente si las viera formuladas en su país.


Hearts and Minds es también por tanto la crónica de cómo el pueblo americano descubrió el horror desencadenado por su intervención en el sudeste asiático. De cómo personas que creían sinceramente en su gobierno, en la justicia y necesidad de las medidas que había adoptado en su nombre, fueron descubriendo que habían sido engañadas, que su apoyo y su colaboración había sido utilizado para servir a los intereses de una política imperial, en la que lo que estaba en juego no era la libertad o la democracia, sino la supremacía mundial. Por último, es el relato de cómo esa sociedad fue capaz de desarrollar sus propios mecanismos de defensa, de descubrir y revelar la red de mentiras en las que había sido envuelta, hasta repudiar y deshacerse de los que le habían llevado a ese extremo.


Esta sería la conclusión optimista de la película de Davis: ese trauma habría producido una regeneración interna del sistema americano. Sin embargo, el punto en que Hearts and Minds se interrumpe es profundamente pesimista. La sociedad norteamericana está dividida y entre ambos bandos se libra una dura y acerba lucha. Peor aún, a pesar de que la verdad acabó por ser innegable, los defensores de la intervención en Vietnam se niegan a aceptarlo y siguen aferrados a sus convicciones de antaño, prestos a defenderlas y aguantar lo que hiciera falta.


El resultado es conocido. La crisis de los años setenta al final solo afectaría a la izquierda y a los movimientos progresistas de los EEUU, mientras que la derecha dura, los neocons y el reaganismo se hicieron con el poder, reescribieron la historia -perdimos la guerra, porque no nos dejaron ganarla- y en cuanto se sintieron fuertes, se embarcaron en nuevas aventuras intervencionistas, cuyas consecuencias aún estamos pagando.


Y esta vez sin la voz discordante y acusadora de un Davis.



Conclusión


¿Hay realmente una conclusión? La historia siempre está en marcha, nunca se detiene, y lo que hoy nos parece seguro, evidente, mañana será prescindible, desechable. En ese sentido el estudio de la historia -y el ejercicio de rememoración que conlleva- sería el ámbito perfecto para el pesimismo, consistente simplemente en anotar las muchas quiebras, los muchos derrumbamientos sucedidos en su recorrido.


Y sin embargo, recordar es necesario, irrenunciable, más urgente ahora que nunca, cuando los recuerdos y las mentes que los albergan poco a poco van borrándose y desvaneciéndose. Aunque solo sea por desterrar esas narraciones simplificadas tan del gusto de manipuladores políticos contemporáneos, como la que convierte el final de la Guerra Fría en un duelo a mediodía entre un vaquero tejano y un malévolo ruso, resuelto tras un tenso cruce de miradas en el que venció el que los tuvo mejor puestos.


Tarea desmitificadora que no puede ser abordada con la ficción, sino con el documental, única forma que permite el testimonio y la meditación.



David Flórez



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