Llegué a San Sebastián agitado y revuelto, como si las nubes con las que esperaba convivir durante una semana hubieran empezado a contagiarme, y angustiado por la misión que me habían encomendado desde la Agencia. Si bien en el asunto del tiempo me equivoqué y disfruté durante toda la semana del calor y de un sol radiante, el trabajo sí iba a suponerme más de un quebradero de cabeza, pues se trataba de un asunto totalmente distinto a lo que estaba acostumbrado.
Apenas un par de días antes del viaje, mi jefe se había plantado ante mí y me había arrastrado a su despacho harto de mi pasividad ante sus insistentes mensajes de Whatsapp. Me esperaba otro pleito por una herencia u otra investigación de un adulterio, pero la frente perlada de sudor del jefe delataba que estábamos ante algo completamente distinto. Tras conocer la historia, apenas pasaron dos horas para que se me contagiaran los temblores.
Le costó, pero finalmente mi jefe consiguió articular de forma medianamente coherente la extraña historia de los CAPADUS, y yo debía viajar a San Sebastián dos días después, sin tiempo para documentarme ni preparar la investigación como correspondía. Adiós cánones, tocaba improvisar. Los CAPADUS, "Cineastas Anónimos Prestos a Dominar el Universo Sensible", tenían un plan para esterilizar a todos los habitantes del planeta que no se dedicaran al mundo del cine. De esta manera, controlando la natalidad, tendrían también todo el control del universo, y como todos los súbditos serían cineastas, el universo sensible caería en sus manos.
Según nuestras últimas informaciones, aprovechando el Festival de San Sebastián 2014 iba a tener lugar el cónclave que serviría para dar el último paso antes de lanzar la ofensiva final. Con las planificaciones estratégica y táctica completadas, solo quedaba cerrar la etapa operativa para que el mecanismo se pusiera en acción y pasara a ser irreversible.
Mi misión en San Sebastián era descubrir qué directores de cine eran miembros de los CAPADUS e interceptar sus comunicaciones, para así desbaratar su plan y salvar el planeta. En algún momento de desvarío se me pasaron los sudores y me creí Bruce Willis, pero enseguida volvía a los temblores y la respiración entrecortada.
Mi preocupación, como decía, era enorme, debido a que se trataba de un caso anómalo y no sabía por dónde empezar. Sin embargo, el primer día tuve mucha suerte y di un paso decisivo para cumplir mis objetivos. Nada más llegar al hotel encontré a una muchacha joven, entre rubia y pelirroja, pizpireta, que hacía unos gestos extraños a un compañero o amigo suyo que la observada desde la acera opuesta. La joven se llevó la mano izquierda a la espalda y con la derecha simuló que los dedos índice y corazón eran unas tijeras que cortaban algo. Repitió el gesto tres veces, después señaló hacia el suelo asintiendo y pareció indicar que ella iba a ir en ese momento. Yo la observaba con precaución, desde la distancia, pero conseguí seguirla sin perderla de vista y de repente vi que se metía por unos pasillos subterráneos junto al Teatro Victoria Eugenia. Caminamos unos metros (calculé que debíamos de estar en el subterráneo del Hotel María Cristina) y llegamos hasta una puerta cerrada, de un metal que parecía llevar años oxidándose, y que al abrirse producía un ruido similar al de una cigüeña siendo estrangulada. Aguardé escondido en un zaguán oscuro hasta que la joven salió, y entonces la golpeé desde la oscuridad antes de que volviera a cerrar con llave. Entré apresuradamente en la habitación, lo inspeccioné todo concienzudamente, y entonces encontré, perdida en un rimero de papeles, una lista que me iba a dar la vida. La lista que contenía todas las piezas del puzle, y que ya solo faltaba resolver. El puzle me iba a acompañar todo el Festival.
La lista nombraba a 24 personas, y había una dirección de contacto clandestina para cada una de ellas. Por supuesto, los nombres con los que estaban identificados no eran reales, ya que según pude comprobar con la ayuda de Google, se trataba de directores de cine viejos, todos ellos muertos y que, por lo tanto, debían de utilizar como seudónimo.
La lista me observaba y yo hacía lo propio. Me quedaban cinco días para encontrar la solución, o al menos mandar los informes para que algún experto en cine pudiera emparejar a los cineastas actuales con los seudónimos muertos. La clave estaba en Donosti, en las películas que se proyectaban, por lo que mi misión pasaba a ser enviar un informe que permitiera encontrar la solución al enigma.
A continuación, estimado investigador, estimado experto cinéfilo, te pido una ayuda. Te necesito para desbaratar a los CAPADUS. En la siguiente página podrás leer todos los informes que escribí en el Festival de San Sebastián, y deberás averiguar cuál es el seudónimo empleado por el director de cada película. El destino de los CAPADUS, el porvenir del mundo, está en tus manos.
La isla mínima, de Alberto Rodríguez
Empecé mi búsqueda de pesquisas invisibles con una buena película para un investigador, llena de pistas, meandros y caminos que se bifurcan. Me gusta vivir en estas películas: es un thriller con poderío visual y con mucha fuerza en determinados pasajes, como una persecución de coches en la niebla que roza lo fantasmagórico y que es ejemplar en la firmeza de su montaje y la corporeidad de sus imágenes. Los protagonistas son una pareja de policías que se enfrentan al caso fuera de su contexto, en un espacio y un tiempo que ya no es el suyo; son personajes potentes y atormentados, perseguidos por un pasado oscuro que, desgraciadamente, acaba siendo demasiado evidente y hace que no pueda vivir la película como una investigación normal. Solo pensaba en los clichés que me solía adjudicar la gente y se me revolvían las tripas. De repente, las pistas que aparecieron en la primera parte de la película, y que se sabían decisivas, vuelven a mostrarse. Todo se dibuja solo y yo me quedo sin trabajo, simplemente mirando cómo se pasa la trama y cómo los personajes acaban siendo quienes todos sabíamos que iban a ser. La violencia de la película es seca y sin contemplaciones, pero se echa de menos algo más de imaginación, unos personajes menos evidentes y una trama mejor cosida, donde cada plano no responsa solo a su lógica causal, sino que también tenga entidad por sí mismo.
Una nueva amiga, de François Ozon
Una nueva amiga también parecía que iba a ser una película para mí. El videoclip inicial me molestó, pero le admití cierta inspiración, ciertas promesas de que solo era el prólogo de algo que parecía convertirse en misterioso. Y, efectivamente, al poco salta el conflicto, y veo sombras de afecciones conocidas: una persona muere, dejando un hueco que otros tratan de rellenar. Pero entonces el suspense muta y se convierte en farsa, y una película sobre los clichés de lo afeminado acaba siendo demasiado afeminada. Parece que se quiere dibujar un trasfondo turbio, pero se queda en un mero esbozo. Más promesas. El investigador no vive de promesas. Me inquieto en la butaca. La forma es frívola, pero el contenido lo es más, aunque trate con respeto un tema tan serio como los problemas de identidad sexual. Las ansias de profundidad a través de la ligereza me parecen demasiado impostadas. Veo destellos frustrados de un viejo cine de los años dorados, un cine que ya no puede existir pero por el que la película se empeña en transmitir su fascinación. Actrices que aman, actores que desean ser actrices, deseos que no llegan a provocar porque se quedan en meros sueños. Elegancia, eso sí, que flirtea con lo kitsch. Al final, todo es puro engranaje, que podía haber funcionado de no haber querido convertir a una termita en un elefante blanco. Me entristezco y me voy.
P’tit Quinquin, de Bruno Dumont
Después del nuevo traspié, vuelvo al policiaco y vuelvo al ámbito de lo rural. Ya me habían advertido (había sido en la cola de entrada: un señor estrábico que no sabía muy bien si se dirigía a mí, por lo que yo asentía mirando también al infinito) de lo particular que es el cine de Bruno Dumont y, de esta forma, enseguida me percaté de que lo que estaba viendo no era ni una comedia ni un policial, a pesar de que se sirviera de toda la imaginería de ambos géneros. La trama es disparatada, dispersa y a ratos ausente, se pierde en sus propios vagabundeos y, de esta forma, lo que revelan las imágenes no es una mera anécdota, sino algo mucho más poderoso, mucho más real por más exagerado que aparente estar. Poco a poco, se crea un microcosmos con sus propias leyes. Un imaginario de personajes, tiempos y lugares que hablan de los desheredados, los hijos de la tierra, la gente del pueblo. Miro absorto a los desdentados, a los tontos, a los deformes, a aquellos que no cumplen el rol que la sociedad les adjudica, porque toda adjudicación es una simulación de la soberbia. Observo un humor absurdo que privilegia la digresión, como si un cuervo se parara al lado del camino interrumpiendo nuestro viaje y nos impeliera a pensar en nuestro entorno y, de esta forma, en nosotros mismos. Todos somos el espejo de un desdentado. Todo desdentado es sagrado. Ergo, merecemos vivir.
Autómata, de Gabe Ibáñez
De la hipertrofia de lo real me paso a su estilización mediante la ciencia ficción. Aquí esperaba buenas pistas para entrever un futuro no demasiado lejano, resquicios de luz a través de los cuales atisbar el porvenir. Un futuro sin CAPADUS pero lejano de los males de ahora. Sin embargo, no hay nada de eso, es todo distopía. Y algo peor, una distopía que parece pensada desde el pasado. Un futuro regido por la burocracia y el determinismo es lo que podía pensarse en los años 80. Hoy en día todo es lógica difusa. Nada más nos permite sobrevivir. Miro con recelo esas pistas equivocadas, esa barrera rígida, blanca o negra, entre vivos y muertos. Esa frustración de los sueños que un día la tecnología o la religión pudieron inventar. Los límites entre lo natural y lo artificial están tan marcados, son tan rígidos, que pierden todo interés. No hay grises aunque la paleta cromática sea tan gris. Ni siquiera me levanta la moral ese viaje iniciático del protagonista y sus acompañantes, en ese aparatoso e improvisado carromato que parece creado para atravesar el desierto, esa zona que llevará al lugar que es el origen de todo, de una nueva vida y de la conciencia de la máquina.
Pasolini, de Abel Ferrara
Llego entonces a un punto clave de mi itinerario investigador. Me siento en la butaca y veo a un hombre, a un hombre-creador, aunque solo parezca un modelo. Todo hombre es creador, pero es necesaria una especial lucidez para comunicar las propias ideas, las propias emociones. Las imágenes me transmiten esto. Pienso entonces que alguien ya dijo mejor lo que yo estaba sintiendo: “No filmar para ilustrar una tesis o para mostrar a hombres o mujeres limitados a su aspecto externo, sino para descubrir la materia de la que están hechos. Alcanzar ese ‘corazón’ que no se deja atrapar ni por la poesía, ni por la filosofía, ni por la dramaturgia”. Sí, estaba viendo la auténtica esencia del cine, una mirada sobria y depurada sobre un personaje que podría prestarse al morbo, a la exageración y a caer en el cliché, pero mostrado a través de un estilo que no perdía su riqueza expresionista, que fundía imágenes sin miedo a encadenarse, a sobreimpresionarse unas con otras. La mejor manera de adentrarse en el interior de alguien que vuelca desesperadamente su vida en su obra es abrir la puerta trasera de sus creaciones, fusionar idea y materia: ¿no pueden ambas llegar a ser una misma cosa? Porque no importa tanto el verismo de lo que se muestra como el verismo de las ideas, y resulta fundamental sentir la calidez de la cámara, la cercanía con la que lo popular y lo intelectual se entretejen con camaradería y viajar con Pier Paolo, acompañarlo en su vagabundeo. Salgo de Pasolini y estoy emocionado, al borde de las lágrimas. No puede ser, soy un investigador privado, me digo. No puedo flaquear, aunque si hasta Ferrara ha empatizado con la compasión me puedo permitir una indulgencia…
The tribe, de Miroslav Slaboshpitsky
En este punto me apetece heavy metal, hay que desengrasar las lágrimas. Y vaya si me encuentro heavy metal… Miro The tribe y ella no me devuelve la mirada, sigue con la vista al frente, impertérrita en su soledad y su silencio. ¿Una película estrábica? No, de sordomudos. Un grupo de adolescentes que no pueden oír ni hablar, gestos que van y vienen para comunicarse, una sordidez cada vez más insoportable, y una violencia directa, creciente conforme avanza el metraje. El mecanismo está demasiado visible desde un primer momento. No somos uno de ellos, luego no comprendemos sus diálogos. Estamos aislados de su microcosmos como ellos lo están del nuestro. La tortilla ha dado la vuelta. La propuesta parece de lo más audaz. Sin embargo, forzar el mecanismo de vez en cuando es peligroso, y la propuesta es víctima no solo de su propio dispositivo, ocultando conversaciones que podrían surgir de forma natural, sino también de su deseo de impactar y de que el terremoto crezca cada vez más, incluso hasta llegar a rozar lo grotesco. Planos secuencia. Aire viciado. Violencia y más violencia. Seca y dura, física y mental. Desgarro en cada fotograma y falta de oxígeno. El mal. Sábato sobrevuela mi cabeza como una pista que nos lleva a un callejón sin salida. Y sin embargo, lo que aquel salva mediante el juego y la distancia irónica, aquí parece tomarse demasiado en serio. Sí, violencia seca. Otra vez. ¿Contagio austro-rumano?
La princesa de Francia, de Matías Piñeiro
Llego entonces a una película que también dificulta la respiración, pero no por falta de oxígeno, sino por exceso de él. La película corre y tengo que ir tras ella, no perderla de vista. La película es un juego, un vaivén, un tobogán. Si te quedas fuera eres expulsado de la película, así que tienes que correr tras ella. Yo corro. Nunca pierdo comba. En algún momento me dejan atrás, en una esquina, pero una huella aparece y vuelvo a coger el rebufo en el siguiente cruce antes de que todo se esfume. Es un chico y muchas chicas. Es la ansiedad más divertida, la que acecha cuando existen demasiados rincones donde vivir. Es un cuento moral, un chico que está en un dilema y al final aprenderá de sus decisiones, aunque ese aprendizaje será igual de inútil para la próxima aventura. Cada vez sabemos más y cada vez nuestros conocimientos son más inútiles. Ahí está la paradoja. El chiste, la ironía. Por eso la película también es una comedia y un proverbio, y los rostros de los primeros planos riman entre sí al compás del montaje y de los diálogos, tan rápidos y prosaicos como la mejor poesía. El juego es la clave, ya sea fútbol, teatro o enredos amorosos. Referencias que vuelan ligeras y que se pueden cazar o dejar marchar libremente. Una película sin rejas. Imágenes que definen a los personajes y que nos definen. Ensayos, repeticiones, sueños, ínfulas, deseos. Todo piezas de un mismo puzle. El engranaje de los CAPADUS, la piedra filosofal de mi investigación.
La habitación azul, de Mathieu Amalric
Silencio. Momento Simenon. El espejo de mi profesión, el mejor lugar al que acudir. No hay más que echar un vistazo por la mirilla. Me siento un voyeur ante un universo cuadrado, una habitación de paredes azules que se expande más allá, hasta un pueblo de la Francia profunda donde todos miran y juzgan hacia fuera mientras desvían la mirada del interior. Es peligroso asomarse al interior. Los ingredientes parecen típicos: matrimonios infelices, adulterios, pareja que revive su vieja pasión perdida y un misterioso crimen final. Pero la ambigüedad recorre felizmente cada retazo del pasado. Las pasiones y la burguesía se exponen a contraluz y cada imagen, como una sinfonía de retazos de una realidad percibida a través del trauma, se expone con una elegancia a veces completa, a veces fragmentada. Cálida y fría. El formato cuadrado convierte la habitación en el epicentro, aunque el título de la película lo hubiera anunciado antes. Cuando salimos fuera, al exterior, la armonía se rompe, ya no estamos cómodos, los cuatro tercios chirrían de compresión, falta aire a los lados, el pueblo oprime y yo también me oprimo. Me miro a mí mismo como investigador. Me pregunto si desde dentro será tan visible la ambigüedad, si yo mismo me vería tan patético dando por evidentes pistas que no tienen que serlo. La evidencia no entiende de pasiones, pero la pasión muchas veces procede del azar. ¿Por qué nunca consideramos el azar cuando investigamos? Toda investigación pretende minimizar la incertidumbre, convertir en evidente lo que desde fuera está repleto de ambigüedades. La investigación es el análisis hasta la destrucción. Tengo una crisis de identidad, no sé si podré terminar mi trabajo. ¿Es tan evidente que los CAPADUS traerán el mal? Quién supiera lo incognoscible…
Phoenix, Christian Petzold
Mi intranquilidad se aplaca cada vez que entro en una sala de cine. Esta vez el estilo acompaña. Es reposado, bien compuesto, saturado de colores que susurran. La trama viene con misterio, acarrea huecos de un pasado solo esbozado y eso la hace más rica. Sin embargo, algo no acaba de funcionar. El academicismo parece romperse en pequeños momentos de inspiración, pero termina impregnando todo. Los personajes tienen misterio, pero son mostrados demasiado de frente, con un realismo que no corresponde a la fantasmagoría de una mujer muerta reconstruida por un hombre, aunque en esta ocasión, a diferencia de otras películas, es la mujer la que se conoce a sí misma a través de esa reconstrucción. El hombre desconfía, no se deja llevar por el misterio, y su unidimensionalidad me saca de la película. Ella es la fascinante, quien puede elevar la película, pero algo no acaba de funcionar. La gente parece impactada por la escena final, pero a mí me parece una solución fácil y manida, un subrayado innecesario. No entro en comunión con la película ni con el público. Será que me gusta permanecer en los márgenes, aunque nunca me han gustado demasiado: siempre preferí las esquinas, que refugian a izquierda y derecha, que abrigan e impiden un desplazamiento hacia lo desconocido.
Still the water, de Naomi Kawase
En ocasiones las ramas impiden ver el bosque. Me inunda el agua, el viento, la tierra. Me abruma la naturaleza y su fuerza parece sobreponerse a todo lo demás. Somos marionetas de ella. Pero no. Hay más. Hay una adolescente con vida propia. Levanta la película. Cada gesto devuelve la vida, cada interacción descubre el reverso de esa naturaleza que parece indomable y que abre la película llevando a la orilla un cuerpo sin vida. Un cuerpo tatuado y fascinante para los ojos de un niño, que agarrotan el secreto en su retina hasta que la fuerza de la comunión con “el otro” consigue liberar los miedos, que muchas veces se evaporan con solo mencionarlos. El mayor miedo es el propio crecimiento. La búsqueda de una identificación con otra persona.
Necesitamos hermanos, aunque no sean de sangre, almas gemelas. Alguien que nos impida vernos solos aunque la realidad no desaparezca. El tiempo es el que pasa, el que hace mutar las heridas aunque no lleguen a cicatrizar. Madres y padres presentes o ausentes, incapaces de entrar en comunión con aquello que surgió de sus entrañas, porque la individualidad necesita reafirmarse en la adolescencia. Las imágenes transmiten esto y mucho más. Momentos de especial intensidad que contrarrestan otros pocos sobrados de discurso y de imágenes que rozan lo panteísta. La inspiración viene y va, y la irregularidad, como todo lo demás, es otro de esos avatares de la vida. La gente desaparece o simplemente muere, las generaciones se suceden, la mirada se mantiene firme, los sentimientos se tallan en madera mientras lloran por quienes pretenden hacerlos extinguir. La vida al pasar…
In her place, de Albert Shin
También hay melodramas elegantes, pienso delante de esta historia atípica de mujeres misteriosas, adolescentes histéricas y bebés en el horizonte. Ya no es la época de la depresión de los 30 ni de la posguerra europea, cuando el melodrama florecía con toda su fuerza y no había pudor a la hora de mostrar ni de ocultar las lágrimas. No lo había porque no se forzaba que las lágrimas explotaran entre los ojos. Ahora vuelve a ser época de crisis, pero apenas se percibe en In her place, aunque siga habiendo ricos y pobres, adinerados que dominan a los empobrecidos y empobrecidos que se rebelan con sus propias armas, aunque tienen que revolverse en su propio mundo, tan apegado al statu quo como el mundo de los ricos. Lucha de clases y drama íntimo están en tensión y el melodrama no es forzado. Hay buenas perspectivas, y el único problema es que los misterios que deberían permanecer latentes se revelan demasiado pronto. No se trata de la anécdota argumental, el problema está en revelar directamente sentimientos que podrían ser más ricos y así, aunque parecieran desdibujados, más intensos. A veces no es necesario que los golpes de efecto exhiban tan directamente sus intenciones. Basta con que se queden en la anécdota para que de ella se desprenda lo desconocido, o que la anécdota desaparezca para que en ella radique el misterio. El duelo entre la voluntad que viene de fuera y el irracional e irreprimible deseo entran en conflicto, y por eso me guardo mis anotaciones, pistas para un prometedor futuro, para alguien que puede llegar a altas cimas de los CAPADUS si no acaba siendo demasiado autoconsciente y seguro de sí mismo. En ocasiones, si no siempre, la duda es una gran virtud.
Ventos de agosto, de Gabriel Mascaro
Cuando empiezo a dudar de que mis pistas sobre los integrantes de los CAPADUS estén siendo buenas, debido a la excesiva presencia de cineastas poco conocidos y casi noveles, Vento de agosto, primer largometraje de ficción de Gabriel Mascaro, me saca de dudas. Se trata de un cineasta que filma de frente, como un veterano, sin miedo al fracaso o al ridículo, integrando momentos de brillante comicidad en una película de jóvenes que se encuentran y desencuentran, que cuidan a sus mayores y que se lavan con Coca-Cola mientras toman el sol en una barca con la naturalidad de quien sabe que se mueve en sus dominios. La cámara, mientras tanto, aguarda y registra estos momentos como una voyeur que encuentra el mejor ángulo, el más expresivo para transmitir la presencia del viento, el agua y la tierra. Naturaleza y humanidad vuelven a encontrarse en una reflexión sobre la esencia del cine, revelando el dispositivo sin complejos y encontrando un camino por el que ficción y documental tienen forzosamente que converger. La vida y la muerte, la lasitud y el deseo, consiguen encontrarse gracias a que la cámara se ancla en la tierra, en la materia que da sustrato a lo que filma, y así la historia se construye, únicamente, a través de las ideas y los personajes. La trama se desvanece y las imágenes construyen el relato a través del poder del estilo. Nunca más descuidaré mi estilo. Mi gabardina es sagrada.
Felice e chi e diverso, de Gianni Amelio
Le cojo el gusto a la no ficción y así, animado, entro a ver qué propone Amelio en su documental sobre la homosexualidad masculina en un período específico del siglo XX. Pienso entonces en el título de la película: ¿cómo se permite hablar de diversidad si la película está totalmente concentrada por sus restricciones? Esto podría haber sido un punto a favor de la obra, centrar sus ambiciones en un contexto acotado, modesto, y así hacer que las conclusiones generales sean extraídas por quienes estamos ante la pantalla. Hay momentos emocionantes, como esos minutos en los que se habla de Pasolini, lo que supuso en la sociedad italiana y el impagable legado que dejó (incluyendo la segunda aparición en el Festival de su “apadrinado” Ninetto Davoli), pero después la película se pierde en meandros que no consiguen abrir la trama ni sugerir nuevas líneas, sino únicamente constreñir el relato. Cada vez me interesa menos seguir las pistas. Me da la impresión de que este director, a pesar de su imponente historial anterior, quedará ya solo para llevar los cafés a los jefecillos CAPADUS. Un documental como este, de testimonios salpicados de escenas de películas de la época que frivolizan sobre el tema, intenta promover la diversidad pero, sin embargo, reduce el espectro al máximo: solo homosexuales, solo varones, solo una determinada clase social… Tendré que buscar en otro sitio la diversidad. Mientras tanto, habrá que cambiar de sala.
Jauja, de Lisandro Alonso
Me cuesta entrar en la sala para ver la esperada película de Lisandro Alonso. Fans de Viggo Mortensen, presente junto con el director y los productores para presentarla, se abalanzan sobre la puerta, y yo tengo que hacer uso de mis malas artes para colarme subrepticiamente, haciéndome pasar por uno de los guardaespaldas. Una vez en la butaca comienza el viaje a través de las imágenes más bellamente compuestas que he visto en todo el Festival. Formato cuadrado, sin esquinas, como si miráramos a través de un catalejo y así tuviéramos una profundidad de campo total. Los 4:3 se explotan constantemente a través de diagonales perfectas, imágenes planas que cogen cuerpo cuando aparecen elementos al fondo de la escena, perfectamente nítidos, haciendo dialogar las formas con el capitán danés -Viggo Mortensen- que, en primer término, no deja de mirar, buscar, escrutar su entorno. La película avanza, lentamente pero con vigor, y va dibujando una trama sólida. Un padre protector, una hija que se rebela silenciosamente pero a través de la acción y se escapa, y la película, como un western, pasa a mostrarnos la odisea personal del capitán buscando a su ser más amado. La comunidad de soldados que abre la película trazando un mapa colectivo de la Patagonia se va difuminando. Y así la individualidad coge fuerza, la aventura personal. Imágenes pictóricas que parecen imbuidas de un aura romántica y etérea, con el fantasma de Friedrich, aunque la trama se sitúe ya en el ocaso del romanticismo, a finales del XIX, uniendo así su quintaesencia con el epicentro temporal del western, dando la vuelta a sus códigos y generando la relectura más rica de uno de los grandes clásicos. El espíritu es de un cuento, una pequeña fábula, lírica y frágil, y por eso se debe cuidar. Tomo aire, la composición emocional del paisaje da lugar a una suerte de abstracción en la que es necesario entrar en solitario, como se va a la jungla, con machete y pistola pero con la imaginación desbordada. Quizás sea la mente la que nos saque de un laberinto desértico, de una encrucijada que no tiene salida, de un rompecabezas sin solución. Hay películas, imágenes, retazos de vida, que es preciso entender a través de la emoción.
Loreak, de Jon Garaño y Jose Mari Goenaga
De repente veo un plano inspirado. Un destello fugazmente genial. Un encuadre geométrico, centrado, que parece que va a explotar todas las posibilidades expresivas de la puesta en escena. Poco a poco, la impresión inicial se desvanece. Se van viendo las costuras de la estructura narrativa, lo que hace revelar inconscientemente el dispositivo en una película que pretende ser emocionalmente intensa y meter al espectador en su vorágine de saltos mortales entre el azar, los sueños, el desencanto de los amores que mutaron cuando sus promesas tenían que empezar a cumplirse, y el delirio del príncipe azul invisible. Poco a poco, además, lo que parecía una audaz capacidad se va plagando de clichés visuales, desde los evidentes cambios de foco indiscriminados, que parecen querer impactar al espectador con una belleza impostada, hasta la artificiosidad de unos encuadres que chirrían con el espíritu lacrimógeno, empático y humanista de la película. Hay historias íntimas y sentimentales que encuentran a su público. Esta película también lo hará. Y unos directores como estos no vendrán nada mal a los CAPADUS cuando estos necesiten tirar de algún tipo de chantaje sentimental. Hay que tener cuidado con los sentimientos cuando por en medio hay muertos y flores, aunque yo me limitaría a hacer una autopsia para convertir las lágrimas forzadas en ejercicios de asepsia. Ya sabes, tengo que ser duro. Y perdona que meta estas coletillas personales en mis informes, pero no puedo evitarlo. Algún día haremos el milagro y los ciegos volverán a recorrer las superficies del mundo con sus pupilas.
Bande de filles, de Celine Sciamma
Una chica que son varias. Un grupo. Una generación. Rihanna nos ata al contexto, pero los sentimientos que se superponen no solo lo definen y le dan cuerpo, sino que también nos llevan a lo universal. Como de costumbre, la moneda de lo absoluto está en el presente más prosaico, en la rabia de una actualidad de la que no debemos perder comba. Los códigos parecen los típicos de las películas de bandas juveniles, de bandas juveniles de chicas adolescentes. Y sin embargo es todo lo contrario. Las protagonistas son negras y macarras, parecen malas, pero poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, revelan su inocencia. Si hace un par de ediciones, por lo que me dijeron, Cantet mostraba en Foxfire un grupo de chicas blancas que parecían inocentes y acababan siendo perversas, Sciamma hace aquí lo contrario. La película se erige sobre la camaradería que está latente, pero nunca se expresa, ¿hay algo más preciso para describir el orgullo y la hipersensibilidad adolescente? Por momentos parece que la película se cae, que va por derroteros en los que puede perderse, pero al final quedan las sensaciones de esas grandes escenas, de esas chicas que viven en su opresiva rutina pero que podrían soñar con escaparse y pasar unos días en las playas de Orouet, soñando, confabulando, imaginándose dentro de una conspiración para controlar el mundo, el universo sensible. ¿No serán ellas, en lugar de la directora, las integrantes de los CAPADUS?
Love is strange, de Ira Sachs
Lo sé, es lo que se dice, que el amor maduro es sereno y feliz, sin grandes turbulencias, ya escarmentado de su propio egoísmo y de su suficiencia gracias a la experiencia y a los golpes de la vida… Pero mi práctica dice todo lo contrario: lo he visto en casa de mis abuelos, tíos, padres y consuegros. Perdón por entrar más de la cuenta en mi vida privada, pero de vez en cuando necesito una escapada de estos informes asépticos… Aunque ya estoy pensando en la bronca del jefe… El caso es que estas películas tan blandas no me permiten entrar, y es superior a mis fuerzas incluso describirlas con objetividad. No se trata solo de unos personajes inocentes, increíblemente buenos incluso en sus defectos (reconocidos verbalmente, claro, nunca expresados a través de la película, para que le espectador no salga de su burbuja), sino también de una trama blanca, tremendamente pija, donde vivir a una hora del centro de Nueva York se convierte en un trauma insalvable, y mostrada de una forma no clásica sino clasicista, en el peor sentido, inocua y vacía. A mí me gustan algunos cuentos de hadas, pero la condescendencia y el paternalismo me sublevan, y esto está presente en cada minuto de metraje, y a costa de la homosexualidad, que se trata con un buenismo que parece propio de una película que tuviera que eliminar rancios clichés de los años 80. No olvidamos que es una película, y no precisamente porque el director pretenda introducir reflexiones metalingüísticas. Habrá que buscar otros modelos para retratar el amor en la tercera edad. Sé de buena tinta que los hay, y quizás ahí esté la pista de nuestra investigación. Lo dejo en manos de quienes saben.
Aire libre, de Anahí Bernerí
Otra película, otra pista, otro rastro que seguir. Parece que se va a abrir un camino similar al de los últimos informes, pero es una falsa alarma, una afortunada falsa alarma. El camino trillado se va llenando de aristas, de recovecos, de subidas y bajadas. Es la crónica de la descomposición de una pareja, nada nuevo hasta aquí, asunto mil veces tratado. Y la descomposición se dibuja a través de un viaje, como se ha hecho otras veces. Pero aquí no se trata de un viaje físico en sí mismo, sino del viaje espiritual que supone la mudanza y construcción de un nuevo hogar. El binomio construcción-destrucción funciona a las mil maravillas, y aquí las ruinas de Pompeya están materializadas en el pequeño hijo que funciona como nexo de una pareja que se debate entre la abulia, el odio, el deseo y la contradicción. La familia y los amigos vagabundean alrededor y aportan los matices a cada personaje. Él y ella no son seres aislados, sino elementos de un pequeño microcosmos que crece al ritmo espontáneo de una canción tocada con una Game Boy o de unas tablas que se destrozan en una desgarradora sinfonía de liberación personal. La película se asoma al precipicio varias veces, pero ese riesgo es su principal virtud, junto con el duelo de opuestos que se plantea, soldando sus siempre latentes cimientos conceptuales.
La sal de la tierra, de Wim Wenders
La fotografía es verdad, el cine es verdad 24 veces por segundo. Me han dicho que hubo una película en la que se afirmaba esto, pero creo que se debería acotar su alcance, porque La sal de la tierra es una película sobre fotografía y hecha mayoritariamente con fotografías, que se centra en la vida de un fotógrafo a través, exclusivamente, de su trabajo, y yo, sin embargo, solo veo artificio y hagiografía. Sin vida, sin alma. Veo un trabajo rutinario y correcto, que se exhibe así ya desde el principio, en el que la voz en over recurre a la etimología de la palabra que supone el motor de la obra: fotografía, escribir con luz. El mismo inicio que otros documentales de Wenders. Piloto automático. Como si fuera posible hacer una película sobre el arte de la fotografía con una cámara compacta. Sin embargo, hay algo que no se le puede negar al director: la pasión por el trabajo y por los profesionales, por aquellos que consiguieron vivir de su vocación y no se conforman con que sea un hobby o un complemento; se convierte en su vida y asumen toda la responsabilidad. El profesional no delega, toma las riendas. ¿De quién aprendería la moraleja Wim Wenders?
Felix y Meira, de Maxime Giroux
Hay películas que sobreviven gracias a la manera en que cierran su objetivo en torno a una realidad, un contexto, unas costumbres y una genealogía de sus raíces. Felix y Meira se centra en el mundo judío de Norteamérica, pero pierde suelo cuando intenta remarcar demasiado las diferencias entre el judaísmo más ortodoxo y el más tolerante, entre la vida y el estado zombi, entre la libertad y la opresión. El problema es que la película se cree con el poder de decir qué es vivir, qué es la libertad y cuál es la receta de la felicidad. Nada más irreal que una película de fórmulas. Nada más triste que privar a la realidad de su rica ambigüedad para reducirla a unas pocas leyes, unívocas e infalibles, que no hacen más que reafirmarse unas a otras. El mundo en una burbuja, el cine como máquina de crear el bien, sonrisas y buenas intenciones. Las máscaras son eficaces, pero acaban fundiéndose con el propio rostro a menos que el rostro se llene de personajes marginales. Una vez más, un director intenta hacer demasiados méritos buenistas. Hay que gustar a todos pero, sobre todo, no molestar a nadie. El encanto de los outsiders mostrado desde una torre de Babel y construido sobre estructuras, giros y gags aprendidos en una academia, o en alguna universidad.
Dos disparos, de Martín Rejtman
Nada me gusta más que perderme en laberintos en los que sé que al final encontraré la salida. La película de Rejtman es un laberinto que no parece un laberinto. También es una comedia que no parece una comedia y un thriller que se dedica a hacer el pino. Es un artefacto disfrazado, un gozoso paseo por el absurdo de una realidad que no puede ser más verídica. Rejtman no se conforma con ser el padre espiritual de una gran generación de cineastas argentinos, ni tampoco con llevarlos a la senda del absurdo, la conspiración y los CAPADUS. Rejtman disfruta alejándose de su propia imagen, como todo buen outsider, y crea una película que va abriendo una línea tras otra, en contraposición a su cine anterior, más cerrado estructuralmente, pero que encierra las mismas ideas y obsesiones. Es el microcosmos de siempre, las reglas que solo valen para él, y poco importa que crítica y público, por lo que me dicen, valoren más a algunos cineastas que le sucedieron: él seguirá siendo personal e inclasificable. Quizás ya no aparezca tan directamente la fantasía, pero la película vuela del mismo modo, cogiendo retazos de costumbrismo que, aunque parecen disparatados fuera de contexto, son el mejor reflejo de aquello que difícilmente se percibe a simple vista en la condición humana. Hacer visible lo invisible, el gran objetivo del cine está cumplido.
Im Keller, de Ulrich Seidl
También sirve lo grotesco, en muchas ocasiones, para hacer visible lo invisible, pero también en ocasiones se convierte en un espectáculo banal, que se regodea en su propio circo, que olvida el respeto por aquello a lo que retrata, y que termina siendo cómplice de los mismos objetos de sus críticas. Poco importa que hablemos de ficción o de documental, ¿alguien sigue dibujando esa frontera hoy en día?, porque toda película es un documental de su propio rodaje y todo documental es una ficción por el mero hecho de elegir un ángulo de cámara, una escala de plano, una textura de película… Sé que estoy robando frases a eruditos cuyo nombre no puedo recordar porque quizás nunca supe, pero yo solo quiero hablar del cine como intervención. ¿No son dos sinónimos? Y así navegamos en el universo de lo grotesco, subrayando el humor (como si algo tan personal se pudiera subrayar e intentar hacer tan evidente) a través de la deformidad, física o mental, y de la hipérbole. Seguramente haya mundo interior en la película, pero la enfermedad de la sociedad quizás se vea mejor a través de lo que hay detrás de las cámaras que mediante lo que estas muestran o intentan revelar. Aunque quizás estas no intenten revelar nada, y solo se trate de dar rienda suelta a una serie de obsesiones inconscientes. Quizás la película no sea más que el sueño de un creador impelido a exorcizar sus demonios a través del cine. Un infierno de hielo construido con planos secuencia, rígidas geometrías y delirios terroríficos. Visto así, quizás tendría que retractarme y defender la película. Lo que me molesta, yo creo, es que no me deja resquicios por los que investigar.
Magical girl, de Carlos Vermut
Entro a la siguiente película y entonces reacciono y empiezo a tener la sensación de que todas las películas se van conectando a través de una cadena que me llevará al final del laberinto sin que yo, ni siquiera, hubiera intentado entrar en él. El Festival te lleva y te expulsa, aunque parece que esta vez lo hace por todo lo alto. Sigo en un mundo que no me parece real, donde lo grotesco sigue habitando y en el que lo castizo y lo fantástico me envuelve en un magma que, ahora sí, consigue llevarme a su torreón. El humor también vive del absurdo, pero un absurdo que no se alimenta de la mofa y el desprecio a los personajes, sino, todo lo contrario, de su profunda humanidad. Los planos secuencia siguen estando perfectamente calculados, encajan con una precisión demasiado milimétrica, tanto que ni siquiera las elipsis son capaces de girar. Pero ahora el suelo no está tan rígido. Es voluble, se mueve, y gracias a ello puedo respirar, reír, disfrutar. Disfruto incluso de un cierto lado perverso, de una empatía malsana. Todo es viejo y está ya visto, pero está mostrado con tanta fuerza, seguridad y carácter que parece tener la frescura de un recién nacido. Se cuela el esperpento, se cuelan las raíces de la cultura en la que fue engendrada la propia película. Se mezcla lo rancio y lo moderno, lo rígido y lo libre, conceptos que siempre han estado ligados a lo mejor de nuestra cultura. Necesitábamos buenas películas posmodernas, necesitábamos puzles como los que me dan la vida cada día. Y sabemos que lo importante no es acabar el puzle, sino disfrutar de su elaboración por el camino y disfrutar rastreando cada pieza. Yo ya casi lo tenía. Una Concha de Oro por la penúltima pieza del puzle.
Edén, de Mia Hansen Løve
Un último seudónimo en mi lista, una película final que ver. Ya deberías tener la respuesta, todas las respuestas, pero esta sesión es de lo más esperado, porque dará la redundancia necesaria para saber que los pasos anteriores fueron los pasos correctos. Estimado investigador, espero que este último escalón suponga la confirmación de un gran éxito, el fin de la conspiranoia mundial, pero tampoco encendamos la luz en todos los rincones; dejemos algún resquicio de oscuridad. La película es un éxito y una consagración, aunque no se tratara de la mejor película para ello. Mia Hansen-Løve salva el escollo de un filme destinado a crear grandes escenas de clímax audiovisual, de comunión con la muchedumbre, de empatía con un grupo, con una generación. Tampoco hay grandes planos vacíos, narración eclipsada ni errabundo deambular de personajes. No está Antonioni aunque esté en la recámara, no está Hou Hsiao-Hsien, aunque sea la gran referencia (ahora diréis que por qué había dicho que no sabía de cine; en realidad no estoy informando sobre películas sino sobre estados mentales). Afortunadamente. Porque Mia lo lleva a su terreno. La pasión, el amor, la melancolía, las ilusiones perdidas, el pasado fundido con el presente. Un cine del aislamiento sin ninguno de los clichés de autor de las películas de referencia. Un cine del tiempo en el que todo avanza a gran velocidad física para mostrar el estancamiento mental. No necesitamos las formas de siempre para transmitir viejas ideas aplicadas a nuevos mundos y a nuevos sentimientos. Basta una ráfaga de luz, el gesto de una actriz, un cuerpo saliendo de un taxi mostrando una energía en la que yo nunca hasta el momento había reparado, una mueca imperceptible, que no llego a saber si fue real o inventada, un parpadeo que hace bajar el telón de nuestra existencia para levantarlo cuando todo ha terminado, cuando el blanco nuclear se ha apoderado de la oscuridad. Contra la oscuridad podemos dar la luz; contra el blanco no podemos hacer nada, estamos ciegos. Y así pasan los instantes, como el tiempo, sin que haya podido aprehenderlos. Porque las ideas se pueden reciclar unas de otras, pero los sentimientos siempre serán nuevos, propiedad de quien los comparte y de quienes podemos empatizar con ellos creando así, a su vez, nuevos sentimientos que se pierden en su espiral infinita. Las edades y el tiempo, la pasión. Un leitmotiv que no cesa, una tristeza que lo empaña todo, pero que a mí me hace tremendamente feliz, porque es una tristeza luminosa, y cuando termina la película y se encienden las luces, tengo la sensación de ser mucho más sabio que antes y seguir sin saber nada. Y mi aventura es la aventura de todos. Sí, se enciende la luz y tengo ganas de abrazar a mis vecinos, amigos y desconocidos, habitantes de un mismo espacio pero todos procedentes de mundos paralelos. Hay luz pero seguimos viendo. Buena suerte.
Agradecemos a Philippe Bourgne la cesión de su dibujo para realizar nuestro particular homenaje al Club del misterio de Bruguera.
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